Ewan tenía veinticinco años cuando terminó la carrera y decidió alquilar un apartamento en el centro de Londres. Dado que los precios eran prohibitivos, pronto se conformó con alquilar sólo una habitación, y así fue como conoció a Mitch Buchanan; se llamaba igual que el protagonista de «Los vigilantes de la playa», algo con lo que Ewan lo atormentaba constantemente.
En aquel entonces, era un policía raso que patrullaba las calles de Londres y al que le tocaban los peores turnos, igual que Ewan, que era el profesor suplente y tenía que hacerse cargo de todas las tutorías y prácticas. A pesar de ser como la noche y el día, Mitch y Ewan se hicieron amigos en seguida, y esa amistad se transformó en algo más cuando, un verano, Mitch descubrió que su compañero de piso no era tan normal como creía.
Mitch regresaba a casa después de un turno triple, o incluso cuádruple, en el que habían arrestado a varios camellos pertenecientes a una misma red de traficantes. El joven policía había participado activamente en el caso, el primero importante en el que trabajaba, y la ilusión, junto con la falta de experiencia y el cansancio, lo llevaron a cometer un error. Un error que, de no ser por Ewan, le habría costado la vida. Mitch sabía perfectamente que tenía que ser cuidadoso, pero esa noche volvió a su piso sin tomar las precauciones necesarias, y uno de los hombres que trabajaba para el traficante al que le habían desmantelado el negocio lo siguió.
Seguramente, el tipo tenía previsto degollarlo y mandar así un mensaje a la policía, pero no le salió bien. Mitch estaba de pie frente al portal cuando el otro lo sujetó desde atrás y le puso una navaja en el cuello. Entonces, empezó a decirle que habían cometido un gravísimo error al meterse con el señor Hinestoza y que todos iban a pagar por ello. Mitch tembló y empezó a sudar, y, mentalmente, se despidió de su familia. Pero entonces, desde el balcón de su diminuto apartamento saltó Ewan y en cuestión de segundos, le quitó al tipo de encima y lo estampó contra la pared.
Mitch observó fascinado cómo de las manos de su amigo crecían unas fuertes garras de acero que Ewan manejaba como cuchillos, mientras le decía al asaltante en cuestión que se largara de allí y no volviera, y que le comunicara al tal señor Hinestoza que se olvidara por completo de Mitch Buchanan. El tipo, que sin duda era también un yonqui, salió de allí corriendo despavorido y seguramente se convenció de que quien lo había atacado había sido un hombre con unos cuchillos, y no un ser medio humano medio fantástico, capaz de saltar cuatro pisos sin romperse las piernas.
Ewan recordó esa noche y la conversación que mantuvo después con Mitch. Éste tardó unos días en asimilar que Ewan era un puto personaje de cómic, y lo bautizó con ese sambenito para vengarse de todas las veces que su amigo lo había llamado vigilante de la playa, pero después su relación volvió a la normalidad.
Ewan estaba seguro de que podía confiar en Mitch, y la verdad era que su amigo había ayudado a los guardianes en más de una ocasión. En tantas, que incluso una vez Liam Jura dijo que era una lástima que no fuera uno de ellos.
Ewan aparcó en Vivicum Lab y volvió a sonarle el teléfono, pero en esta ocasión era su padre. Descolgó al instante y lo que escuchó lo dejó helado. El piso de Dominic estaba intacto, como si llevara semanas sin pasarse por allí. Lo que más mala espina le daba a Robert, le dijo, era que una de las vecinas aseguraba haber visto días atrás a Dominic ayudando a una chica a la que habían atropellado en la calle y que en medio del caos aparecieron unos hombres que lo obligaron a subirse a una furgoneta negra. La mujer parecía tener cien años, aunque su conversación era fluida y lúcida, o eso le había parecido al guardián que Robert había mandado a investigar. Antes de despedirse, Ewan le dio a su padre los datos del hospital en el que trabajaba Dominic, y Robert no tardó ni un segundo en facilitarle dicha información a su contacto.
«Ojalá la mujer desvaríe», pensó Ewan, y entró en el trabajo.
Era una suerte que casi nadie ajeno al clan Jura supiera de su existencia, de lo contrario, no habría podido pasar desapercibido en los laboratorios de Rufus Talbot. Ewan, además de haber utilizado el apellido de su madre en la universidad, casi nunca asistía a los actos del clan, siendo su hermano Daniel la imagen visible del mismo. Después del incidente en el acantilado, Alba, su madre, le había pedido a su marido que protegiera a sus dos hijos, y que hiciera todo lo posible para que Ewan, y su posible futuro como gran líder del clan, desaparecieran del mapa. Y Robert, que siempre se desvivía por complacer al amor de su vida, así lo hizo.
Eran pocos los que sabían dónde vivía Ewan, o a qué se dedicaba, y muchos creían incluso que había muerto en extrañas circunstancias. Nadie de la familia Jura desmentía jamás los rumores, y Simon tenía una libreta en la que anotaba los más cómicos; uno de sus preferidos era el que decía que Ewan se había recluido en el Tibet y se había hecho monje.
Bromas aparte, era una suerte que su rostro no figurara en los archivos del clan Talbot y, aferrándose a eso, Ewan entró en los laboratorios decidido a resolver todo aquel asunto cuanto antes; pues, a juzgar por el tono de preocupación de Mitch, y el ataque que había sufrido Julia, no tenían demasiado tiempo que perder.
El soldado había fallado. Maldición. Si no recuperaba el cuaderno cuanto antes, seguro que sus socios se echarían atrás, y no se conformarían con que les devolviera el dinero invertido. No, los señores de las sombras negociaban con una moneda mucho más difícil de encontrar.
La droga todavía no estaba lista, y los últimos ensayos no estaban dando el resultado deseado; ellos querían crear esclavos, personas adictas y fieles, capaces de todo a cambio de obtener una dosis más. No querían convertir a los humanos en perros rabiosos que terminaran matándose a mordiscos. Eso no resultaba rentable.
Rufus Talbot recordó el día en que mantuvo su primera entrevista con lord Ezequiel, el esquivo, cruel y fascinante señor de las sombras. De pequeño, Rufus estaba convencido de que lord Ezequiel no existía, que era sólo un personaje creado por los guardianes para infundir miedo a los que osaban desafiar sus estúpidas leyes. Pero no, lord Ezequiel era muy real, tan real como podían serlo los mismos guardianes de Alejandría y las otras criaturas que cohabitaban en la Tierra junto con los humanos.
El ejército de las sombras había aparecido a la par que los guardianes, y, según la leyenda, iban a tener que enfrentarse varias veces a lo largo de los siglos hasta que el destino eligiera el momento oportuno para librar la batalla definitiva. Una única batalla con un único vencedor, y que afectaría al devenir de toda la humanidad. Cuantas más veces escuchaba la historia, más convencido estaba Rufus de que quería estar del lado de los vencedores, y éstos iban a ser sin duda los señores de las sombras.
El ejército de las sombras se alimentaba de la debilidad humana, de los vicios, de los pecados, y de eso había una cantidad inagotable. A lo largo de los siglos, los señores de las sombras habían perfeccionado sus técnicas de reclutamiento, así era como ellos las llamaban, y no sólo se habían enriquecido, sino que muchos ocupaban posiciones de poder en gobiernos y multinacionales, los verdaderos amos del mundo.
Después de la debacle entre las distintas facciones de los guardianes, varios clanes se habían aliado con el ejército de las sombras, pero hasta el momento nadie había conseguido ser aún socio de pleno derecho. Y Rufus no iba a desaprovechar la oportunidad. Cuando lord Ezequiel fue a verlo para proponerle un trato, él no dudó ni un segundo, a pesar de que sabía que su padre iba a oponerse, y aceptó encantado. Ansioso incluso. Lord Ezequiel le ofreció la posibilidad de ganar una cantidad de dinero inimaginable, y tanto poder que se excitó sólo con pensarlo, pero lo mejor de todo era que, si todo salía según lo previsto, encontrarían el modo de alterar la naturaleza de los guardianes y debilitar su famosa fuerza de voluntad y coraje.
Lord Ezequiel le contó el plan y Rufus le ofreció sus laboratorios para lo que fuera preciso, y el líder del ejército de las sombras se fue de allí con una pérfida sonrisa en los labios y diciéndole que le haría llegar instrucciones. Dos días más tarde, llegó el primer mensajero con una lista de todo lo que requerían para empezar y él se puso manos a la obra. Por desgracia, los resultados no estaban siendo tan buenos como esperaba, y sabía que la paciencia del señor de las sombras tenía un límite… Sólo esperaba no tener que ponerla a prueba.
Se suponía que el LOS tenía que ser una droga que convirtiera a los humanos en esclavos, en meras marionetas en manos del ejército de las sombras. Marionetas que éstos utilizarían según su conveniencia. En teoría, el LOS no deterioraría la salud del consumidor ni tampoco su aspecto físico, así que el humano en cuestión necesitaría consumirla toda la vida y estaría dispuesto a pagar por ella el precio que le pidieran.
La base de la droga provenía de la sangre de los guardianes, una sangre que nunca enfermaba y que era capaz de adaptarse a cualquier intrusión. Es decir, una vez consiguieran intoxicar al sujeto, éste nunca conseguiría desintoxicarse, pero tampoco se debilitaría.
Lord Ezequiel no había intentado desarrollar la fórmula con sangre de los miembros del ejército de las sombras porque sabía que ésta estaba demasiado podrida. Por primera vez, la pureza de los guardianes podía serle útil, y el hecho de que esa pureza terminara por ser su propia destrucción le parecía de lo más irónico. Al idiota de Rufus Talbot no se lo había contado, pero lord Ezequiel estaba convencido de que una vez dieran con la fórmula exacta, la droga serviría también para convertir a los guardianes en perritos falderos, algo que llevaba siglos deseando hacer.
Ewan pasó en su laboratorio el tiempo imprescindible para no levantar sospechas y, con la excusa de tomarse un café, fue en busca de Julia. La encontró en su puesto de trabajo, y, al mirarla, sintió de nuevo la habitual punzada de deseo y desesperación que lo invadía siempre que la tenía cerca. Ella cogió el bolso y lo acompañó a una cafetería que había cerca del edificio, pero lo bastante lejos como para que no estuviera infestada de empleados de Vivicum Lab.
En la calle, él no pudo evitar colocarle una mano en la curva de la espalda, y ese pequeño roce bastó para hacer que se replantease la decisión que había tomado la noche anterior. Apartó la mano y se dijo que no podía correr el riesgo; si estaba con Julia y algo salía mal entre los dos, él podía terminar convirtiéndose en un ser cruel y despreciable, en una carga para su clan. Llegaron a la cafetería y, después de que la camarera les tomara nota, empezaron a hablar:
—¿Cómo te ha ido la mañana? —le preguntó él.
—Bien, la verdad es que no me ha sucedido nada fuera de lo habitual.
—¿Nadie te ha preguntado por anoche? —Ella negó con la cabeza—. ¿Te ha parecido que alguien te miraba de un modo extraño?
—No, todo ha sido de lo más normal —afirmó Julia.
—Mejor, pero no te confíes y sigue actuando con prudencia.
—Claro. ¿Y tú has averiguado algo del cuaderno? —No sabía muy bien por qué, pero le hubiera gustado entrelazar los dedos con los de Ewan, pero él se aferraba a la taza que acababan de servirle como si fuera un salvavidas y ella supo interpretar la indirecta.
—La sangre que utilizaron para hacer esas pruebas es de un guardián.
—¿Un hombre como tú? —Trató de disimular lo raro que le parecía todo aquello.
—No exactamente. Como te he dicho antes, el guardián al que pertenece esa sangre sobrevivió a la peste.
—Pero eso es imposible. Eso significaría que tiene más de cien años.
—Exactamente.
—Ayer mismo me pidieron que analizara otra muestra… —dijo Julia en voz baja.
—Tenemos que encontrar a ese guardián cuanto antes. —En ese momento, le sonó el móvil. Era su padre—. ¿Papá? ¿Sabes algo más sobre…? —No terminó la pregunta. Dominic llevaba semanas sin aparecer por el hospital y, como no había dado ninguna explicación ni habían conseguido ponerse en contacto con él, los de administración de personal le habían colgado la etiqueta de impresentable y habían decidido dejar de considerarlo empleado suyo—. Lo entiendo. Tiene máxima prioridad. Te llamo cuando averigüe algo. Gracias, papá.
Ewan colgó y Julia le cogió la mano. Los dos habían decidido dejar de fingir que no necesitaban tocarse.
—¿Qué ha pasado?
Él tardó unos segundos en contestar:
—Creo que sé a quién pertenece la sangre.
—¿A quién?
—A Dominic, uno de mis mejores amigos —respondió—. Ha desaparecido, y sobrevivió a la peste. He de encontrarlo. Deben de estar utilizándolo de conejillo de Indias, y no sabemos qué puede suceder si siguen inyectándole drogas. Un guardián es impredecible, incluso alguien con tanta experiencia como Dominic.
—Por el modo en que me llegó la muestra —dijo Julia, deseando poder ser de utilidad—, diría que tu amigo está encerrado en Vivicum.
—¿Dónde?
—No lo sé, y tal vez me equivoque, pero el doctor Cochran me dijo que él mismo había extraído la muestra antes de mandármela, y es imposible que pudiera hacerlo si no está en las instalaciones de Vivicum.
—El doctor Cochran —repitió Ewan—, cuando regresemos, iré a presentarme. —Buscó la cartera para pagar—. Iré a buscarte para comer.
—Como quieras —contestó Julia. No le gustaba lo más mínimo que él lo diera por sentado, pero lo veía tan preocupado por su amigo que optó por dejar esa discusión para más adelante—. Hay algo más que te quería comentar, es acerca del cuaderno…
—¿Qué pasa? —preguntó Ewan mirándola a los ojos.
—¿Te acuerdas de que te dije que no le había hablado de él a nadie?
—Me acuerdo. —Se le erizaron los pelos de la nuca.
—Pues bien, ayer por la tarde, cuando salía del laboratorio, tropecé con Peter Larsson y se me cayó el bolso al suelo. La libreta estaba dentro y salió disparada.
—¿Sólo lo vio Larsson? —Ewan había conocido al tal Peter Larsson, y no había detectado que fuera un guardián ni un soldado de las sombras, pero podía estar equivocado. O quizá, sencillamente, era un fiel empleado de Rufus Talbot.
—No, también estaban Jordan y Lucas —respondió ella—. No ha sido ninguno de ellos, pero creía que debías saberlo.
—Puede haber sido cualquiera, Julia —sentenció él, furioso por no haber dispuesto de aquella información antes—, así que prométeme que tendrás cuidado. —Levantó una mano para acariciarle la mejilla, casi como si no pudiera evitarlo.
—Está bien, te lo prometo. —Los ojos negros de Ewan tenían el poder de fascinarla, pero los verdes con que la estaba mirando ahora, podían derretirle el corazón—. Pero tú también.
Él levantó una ceja y esbozó una media sonrisa.
—Julia, tú ya has visto de lo que soy capaz —dijo, algo avergonzado, aunque el hecho de que ella se preocupase por él le hacía sentir una cálida y agradable sensación.
—Según tú, alguien de Vivicum Lab consiguió atrapar y encerrar a tu amigo Dominic, ¿no? —Vio que él asentía y continuó—: Pues no quiero que a ti te suceda lo mismo. Así que prométeme que tendrás cuidado. Por favor. —Notó que se emocionaba, y como estaba harta de tratar de encontrarle la lógica a aquello, optó por hablarle con el corazón—: Mira, ya sé que acabamos de conocernos, y la verdad es que después de lo de anoche tengo más preguntas que respuestas, pero siento aquí dentro —se llevó una mano al pecho— que podrías llegar a ser alguien muy importante para mí, así que, por favor, procura que no te maten antes de que pueda averiguarlo.
Ewan sintió un nudo en la garganta y se obligó a contestar. Si Julia era tan valiente, él no podía ser menos, aunque el guardián le susurró que se estaba comportando como un cobarde al no contarle toda la verdad acerca de los sueños, el tatuaje, y su vida en general.
—Tendré cuidado. Lo prometo.
Julia asintió y salió de la cafetería. Ewan fue tras ella y regresaron al trabajo; y esa vez, cuando le colocó la mano en la espalda, no la quitó de allí hasta que se separaron.
De nuevo en Vivicum Lab, Ewan buscó en el directorio dónde trabajaba el doctor Cochran y fue a hacerle una visita. El hombre no estaba, y, al parecer, el resto de su equipo tampoco. Ewan habría podido abrir la puerta de acero en segundos, pero de camino hacia allí había visto las cámaras de seguridad y decidió no hacerlo. Lo que sí hizo fue interrogar a la recepcionista de aquella planta en busca de respuestas, y ella, una chica de unos veinte años, más preocupada por el esmalte de sus uñas que por su trabajo, le dijo que el equipo del doctor Cochran se había tomado la tarde libre, pero que si necesitaba algo de ellos, tal vez alguno de los auxiliares del otro laboratorio podría ayudarlo.
«¿Otro laboratorio? ¿Qué otro laboratorio?», pensó Ewan, y se lo preguntó a la muchacha. Ésta respondió que en el sótano debía de haber otro laboratorio porque, aunque no constaba en el directorio, siempre veía subir y bajar gente de allí con batas blancas. Incluso le contó que, hacía poco, uno de los científicos subió con la manga desgarrada, el muy torpe. Ewan le rió la gracia y se fue de allí como si nada, pero convencido de que aquella chica, pese a ser una cabeza hueca, le había dado una pista vital para encontrar a Dominic.
Pasó el resto de la mañana trabajando en los proyectos asignados a su laboratorio —por nada del mundo quería que lo despidieran—, y comió con Julia, aunque el almuerzo no fue tan íntimo como el desayuno, pues Jordan insistió en ir con ellos y a ninguno de los dos se le ocurrió una excusa lo suficientemente buena como para rechazar su compañía.
«Bueno —pensó Ewan con resignación al ver que tenía que compartirla—, así podré observarla de cerca».
La tarde fue corta, y al hacerse la hora de salir, él insistió en acompañar a Julia a su casa. Ella se habría negado, pero como estaba cansada y no tenía ganas de discutir, aceptó.
En el coche, y después de asegurarse de que no los seguía nadie, Ewan inició la conversación:
—He quedado a las ocho con un amigo, se llama Mitch y es policía. Es el detective que llevó el caso de Stephanie al principio, pero después el capitán se lo asignó a otro. Él nunca ha creído que fuera una sobredosis.
—Quiero ir con vosotros —dijo Julia.
—No, podría ser peligroso.
—Stephanie era mi amiga, y el cuaderno me lo mandó a mí.
—Lo sé, y otro día me encantaría que me acompañaras, pero Mitch ha encontrado dos cadáveres más, dos chicos asesinados en extrañas circunstancias, y cree que pueden estar relacionados con el caso.
—¿Extrañas circunstancias?
—A mordiscos, igual que si los hubiera atacado un perro rabioso.
Julia tragó saliva y asintió.
—Está bien, pero cuando termines de charlar con tu amigo, quiero que vayas a mi casa y me lo cuentes todo —contestó, decidida.
—De eso también quería hablarte. —Apartó una mano del volante y le tocó el hombro, apenas un segundo, pero lo suficiente como para que los dos recordaran la fuerte atracción que sentían el uno por el otro—. Tu piso no es seguro. Todavía no sabemos quién decidió encargarle a ese asesino a sueldo que te hiciera una visita, pero sea quien sea no tardará en enterarse de que su plan no ha funcionado.
Ella palideció y, aunque no era intención de Ewan asustarla, sí quería que fuera consciente del peligro.
—Voy a llevarte a mi casa —continuó—, allí estarás segura. Nadie sospecha de mí, y, como acabamos de conocernos, tampoco se imaginarán que te hayas venido a vivir conmigo. —Se sonrojó al pronunciar esas palabras—. No digo que tengas que hacerlo, sólo digo que en mi apartamento estarás más segura. —Carraspeó—. Cuando deje a Mitch, iré a buscarte y juntos podemos pasar por tu casa a buscar tus cosas. Seguro que sólo serán unos días, y tengo cuarto de invitados. Daniel dice que la cama es muy cómoda y…
—¿Quién es Daniel? —lo interrumpió ella, a pesar de que le gustaba ver que se había puesto nervioso. Era halagador que un hombre como él se hiciera un lío al hablar de esos temas.
Ewan tardó en reaccionar.
—Daniel es mi hermano.
—¿Tienes hermanos?
—Sólo a Daniel. Y me sobra.
Julia sonrió y luego añadió:
—Lo de mudarme a tu piso no me parece mala idea, al menos hasta que esto termine.
«Hasta que esto termine»… ya veremos, susurró el guardián en la mente de Ewan, y esta vez él no lo hizo callar.
Condujo el resto del trayecto con más brío que antes y no tardó en llegar al aparcamiento que había bajo su edificio. Acompañó a Julia arriba, le dio un juego de llaves y le enseñó a conectar la sofisticada alarma que le había instalado Daniel. Cuando ella se quedó mirando el juego de más, Ewan se explicó:
—Lo tengo para cuando vienen mis padres. —No quería que ella creyera que aquellas llaves habían pertenecido antes a otra mujer, y no se cuestionó el motivo.
También le enseñó el resto del piso, los muebles nuevos del salón, y la cocina. Y le dijo que se sintiera como en su casa. Se despidió y se encaminó a la puerta, recordándole que introdujese el código de seguridad cuando él se fuera. Tenía el picaporte entre los dedos cuando se detuvo al oír que Julia pronunciaba su nombre.
—Ewan, ve con cuidado —repitió, acercándose a él—. Por favor.
—Está bien. —Ella lo estaba mirando y él se había quedado petrificado, y no pudo dar ni un paso más hasta que Julia se puso de puntillas y le dio un ligero beso en los labios—. Estaré aquí, repasaré el cuaderno a ver si encuentro alguna otra pista —le dijo, antes de darse media vuelta para regresar al sofá.
Ewan no abandonó el apartamento hasta que ella se sentó y bajó la vista hacia las notas de su amiga.