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Esbozos biográficos

Como preludio de este capítulo dedicado a apuntes biográficos, notemos que una vida interesante, digna de ser contada, rara vez es la recompensa (¿o quizá el castigo?) de quienes alimentaron la corriente principal del desarrollo de la ciencia. Tomemos como ejemplo a John William Strutt, tercer Barón Rayleigh. Un caudal continuo de éxitos le valieron el reconocimiento en casi todas las áreas de la ciencia. Sin embargo, con una sola excepción, su vida parece tranquilamente subordinada a su evolución como científico. Lo inesperado fue que, habiendo sido admitido en el Trinity College por derechos de nacimiento, al ser el primogénito de un hacendado lord, decidiera convertirse en un sabio.

La ciencia tiene su gran romántico en Evariste Galois, cuya historia entra dentro de los cánones trágicos de la corte francesa, pues combina en un solo día su eclosión como científico y su muerte en duelo. Pero la mayoría de vidas de científicos son como la de Rayleigh: apenas afectadas por el mayor desarraigo (como muestra A. S. Besicovitch), y a la larga casi predecibles, con excepción de las circunstancias ocasionalmente animadas de la revelación de su talento, y de su entrada en la corriente principal. El niño Carl Friedrich Gauss corrige la aritmética de su padre a la edad de tres años. El adolescente Srinivasa Ramanujan reinventa la matemática. Cuando se entera de que tiene que esperar un curso para poder entrar en una escuela de periodismo, Harlow Shapley escoge especialidad en una lista ordenada alfabéticamente. Se salta la arqueología porque no sabe qué significa esa palabra, entra en astronomía y encuentra su destino. Más atípica es la vida de Felix Hausdorff. Hasta los 35 años se dedica sobre todo a la filosofía, la poesía, a escribir y dirigir teatro, y otras tareas similares. Luego se dedica en serio a la matemática y pronto produce su obra maestra, Hausdorff (1914).

Los relatos cortados según el patrón típico son legión, pero las historias seleccionadas para este capítulo son enteramente distintas. El ingreso en la corriente principal es tardío, y en muchos casos incluso póstumo. Persisten sentimientos intensos de pertenecer a otra época. El héroe es un solitario. Como ciertos pintores, podría decirse que es un ingenuo o un visionario, o mejor aún, un inconformista. Cuando cae el telón sobre el prólogo de su vida, por decisión propia o por casualidad, todavía no está catalogado.

El trabajo de los inconformistas presenta a menudo un frescor peculiar. Incluso los que no llegan a alcanzar la grandeza comparten con los gigantes un estilo marcadamente personal. La clave parece ser el tiempo dedicado. En palabras de la hija de D’Arcy Thompson, hablando de su libro On Growth and Form (Thompson 1917), «es una especulación preguntarse si [un trabajo como ese] se habría escrito nunca de no haber pasado [su autor] treinta años de su vida en la soledad». En efecto, tenía 57 años cuando la publicó, y muchos otros inconformistas dan lo mejor de sí muy tarde: en su caso el cliché de que la ciencia suele ser un juego de jóvenes no es cierto en absoluto. Estas historias me parecen atractivas y quiero compartir las emociones que evocan algunas de ellas.

Como inconformistas que son, nuestros héroes son muy distintos entre sí. Paul Lévy vivió lo bastante para dejar una huella profunda en su especialidad científica, pero sus admiradores (y yo soy uno de ellos) piensan que merece, por así decirlo, auténtica fama. (Lo mismo se puede decir de D’Arcy Wentworth Thompson, que no estaría fuera de lugar en esta compañía, pero su vida está ampliamente documentada en la edición abreviada de su libro, Thompson 1962.) Lo mismo puede decirse de Lewis F. Richardson. Pero la historia de Bachelier es más triste; nadie repasó nunca sus libros ni sus artículos, y fracasó como eterno aspirante hasta que toda su obra fue repetida por otros. Hurst tuvo mejor suerte, y su historia es fascinante. Por último, Fournier d’Albe y Zipf merecen citas perdurables. Así pues, cada una de las historias de este capítulo arroja luz sobre la psicología de una especie peculiar de mente poderosa.

En los casos en que existan biografías estándar, no las repetiré a menos que lo crea necesario. El gran Dictionary of Scientific Biography (Gillispie, 1970-1976) incluye bibliografías. Sus omisiones son también significativas.

Louis Bachelier (1870-1946)

Vale la pena conocer la historia de los inicios de la teoría del movimiento browniano y la trataremos en el siguiente capítulo. Sin embargo, en este contexto la física podría haber sido precedida por la matemática, y también (un orden de acontecimientos de lo más inusual) por la economía.

Lo cierto es que una parte verdaderamente increíble de los resultados de la teoría matemática del movimiento browniano habían sido descritos con todo detalle cinco años antes de Einstein. El precursor fue Louis Bachelier (Dictionary of Scientific Biography, I, 366-367).

Nuestra historia se centra en una tesis doctoral en matemáticas, defendida en París el 19 de marzo de 1900. Sesenta años después recibió el raro cumplido de ser traducida al inglés, con muchísimos comentarios. Sin embargo, empezó mal: el tribunal que la examinó no quedó demasiado impresionando con ella y le dio la calificación poco usual y casi insultante de mention honorable en una época en la que nadie en Francia presentaba su tesis a menos que previera una vacante académica y estuviera seguro de obtener la mention très honorable que se exigía.

No es, pues, sorprendente que esta tesis no tuviera la menor influencia sobre el trabajo de nadie más. Bachelier, a su vez, no fue influido por nada escrito en este siglo, aunque permaneció activo y publicó varios artículos (en las mejores revistas) llenos de un sinfín de manipulaciones algebraicas. Además, su obra divulgativa (Bachelier, 1914) fue reimpresa varias veces y aún hoy merece la pena leerla. No es para recomendarla a todos sin distinción, pues el tema ha sufrido cambios profundos, y tampoco está claro si sus frases cortas resumen cosas establecidas o destacan problemas todavía inexplorados. El efecto acumulado de tal ambigüedad es más bien desconcertante. No fue hasta muy tarde, después de varios fracasos, que Bachelier consiguió una plaza de profesor en la pequeña Universidad de Besançon.

A la vista de su lenta y mediocre carrera y de lo tenue del rastro personal que dejó (a pesar de lo diligente de mi búsqueda, sólo he descubierto algunos raros fragmentos de recopilaciones de estudiantes y colegas, y ni una sola foto), la fama póstuma de su tesis le convierte en una personalidad casi romántica. ¿A qué se debe este contraste tan brusco?

Para empezar, su vida podría haber sido más brillante de no haber sido por un error matemático. En Lévy (1970, págs. 97-98) se explica esa historia y se dan más detalles en una carta que me escribió Paul Lévy el 25 de enero de 1964:

«Oí hablar de él por vez primera después de que apareciera mi Calcul des Probabilités, esto es, hacia 1928. Se presentó a una plaza de profesor en la Universidad de Dijon. Gevrey, que era profesor allí, vino a preguntar mi opinión sobre un trabajo que Bachelier publicó en 1913 (Annales de l’Ecole Normale). En él había definido la función de Wiener (anticipándose a éste) del modo siguiente: en cada uno de los intervalos [nτ, (n + 1)τ] consideró una función X(t|τ) con derivada constante e igual a +v o −v, ambos valores con la misma probabilidad. Pasó luego al límite (v constante y τ → 0), y sostuvo que así obtenía una función propia X(t). Gevrey estaba escandalizado por este error. Estuve de acuerdo con él y se lo confirmé en una carta que leyó a sus colegas en Dijon. Dieron bola negra a Bachelier. Se enteró del papel que había tenido yo y me pidió una explicación; yo se la di, pero no le convencí de su error. No diré nada más acerca de las consecuencias inmediatas de este incidente.

»Lo había olvidado ya cuando, en 1931, leyendo el artículo fundamental de Kolmogorov, llegué a “der Bacheliers Fall”. Busqué los trabajos de Bachelier, y vi que este error, que se repite en todas partes, no le impide obtener resultados que hubieran sido correctos sólo con que, en vez de tomar v= constante, hubiera escrito v = cτ−1/2, y que, antes que Einstein y Wiener, había encontrado algunas propiedades importantes de la llamada función de Wiener o de Wiener-Lévy, a saber, la ecuación de difusión y la distribución de max0≤τ≤rX(t).

»Nos reconciliamos. Le había escrito lamentándome de que una primera impresión, producida por un simple error inicial, me hubiera impedido seguir leyendo un trabajo que contenía tantas ideas interesantes. Me contestó en una larga carta en la que manifestaba un gran entusiasmo por la investigación».

Es bastante trágico que Lévy hubiera interpretado este papel, pues, como veremos muy pronto, su propia carrera estuvo a punto de fracasar también porque sus artículos no eran lo bastante rigurosos.

Llegamos ahora a la segunda razón, y más seria, de los problemas de la carrera de Bachelier. Nos la revela el título de su tesis, que no he mencionado aún (adrede): «Teoría matemática de la especulación». El título no se refiere ni mucho menos a la especulación (filosófica) acerca de la naturaleza del azar, sino a la especulación (avarienta) acerca de las alzas y caídas del mercado de bonos del estado consolidados (la rente). La función X(t) citada por Lévy representaba el precio de estos bonos en el tiempo t.

Las dificultades profesionales que Bachelier iba a padecer a consecuencia de ello se prefiguraban ya en el comentario delicadamente atenuado de Henri Poincaré, que escribió el informe oficial de esta tesis: «El tema está un tanto alejado de lo que acostumbran a tratar nuestros candidatos». Se podría aducir que Bachelier debería haber evitado buscar el juicio de matemáticos poco dispuestos (la idea de asignar temas de tesis era totalmente ajena a los profesores franceses de aquella época), pero no tenía otra opción: su título inferior era en matemáticas y, aunque Poincaré hizo poca investigación en teoría de la probabilidad, tenía a su cargo dicha asignatura.

La tragedia de Bachelier fue ser un hombre del pasado y del futuro pero no de su presente. Fue un hombre del pasado porque trabajó en las raíces históricas de la teoría de la probabilidad: el estudio del juego. Optó por introducir los procesos estocásticos temporales continuos por medio de la forma continua del juego, La Bourse. Fue un hombre del futuro, tanto en matemáticas (como atestigua la carta anterior de Lévy) como en economía, donde se le reconoce como el creador del concepto probabilístico de «martingala» (ésta es la formulación propia del concepto de juego limpio o de mercado eficiente, véase el capítulo 37), y se avanzó mucho a su tiempo al comprender muchos aspectos concretos de la incertidumbre referida a la economía. Debe su mayor fama a la idea de que los precios siguen el proceso del movimiento browniano. Por desgracia, ninguna comunidad científica organizada de su tiempo estaba en condiciones de entenderle ni de acogerle en su seno. Para hacer que aumentara la aceptación de sus ideas, le habría hecho falta una gran destreza política, de la que evidentemente carecía.

Para sobrevivir y seguir adelante con su producción científica bajo estas circunstancias, Bachelier tenía que estar muy convencido de la importancia de su trabajo. En particular, sabía muy bien que él fue el inventor de la teoría de la difusión de la probabilidad. En un Curriculum no publicado que escribió en 1921 (al presentarse a un puesto académico no especificado), afirmaba que su principal contribución intelectual había sido suministrar «imágenes tomadas de la naturaleza, como la teoría de la radiación de la probabilidad, en las que compara una abstracción con la energía —una relación extraña e inesperada que será el punto de partida de grandes avances—. Teniendo esta idea en mente, Henri Poincaré escribió: “Mr. Bachelier ha dado muestras de tener una mente clara y precisa”».

La frase anterior está tomada del ya citado informe sobre la tesis, que contiene otros fragmentos dignos de leer: «El modo en que el candidato obtiene la ley de Gauss es muy original y tanto más interesante cuanto que el mismo razonamiento, con pocos cambios, podría extenderse a la teoría de errores. Lo desarrolla en un capítulo que a primera vista podría parecer extraño, pues lo titula “radiación de probabilidad”. En realidad, el autor recurre a una comparación con la teoría analítica de la propagación del calor. Si se reflexiona un poco sobre ello se ve que la analogía es real y la comparación legítima. El razonamiento de Fourier es aplicable casi sin cambios a este problema, tan distinto de aquél para el que fue creado. Es lástima que [el autor] no desarrolle más esta parte de su tesis».

Poincaré había visto, por tanto, que Bachelier había llegado hasta el umbral de una teoría general de la difusión. Sin embargo, Poincaré era famoso por su mala memoria. Pocos años después, tomó parte activa en una discusión relativa a la difusión browniana, pero ya había olvidado la tesis de Bachelier de 1900.

Vale la pena resumir también otros comentarios del Curriculum de Bachelier: «1906: Théorie des probabilités continúes. Esta teoría no tiene nada que ver con la teoría de la probabilidad geométrica, cuyo ámbito es muy limitado. Es una ciencia cuyo nivel de dificultad y generalidad va más allá del cálculo de probabilidades. La concepción, el método, el análisis, todo es nuevo en ella. 1913: Probabilités cinématiques et dynamiques. Estas aplicaciones de la probabilidad a la mecánica son absolutamente originales del autor. No tomó de nadie la idea inicial, ni tampoco se ha realizado nunca un trabajo del mismo tipo. La concepción, el método, los resultados, todo es nuevo.»

A los desventurados autores de los Curricula académicos no se les pide que sean modestos, y hasta cierto punto Louis Bachelier exageraba. Además, no daba indicios de haber leído nada escrito en el siglo XX. Por desgracia, sus contemporáneos consideraron que todo eran exageraciones y le negaron el puesto que solicitaba.

¿Sabe alguien algo más de él?

Las afirmaciones de Poincaré se han extraído, con permiso, de un informe guardado en los archivos de la Universidad Pierre y Marie Curie (París VI), heredera de los archivos de la antigua Facultad de Ciencias de París. Este fascinante documento, con el estilo lúcido característico de los escritos de divulgación de Poincaré, hace pensar que se deberían poner a disposición del público selecciones más extensas de las cartas de Poincaré y de sus informes confidenciales para universidades y academias. Por el momento, una parte amplia y misteriosa de su personalidad está ausente de sus libros y sus Obras completas.

Edmund Edward Fournier d’Albe (1868-1933)

Foumier d’Albe (Who’s Who in Science, pág. 593) eligió una vida de periodista científico e inventor independiente: construyó una prótesis para que los ciegos pudieran «oír» letras y fue el primero en transmitir una señal de televisión desde Londres.

Su nombre da fe de un linaje hugonote. A pesar de su educación en parte alemana y su residencia eventual en Londres, donde obtuvo la licenciatura asistiendo a la facultad en horario nocturno, un trabajo en Dublín le convirtió en patriota irlandés y militó en un movimiento pancelta. Creía en el espiritismo y fue un místico religioso.

Se le recuerda por su libro Two New Worlds, que fue objeto de críticas muy favorables en Nature, en las que sus argumentos se calificaban de «simples y razonables», y en The Times, donde se decía que sus especulaciones eran «curiosas y atractivas». Sin embargo, las necrológicas de Fournier d’Albe aparecidas en Nature y The Times olvidaron, por lo que fuera, citar su libro. Es prácticamente imposible de encontrar y raramente se lo cita sin compañía de algún comentario sarcástico.

Ciertamente, es la clase de obra en la que un físico se sorprende de encontrar algo de valor técnico permanente. De hecho, me aconsejaron no prestarle demasiada atención, para que no tomara en serio la mayor parte de su contenido, que era muy discutible. Pero ¿se habría de usar contra Fournier un argumento que uno ni pensaría en utilizar contra Kepler? No quiero decir que Fournier fuera un Kepler; sus logros apenas llegaron al nivel de los demás autores de este capítulo. Sin embargo, la pretensión de un crítico de que «el trabajo del pretendido “Newton del alma” carece de interés científico» es con mucho demasiado radical.

En efecto, Fournier fue el primero que reformuló una antigua intuición relativa a la agregación galáctica (que se remonta a Kant y a su contemporáneo Lambert) en unos términos suficientemente precisos para permitirnos concluir hoy que para las galaxias debería cumplirse D = 1. Así pues, le debemos algo de valor duradero.

Harold Edwin Hurst (1880-1978)

Hurst, aclamado como quizá el mejor nilólogo de todos los tiempos y apodado «Abu Nil», Padre del Nilo, pasó la mayor parte de su vida profesional en El Cairo como funcionario de la Corona Británica, y luego de Egipto. (Who’s Who, 1973, pág. 1625, y Who’s Who of British Scientists 1969/70, págs. 417-418).

Vale la pena volver a relatar la formación seguida en sus años jóvenes, tal como Mrs. Marguerite Brunel Hurst me la describió. Hijo de un contratista de obras pueblerino de medios limitados, cuya familia había vivido cerca de Leicester durante casi tres siglos, dejó la escuela a la edad de 15 años. Su padre le había preparado sobre todo en química y también en carpintería. Luego fue maestro en una escuela de Leicester, y asistía a clases nocturnas para continuar su propia formación.

A los 20 años obtuvo una beca que le permitió ir a Oxford en condición de estudiante externo. Al cabo de un año empezó la licenciatura en el restablecido Hertford College, y pronto escogió la especialidad de física y se puso a trabajar en el Clarendon Laboratory.

Su falta de preparación en matemáticas fue un obstáculo, pero gracias al interés que el profesor Glazebrook tomó por un candidato tan poco usual, muy hábil en el trabajo práctico, obtuvo el título con una calificación óptima, lo cual sorprendió a todos, y recibió la oferta de quedarse durante tres años como profesor y ayudante de laboratorio.

En 1906, Hurst fue a Egipto por una corta temporada que habría de durar 62 años, de los que los más fecundos llegaron cuando ya había cumplido los 45. Entre sus primeras obligaciones estaba transmitir la hora normal de la Ciudadela a El Cairo, donde había que disparar un cañonazo a mediodía. Sin embargo, el Nilo le fue cautivando cada vez más, y tanto su estudio como la exploración de su cuenca le hicieron internacionalmente conocido. Viajó mucho navegando por el río y por tierra —a pie con porteadores, en bicicleta, más adelante en coche y después incluso en avión—. La Presa baja de Asuán había sido construida en 1903, pero él se dio cuenta de la importancia que tenía para Egipto prepararse no sólo para los años secos, sino para una serie de años secos seguidos. Los esquemas de depósito para la irrigación deberían ser suficientes para cada situación, más o menos como, según el Antiguo Testamento, José almacenó grano para los años de carestía. Fue uno de los primeros en darse cuenta de la necesidad del «Sudd el Aali», la Gran Presa de Asuán.

Es probable que el nombre de Hurst perdure asociado a un método estadístico introducido por él, que sirvió para descubrir una importante ley empírica relativa a la dependencia a largo plazo en geofísica. A primera vista puede parecer sorprendente que algo de esta clase proceda de un autor tan mal preparado en matemáticas, trabajando lejos de cualquier gran centro de saber, pero si uno lo piensa un poco mejor, estas circunstancias pueden haber sido vitales tanto para la concepción de su idea como para su supervivencia. Hurst estudió el Nilo con un método de análisis de su propia invención, que podría haberse calificado de estrecho de miras y ad hoc, pero que en realidad ha resultado eminentemente intrínseco. Como no tenía ninguna prisa y disponía de una cantidad excepcionalmente abundante de datos, estaba en condiciones de compararlos con el modelo estándar de las variables estocásticas (el ruido blanco) por medio de sus respectivos efectos sobre el diseño de la Gran Presa. Esto le condujo a la expresión que en los capítulos 28 y 39 (pág. 387) denotamos por R(d)/S(d).

Puede uno imaginarse el ingente y arduo trabajo arduo que supuso esa investigación en una época en la que no se disponía de ordenadores, pero, naturalmente, el Nilo era y es tan importante para Egipto que justificaba unos gastos comparativamente importantes (y hacía impensable obligar a Hurst a retirarse).

Hurst mantuvo con firmeza que su descubrimiento era importante, a pesar de que no existiera ningún test que permitiera evaluar objetivamente esa importancia. Por fin, con 71 y 75 años, leyó dos largos artículos que trataban de su descubrimiento, y en los que se reconocía la importancia potencial del mismo.

En palabras de E. H. Lloyd (aunque en mi notación), Hurst nos pone «en una de esas situaciones, tan saludables para los teóricos, en las que los descubrimientos empíricos se resisten tercamente a concordar con la teoría. Todas las investigaciones descritas más arriba nos llevan a la conclusión de que a la larga R(d) tendría que crecer según d0,5 mientras que la extraordinariamente documentada ley empírica de Hurst muestra un crecimiento según dH, con H aproximadamente igual a 0,7. No nos queda otra salida que concluir que, o los teóricos se equivocan en la interpretación de su propio trabajo, o los fundamentos de sus teorías son falsos; y posiblemente ocurran ambas cosas». Análogamente, ahora en palabras de Feller (1951): «Nos enfrentamos aquí con un problema interesante tanto desde el punto de vista estadístico como del matemático».

Mi modelo basado en el movimiento browniano fraccionario (capítulo 28) surgió como una respuesta directa al fenómeno de Hurst, pero la historia de Hurst no acaba aquí. Es difícil hacer objeciones a los comentarios entusiastas del párrafo anterior… pero ambos se basan en una lectura inconscientemente incorrecta de las afirmaciones de Hurst. Lloyd se olvidó de dividir R por S, y Feller supo del trabajo de Hurst por una comunicación oral de un tercero (como él mismo reconoció), y no supo darse cuenta de que se había dividido por S. Esto no afecta para nada al valor del trabajo de Feller. Acerca de la importancia de la división por S, véase Mandelbrot y Wallis (1969c) y Mandelbrot (1975w).

Vemos de nuevo en este ejemplo que cuando un resultado es verdaderamente inesperado es difícil de comprender, aún por los mejor dispuestos a prestarle atención.

Paul Lévy (1886-1971)

Paul Lévy, que no reconoció alumno alguno pero que estuvo a punto de ser mi mentor, alcanzó metas que Bachelier sólo vio de lejos. Lévy vivió el tiempo suficiente como para ser reconocido como quizá el mayor probabilista de todos los tiempos, y finalmente (cuando andaba cerca de los 80 años) llegó a ocupar el sillón que había sido de Poincaré, y que había dejado vacante Hadamard, en la Académie des Sciences de París. (Véase Who’s Who in Science, pág. 1035.)

Y sin embargo, casi hasta el final de su vida activa, Lévy había sido mantenido a distancia por el «establishment». Aparte de negársele repetidas veces la antigua cátedra de Poincaré en la Universidad, sus repetidas ofertas de dar conferencias extraacadémicas fueron aceptadas a regañadientes, por temor a que pudiera interferir en el plan de estudios.

Su vida, ideas y opiniones están largamente documentadas en Lévy (1970), un libro que vale la pena leer porque no pretende presentarse mejor o peor de cómo fue realmente. Aunque es mejor saltarse el final, los mejores episodios son espléndidos. En particular, describe en términos conmovedores sus temores a ser «un mero superviviente del siglo pasado», y a ser un matemático «distinto de los demás». Este sentimiento era compartido por otros. Recuerdo a John von Neumann decir en 1954, «creo que entiendo cómo funciona cualquier matemático, pero Lévy es como un visitante de otro planeta. Parece como si tuviera sus propios métodos particulares para alcanzar la verdad, y ésto me hace sentir incómodo».

Tenía pocas obligaciones que le distrajeran, aparte de unas cuantas lecciones de análisis matemático en la Ecole Polytechnique. Trabajando solo, transformó la teoría de la probabilidad de un pequeño conjunto de resultados raros en una disciplina en la que se podían obtener resultados brillantes y variados por métodos lo bastante directos como para convertirse en clásicos. Se interesó en el tema cuando le pidieron una conferencia sobre errores en el disparo de cañones. Tenía por entonces unos 40 años, era un hombre brillante que no había dado de sí cuanto prometía y era profesor en la Polytechnique en un tiempo en que los nombramientos de la escuela le favorecían como graduado. Escribió sus principales libros a los 50 y 60 años de edad, y buena parte de su trabajo sobre las funciones brownianas reales en espacios de Hilbert llegó mucho después.

Uno de los muchos episodios interesantes de su autobiografía se refiere a un corto artículo que dedicó a la paradoja de Bentley, relativa al potencial gravitatorio newtoniano (capítulo 9). En 1904, a la sazón un estudiante de 19 años, Lévy descubrió independientemente el modelo de universo de Fournier. Sin embargo, le pareció que «el argumento era tan simple que no habría pensado en publicarlo de no haber sido porque, 25 años después, escuchó por casualidad una conversación entre Jean Perrin y Paul Langevin. Estos físicos ilustres estaban de acuerdo en que sólo se podía escapar de la paradoja si se suponía que el universo es finito. Yo intervine para indicarles su error y, aunque no parecían entender mis razones, Perrin, desconcertado por mi confianza en mí mismo, me pidió que expresara por escrito mis ideas, y así lo hice».

A propósito de los resultados «demasiado simples para ser publicados», esta es una frase frecuente en los recuerdos de Lévy. Muchas mentes creativas sobrevaloran sus trabajos más barrocos, y subvaloran los más simples. Cuando la historia invierte esta valoración, los autores prolíficos acaban siendo recordados por «lemas» de proposiciones que les habían parecido «demasiado simples» por sí mismos y que habían publicado sólo como preludios de teoremas olvidados.

Las observaciones siguientes parafrasean parte de lo que dije en una ceremonia en memoria de Lévy: «La traza que dejaron en mi memoria sus clases magistrales en la Polytechnique se ha hecho muy borrosa, pues el azar me asignó un lugar en la última fila de un aula muy grande, y la voz de Lévy era débil y sin amplificar. El recuerdo más vivido es el parecido que alguien de nosotros observó entre su figura —larga, gris y muy acicalada— y su modo un tanto peculiar de trazar en la pizarra el signo de integración.

»Pero sus apuntes del curso eran otra cosa. No eran el tradicional desfile bien ordenado que empieza por un regimiento de definiciones y lemas seguidos de teoremas, con cada hipótesis claramente enunciada, interrumpiendo de vez en cuando este fluir majestuoso con el enunciado de algunos resultados no demostrados, cuya condición queda bien clara. Mi recuerdo es más bien el de un torrente tumultuoso de observaciones y comentarios.

»En su autobiografía, Lévy sugiere que, para interesar a los niños por la geometría, habría que pasar tan aprisa como fuera posible a los teoremas que no puedan resultarles evidentes. Su método en la Polytechnique no era muy diferente. Para dar una idea de ello, somos atraídos irresistiblemente a imágenes tomadas de la geografía y del alpinismo. Nos recuerda así una antigua reseña de un anterior Course d’Analyse de l’Ecole Polytechnique. El curso había sido impartido por Camille Jordán y la reseña era de Henry Lebesgue. Dado que el desdén de Lebesgue por el trabajo de Lévy era público y notorio, resulta irónico que sus elogios de Jordán sean tan aplicables a Lévy. No fue en absoluto “una persona que fuera a intentar alcanzar la cima de una región desconocida sin permitirse mirar alrededor antes de alcanzar su meta. Si otro le llevara allí, quizá tendría una visión dominante de muchas cosas, pero no sabría qué son. En realidad, desde un pico muy alto generalmente no se ve nada; los alpinistas sólo los escalan por el esfuerzo que ello supone”.

»No hace falta decir que las notas del curso de Lévy no eran muy populares. Para muchos buenos estudiantes de la Polytechnique fueron una fuente de preocupaciones cuando empollaban para el examen final. En la última reedición, que tuve que estudiar en 1957 como profesor adjunto suyo, todos estos rasgos se acentuaban aún más. El tratamiento de la teoría de la integración, por ejemplo, no pasaba de ser una aproximación. Nadie puede hacer un buen trabajo, había escrito, intentando forzar su talento. Parecía que en los apuntes de su último curso su talento había sido forzado.

»Pero mi recuerdo del curso que había impartido a la promoción de 1944 sigue siendo extraordinariamente positivo. La intuición, si bien no puede enseñarse, se puede frustrar demasiado fácilmente. Creo que esto era lo que Lévy quería evitar a toda costa, y me parece que generalmente lo conseguía.

»En la Polytechnique, yo había oído hablar mucho de su trabajo creativo. Uno lo elogiaría diciendo que era muy importante, inmediatamente añadiría el comentario de que no tenía una sola demostración matemática impecable y que contenía una barbaridad de argumentos de base incierta. En conclusión, lo más urgente era rigorizarlo todo. Esta tarea se ha hecho ya y hoy los nietos intelectuales de Lévy se regocijan de ser aceptados como matemáticos hechos y derechos. Como ha dicho uno de ellos hace un momento, se ven a sí mismos como “probabilistas aburguesados”.

»Me da miedo que el precio pagado por esta aceptación pueda haber sido demasiado alto. Parece como si en cada rama del saber hubiera muchos niveles sucesivos de precisión y de generalidad. Algunos son inadecuados para abordar siquiera los problemas más triviales. Cada vez más, sin embargo, y en todas las ramas del saber, uno puede elevar en exceso la precisión y la generalidad. Pueden hacer falta, por ejemplo, cien páginas de preliminares para demostrar un teorema en una forma apenas más general que su antecesor, y que no abra ningún nuevo horizonte. Pero algunas ramas afortunadas del saber permiten un nivel de precisión y generalidad intermedio que se podría calificar de clásico. Casi la única grandeza de Lévy radica en el hecho de que, en su campo, fue al mismo tiempo un precursor y el clásico.

»Lévy rara vez se interesó por nada que no fuera matemática pura. Y también, quienes tengan que resolver un problema que ya haya sido bien planteado rara vez encontrarán en sus trabajos una fórmula que les pueda servir sin más esfuerzo. Por otra parte, si tengo que hacer caso de mi experiencia personal, el enfoque de Lévy de muchos temas fundamentales en la formulación del azar le destaca cada vez más como un gigante.

»En los diversos temas que se tocan en este ensayo o que examino en otros trabajos, una formalización matemática correcta parece pedir urgentemente, ya un instrumento conceptual que Lévy nos hubiera proporcionado, ya otro forjado en el mismo espíritu y con el mismo grado de generalidad. Cada vez más, el mundo interior que Lévy exploró como si fuera su geógrafo parece compartir con el mundo que nos rodea una especie de armonía premonitoria que es, sin la menor duda, una muestra de su genio».

Lewis Fry Richardson (1881-1953)

La vida de L. F. Richardson es insólita incluso según el criterio de este capítulo, y resulta imposible de integrar en ninguna dirección predominante. Era tío, por cierto, de Sir Ralph Richardson, el actor. (Véase Who’s Who in Science, pág. 1420, Ohituary Notes of Fellows of the Royal Society, 9, 1954, 217-235 —resumido en Richardson 1960a y 1960s, y un relato de M. Greiser en Datamation, Junio 1980). Las golosinas personales son una graciosa aportación de un pariente de Richardson, David Edmundson.

En palabras de su influyente contemporáneo G. I. Taylor, «Richardson fue un personaje muy interesante y original cuyo pensamiento sintonizaba rara vez con el de sus contemporáneos, y a menudo no era comprendido». Parafraseando a E. Gold, su trabajo científico fue original, unas veces difícil de seguir y otras iluminado por lúcidas e inesperadas ilustraciones. En sus estudios de la turbulencia y en la publicación que condujo a Richardson (1960a y 1960s), en algunos momentos anduvo a tientas y un poco confuso, aunque sin afectación. Estaba abriendo nuevos terrenos y tenía que encontrar el camino con la ayuda de matemáticas nuevas que iba aprendiendo sobre la marcha —y que no podía sacar de unos conocimientos adquiridos en su carrera universitaria. En vista de su inclinación a explorar nuevos temas (o incluso «pedacitos de temas») sus logros podrían parecer sorprendentes, si uno no repara en su extraordinaria y disciplinada laboriosidad.

Richardson estudió en Cambridge con una beca y obtuvo la licenciatura en física, matemáticas, química, biología y zoología, pues no estaba seguro de qué carrera iba a escoger. A Richardson le parecía que Helmholtz, que fue médico antes que físico, había tomado al revés el banquete de la vida.

Por una razón u otra había reñido con Cambridge y, cuando muchos años después quiso hacer el doctorado, no quiso empezar su “Master of Arts”, que costaba 10 libras, sino que se matriculó en la Universidad de Londres, donde a la sazón estaba dando clases, se sentó junto a sus propios alumnos, y obtuvo el doctorado en psicología matemática a la edad de 47 años.

Había empezado su carrera en el Servicio Meteorológico, pero como era un austero cuáquero y durante la primera guerra mundial fue objetor de conciencia, renunció cuando, acabada la guerra, el Servicio Meteorológico fue absorbido por el nuevo Ministerio del Aire.

La predicción meteorológica por métodos numéricos es el tema de Richardson (1922-1965), sin duda la obra de un visionario práctico. Al cabo de 33 años fue reimpresa como un clásico, pero durante 20 años tuvo mala fama. El caso es que, al aproximar las ecuaciones diferenciales que dan la evolución de la atmósfera por ecuaciones en diferencias finitas, Richardson había escogido valores inapropiados para los intervalos elementales de espacio y tiempo. Como en aquella época todavía no se había advertido la necesidad de andar con cuidado al realizar la selección de dichos elementos, su error era difícilmente evitable.

Sin embargo, esta obra pronto le valió ser elegido para la Royal Society. Y he aquí seis versos de Richardson (1922, pág. 66) que generalmente se citan:

Big whorls have little whorls

Which feed on their velocity;

And little whorls have lesser whorls,

And so on to viscosity

(in the molecular sense).

En realidad estos versos alcanzaron el nivel más alto de la fama porque a menudo eran citados como anónimos. Al verlos, un erudito en literatura inglesa me hizo observar su parentesco con algunos clásicos. Está claro que Richardson parodiaba la siguiente estrofa de Jonathan Swift (1733, versos 337-340):

So, Nat’ralists observe, a Flea

Hath smaller Fleas that on him prey

And these have smaller Fleas to bit ém,

And so proceed ad infinitum

Aunque Richardson evitó la declaración alternativa de deMorgan (1872, pág. 377):

Great fleas have little fleas upon their backs to bite ‘em

And little fleas have lesser fleas, and so ad infinitum

And the great fleas themselves, in turn, have greater fleas to go on,

While these again have greater still, and greater still, and so on.

La diferencia entre estas dos variantes no es tan trivial como podría parecer. En realidad resulta agradable pensar que Richardson ponía mucho cuidado en armonizar sus preferencias literarias con sus concepciones físicas. En efecto, él pensaba que la turbulencia sólo implica una cascada «directa» de energía de los remolinos grandes a los pequeños —y de ahí que parodiara a Swift—. Si también hubiera creído en una cascada «inversa» de energía de los remolinos pequeños a los grandes —como creen hoy algunos— uno esperaría que hubiera parodiado a deMorgan.

En una vena ligera similar, la segunda sección de Richardson (1926) lleva por título «¿Tiene velocidad el viento?» y empieza del modo siguiente: «Aunque a primera vista parezca ridícula, la pregunta adquiere más sentido a medida que se profundiza en el tema». A continuación, pasa a demostrar cómo se puede estudiar la difusión del viento sin necesidad de recurrir a su velocidad. Para dar una idea del grado de irregularidad del movimiento del aire, se cita de pasada la función de Weierstrass (que es continua pero no tiene derivada en ningún punto; la hemos mencionado en el capítulo 2 y es estudiada en los capítulos 39 y 41). Desafortunadamente, deja el tema de lado inmediatamente. Qué pena que no se diera cuenta de que la función de Weierstrass es escalante. Además, como señala G. I. Taylor, Richardson definió la ley de la dispersión turbulenta mutua de partículas, pero por un pelo no dio con el espectro de Kolmogorov. Sin embargo, parece como si con cada nueva ojeada a sus artículos se descubriera una faceta hasta entonces inadvertida.

Richardson fue también un experimentador cuidadoso y ahorrativo. Sus primeros experimentos consistieron en medidas de la velocidad del viento en el interior de las nubes disparándoles canicas de acero de tamaños que variaban entre el de un guisante y el de una cereza. Para un experimento posterior sobre difusión turbulenta (Richardson y Stommel, 1948) le hacía falta una gran cantidad de boyas, que tenían que ser muy visibles, y por tanto preferentemente blanquecinas, mientras estaban casi totalmente sumergidas para que el viento no las afectara. Lo resolvió comprando un gran saco de chirivías, que fueron lanzadas al agua desde un puente del canal de Cape Cod, mientras él realizaba sus observaciones desde otro puente canal abajo.

Pasó muchos años de su vida haciendo de maestro o de administrador, apartado del camino trillado. Luego una herencia le permitió retirarse pronto para dedicarse plenamente al estudio de la psicología de los conflictos armados entre estados, contra los que había estado combatiendo desde 1919. Dos libros suyos aparecieron póstumamente (Richardson 1960a,s; Newman 1956, págs. 1238-1263 publica sendos resúmenes del autor). Entre los artículos póstumos figura Richardson (1961), la investigación acerca de la longitud de las costas, que se ha descrito en el capítulo 5 y que tanta influencia ha tenido en la génesis del presente ensayo.

George Kingsley Zipf(1902-1950)

El sabio americano Zipf empezó como filólogo, pero llegó a describirse a sí mismo como ecólogo humano estadístico. Durante 20 años fue catedrático en Harvard y murió poco después de haber publicado, según parece de su propio bolsillo, Human Behavior and the Principie of Least Effort (Zipf 1949-1965).

Éste es uno de los libros (Fournier 1907 es otro) en los que los destellos de genialidad, que se proyectan en muchas direcciones, son prácticamente anulados por una ganga de ideas estrafalarias y extravagancias. Por una parte, trata de la forma de los órganos sexuales y justifica el Anschluss de Austria en Alemania porque se ajustaba mejor a una fórmula matemática. Por otra, está lleno de figuras y tablas que insisten incesantemente en la ley empírica de que, en la estadística de las ciencias sociales, la mejor combinación de comodidad matemática y ajuste a los datos empíricos lleva a menudo a una distribución de probabilidad escalante. En el capítulo 38 se estudian algunos ejemplos.

Los científicos de la naturaleza reconocen en las «leyes de Zipf» las homologas de las leyes escalantes que la física y la astronomía aceptan sin demasiados aspavientos (cuando la evidencia señala su validez). Por ello a los físicos les resultaría difícil imaginar la enconada oposición que despertó Zipf —y Pareto antes que él— cuando siguieron el mismo procedimiento, con el mismo resultado, en las ciencias sociales. Se siguen haciendo y se harán intentos de lo más variado para desacreditar de antemano toda evidencia basada en gráficas bilogarítmicas. Pero yo pienso que este método no habría sido discutido, si no hubiera sido por el tipo de conclusiones a las que lleva. Por desgracia, una gráfica bilogarítmica recta indica una distribución que se opone abiertamente al dogma gaussiano, que ha gobernado sin oposición durante mucho tiempo. La incapacidad de los estadísticos aplicados y los sociólogos para hacer caso a Zipf contribuye a explicar el sorprendente atraso de sus campos.

Zipf puso un fervor enciclopédico en recoger ejemplos de leyes hiperbólicas en las ciencias sociales, y una resistencia inacabable en la defensa de sus descubrimientos y de otros análogos debidos a otros autores. Sin embargo, el presente ensayo deja en evidencia que su convicción fundamental carecía de mérito. No es cierto que las distribuciones de frecuencia sean siempre hiperbólicas en las ciencias sociales y siempre gaussianas en las ciencias de la naturaleza. Un defecto más serio aún es que Zipf ligaba sus descubrimientos a un razonamiento verbal vacío, y no llegó, ni por asomo, a integrarlos en un cuerpo doctrinal.

Mi más fervorosa esperanza, querido lector, es que usted quiera plantear muchas nuevas preguntas a mis respuestas.

Este dibujo, de fecha 30 de enero de 1964, se ha reproducido con la autorización de Monsieur Jean Effel.

En un momento crucial de mi vida (capítulo 42), leí una sabia reseña de Human Behavior escrita por el matemático J. L. Walsh. Citando sólo lo bueno, dicha reseña influyó muchísimo en mi obra científica de la primera época, y su influencia indirecta continúa. Por ello, gracias a Walsh, le debo muchísimo a Zipf.

Por lo demás, es probable que la influencia de Zipf siga siendo marginal. Uno ve en él, del modo más claro —y hasta caricaturizadas— las extraordinarias dificultades que rodean a cualquier enfoque interdisciplinario.