Ewan se quedó mirando la puerta de la habitación de Julia. Podía echarla abajo sin ningún problema, y en menos de dos segundos estar tumbado encima de ella besándola, tocándola… Cerró los ojos y respiró hondo. Tenía que controlarse, y le bastó con pensar en la última pregunta que Julia le había hecho para serenarse. Se dio media vuelta y regresó al sofá, donde se pasó lo que quedaba de noche tratando de encontrarle sentido al cuaderno de Stephanie.
La historia de Dante Corsini
Libro negro de los guardianes
Dante Corsini estaba destinado a convertirse en un gran guardián, en el líder capaz de derrotar a las fuerzas oscuras que llevaban siglos carcomiendo el Imperio romano. Su nacimiento fue celebrado durante días, y el patriarca de la familia Corsini planificó personalmente la educación y el entrenamiento de su nieto y futuro gobernante.
Dante creció en un ambiente estricto, espartano, disciplinado y, cada noche, alguno de sus mentores le repetía que estaba destinado a algo grande. A algo histórico. En aquel mundo casi vacío de sentimientos, Dante trató de ser fiel a su destino, de no resentirse por haberle sido robados los besos de su madre, o las tardes que habría podido pasar jugando con sus hermanos. Pero poco a poco esas carencias dejaron de importarle, y cuando cumplió los treinta y cinco, no recordaba haber echado nunca de menos un abrazo, ni un beso de buenas noches. A esa edad, lo único que Dante quería era ser el líder que todos los guardianes de su clan llevaban años esperando. Y fue justo entonces cuando se topó con los ojos verdes más perturbadores que hubiera podido imaginar.
Adriana era una esclava, y había jurado dedicar su vida a vengar la muerte de su familia a manos de aquellos malditos romanos. No le importaba lo que tuviera que hacer para conseguirlo; sólo se reuniría con ellos después de haber derramado la sangre de aquellos sádicos. Una tarde, mientras estaba en el patio de su señor, un hombre al que quería matar del modo más lento posible, sintió que la mirada de uno de los visitantes se posaba en ella. No se inmutó y siguió con sus quehaceres, pero la sensación la acompañó el resto de la noche.
En pocos días, Dante averiguó quién era Adriana y lo que le había acontecido en el pasado. Quiso olvidarla, pero cuanto más lo intentaba, más presente la tenía en sus pensamientos. Era imposible que el destino hubiera elegido a una mujer como Adriana para ser su compañera, su alma gemela. La joven no pertenecía a su clase, distaba mucho de tener la educación necesaria para ser una buena guía para su clan, y, probablemente, ya no era pura, algo que para Dante era indispensable, a pesar de que él no iba a ofrecerle lo mismo a su futura esposa.
Adriana, fiel a la memoria de sus seres queridos, siguió adelante con su plan y, aunque tuvo que soportar que el bastardo de su señor volviera a ponerle las manos encima, luego lo degolló igual que a un cerdo. Después, huyó en mitad de la noche y buscó refugio en el campo.
Mientras, Dante se había convertido en la cabeza visible de su clan, y gozaba del respeto de la mayoría de los guardianes, pero no de todos, pues era evidente que no poseía el temple ni la astucia que se le suponían. Una noche, su abuelo fue a verlo y le dijo que no podía seguir huyendo de su destino, a lo que Dante respondió a gritos que un hombre como él no iba a conformarse con una mujer como Adriana. El patriarca lo miró con tristeza y lo dejó solo.
Al día siguiente, Dante cogió su caballo y fue en busca de Adriana. La encontró transcurridas dos puestas de sol y, sin mediar palabra, la cogió en brazos y se la llevó. Hicieron el amor durante días y él comprobó angustiado que ella había yacido con otro hombre, aunque en medio de aquel frenesí de pasión no le importó. Pasaron varias mañanas el uno en brazos del otro, y Adriana le contó lo que le había sucedido. Dante sintió rabia y una sed de venganza casi incontrolable y le suplicó que dejara el asunto en sus manos. Ella se negó. Le dijo que le había prometido a su hermana pequeña, mientras ésta moría en sus brazos, que mandaría al infierno a sus asesinos con sus propias manos, y tenía que hacerlo. Él le dijo que era una locura, una insensatez, que eso era trabajo de un hombre, y que no iba a permitírselo. Discutieron, y en medio de la discusión, Dante dijo algo tan estúpido como que Adriana iba a tener el honor de convertirse en su esposa, y que eso debería primar sobre sus planes de venganza.
Esa noche hicieron el amor, pero al amanecer ella había desaparecido.
Dante, dolido en su orgullo más que en su corazón, regresó a su casa y se juró que la olvidaría. El tatuaje que había aparecido en su brazo izquierdo confirmaba que Adriana era su alma gemela, pero él se negó a reconocerlo. Nunca trató de buscarla, y con cada día que pasaba, Dante enloquecía un poco más. Todos los ojos verdes que veía le hacían pensar en ella, y no tardó en llegar el momento en que el resto de los guardianes del clan decidieron que Dante se estaba volviendo demasiado peligroso. Sus órdenes surgían normalmente de la locura, y la desesperación impregnaba todas sus acciones.
En un intento absurdo por demostrarle al destino que se había equivocado al elegir a Adriana, Dante estuvo un tiempo acostándose con todas las damas de su clase, y la mayoría de las veces ni siquiera era capaz de excitarse. El poco placer que sentía lo obtenía cerrando los ojos e imaginándose los de Adriana. Una noche, oyó a los miembros del consejo discutir acerca de él y supo que había llegado el momento de hacer algo. Les demostraría a todos que se equivocaban, encontraría una mujer digna de su rango y ocuparía el lugar para el que había nacido. Casi consiguió engañarlos, pero una tarde llegó una carta de un clan vecino comunicándole que habían encontrado el cadáver de Adriana. Dante se puso en pie y fue a su habitación. A la mañana siguiente, estaba muerto.
Ewan se despertó de golpe, bañado en sudor. Hacía años que no soñaba con la historia de Dante Corsini, y eso que era una de las que más lo habían impactado de pequeño. El guardián del Imperio romano no consiguió luchar contra el destino, y lo único que consiguió fue volverse loco, defraudar a su gente, y terminar muerto. Ewan sabía que cuando Simon le decía que no podía negar su naturaleza, tenía en mente la trágica historia de Dante. Era reconfortante pensar que su primo no quería que a él le pasara lo mismo, pero Ewan había llegado a convencerse de que su inquietud carecía de fundamento. Hasta entonces.
Se frotó la sien y se echó el pelo hacia atrás. Ahora que conocía a Julia, y que ella estaba en peligro, no se veía capaz de dejarla sola ni de ignorar la atracción que sentían. Un momento, pensó de repente, tal vez ése era el error que había cometido Dante, quizá si nunca se hubiera acostado con Adriana habría conseguido olvidarla y vencer al destino. «Es una idea absurda», exclamó a gritos el guardián que habitaba en su interior, pero absurda o no, Ewan estaba decidido a ponerla en práctica. Se centraría por completo en averiguar quién se escondía detrás de la muerte de Stephanie y del fallido intento de asesinato de Julia. Averiguaría qué pretendía exactamente Rufus Talbot y si había alguien más metido en todo aquello, y lo haría sin perder la calma, sin ceder totalmente al guardián y sin hacerle el amor a Julia. Sí, no sería tan difícil, pensó.
Julia salió de su dormitorio a las siete de la mañana. Iba ya vestida y arreglada para ir al trabajo y se detuvo frente a la puerta sin saber muy bien qué hacer.
—He estado pensando —dijo Ewan desde el sofá. Estaba guapísima, pero como estaba decidido a luchar contra la atracción que sentía por ella, ignoró el tirón que sintió en la entrepierna—. Es evidente que alguien de Vivicum Lab sabe que tienes el cuaderno de Stephanie, así que lo mejor es que no le cuentes a nadie lo que sucedió anoche.
—No iba a hacerlo —afirmó ella. No sólo porque nadie la creería, sino porque después de haberse pasado las últimas horas pensando en ello, había llegado a la misma conclusión que Ewan: alguien lo sabía, y ese alguien había decidido encargarle a un asesino a sueldo que la matara. Los únicos sospechosos que le venían a la cabeza eran Jordan, Lucas y Larsson. Y ninguno parecía encajar. Lucas y Jordan eran demasiado jóvenes y Larsson, aunque era despreciable, tampoco. Además, si quería averiguar la verdad sobre Ewan y toda aquella historia de los guardianes, tenía que ser cauta y lista. Y hacer caso a sus instintos.
—Me alegro. —Ewan se levantó—. Te llevaré al laboratorio en mi coche y luego iré a mi casa a cambiarme. —«Y de paso me desharé de los cadáveres»—. Procura no quedarte sola, y actúa con normalidad. Yo iré a buscarte para desayunar.
—Está bien —respondió Julia, y pensó que aquel Ewan era muy distinto al que la había besado la noche anterior contra la pared—. ¿Has averiguado algo? —preguntó, señalando el cuaderno de Stephanie.
—Sí, te lo contaré de camino.
Antes de quedarse dormido, Ewan había estado estudiando la libreta y consiguió descifrar dos cosas: muchos de aquellos datos correspondían a un análisis de sangre, y dicha sangre pertenecía a un guardián que había sobrevivido a la peste. Quedaban pocos guardianes de aquella época, y a Ewan le vino un nombre a la cabeza: Dominic.
Hacía semanas que no hablaba con su amigo, así que lo mejor sería que lo llamara cuanto antes. Dominic nunca colaboraría con Talbot, pero eso no significaba que Talbot no hubiera encontrado a otro guardián antiguo dispuesto a hacerlo, o que hubiera dado con el modo de obligar a Dominic. En circunstancias normales, Ewan habría descartado tal posibilidad, pero después de lo de la noche pasada, sus instintos le decían que la idea de que algo malo le hubiera sucedido a su amigo no era tan descabellada.
Lo llamó al móvil pero Dominic no contestó, lo que tampoco era tan raro, pues trabajaba en el hospital y a menudo le era imposible hacerlo. Ewan decidió que cuando llegara a su casa llamaría tranquilamente a su padre para contarle lo del cuaderno, y para pedirle también que mandara a alguno de sus hombres al piso de Dominic.
—La sangre de la que se extrajeron los resultados que aparecen en el cuaderno de Stephanie es de un guardián —le explicó a Julia después de maniobrar e incorporarse a la circulación—. Un guardián que sobrevivió a la peste.
Ella se quedó pensativa durante un rato, y al finalizar su debate interno dijo:
—Ayer recibí otra muestra en mi laboratorio y el doctor Cochran me pidió que realizara ciertas pruebas. Cuando vi los resultados, lo primero que pensé fue que me había equivocado, y los repetí. Salieron idénticos, así que pensé que quizá se me había estropeado el equipo, pero tampoco.
—No, no te equivocaste.
—Algunos de los resultados eran distintos a los que aparecen en el cuaderno.
Ewan apretó el volante.
—Me temía que dijeras eso. —Julia pudo ver que le temblaba un músculo de la mandíbula—. Sospecho que lo que Talbot está tratando de hacer es alterar la sangre del guardián, modificarla.
—¿Para qué?
—No lo sé, pero estoy casi seguro de que al guardián al que le están sacando sangre le están suministrando drogas.
—Creo que tienes razón. La muestra que mandaron ayer tenía unos niveles muy distintos de la que debió de analizar Stephanie.
—Tenemos que averiguar quién es ese guardián, y si está colaborando con ellos por voluntad propia o, por el contrario, está siendo obligado.
Julia volvió a quedarse pensativa.
—Por el modo en que me llegó la muestra, yo diría que la sangre estaba recién extraída, claro que no sé si fue de manera voluntaria. —Metió la mano en el bolso y buscó el pequeño vial—. Me quedé con unas gotas. —Respiró hondo—. La verdad es que no sé muy bien qué me impulsó a hacerlo, pero pensé que no estaría de más repetir el análisis en otro laboratorio. —Ewan detuvo el coche en un semáforo y se quedó mirándola—. Tengo un amigo, un antiguo compañero de facultad, que trabaja en un pequeño laboratorio…
No pudo terminar la frase porque Ewan la besó.
—Gracias —dijo él al apartarse.
—¿Por? —preguntó ella.
Estaban abrazados, la frente de Ewan descansaba contra la de ella. Julia podía ver que él seguía con los ojos cerrados.
—Por…
El coche que tenían detrás tocó el claxon y Ewan no tuvo más remedio que ponerse en marcha. Segundos más tarde Ewan carraspeó y volvió a hablar:
—Si me das el vial, se lo mandaré a mi padre para que lo analicen en nuestros laboratorios.
—¿Tenéis unos laboratorios? —Julia levantó las manos como si no pudiera abarcar la complejidad de lo que estaba sucediendo.
—Sí. —Giró hacia la derecha—. Lamento no poder contártelo todo ahora, y lamento…
—Apretó el volante y ella vio que trataba de encontrar las palabras adecuadas.
—Ya me lo contarás —le dijo ella, y durante un instante colocó una mano encima de la de él. La apartó en seguida—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Ewan siguió conduciendo en silencio y minutos después detuvo el coche frente a la sede de Vivicum Lab.
—Recuerda lo que te he dicho, nada de quedarte sola o con gente en la que no confíes.
—De acuerdo.
—Nos vemos dentro de un rato.
—Está bien. —Cogió sus cosas y saltó del todoterreno. Al tocar el suelo, tuvo la sensación de que Ewan había tenido intención de darle un beso. Aunque, a juzgar por la mirada estoica con que la despidió, seguramente sólo habían sido imaginaciones suyas.
Quizá Ewan se hubiese pasado casi toda la vida rehuyendo su naturaleza, pero había prestado atención a los consejos de su padre y de su abuelo y sabía cómo deshacerse de un cadáver sin llamar la atención. Resuelto el tema del soldado de las sombras y de su repulsiva mascota, fue a su apartamento para cambiarse de ropa y llamó a Escocia. Le contó a su padre lo de la libreta de Stephanie y lo del ataque a Julia, pero omitió el pequeño detalle de que ésta fuera su alma gemela. No hacía falta que lo supieran.
Robert lo escuchó atento y le pidió que les mandara cuanto antes el cuaderno escaneado por correo y el vial, así ellos también podrían tratar de descifrarlo. En cuanto al tema de Dominic, mandarían a alguien al domicilio del guardián para asegurarse de que estaba bien. Robert le dijo que lo diera por hecho y le prometió que lo llamaría para contarle lo que hubieran averiguado. Él se despidió dándole las gracias y fue a ducharse. No quería llegar tarde su segundo día de trabajo, ni tampoco que Julia estuviera sola más tiempo del estrictamente necesario.
Estaba acabando de vestirse cuando le sonó el móvil, y vio el número de Mitch, su amigo policía, en la pantalla. Descolgó.
—Ewan, ¿te acuerdas de que me pediste que te llamara si volvía a encontrarme con alguna de esas misteriosas pastillas? —le soltó su amigo sin siquiera saludarlo.
—Me acuerdo. —Mitch se refería a las pastillas que habían aparecido junto al cadáver de Stephanie, pero que nunca habían llegado a la comisaría—. ¿Dónde las has encontrado?
—Junto a dos chicos de veinte años que han aparecido muertos cerca del puerto. No sé qué diablos está pasando, Ewan, pero si sabes algo de todo esto tienes que contármelo. Joder, ¿qué voy a decirles a los padres de estos chavales?
—Escucha, Mitch, ahora no puedo hablar, pero si quieres, esta noche quedamos en el bar que hay cerca de la facultad y te cuento lo poco que sé. Esos dos chicos, ¿murieron igual que Stephanie?
Hubo un silencio y al final el otro respondió:
—Ojalá. Mierda, Ewan, es como si un animal rabioso los hubiera matado a mordiscos, y lo peor es que el forense cree que las mordeduras del uno coinciden con la dentadura del otro.
—¿Y dónde estaban las pastillas?
—Uno de los chicos tenía una en un bolsillo. Me la he quedado yo, y le he dicho al forense que no pusiera nada acerca de ella en el informe. No quisiera que volviera a desaparecer.
—Gracias por llamarme —dijo él.
—Ya, bueno, todavía me acuerdo de que me salvaste la vida. A las ocho en el bar. No llegues tarde.