10

Después de aquella extraña despedida, Julia se quedó en su despacho el tiempo necesario para mandar aquellos correos que tenía pendientes, y después cogió el bolso y salió a hablar con Jordan y Lucas, que seguían enfrascados en sus cosas.

—Jordan, ¿te importaría cerrar tú? Me gustaría irme a casa —le dijo a su ayudante.

—No, qué va. ¿Te encuentras bien? —le preguntó la chica, mirándola.

—Sí, sólo estoy algo cansada. ¿De verdad no te importa?

—Qué va a importarme.

—Gracias, eres un sol. —Y tras agradecerle el favor, se volvió y se dio de bruces con Peter Larsson.

Él la sujetó por los brazos para que no se cayera, pero el bolso de Julia se precipitó al suelo y su contenido se esparció por todas partes.

—Lo siento —se disculpó Larsson sincero—. Creía que me habías oído entrar.

Quizá el tipo le pusiera los pelos de punta, pero no era ningún maleducado.

—Te ayudaré —se ofreció, agachándose al mismo tiempo que los demás.

En cuestión de segundos, los cuatro estaban a cuatro patas en el suelo, tratando de recoger las pertenencias de Julia.

—Gracias —dijo ella cuando fueron pasándole sus cosas—. Llevo un montón de cachivaches —comentó, aceptando el cuaderno que le dio Lucas—. Esta noche haré limpieza. Lo prometo.

—¿Quería algo, doctor Larsson? —preguntó Jordan al ver que el pequeño caos estaba controlado.

—Sí, la verdad es que sí. Venía a ver si habíais terminado el informe preliminar de las pastillas para el insomnio. Mi equipo y yo estamos trabajando en los costes y podría sernos útil —explicó.

—Aquí lo tiene, doctor. —Lucas le entregó una carpeta—. Si lo prefiere, se lo envío también por correo electrónico.

—Me sería de mucha ayuda, Lucas, gracias. ¿Te vas a casa, Julia? —preguntó entonces, al ver que ésta seguía junto a la puerta, con el bolso en la mano.

—Sí. Nos vemos mañana, chicos. Adiós, Peter. —Y se fue, antes de que Larsson pudiera ofrecerse a acompañarla.

«Tiene el cuaderno de Stephanie. Tengo que avisar a Talbot. No tenemos la situación tan bajo control como creíamos», pensó. Se aseguró de que no hubiera nadie cerca antes de sacar el móvil, y en una lengua centenaria, sólo hablada antes por los esclavos y los siervos del infierno, le relató lo sucedido a su señor.

—Maldita sea.

Rufus se sirvió otra copa después de colgar. La vació y se frotó la nuca, que había empezado a tensársele. No podía permitir que sus socios se enterasen de aquello. Tenía que recuperar el cuaderno cuanto antes, y tenía que asegurarse, de una vez por todas, de que nadie más estaba al tanto de lo que de verdad sucedía en sus laboratorios. Marcó otro número.

—Julia Templeton —dijo—, encárgate de ella, y destruye ese jodido cuaderno.

Larkin —el nombre de soldado de la criatura que ya no era humana, sino un mero esclavo de las sombras— se apresuró a obedecer las órdenes de su señor. Buscó en los archivos del ordenador la fotografía y dirección de su siguiente objetivo: Julia Templeton. Salió y corrió al cobertizo donde estaban sus fieles compañeros. Esa noche lo acompañaría sólo uno de ellos, y eligió premiar a Arrow, el más joven de todos los cachorros. «Curioso —pensó— que estos animales puedan ser unos asesinos tan eficaces». Como siempre, también lo acompañarían sus pistolas, y la navaja de doble filo, aunque le bastaba con sus manos para llevar a cabo el encargo. Todavía había algo de luz, y seguro que su víctima seguía despierta. Esperaría a que oscureciera y entonces saldría a cumplir su misión.

Ewan llegó a su apartamento más tarde de lo que había previsto, quería ser el último en marcharse del laboratorio para ver si conseguía averiguar algo, pero al parecer, sus ayudantes estaban más que dispuestos a hacer méritos y al final optó por irse y volver a intentarlo por la mañana a primerísima hora. Por el camino se paró a comprar algo de comida y aprovechó para llamar a su padre y contarle que el primer día de su recién estrenado trabajo en Vivicum Lab había sido infructuoso pero necesario.

También llamó a su madre, y Alba le dijo que estaba preocupada por Daniel, pues hacía varios días que no sabía nada de él y tenía un mal presentimiento. Al escuchar la palabra «presentimiento», Ewan deseó ser capaz de contarle lo de Julia, pero no lo hizo. Todavía no estaba preparado, y sabía que su madre se preocuparía y que terminaría por llamar a su padre, y en esos momentos no estaba de humor para aguantar otro discurso acerca de su destino.

Julia. Le bastó con recordarla un segundo para que se le acelerara el pulso, y otras partes de su anatomía. Se cambió de ropa y cenó algo, y estaba pensando en irse a la cama cuando, de repente, el guardián rompió todas las barreras que Ewan había construido a lo largo de casi toda su vida. Un grito desgarrador se formó en lo más profundo de su garganta pero no llegó a salir. Los ojos se le oscurecieron al instante y sus pupilas negras se convirtieron en dos faros en medio de su rostro. Se le agudizaron los sentidos, mientras las garras de acero brillaban en la oscura habitación y notaba las vértebras extendiéndose. «Julia. Julia está en peligro», fue lo último que pensó antes de salir a toda velocidad del apartamento.

Había alguien en el comedor. Estaba dormida cuando el ruido de la puerta al abrirse la despertó. Primero pensó que estaba soñando, pero algo le dijo que no. Agudizó el oído y oyó unas pisadas y la respiración acelerada de un animal, un perro quizá. Un ladrón. Había habido varios robos en la zona, y rezó para que el tipo cogiera lo que quisiese y se fuera de su casa. Había visto un montón de programas en los que la policía recomendaba no enfrentarse al delincuente, así que eso fue exactamente lo que hizo Julia, pero temblaba tanto que estaba convencida de que quien fuera podría oírla desde la otra habitación.

Los pasos iban acercándose a su puerta y el pomo empezó a girar. Iba a entrar. Un pequeño rayo de luz se coló por la apertura, y el ladrón, seguido por un perro, se detuvo a los pies de la cama. Fingió que dormía, aunque le fue imposible controlar el miedo. El intruso apoyó una rodilla en el colchón y la recorrió con la mirada, y Julia creyó oír una hoja de acero deslizarse fuera de su funda. Iba a matarla. Aquel hombre no era ningún ladrón, había ido allí con el único propósito de matarla, y Julia no quería morir. No quería morir fingiendo que no sabía lo que pasaba. Iba a volverse cuando el desconocido la agarró por el pelo y la obligó a continuar tumbada.

—Me alegro de que hayas decidido dejar de fingir. —Le recorrió el cuello con la punta de una afiladísima navaja—. Así será más divertido.

Ella levantó las manos y trató de apartar el brazo del hombre intentando respirar. La estaba asfixiando. La cabeza le daba vueltas, notaba que iba a desmayarse, y entonces oyó un estruendo, como si alguien hubiera echado al suelo la puerta de la entrada. Y un segundo más tarde, el que había estado a punto de matarla yacía tumbado en el suelo con Ewan encima.

¿Ewan? ¿Aquél era Ewan? Tenía su mismo rostro, aunque parecía mucho más fiero, y con los ojos negros. Y aquella espalda. Y… ¿eran garras lo que sobresalía entre sus nudillos? Julia no dispuso de tiempo para seguir cuestionándose su presencia, ni su aspecto físico, pues el perro, si es que podía llamarse así a aquel animal de colmillos babeantes, se abalanzó sobre ella. Para defenderse, le lanzó la lámpara de la mesilla, aunque sólo lo aturdió un poco, y cuando la fiera volvió a reaccionar, lo hizo con más rabia.

Julia cerró los ojos y se hizo un ovillo con la esperanza de salir viva de aquel encuentro, pero no llegó a sentir los dientes del animal sobre su piel. Lo que sí oyó en medio del terror fue el sonido de unos huesos rompiéndose. Despacio, y muy asustada, levantó la cabeza y vio a Ewan con el perro desnucado en brazos. Ella estaba llorando, pero tardó unos instantes en darse cuenta, y entonces se frotó los ojos.

—¿Estás bien? —le preguntó Ewan, lanzando al animal encima del cuerpo inerte del hombre que había tratado de degollarla—. ¿Te ha mordido? —insistió, levantándole la barbilla para inspeccionarle el cuello. Luego hizo lo mismo con los brazos.

—No —contestó ella con voz trémula—. Estoy bien.

Ewan se quedó mirándola, como si no terminara de creerse esa afirmación, y Julia volvió a hablar:

—De verdad.

Él se levantó de la cama, en la que apenas había estado sentado unos segundos, y se acercó de nuevo a los dos asaltantes. Se agachó e inspeccionó al hombre; creía que los esclavos habían sido prohibidos siglos atrás, y hacía muchos años que no veía a uno de aquellos perros. En realidad, pensó furioso, sólo había visto a esos animales una vez; cuando tenía siete años. Hizo unas fotografías con su móvil, se guardó unos papeles que sacó del bolsillo del esclavo de las sombras, e hizo lo mismo con el anillo que éste llevaba.

—¿Dónde está el cuarto de baño? —le preguntó a Julia, que seguía mirándolo sin reaccionar.

Ella señaló con una mano y él fue en esa dirección, para regresar segundos más tarde con la cortina de la ducha en una mano. Se arrodilló de nuevo y envolvió los cuerpos. Ahora Julia no tenía ninguna duda de que el hombre había corrido el mismo destino que su perro, y no sintió ningún tipo de remordimiento.

—Tengo que deshacerme de esta basura —dijo Ewan poniéndose en pie—. Regresaré en seguida. —Pronunciaba cada palabra despacio, sin dejar de mirarla a los ojos mientras le acariciaba una mano—. ¿Estás bien? —repitió.

Ella asintió y él le estrechó los dedos antes de apartarse.

—¿Adónde irás? —quiso saber cuando vio que él levantaba a peso los cuerpos inertes.

El aspecto de Ewan ya no le parecía tan raro, pero seguía siendo desconcertante. De otro mundo.

—No te preocupes por eso. En seguida vuelvo —le contestó—. No te muevas de aquí. Y no llames a nadie —añadió, a pesar de que sus instintos, que habían decidido tomar las riendas, le aseguraban que no iba a hacerlo.

Asomó la cabeza por la ventana del dormitorio de Julia, que por suerte daba a un pequeño parque, y, después de asegurarse de que no hubiera nadie, saltó. Si su cuerpo no siguiera poseído por la fuerza del guardián, tal vez se habría roto algo, pero el guerrero continuaba al mando, y no hubo problemas. Una vez en el suelo, corrió hacia su todoterreno, que había aparcado cerca, y colocó el fardo en el maletero. Más tarde se desharía del todo de aquel bastardo y de su mascota, pero ahora necesitaba cerciorarse de que Julia estaba bien. No podía esperar más.

Regresó al apartamento y subió por la escalera de incendios. Hubiera podido trepar, pero tuvo el buen tino de no hacerlo; una cosa era pasar desapercibido entre las sombras de un parque, y otra que nadie se diera cuenta de que había un hombre subiendo por la pared de un edificio. Llegó al alféizar de la ventana y dio unos golpecitos antes de entrar. No quería asustar a Julia más de lo que ésta ya estaba.

—Soy yo —dijo en voz baja, y levantó la pierna para entrar.

Ella seguía sentada en la cama, con la mirada fija en la mancha de sangre que había en el suelo. Ewan había tratado de limpiarla, pero al parecer no lo había hecho tan bien como creía. A una parte de él le hubiera gustado no tener que matar a aquel soldado, pero otra, la dominada por el guardián, se sentía más que satisfecha por haber mandado al infierno al bastardo que se había atrevido a tocar a su Julia. Se sentó a su lado y le acarició la mejilla.

—Dime que estás bien —dijo.

Ella lo miró a los ojos, como si hasta aquel instante no se hubiera dado cuenta de su presencia.

—¿Ewan?

—Estoy aquí. —La abrazó y la acercó contra su pecho—. Ya ha pasado todo.

Julia se aferró a él y se quedaron así, inmóviles durante un rato. Luego, poco a poco, ella fue apartándose para mirarlo con aquellos ojos que siempre rebosaban inteligencia.

—¿Cómo sabías que…? ¿Qué has hecho con…? —Parecía incapaz de terminar ninguna de las preguntas que se agolpaban en su mente—. ¿Eran garras…? Tus ojos —dijo, mirándolo fijamente—… son negros.

Ewan no podía hablar, no porque no supiera qué decir, en realidad había pensado mil y una excusas para el caso de que aquello llegara a suceder, ni porque estuviera emocionado o sintiera un nudo en la garganta. No podía hablar porque Julia le estaba recorriendo la cara con los dedos. Le había dibujado las cejas, los pómulos, le había pasado el dorso de la mano por la incipiente barba, con el pulgar, le había acariciado el labio superior… y él se sentía tan excitado que si abría la boca sería sólo para devorarla.

Imágenes de sus dos cuerpos desnudos, enredados, gimiendo de placer, amenazaban con ahogarlo, así que se puso en pie y se acercó de nuevo hacia la ventana con el único propósito de alejarse de Julia y salvarla de sí mismo.

—El hombre que ha tratado de matarte llevaba esto en el bolsillo —le explicó. Lanzó encima de la cama el cuaderno, pero no le dijo nada del anillo, pues conocía perfectamente el significado de aquella joya—. ¿Sabes qué es?

Ella lo sujetó aturdida entre los dedos.

—Es el cuaderno que me mandó Stephanie por correo —respondió—. ¿Lo llevaba en el bolsillo?

—Sí, lo he encontrado al cachearlo antes de envolverlo con la cortina de la ducha.

—¿Iba a matarme por esto? —Pasaba las páginas, incrédula.

—Eso creo. —Sintiendo que Julia lo necesitaba, regresó a su lado—. ¿Qué hay en esta libreta? —preguntó en voz baja, cogiéndole una mano.

—No lo sé. —Suspiró—. Ya te dije que me llegó por correo unos días después de que Stephanie apareciera muerta en el callejón. Está lleno de números y anotaciones sin sentido. —Se quedó callada, pensativa.

—¿Qué?

—Ayer por la noche me acordé de una cosa. Busqué entre los e-mails que Stephanie me había mandado y encontré uno en el que me hablaba de un club llamado Rakotis. Y mira. —Le señaló el símbolo que aparecía dibujado en una de las páginas.

Ewan cogió la libreta y se la acercó. Había oído hablar del club, pero no tenía noticia de que estuviera vinculado con Rufus Talbot o su clan. Quizá no tuviera nada que ver, o tal vez se les había pasado por alto. Mejor sería que fuera a investigarlo.

—Tenía pensado ir allí una de estas noches —prosiguió Julia.

—Ni lo sueñes —sentenció él—. Tú no vas a ir a ninguna parte.

Ella se quedó estupefacta ante tal respuesta y, al parecer, eso sirvió para que reaccionara.

—¿Y quién eres tú para opinar sobre lo que yo haga o deje de hacer? Y, ahora que lo pienso, ¿quién diablos eres? —Se puso de pie de un salto y retrocedió algo asustada—. Vete de mi casa ahora mismo.

Ewan sintió como si lo hubiera abofeteado; que ella lo temiera hizo que el guardián se doblase de dolor.

—¿Qué quieres de mí? —continuó Julia—. Has aparecido de repente y…, ¡vuelves a tener los ojos verdes! ¿Quién diablos eres?

—Tranquilízate. Por favor.

—¡Que me tranquilice! Un tipo con aspecto de haber salido de Blade ha tratado de matarme. ¡Y ese perro! Porque eso era un perro, ¿no? Ese animal tenía los colmillos más afilados y los ojos más sanguinarios que he visto nunca. ¿Y qué me dices de ti? Sólo hace dos días que te conozco y… y… y… ¡Has llegado justo a tiempo! —Se movió nerviosa por la habitación—. ¡Vete de aquí!

—No pienso irme a ninguna parte —afirmó él. No le gustaba que ella estuviera tan nerviosa, pero era preferible al estado casi catatónico en que se había sumido después del ataque.

—¿Ah, no? —Ahora que había perdido los nervios parecía incapaz de parar—. Pues te echaré yo misma.

Estaba loca. Ewan debía de pesar cuarenta kilos más que ella, pero estaba tan furiosa que quizá conseguiría zarandearlo.

—Julia, escúchame…

—No pienso hacerlo. Ahora mismo, lo único que quiero es ducharme, meterme en la cama y convencerme de que nada de todo esto ha sucedido. —Era una actitud infantil, pero le daba absolutamente igual.

—Si quieres ducharte, dúchate, pero yo no pienso irme de aquí. Ese hombre quería matarte, por el amor de Dios. —Volvía a tener los ojos negros y las vértebras se le estaban tensando de nuevo.

—¿Y, tú, cómo sabías que él estaba aquí? —Se detuvo frente a la puerta con los brazos en jarras—. ¿Cómo sé que puedo fiarme de ti?

Ewan abrió y cerró la boca, y, acto seguido, se colocó delante de ella y la estrechó contra él. El guardián estaba harto de tanto autocontrol y tantas tonterías.

—Por esto.

La besó, si es que a aquel ataque frontal a sus sentidos podía llamársele beso. Le separó los labios con la lengua y Julia respondió con ardor y pasión inusitados. La arrinconó contra la pared y se pegó a ella para que comprendiera exactamente cuáles eran sus intenciones. Los dos movieron las caderas, y, después de recorrerle con la lengua todos y cada uno de los rincones de la boca, Ewan se apartó y le lamió la vena que le latía acelerada en el cuello.

—Ve a ducharte. Ahora —le ordenó, apretando la mandíbula—. Te esperaré aquí.

Julia obedeció, y no sólo porque estuviera aturdida por el beso, o porque nunca hubiera estado tan excitada, sino porque todos sus instintos le gritaron que podía confiar en él.