14

Llegas tarde —fue lo primero que le dijo Mitch al verlo—. Y eso no es nada típico de ti. Ya iba a llamar a la caballería. —Le dio una cariñosa palmada en la espalda—. ¿Dónde estabas?

—Lo siento. —Ewan se quitó la chaqueta y le hizo señas al camarero para que le trajera una cerveza como la que Mitch tenía a medias—. He tenido un día complicado.

—Y se acerca la luna llena —añadió su amigo.

«Mierda». Ewan casi se había olvidado de eso. «Joder». Dio un trago a la cerveza que acababan de traerle. Había sido una locura pedirle a Julia que se instalara en su casa. «¿Pedírselo? Se lo has ordenado». Y una cosa era tratar de resistirse a ella estando en plena posesión de sus facultades, más o menos, y otra muy distinta hacerlo durante el plenilunio. «Joder». Respiró hondo y trató de ver el lado positivo. No lo encontró.

—¿Estás bien, Ewan, te pasa algo? —La pregunta de Mitch lo hizo volver a la realidad.

—No, lo siento. Tengo muchas cosas en la cabeza.

—De acuerdo —contestó el otro sin terminar de creerle—. ¿Empiezas tú?

—No, tú primero. —Levantó la botella para invitarlo a hacerlo.

—Veo que sigues en plan hombre lobo misterioso —se burló Mitch.

—Y a ti el moreno sigue sentándote fatal, vigilante de la playa. Vamos, empieza.

—Esta mañana, una vagabunda ha encontrado los cadáveres de esos dos chicos que te he dicho antes. No me habría tocado ir a mí, pero en la declaración de la mujer decía que había visto a una criatura mitad lobo mitad hombre alejándose de los cuerpos sin vida. Tranquilo, ya le he dicho al agente que la atendió que no le hiciera caso, pero como te imaginarás, he ido personalmente al escenario del crimen para cerciorarme de si había algo de cierto.

—Gracias —dijo Ewan, sincero. Siempre había confiado en Mitch, pero eso no significaba que diera por hecho que contaba con su apoyo y su discreción.

—No hay de qué. Ewan, lo que he visto allí —cerró los ojos—, no lo había visto nunca. Era como si se hubieran vuelto locos. Había sangre por todas partes y las mordeduras… Dios, había varias que llegaban hasta el hueso; la piel y los músculos estaban desgarrados. El ayudante de la forense ha vomitado, y créeme si te digo que ese hombre está curado de espanto, y la forense me ha dicho que los dos cuerpos tenían marcas de dos mandíbulas distintas, las suyas y las de una tercera «persona» —hizo el signo de comillas con los dedos—, que todavía no hemos conseguido identificar.

—¿Y la pastilla del LOS?

—Estaba en el bolsillo de uno de los chicos, Christopher, si no recuerdo mal. Mierda, Ewan, cómo voy a decirles a sus padres que la última vez que los vieron con vida iban a salir por ahí de marcha y que han terminado muertos a mordiscos en el muelle de Londres. No tiene sentido. —Mitch vació la cerveza y pidió al camarero que trajera dos más.

—¿Iban a salir de marcha?

—Sí, según la madre de uno de ellos, habían conseguido entradas para…

—Rakotis. —Al ver que su amigo lo miraba sorprendido, procedió a explicarle cómo había llegado a esa conclusión—. Stephanie Materson le mandó un cuaderno con notas a su mejor amiga antes de morir, y en él aparece varias veces el logotipo del club. Y, según Julia, Stephanie fue allí con anterioridad con una especie de novio.

—Julia. ¿Julia Templeton? —Mitch bebió un poco—. Creo que tienes que contarme muchas cosas, Lobezno.

—No me llames así. —Ewan lo fulminó con la mirada.

Su amigo levantó las manos pidiendo tregua.

—Perdona, no he podido resistirme, creo que es la primera vez que veo que te sonrojas al hablar de una mujer.

—¿Te acuerdas de mi primo Simon? —Al ver que Mitch asentía, continuó—: Me reuní con él en Roma pasado el Año Nuevo y me dijo que tanto en Praga como en Alemania había oído hablar del LOS. En ambos lugares hubo un par de extrañas muertes que en seguida desaparecieron de los periódicos. Mi padre y mi abuelo, y también Simon, creen que Rufus Talbot tiene algo que ver con todas ellas.

—¿Rufus Talbot, el propietario de Vivicum Lab y uno de los hombres más ricos de toda Inglaterra? Joder, Ewan, tú siempre poniéndomelo todo fácil.

—Ayer empecé a trabajar para sus laboratorios, pero todavía no he encontrado nada definitivo.

—¿Y qué me dices de Julia? Ella también trabaja allí, ¿no? Lo sé porque hablamos con ella cuando murió Stephanie, puedes guardar las uñas.

—Sí, Julia trabaja allí, y ayer por la noche un asesino a sueldo se coló en su casa para matarla.

—¡Y no llamó a la policía! Mierda, Ewan.

—No llamó a la policía porque yo le pedí que no lo hiciera.

—¿Por qué si puede saberse?

—Porque el asesino no hubiera encajado del todo en vuestro depósito de cadáveres.

Mitch se lo quedó mirando a los ojos y soltó una retahíla de tacos.

—¿Estás bien? —le preguntó luego, algo más sereno—. Deberías haberme llamado, ya sabes que puedes contar conmigo.

—Lo sé —contestó Ewan—, pero no quería meterte en todo esto. Tengo el presentimiento de que este asunto va más allá de una mera nueva droga de diseño o de las ansias de poder de Rufus Talbot.

—No te hagas el maldito héroe y desembucha, vamos.

Ewan le contó lo que creía que estaba sucediendo en Vivicum Lab y lo relativo a la desaparición de Dominic, al que Mitch también conocía.

—Si Talbot se ha atrevido a secuestrar a Dominic es que está más loco de lo que pensaba. Dominic puede ser un auténtico hijo de puta.

—Sí, pero si lo están drogando…

—Tranquilo, seguro que lo encontraremos. Lo primero que voy a hacer es pedirle a dos de mis mejores hombres que se acerquen a tu apartamento y vigilen que no entre nadie. No queremos que le suceda nada a tu preciosa Julia, ¿no?

—Gracias.

—No me las des, cuando todo esto termine, quiero que me invites a cenar a tu casa y que me la presentes como es debido. —No le dio tiempo a protestar—. Luego, iré a cambiarme, y tú deberías hacer lo mismo.

—¿Por qué?

—Porque esta noche vamos a salir, igual que en los viejos tiempos.

Como era de esperar, a Julia no le hizo ninguna gracia que Ewan fuera a Rakotis sin ella, ni tampoco enterarse de que tenía a dos policías plantados en la puerta de la calle, vigilándola; pero al final él terminó por convencerla, diciéndole que le sería más útil repasando las notas de Stephanie en busca de algo que pudiera conducirlos hasta Dominic.

Ewan se puso unos pantalones negros y un jersey de cuello vuelto del mismo color, que conjuntó con unos cómodos zapatos italianos, y cuando Julia lo vio, sintió que la boca se le hacía agua. Ella, que nunca se fijaba en los hombres, se había quedado hipnotizada con su imagen. Era el vivo reflejo del amante que la visitaba en sueños, pero al mismo tiempo era real, y eso lo hacía aún más atractivo e irresistible. Julia no tenía experiencia con los hombres, al menos no con uno de carne y hueso, pero sabía que Ewan se sentía atraído por ella, igual que sabía que no tenía intención de hacer nada al respecto. Lo que le faltaba averiguar era el porqué, y tal vez quedándose sola en su casa lo comprendería mejor.

—Éste es el teléfono de mi padre —le dijo él antes de irse, dándole el papel donde lo había anotado—. Si sucediera algo…

—¿Qué va a suceder? —preguntó alarmada.

—Nada, pero prefiero que lo tengas. Abajo están los dos policías. Mitch me ha asegurado que son de su absoluta confianza, así que puedes estar tranquila.

—Ya te he dicho antes que no necesito niñera.

—Y yo te he dicho que no van a irse de aquí hasta que sepamos quién diablos ha tratado de matarte.

—Sigue sin gustarme la idea de que vayas solo a Rakotis.

—Todavía no sabemos qué papel representa el club en todo esto, pero lo que sí sabemos es que Talbot, o alguno de sus secuaces, sabe que tienes el cuaderno. En cambio, desconocen que yo también estoy al tanto, y si nos ven juntos perderemos esa ventaja.

—Está bien —reconoció ella a regañadientes.

Ewan asintió con la cabeza y la miró a los ojos. Julia le devolvió la mirada y le dijo:

—Pareces cansado, quizá sería mejor que lo dejaras para mañana.

—No, tengo que resolver esto cuanto antes.

Apretó los puños. Después de haber estado con Mitch, todavía le costaba más resistirse a ella. Y verla en su casa, como si aquél fuera su lugar, no lo ayudaba demasiado.

Julia no se tomó demasiado bien el comentario; si tanta prisa tenía por deshacerse de ella no debería haberla encerrado en su casa. Nadie se lo había pedido. Ese comentario de él tuvo el mismo efecto que una jarra de agua fría, y Julia supo que si quería salir de aquella situación con el corazón intacto más le valía no encariñarse con Ewan porque era evidente que a él no le estaba pasando lo mismo, y que nunca había soñado con ella.

—Bueno, cruzaré los dedos para que esta noche averigües algo. Yo tampoco quiero alargar esta situación más de lo necesario.

Ewan retrocedió y, durante unos instantes, a Julia le pareció que los ojos se le convertían en ébano, pero si así fue, el efecto duró sólo un momento.

—Comprendo —contestó él a modo de despedida, y abandonó el apartamento.

Mitch lo estaba esperando junto a la pareja de policías. Iba vestido de paisano, pero cualquiera que lo conociera se daría cuenta de que estaba completamente alerta. Era un gran detective, el mejor de su promoción, a pesar de que él se empeñara en negarlo. El clan Jura al completo sentía un gran aprecio por Mitch, y era uno de los pocos humanos que gozaba de su total confianza.

Fueron a Rakotis en el coche de Ewan y, gracias a uno de los contactos de Mitch, en menos de treinta segundos estuvieron dentro. Ewan no salía demasiado, y cuando lo hacía no era a locales de ese estilo. Él prefería pedir una cerveza a tener que devanarse los sesos para elegir una bebida. En los pubs, uno podía charlar con sus amigos y relajarse, mientras que Rakotis era una mezcla de escaparate, en el que sus clientes iban a anunciarse, y bufet libre de todos los vicios imaginables.

Nada era demasiado obvio, pero tanto Ewan como Mitch se dieron cuenta de que allí bastaría con pedirlo y enseñar la cartera, para que cualquiera de aquellos estupendísimos camareros o camareras les recitara la lista de drogas o de «servicios especiales» que tenían disponibles. El problema era que, aunque los dos creyeran que aquello era depravado, no parecía estar relacionado con Stephanie ni con el LOS, o eso era lo que pensaban hasta que vieron aparecer a Rufus Talbot junto con tres hombres de aspecto bastante siniestro y una mujer con cuerpo de amazona y cara de pocos amigos.

—Tú quédate aquí —le dijo Mitch, dirigiéndose hacia el quinteto.

Ewan observó cómo su amigo se hacía el borracho para tropezar justo delante de Talbot y poder inspeccionar de cerca a sus invitados, atreviéndose incluso a poner un localizador en el hombro de uno cuando de mala gana lo ayudó a levantarse. Diez minutos más tarde, tiempo que pasó oculto en el baño, fingiendo vomitar, Mitch fue en busca de Ewan.

—¿Sabes quiénes son? —le preguntó éste.

—No los había visto en mi vida, no parecen de por aquí.

Talbot y sus amigos estaban sentados en uno de los reservados del local, una especie de palcos que colgaban del techo. Tenían el suelo de cristal y sus ocupantes podían inspeccionar a los bailarines de la pista como si fueran ratas de laboratorio. Para mantener su tapadera, Ewan y Mitch se quedaron un rato en la barra tomando una copa. Éste habló con un par de chicas y Ewan no apartó la mirada de su bebida excepto para vigilar a Talbot.

Simona Babrica se pasó la lengua por los colmillos de arriba. Aquellos dos tipos eran de lo más atractivo, en especial el humano, y el modo en que estaban disimulando era sencillamente encantador. El que iba vestido de negro pertenecía al reino de lo sobrenatural, quizá fuera un guardián, o tal vez alguna otra criatura imposible de clasificar, igual que ella. Recorrió con la mirada la espalda del humano; estaba hablando con una mujer, una conejita Playboy que seguro que no tenía ni dos neuronas útiles en el cerebro, y Simona notó que le crecían las garras.

Tenía las garras retráctiles de los guardianes, aunque éstos siempre eran hombres, así que ella era una aberración, a pesar de que todavía recordaba a su madre diciéndole que era una princesa. Sintió un escalofrío y apartó el recuerdo, de eso hacía muchos años, y ya iba siendo hora de que lo olvidara. El ejército de las sombras le había ofrecido un hogar y allí había conocido a otras criaturas como ella, así que lo mejor que podía hacer era prestar atención y cumplir con su misión. Lord Ezequiel le había dicho que protegiera al tal Talbot y a aquellos tres hombres y, aunque a Simona le hubiera gustado responderle que no era una jodida niñera, obedeció sin rechistar.

Y allí estaba, en medio de un estúpido club nocturno que se las daba de lugar interesante, completamente fascinada por un hombre que, en el improbable caso de que ella se atreviera a hablarle, ni siquiera le devolvería el saludo. O tal vez la miraría —Simona no era modesta y sabía que tenía un cuerpo espectacular—, quizá incluso se plantease la posibilidad de acostarse con ella, pero era imposible que quisiera algo más, algo con sentimientos.

—Babrica —la llamó Talbot—, mis invitados van a buscar un pequeño obsequio. ¿Quiere acompañarlos?

Simona estudió la situación, los tres emisarios que había mandado lord Ezequiel para hablar y negociar con Talbot eran perfectamente capaces de salir airosos de cualquier contratiempo, en cambio este último había demostrado en más de una ocasión que no.

—Me quedaré con usted.

Talbot asintió y le ofreció una copa. Ella la aceptó y se sentó en una de las sillas que habían quedado disponibles, pero en cuanto a la bebida ni siquiera la probó. El alcohol no le sentaba bien.

Los tres emisarios no eran más que soldados que, con los años, y a base de demostrar su falta de escrúpulos y fidelidad al señor de las sombras, habían ganado galones. Lord Ezequiel los había mandado allí esa noche para recordarle a Rufus Talbot que esperaba que su inversión diera resultados cuanto antes, y que estaba harto de ir recogiendo los cadáveres que su torpeza iba dejando repartidos por todo Londres.

A lord Ezequiel, nada le hubiera gustado más que poder estrangular a Talbot con sus propias manos y hundir los colmillos en su yugular hasta dejarlo seco, pero el joven y ambicioso guardián iba a resultarle muy útil, aunque no del modo que él creía.

Los emisarios tenían instrucciones de entregarle un pequeño maletín con las nuevas drogas que quería que se probasen, seguro que una de ellas terminaría por destruir la mente del guardián que tenían preso. Había elegido Rakotis para hacer la entrega, pues el local era de su propiedad, aunque nadie conseguiría demostrarlo nunca, y le traía buenos recuerdos… Era una auténtica lástima que lo de esa humana, Stephanie, no hubiera salido bien. Era espectacular en la cama, a pesar de sus limitaciones.

—Mitch, tenemos que irnos. —Ewan le hizo un gesto con la cabeza y le indicó que los tres tipos estaban escabulléndose por una puerta oculta detrás de unas cortinas.

Su amigo asintió y fueron tras ellos. Ewan llegó a la puerta justo a tiempo de evitar que se cerrara y los siguieron por un oscuro pasillo. Las paredes retumbaban a causa de la música que sonaba en la sala, y el lugar tenía un olor extraño, químico. La música ocultaba sus pisadas, y Ewan aguzó el oído en busca de alguna pista. También sacó sus garras, que tenían ya su máxima extensión, listo para actuar. Mitch había desenfundado su pistola. Los dos presentían que algo estaba a punto de suceder. Al fondo vieron un rayo de luz colándose por la rendija de otra puerta, la salida al exterior, y se dirigieron hacia allí. Fuera se hallaban los tres tipos: dos estaban de pie charlando, y el tercero estaba cerrando el maletero de un coche y llevaba un maletín en la mano.

Mitch y Ewan se miraron: tenían que hacerse con ese maletín. Siguieron inmóviles durante unos segundos, y cuando Mitch estuvo seguro de que Ewan lo había comprendido, guardó el arma y salió a trompicones de su escondite, fingiéndose de nuevo borracho.

—¡Hombre! Menos mal —farfulló al aparecer en el callejón—. Ya creía que me había perdido.

Los tres hombres se quedaron mirándolo y dos se llevaron la mano al interior de la americana, aunque ante el gesto del tercero no llegaron a desenfundar. Mitch siguió con su representación y, balanceándose, se acercó al que llevaba el maletín y se abrazó a él.

—Lo siento. Lo siento —dijo—. Mi mujer me ha dejado hoy, sabes de lo que hablo, ¿no, amigo?

Ewan observó cómo Mitch trataba de atrapar el asa del dichoso maletín, y estaba a punto de lograrlo cuando unas pisadas resonaron por el pasillo y, en cuestión de segundos, estalló un infierno.

Simona se había quedado con Talbot, pero cuando vio que los tres emisarios tardaban más de lo previsto en regresar, y que el humano y el guardián a los que había estado observando habían desaparecido, se puso de pie de un salto. Lord Ezequiel la mataría si algo salía mal. Escudriñó con la mirada el local y no encontró ni rastro de los emisarios ni de los otros dos, así que, después de ordenarle a Talbot que se quedara exactamente donde estaba, fue corriendo hacia el callejón.

Mitch ya tenía el asa entre los dedos, ahora sólo tenía que tirar…

—Yo que tú no haría eso, amigo —dijo uno de los hombres, apuntándolo con una pistola.

Mierda, era imposible que Mitch consiguiera sacar su arma a tiempo. Puso cara de inocente, eso sí, sin soltar el maletín.

—Tranquilo, no pasa nada —le dijo al que lo apuntaba, pero mirando al lugar donde Ewan seguía escondido.

—Suelta el maletín. —El segundo también desenfundó.

Mitch tiró entonces del asa y lanzó al tercer hombre al suelo. Los otros dos dispararon al unísono y Ewan se colocó delante de su amigo sin dudarlo. Una bala le dio en el pecho y otra en el hombro, pero se mantuvo en pie y consiguió eliminar a uno de los dos esbirros. Por su parte, Mitch sacó su arma y también se encargó de uno.

Eso les daba ventaja, pensó Mitch, que observó atónito cómo Ewan empezaba a desangrarse. Imposible, según le había contado él mismo, los guardianes sólo se volvían mortales cuando… ¡Mierda! Julia, seguro que Julia era la mujer de Ewan y el muy idiota no se lo había dicho a nadie. Buscó con la vista al tercer hombre y, cuando vio que éste por fin había conseguido hacerse con una arma, le disparó. Sin sentir ningún remordimiento, se levantó del asfalto y se acercó a Ewan. Tenía que llevárselo de allí cuanto antes, y tenía que…

—Suelta ese maletín —dijo una voz a su espalda.

Mitch rodeó a Ewan por la cintura y lo pegó a él para ayudarlo a caminar. La propietaria de aquella voz habría podido dispararles, pero no lo hizo, y eso le llamó la atención. Se dio media vuelta despacio y se topó con la mujer más guapa que había visto nunca. Y con una mirada más dulce que el café con leche que se tomaba cada mañana.

—No voy a soltarlo —dijo—. Dispárame si quieres —la desafió, con los ojos fijos en los suyos.

Simona y Mitch se quedaron fascinados el uno con el otro, y de no ser porque un casi imperceptible gemido de dolor escapó de los labios de Ewan, habrían podido seguir así durante horas.

—No vas a dispararme —constató Mitch, incrédulo y en voz baja.

Simona bajó el arma y farfulló.

—Marchaos de aquí antes de que me arrepienta.

Mitch cargó con Ewan hasta el coche y lo sentó en el asiento del acompañante. Le abrochó el cinturón y, tras hacerse con las llaves, se sentó al volante y se alejó de Rakotis como alma que lleva el diablo. ¿Quién era aquella mujer? ¿Por qué los había dejado escapar? ¿Y por qué diablos su mejor amigo no le había dicho que ya no era tan inmortal como antes?

¿Por qué los había dejado escapar? Simona no podía dejar de hacerse esa misma pregunta mientras regresaba al interior del local en busca de Talbot. Lo encontró en el mismo sitio donde lo había dejado, pero acompañado de cuatro féminas que sin duda estaban al tanto de los ceros que tenía su cuenta corriente, aunque había que reconocer que el tal Talbot era también muy atractivo. Pero no tanto como el humano. Sintió de nuevo un escalofrío y se dijo que no era por eso por lo que le había dejado huir.

—Vámonos —le dijo a Talbot—. Tenemos que salir de aquí.

—¿Y los emisarios? —preguntó él al ver que no estaban.

—Han sufrido un pequeño percance.

Simona se llevó a Talbot de allí y, horas más tarde, llamó a lord Ezequiel para contarle que había encontrado a los tres emisarios muertos en un callejón y que el maletín había desaparecido. Era la primera vez que le mentía.