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La historia de Ivan Babrica

Libro negro de los guardianes

En una recóndita zona de Rusia, en la época de los zares y durante un invierno eterno, cruel y demoledor, Ivan Babrica, fiel guardián de Alejandría y líder de uno de los clanes más poderosos del continente, conoció a su alma gemela: Catalina Ilich.

Catalina tenía una voz demasiado brillante para ser terrenal, brillo que sólo palidecía si se comparaba con el azul de sus ojos o la dulzura de su sonrisa. Había nacido en el seno de una familia pobre, pero la generosidad de una rica viuda hizo posible que fuera a la capital a estudiar canto. Los maestros del conservatorio lloraron la primera vez que la oyeron cantar, y coincidieron al decir que aquella voz era un regalo de los dioses. Catalina pasó de no tener casi nada a vivir entre algodones, y todo porque el director de la ópera quería asegurarse de que su futura estrella encandilara a todos en su primera representación. Y así fue. Cuando Catalina salió a cantar, todos los príncipes y plebeyos que la oyeron, bien sentados en el teatro, bien trabajando entre bambalinas, se quedaron atónitos. Varios lloraron. Todos la aplaudieron. Excepto uno. Ivan.

Ivan había acudido a aquella representación para hablar con uno de los asesores del zar, pero tan pronto como Catalina apareció en el escenario se olvidó de todo, incluso se habría olvidado de seguir ordenándole a su corazón que latiera si no fuera porque aquello era imposible. Cuando terminó la ópera no perdió ni un segundo y fue directamente hacia los camerinos. Buscó el de ella y entró. Años más tarde seguía sonrojándose al recordar la historia; uno de los pocos recuerdos felices que se llevó al morir.

Ivan esperó a Catalina y cuando ella entró lo primero que hizo fue gritar. Asustada, le lanzó a la cabeza el primer jarrón que encontró a mano, y él, un guardián con reflejos infalibles, fue incapaz de esquivarlo. Ivan corrió hacia ella y le tapó la boca con la mano y, aunque aquel contacto bastó para que le temblara todo el cuerpo, se esforzó por mantener cierto decoro y le juró que no quería hacerle daño, que sólo quería hablar con ella. Catalina asintió, no porque las palabras de él la hubieran convencido, sino porque su misterioso asaltante tenía la mirada más dulce que había visto jamás.

Tras aquel accidentado primer encuentro, Ivan consiguió volver a verla, una y otra vez. Y una tarde de primavera, él le contó la verdad sobre su naturaleza de guardián y ella, ante la sorpresa de Ivan, accedió a casarse con él. Ivan nunca había sido tan feliz, y todo su clan compartía su alegría, algo que lo satisfacía sobremanera pues había temido que la familia Kalinin le retirara su apoyo. Muchos habían dado por hecho que Ivan, al no haber encontrado a su alma gemela, se casaría con Nadia Kalinin, la hija del rico y poderoso Sacha Kalinin, incluso había quien se había atrevido a poner una fecha. Pero al parecer los temores de Ivan habían sido en vano.

Ivan y Catalina llevaban casi dos años casados cuando ella le comunicó que estaba embarazada. La alegría fue incontenible e Ivan cuidó y amó a su esposa con devoción durante nueve meses. Hasta que Catalina dio a luz a una niña con la marca de las sombras en la espalda.

Catalina lloraba de dolor cada vez que Ivan rechazaba a la pequeña Simona, y no podía comprender a qué se debía. Simona era preciosa, sonreía siempre que su padre entraba en la habitación, aunque él se negara a cogerla en brazos. Una noche, después de suplicarle en vano a Ivan que le contara qué estaba pasando, se fue apesadumbrada a su habitación, que ya no compartía con su esposo, y oyó susurrar a dos personas. Una era Vladimir Kalinin y otra una de las ancianas que la habían asistido en el parto. Vladimir estaba dándole las gracias a la mujer por marcar a la recién nacida con un objeto candente. La marca que le había quedado a Simona en el omoplato era idéntica al símbolo del ejército de las sombras. Catalina corrió a contarle a Ivan lo que había sucedido y éste la creyó y echó a los Kalinin de su clan.

Ivan, Catalina y Simona fueron felices durante un tiempo. Catalina sentía que el corazón le crecía en el pecho cada vez que veía a Ivan jugando con su hija, pero una tarde de invierno, casi tan fría como lo habían sido las de su infancia, aquella felicidad se desvaneció.

Ivan y Simona estaban jugando a esconderse por entre los árboles y de repente Catalina oyó un grito desgarrador y corrió hacia allí. Se había imaginado varias cosas, pero ninguna como la que encontró. Simona no paraba de llorar y se tapaba el rostro con sus diminutas manos, unas manos de las que salían unas pequeñas garras de acero idénticas a las de su padre. Ivan estaba de pie delante de la niña sin tocarla, sin apartar la mirada de ella, y con el rostro desencajado.

No pasa nada, Simona —le dijo Catalina a su hija, besándola en la mejilla—. Papá te lo explicará todo.

Ivan siguió inmóvil.

Catalina dio otro beso a Simona y levantó el rostro en busca de su esposo.

¿Ivan?

No, no puede ser —farfulló—. Es imposible.

¿Imposible?

Sólo los hijos varones son guardianes —confesó.

Catalina abrazó a Simona con fuerza.

La marca. La marca de las sombras —recordó Ivan en voz alta—. Lleva la marca de las sombras.

Ivan, no digas estupideces. Ya sabes qué, o mejor dicho quién, le hizo esa marca.

Los Kalinin siempre lo negaron. —Ivan dio un paso hacia atrás—. Dijeron que tú te lo habías inventado todo —le recriminó a su esposa—. Dios, tenía tantas ganas de creerte. ¿Cómo puedo haber estado tan ciego?

Ivan, me estás asustando. ¿De qué estás hablando?

Vladimir me dijo que te había visto con otro hombre.

¡Pero si era virgen cuando nos casamos, y tú lo sabes mejor que nadie!

Después. Me dijo que tenías un amante, que tenía pruebas.

Catalina notó que Simona temblaba y se puso furiosa.

¡Es tu hija, Ivan! Tiene tus mismos ojos, tus mismas garras. —Lloró—. Por lo que más quieras, abrázala.

Ivan se quedó mirando a la pequeña y dio un dubitativo paso hacia adelante. Catalina esbozó una sonrisa.

No puedo.

Simona agachó la cabeza y la ocultó entre las faldas de su madre.

¿Qué estás diciendo?

No puedo —repitió Ivan—. Llevo años tratando de apartar de mi mente todas esas dudas, pero ahora veo que los Kalinin tenían razón. Tienes un amante y es miembro del ejército de las sombras. Ella es la prueba. Nunca ha existido una mujer guardiana. Ni la habrá. Ella es una aberración.

¡Ella es tu hija!

No, no lo es —sentenció Ivan—. Por consideración a ti, os permito que os quedéis hasta mañana, pero a primera hora tenéis que iros de aquí. No le diré a nadie del clan lo de Simona.

Y con esa frase destrozó para siempre el corazón de su hija y se marchó sin mirar atrás.

Catalina y Simona se fueron con la ropa que llevaban puesta y una pequeña maleta con sus pertenencias más queridas, entre las que se encontraba un violín que Ivan le había regalado a su esposa con el nombre de la pequeña tallado en él. A pesar de que Ivan la había obsequiado con muchas joyas, las dejó todas, y ella y su hija se fueron de esa mansión para no volver.

Ivan no le contó a nadie lo sucedido, y delante de los miembros del clan culpó a la ópera del abandono de su esposa. Nadie lo creyó, pero tampoco se atrevieron a cuestionárselo. Durante ocho meses una tensa calma se instauró en la mansión del clan Ilich, hasta que estalló la tormenta. Ivan recibió un paquete y cuando lo abrió y vio lo que contenía aquella caja de cartón gritó de dolor. El violín de Catalina y una carta manchada de sangre. La misiva decía:

«Tú me arrebataste mi futuro, y ahora yo te he arrebatado el tuyo. Estamos en paz. Tu esposa siempre te fue fiel, incluso antes de morir se negó a traicionarte, y la pequeña Simona no tenía ningún lazo con el ejército de las sombras… hasta ahora. Nadia Kalinin».

Ivan enloqueció y el guardián, en su expresión más fiera, tomó el control y salió en busca de Simona. Su pequeña acababa de cumplir tres años. Tenía que encontrarla. No iba a permitir que le sucediera nada malo.

Ivan nunca llegó a encontrar a Simona y su sed de sangre lo convirtió en un asesino despiadado y descontrolado. Murió años más tarde frente a la ópera en la que había conocido a Catalina. Unos dijeron que había sido un soldado del ejército de las sombras, otros, que lo poco que quedaba del corazón de Ivan dejó de latir al comprender en qué se había convertido.

Mitch llevaba dos horas sentado a la mesa más desordenada de la comisaría; la suya. Podía decirse que era caótico, pero también que era un desordenado encantador, excepto cuando no conseguía encontrar ni un solo lápiz en medio de todo aquel caos.

—Buchanan, tienes visitas —le dijo un agente.

—No estoy —farfulló levantando un montón de folios.

—Puedo verlo, detective.

Reconocería esa voz en cualquier parte; sólo la había oído pronunciar dos frases en medio de aquel oscuro callejón, pero había sido incapaz de quitársela de la cabeza.

—¿Tú? —dijo, y de inmediato irguió la espalda en el asiento—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Miró a su alrededor y se llevó la mano derecha a la pistola.

—He venido sola —le aseguró ella al ver el gesto—. Si quisiera matarte, ya lo habría hecho, ¿no crees?

Los dos se miraron a los ojos y él vio que ella sonreía y que tenía las mejillas algo sonrosadas.

—Supongo. Siéntate. —Acompañó la invitación con un gesto de la mano. Esperó a que lo hiciera y le preguntó algo que llevaba horas atormentándolo—: ¿Cómo te llamas? —No podía seguir llamándola amazona en su imaginación.

—Simona. Simona Babrica. ¿Qué? —le preguntó al ver cómo la miraba—. ¿Creías que no te iba a responder?

—Sí, eso es exactamente lo que creía.

—Vaya, detective Buchanan, eso es muy desconfiado por tu parte.

—Gajes del oficio. —Por el rabillo del ojo, Mitch vio que un par de compañeros lo miraban alucinados. Y no era para menos, él nunca recibía visitas, y esa mujer era tan guapa…—. Veo que juegas con ventaja, Simona. ¿Cómo me has encontrado?

—Tengo mis propios métodos.

—Ya veo. —Echó la silla hacia adelante y jugó con un lápiz—. ¿Qué estás haciendo aquí?

Simona lo miró a los ojos y Mitch vio que a pesar de su fiero aspecto, estaba nerviosa. En aquel instante, Simona le recordó a un cervatillo asustado, y decidió que, dado que no quería que saliera corriendo, le daría todo el tiempo del mundo. La amazona respiró hondo y se pasó la lengua por el labio inferior.

—Creo que será mejor que me vaya —dijo Simona, captando de nuevo la atención de Mitch, que se había quedado embobado mirándole los labios.

—¿Qué? ¡No! —Se incorporó y la sujetó por la muñeca—. Quédate, por favor.

Simona desvió la mirada hacia los dedos de Mitch. Era la primera vez que alguien la tocaba. No iba a confesárselo, por supuesto, aunque Simona apenas podía soportar que la tocaran, y mucho menos un hombre. No sabía a qué se debía, pero en sus pesadillas veía a un hombre de pie frente a ella diciéndole que no la quería. No le gustaba que la tocasen, pero los dedos del policía eran agradables, cálidos.

—Yo… —tragó saliva—. Está bien.

Mitch volvió a sentarse y ella hizo lo mismo.

—Lo que sucedió en el callejón —empezó Simona—… yo no suelo hacer eso.

—Ya. Tú sueles disparar —dijo Mitch como si estuvieran charlando del tiempo.

—Sí. Es lo que soy —respondió orgullosa.

—No —la interrumpió él—. No es lo que eres. Es lo que haces, o lo que hacías —le explicó. Mitch no tenía ni idea de qué le estaba pasando, pero a pesar de que todas las pruebas apuntaban en sentido contrario, sabía que Simona no era mala, sino todo lo contrario. En realidad, estaba haciendo verdaderos esfuerzos por no levantarse e ir a abrazarla para consolarla.

A Simona le brillaron los ojos y levantó la mirada para no derramar las lágrimas.

—¿A qué has venido? —Como no podía correr el riesgo de sucumbir a sus deseos, Mitch optó por tratar de averiguar algo que pudiera ayudar a Ewan.

—Lo que hay en ese maletín es muy peligroso. Si me lo devuelves ahora quizá pueda impedir que te maten.

—¿Y por qué ibas a hacer eso? —le preguntó él enarcando una ceja.

—No lo sé. —Echó la silla hacia atrás y se puso en pie en cuestión de segundos—. Ya sabía yo que no debería haber venido. Está bien, quédate con el maletín.

Simona dio unos cuantos pasos y Mitch la oyó mascullar algo entre dientes. Sin perder ni un segundo, cogió la cazadora y fue tras ella.

—¿Qué has dicho sobre tu madre?

—He dicho que no debería seguir leyendo sus diarios. Sus consejos siempre me meten en líos.

—¿Lees los diarios de tu madre? ¿Y ella lo sabe?

Simona ladeó la cabeza y lo fulminó con la mirada.

—Sólo he venido aquí a advertirte de que corres peligro, Buchanan.

Llegaron afuera y ella se detuvo delante de una impresionante moto negra.

—¿Vas a subirte en eso? —le preguntó atónito. A Mitch le gustaban las motocicletas, pero esa bestia parecía ser más adecuada para un hombre que pesara doscientos quilos que para Simona, que con cada segundo que pasaba con ella le parecía más delicada.

—¿A ti qué te parece? —Se puso el casco y levantó la visera—. No sé qué pretendéis tu amigo y tú, pero aunque él sea un guardián, tened cuidado. —Vio que lo había sorprendido y le gustó comprobar que Mitch no trataba de negar la realidad—. Dios, ¿por qué estoy haciendo esto? —dijo mirando hacia un lado como si estuviera hablando sola—. Creo que esta noche Talbot y Cochran estarán ocupados —añadió dirigiéndose a Mitch.

—¿Ocupados?

—Sí, y lejos del laboratorio. —Se bajó la visera y giró la llave del motor.

—Gracias —gritó Mitch, pero la moto negra estaba ya media calle más abajo.

Mitch entró de nuevo en la comisaría con una sonrisa en los labios y ni siquiera se inmutó con los malintencionados comentarios de uno de sus compañeros. Regresó a la caótica mesa y empezó a tramar un plan. Tenían que entrar en los laboratorios esa misma noche, porque, por extraño que fuera, y más teniendo en cuenta que él se ganaba la vida desconfiando de la gente, Mitch estaba seguro de que Simona le había dicho la verdad.

Y eso era la primera vez que le sucedía. ¿Quién era Simona Babrica? La había visto empuñando una pistola con la destreza de un asesino a sueldo, y horas más tarde se plantaba en su despacho sonrojada y con lágrimas en los ojos. Dura por fuera y tierna por dentro. Quizá fuera una trampa, una actuación perfectamente diseñada para llevarlos, a él y a Ewan, a una muerte segura. No, no era una trampa. No tenía lógica ni sentido, pero Mitch iba a poner su vida en peligro, y la de su mejor amigo, porque su corazón sabía a ciencia cierta que Simona no había mentido.