El agua casi le quemó la piel. Entreabrió los párpados y bajó la temperatura, y entonces vio que tenía el brazo salpicado de sangre. Derramó una cantidad generosa de jabón en el guante de crin y se frotó con vigor, eliminando cualquier resto. Había estado a punto de morir; aquel tipo habría podido degollarla en cuestión de segundos y, en el improbable caso de que hubiera sobrevivido, aquel perro sanguinario la habría rematado. Jamás en su vida había estado tan asustada, pero aun así, no podía dejar de pensar en el beso de Ewan.
Todavía no había conseguido olvidar las caricias del otro día, pero casi había logrado convencerse de que habían sido resultado de demasiadas horas sin dormir mezcladas con lo mucho que seguía echando de menos a su mejor amiga. Pero el beso, y el casi mordisco que le había dado ahora, hacía apenas unos segundos, habían sido increíbles, demoledores, ardientes, igual que los que le daba el hombre de sus sueños.
Metió la cabeza bajo el chorro y buscó a ese hombre en sus recuerdos, pero ya no era el amante misterioso y sin rostro que llevaba años visitándola, cuidándola. No, ahora tenía el rostro de Ewan, y Julia se sobresaltó y enfadó al mismo tiempo. Tenía la sensación de que, otorgándole la cara de Ewan, estaba traicionando a su visitante de ojos negros, igual que si le estuviera siendo infiel. Se enjabonó el pelo y volvió a meterse bajo el agua, buscando un modo de separar a los dos hombres; el que la había besado de verdad y el que sólo lo había hecho en sus sueños… y no pudo.
Ewan salió del dormitorio y fue a esperarla en el sofá. Cogió el cuaderno de Stephanie para ver si así conseguía no derribar la puerta del baño, cerró los ojos y trató de alejar de su mente la imagen de Julia desnuda bajo el chorro de agua, su piel húmeda… Soltó una maldición, respiró hondo y leyó la primera página. Al principio, le parecieron sólo un montón de números, pero poco a poco algunos datos fueron cobrando sentido. Si no estaba equivocado, se trataba de los resultados de un análisis de sangre, de sangre como la suya. Joder. Sangre que alguien estaba intentando alterar y manipular. No tenía sentido, Talbot debería saber mejor que nadie que la sangre de los guardianes era inalterable. A no ser que… Levantó la cabeza en el mismo instante en que Julia apareció por la puerta.
—¿Quién más sabe algo acerca de esto? —le preguntó.
—Nadie. —Se sentó en el mismo sofá que él, pero manteniendo cierta distancia—. Al menos yo no se lo he dicho a nadie, ni siquiera sé qué significa. ¿Y, tú?
—No —respondió Ewan demasiado rápido.
—Quizá no sepas todo lo que significa —afirmó ella, mirándolo a los ojos—, pero creo que sí sabes algo. Cuéntamelo. Y, ya puestos, cuéntame también por qué diablos sueño contigo desde que cumplí los diez años.
Ewan había recibido puñetazos que le habían impactado menos que aquellas palabras. Cuando ella le dijo lo del tatuaje, él consiguió convencerse de que era casualidad, o de que la había malinterpretado, pero aquel comentario no le dejaba ningún margen de duda.
—Son anotaciones sobre una analítica —contestó, obviando el otro asunto por completo—. ¿Qué hacía exactamente Stephanie en Vivicum?
—Era la farmacéutica de mi laboratorio.
—¿Y nada más?
—No, también formaba parte del equipo del doctor Cochran.
—¿El doctor Cochran? —Ewan se puso en pie.
—¿En serio vas a ignorar mi otra pregunta? —Julia también se levantó y lo siguió—. El doctor Cochran dirige el equipo que suele encargarse de los proyectos que están bajo el mando directo del señor Talbot. Mañana te lo presentaré —añadió—. Y, ahora, ¿te importaría mucho darte la vuelta y decirme por qué tengo tantas ganas de besarte a pesar de que estoy furiosa contigo?
Ewan soltó el respaldo de la silla que tenía aferrado y se volvió. Tragó saliva. El corazón iba a agujerearle el pecho. Le sudaban las palmas de las manos por el esfuerzo que estaba haciendo para evitar que las garras volvieran a mostrarse.
Julia lo estaba mirando, enfadada, preciosa, decidida a no darle tregua. Cerró los ojos, asustado, indefenso, y apretó los dientes. Notó que los colmillos de la encía superior iban creciendo por segundos, hambrientos por sentir aquel sabor que llevaban años esperando. En su desesperado intento por dominarse, estaba tan tenso que incluso temblaba, y Julia levantó una mano y la colocó justo encima de la mejilla de él. Piel contra piel y Ewan reaccionó. Atrapó su mano antes de que ella pudiera apartarla y abrió los ojos.
Se le echó encima sin rastro de la calma que lo había caracterizado durante casi los últimos treinta años de su vida y la besó. Recorrió el interior de su boca con la lengua y la levantó en brazos para estrecharla contra él. Los instintos de Julia le impidieron a ésta negarse, y le devolvió cada beso, cada ardiente caricia con una propia.
Caminó con ella en brazos, delante de él, y Julia abrió las piernas y le rodeó la cintura con ellas. Ewan tropezó, pero ni siquiera se tambaleó, y en busca de un punto de apoyo, le pegó la espalda contra la pared. Siguieron besándose hasta que ella deslizó una mano por su nuca y notó algo extraño. Era como si la vértebra superior de él se hubiese desplazado bajo sus dedos. Imposible, pero aun así le colocó la otra mano en el pecho y lo apartó. Ewan se quedó mirándola, y no se disculpó por lo sucedido; antes preferiría morir. Se quedaron en silencio y Julia aflojó las piernas y las deslizó hasta el suelo, sosteniéndole la mirada.
—Tus ojos —susurró—, ¿de qué color son?
Si ella no fuera tan lista, o si él no la respetara tanto, o si hubiera creído que podría conseguirlo, tal vez habría tratado de engañarla, pero no lo hizo. Aunque tampoco le contó toda la verdad. «Lo mejor será contárselo poco a poco», pensó.
Respiró hondo y le respondió:
—Verdes, pero en ciertas circunstancias se oscurecen hasta volverse negros.
—¿En qué circunstancias?
—¿Te importaría que nos sentáramos? —le pidió Ewan. Ya le resultaba bastante difícil confesarle parte de su naturaleza, pero se veía incapaz de hacerlo pegado a aquellos pechos que no dejaban de atraerlo.
Julia no respondió, pero lo esquivó y se dirigió hacia el sofá que habían ocupado antes.
—¿En qué circunstancias? —insistió.
—Cuando estoy nervioso —no se le ocurrió otro modo para definir el proceso de transformación a guardián—, o excitado —reconoció, aunque en realidad sólo le había pasado estando con ella—. O cuando hay luna llena —añadió en voz baja.
Ella lo había estado escuchando seria hasta que esa última frase salió de la boca de Ewan. Entonces frunció el cejo y lo fulminó con la mirada.
—¿De verdad crees que soy tan idiota? Si no quieres decirme la verdad, no me la digas, pero no insultes mi inteligencia contándome todas estas chorradas. ¿Qué será lo próximo? ¿Que te conviertes en hombre lobo? Vamos, demuéstramelo —lo retó, apartándose un poco—. ¡Oh, espera un segundo! Antes iré a por mi pistola con balas de plata.
—No soy un hombre lobo —respondió él, tratando de mantener la calma—, al menos no en el sentido tradicional.
—¡En el sentido tradicional! Mira, lo mejor será que te vayas y que nos olvidemos de todo esto. Llamaré a la policía y les diré que un ladrón se ha colado en mi piso en mitad de la noche y que ha huido por la ventana cuando me he despertado. Así tal vez me harán caso y empezarán a investigar la muerte de Stephanie.
—No puedes llamar a la policía. Y ya te he dicho que no pienso irme a ninguna parte.
Volvieron a quedarse en silencio, mirándose a los ojos. Ewan fue el primero en volver a hablar:
—El día tres de enero estabas en Roma.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó atónita.
—Te vi llorando delante de una pastelería. —Se pasó nervioso las manos por el pelo—. Estaba en la otra acera, y me quedé mirándote.
—Lo sentí —dijo Julia—, sentí que alguien me estaba observando, pero cuando me volví no vi a nadie.
—Lo sé, me aseguré de que no pudieras verme, aunque nada me hubiera gustado más que poder acercarme a ti y consolarte. Abrazarte.
—¿Por qué? No nos conocíamos. —Se levantó del sofá otra vez—. No nos conocemos. —A pesar de que a ella también le habría gustado que Ewan hiciera eso que decía, se obligó a ser razonable, y nada de lo que le estaba contando tenía sentido.
—Hace unos días te habría dado la razón —suspiró cansado—, pero desde que te vi delante de aquel escaparate con lágrimas en los ojos, no puedo seguir negando la realidad —le explicó, aunque Julia tuvo la sensación de que estaba tratando de convencerse a sí mismo—. Sé que lo que voy a contarte te parecerá una locura.
—Inténtalo —lo desafió ella.
—Tienes razón en cuanto a Stephanie, no tuvo ningún infarto y tampoco se drogaba. Mi padre, mejor dicho, mi familia, está convencida de que Rufus Talbot está tratando de crear una nueva droga y que, antes de distribuirla por el mundo, va a probarla en Londres.
—¿Rufus Talbot? ¿El mismo Rufus Talbot que dirige Vivicum Lab? ¿Por qué iba a hacer eso? ¿Y qué pinta Stephanie en todo esto? ¿Y tú?, ¿qué pintas tú?
—La familia Talbot y la mía se conocen desde hace años, y puedo asegurarte que Rufus es capaz de casi todo. En cuanto a Stephanie, todavía no sé qué papel representa exactamente en todo esto, pero a juzgar por las notas del cuaderno, me temo que se enteró de algo que no debía, y se lo contó a la persona equivocada.
—¿Crees que Talbot ordenó asesinar a Stephanie?
—No lo sé, pero te aseguro que voy a tratar de averiguarlo.
—El hombre de esta noche, el que quería matarme… —Tragó saliva.
—No era humano, o, mejor dicho, ya no. —Ella abrió los ojos como platos y Ewan esperó unos segundos antes de continuar—: Los llamamos soldados, y en el pasado eran los esclavos del ejército de las sombras. Hacía muchos años que no veía a ninguno, creía que ya no existían. No sé si sabré explicarme, pero voy a intentarlo, así que déjame terminar antes de echarme de aquí a patadas.
»No todas las criaturas de este mundo tienen la misma cantidad de alma, hay seres muy espirituales, pero también los hay que carecen casi por completo de sentimientos, o, mejor dicho, que carecen de la capacidad de sentir nada por los demás y sólo se preocupan de sí mismos, de su propio placer. Desde el principio de los tiempos, han existido dos bandos, el bien y el mal, la luz y la oscuridad…
—¡Desde el principio de los tiempos, sólo falta que empiece a sonar la música de La Guerra de las Galaxias!
—Déjame seguir —le pidió él sin caer en la provocación.
—Está bien, sigue.
—Históricamente, el bando del bien siempre ha jugado con desventaja, pues si bien es imposible decir que todo el mundo sabe lo que es la bondad, sí puedo asegurarte que cualquier criatura es capaz de actuar con maldad. Para tratar de equilibrar la balanza que, con paso lento pero firme, iba inclinándose a favor de las sombras, de la oscuridad —recitó de memoria el relato que de pequeño le contaba su abuelo—, los dioses, el destino, mandaron a un guerrero, el primer guardián de Alejandría fue como lo llamaron. Por su aspecto parecía humano, pero poseía un corazón puro y su cuerpo se transformaba en el fragor de la batalla. Al principio, estuvo solo, pero poco a poco fueron llegando más y ninguno de ellos envejeció hasta conocer a la única mujer capaz de darle hijos. —Hizo una pausa y vio que Julia lo escuchaba atenta—. Durante siglos, los guardianes consiguieron proteger al hombre de sus demonios, y también de las tentaciones del ejército de las sombras, pero no todos los guardianes opinaban igual acerca de su misión. Hubo quienes empezaron a cuestionarse la necesidad de proteger a los humanos y que fueron pasándose al bando de las sombras a cambio de poder y dinero, y de la posibilidad de disfrutar de todos los placeres oscuros con los que llevaban siglos siendo tentados. La situación se tornó insostenible y los guardianes que seguían fieles a sus principios eran cada vez menos. Después de una masacre, los dioses obligaron a los clanes de los supervivientes a firmar un pacto, un acuerdo. Lo hicieron, y los guardianes decidieron que había llegado el momento de que la raza humana librara sus propias batallas. Todos los clanes se replegaron, pero mientras unos se volcaron de lleno en su recién estrenada libertad, otros siguieron velando por los humanos.
—Es una historia muy bonita, parece el principio de una película, pero sigo sin entender qué tiene que ver conmigo, o con Stephanie, o contigo. Y ya te he dicho lo que pasaría si volvías a tomarme el pelo. —Se levantó y se dirigió hacia la mesita en la que había dejado su teléfono móvil.
—Espera un segundo. Todavía no he terminado. —Para su sorpresa, Julia le hizo caso y se dio media vuelta—. Antes me has pedido que te demostrara que lo que te he dicho es cierto. ¿Sigues queriéndolo?
Julia asintió.
—De acuerdo.
Ewan cerró los ojos y respiró hondo. Nunca había llamado al guardián por voluntad propia, pero sabía que si no hacía algo drástico, Julia, por muy atraída que se sintiera hacia él, lo echaría de allí a patadas y llamaría a la policía. Durante un instante, tuvo miedo de no conseguirlo, pero le bastó con revivir la imagen de ella con aquel asesino encima para convocarlo. Lo primero en aparecer fueron los colmillos, aunque no abrió la boca. Seguro que ya tenía los ojos negros, y notó que las garras de acero empezaban a asomar por entre sus nudillos.
—No puede ser —farfulló ella—. Es imposible.
Ewan no sabía qué podía esperar cuando abriese los ojos, pero decidió conformarse con que Julia no gritara ni se desmayara.
—¿Ahora me crees? —le preguntó, acercándose un poco, y se animó al ver que ella no retrocedía.
—Tienes colmillos, y los ojos negros —dijo atónita, y Ewan dio otro paso—. Tengo que sentarme.
Él se quedó inmóvil y la dejó volver al sofá.
—¿Esto es todo? —le preguntó, señalándolo con las manos.
—No, hay más, pero creo que por esta noche es suficiente. ¿Por qué no te acuestas? Seguro que estás muy cansada. —Se concentró y las garras volvieron a fundirse con la piel de los nudillos, y sus caninos a retroceder hasta ocultarse en las encías. Sus ojos seguían negros como la noche—. Yo me quedaré aquí, en el sofá.
Julia no dijo nada durante un rato. Ewan tenía razón en una cosa: estaba muy cansada. Quizá todo aquello fuera fruto de su imaginación y al cabo de unas horas se despertaría y se reiría al acordarse. Bajó la vista y vio los pequeños cortes que tenía en el antebrazo. No, no estaba soñando, pero se veía incapaz de procesar el alcance de lo que él le había contado. La idea de meterse en la cama y fingir durante unas horas que nada de aquello había sucedido…
—¿Y cómo sé que eres de los buenos? —le preguntó de repente.
A Ewan le hubiera gustado poder comentarle las razones de por qué lo era, aunque llevaba toda la vida luchando contra el temor que tenía de no serlo. Pero en medio de todas aquellas dudas y temores, había una cosa de la que sí estaba seguro, y eso fue lo que le respondió a Julia:
—Te aseguro que me mataría antes de hacerte daño.
Ella debió de creerlo, porque sin decir nada más se metió en su habitación y cerró la puerta.