Cuando los ingenieros del centro de mensajes acudieron a Pal Sorricaine para que él les explicara qué ocurría con las transmisiones de la tercera nave estelar, el viejo los miró un instante sin entender. Luego se palmeó la frente y aulló como un sabueso.
—Dios santísimo —gimió—. ¡Debí adivinarlo!
Pero no lo había hecho. Ni él ni nadie. Con tanta conmoción, especulación e inquietud, con el revuelo que habían causado los movimientos de las estrellas cercanas, nadie se había detenido a pensar que la llegada de la nave interestelar Nuevo Bajel podía resultar afectada.
Y así fue, en efecto.
Los mensajes que aún llegaban desde el Nuevo Bajel eran bastante normales, incluso joviales. La nave todavía estaba en fase de desaceleración, a mucha distancia. Transcurriría más de un año hasta que el centro de comunicaciones de Nuevo Hogar del Hombre recibiera informes de la nave acerca de esas estrellas que de pronto habían decidido escapar llevándose sus sistemas planetarios.
Los ingenieros no esperaban oír nada acerca de eso. Esperaban que los mensajes del Bajel mantuvieran su frecuencia, pero no les dieron el gusto.
Los mensajes también sufrían corrimientos Doppler.
Nadie quería creer la explicación más probable para eso, pero el desfasaje era sistemático y creciente. No pudieron ponerlo más en duda.
El Nuevo Bajel ya no formaba parte del volumen de espacio donde estaban ellos. Nuevo Hogar del Hombre se estaba desplazando, y el Bajel no se movía con él.
Lo más terrible, lo que desquiciaba los nervios de los colonos, era que el Nuevo Bajel aún ignoraba qué sucedía. Las transmisiones informaban que seguía su curso sin problemas, sin siquiera esas irritantes estrellas explosivas. ¡Esperaban desembarcar en Nuevo Hogar del Hombre según lo previsto!
Pero ahora eso sería imposible, pues Nuevo Hogar del Hombre se había transformado en un blanco móvil.
Esta era una cuestión personal para los colonos. Nuevo Bajel no era un mero objeto astronómico. Era algo que todos aguardaban. Era el saco de Papá Noel, cargado de regalos. El Nuevo Bajel trasladaba personas, más personas de las que viajaban a bordo de cualquiera de las dos primeras naves: una lista de tres mil y pico inertoides que, al descongelarse, se reunirían con los colonos de Nuevo Hogar del Hombre, muchos de ellos amigos, colegas o parientes de los que ya estaban allí.
También transportaba suministros.
Estaba atiborrado de cosas que no eran tan prioritarias como para viajar a bordo del Arca o el Mayflower, pero que aun así los colonos aguardaba con ansiedad. Transportaba pianos de cola y violines, tubas y trompetas; transportaba mil especies nuevas de plantas con flores y mil quinientas especies de aves, bestias y artrópodos, que de lo contrario jamás llegarían a Nuevo Hogar del Hombre. Transportaba el satélite de energía solar que constituía la única oportunidad de fabricar más antimateria para resarcir la provisión que se agotaba en órbita. Transportaba tres pequeñas naves espaciales que servirían para explorar el sistema, Ante todo, transportaba esperanza. El Nuevo Bajel contenía la promesa de un futuro, la promesa de que los colonos de Nuevo Hogar del Hombre no quedaran definitivamente aislados de la Tierra que había sido su cuna.
Y la habían perdido.
Los colonos celebraron una reunión para deliberar. El cónclave no podía decidir nada, desde luego. No se podía tomar ninguna decisión útil. La reunión sólo estaba destinada a que todos oyeran y dijeran lo que se podía decir, para que luego, una vez efectuada la catarsis, pudieran volver al mundo real. Ese mundo era Nuevo Hogar del Hombre, el único mundo que les quedaba.
Aunque la peste había diezmado la población de Nuevo Hogar del Hombre, aún quedaban tres mil trescientas personas con vida. Las únicas con más de cuatro años de edad que no estuvieron presentes eran las dotaciones orbitales, marítimas o las pequeñas partidas del Continente Sur y de otras zonas deshabitadas del planeta. Dos mil seiscientas personas se reunieron en la colina, y los altavoces comunicaron los discursos a las más alejadas.
Habían organizado un comité de doce individuos para reunir la información y preparar un informe. Pal Sorricaine formaba parte de él, y también Billy Stockbridge, y la enferma y anciana Frances Mtiga (que había volado especialmente desde Archipiélago Oeste), y el viejo (pero no enfermo ni débil) capitán Bu Wengzha. En cuanto el comité terminó de decir lo que todos sabían, muchos levantaron la mano.
—Si nosotros hemos detectado que ellos están fuera de posición, ¿por qué los del Bajel no pueden? —preguntó alguien.
Pal Sorricaine se levantó, vacilando sobre la pierna artificial; últimamente no bebía mucho, en medio de todo el alboroto, pero presentaba indicios de desgaste.
—Tal vez ya puedan hacerlo. Recordemos que están a un año luz de distancia. Los mensajes que recibimos fueron enviados hace casi dos años locales.
Otra mano, una mujer de Delta:
—Pero les notificamos lo que ocurría, ¿verdad?
—¡Claro que sí! —resondió el capitán Bu—. Pero aún no han tenido tiempo de recibir el mensaje. La velocidad de la luz es la misma en todas las direcciones. —Se volvió hacia el resto del comité, pues Billy Stockbridge había dicho algo—. ¿Qué pasa, Billy?
—Mi hermano —señaló Billy—. Se muere por preguntar algo.
Freddy Stockbridge estaba en la primera fila, muy conspicuo en su ropa de clérigo; había estudiado mucho tiempo para el sacerdocio, y, ante la falta de un papa o cardenal a mano, se había ordenado a sí mismo. Cogió un micrófono y gritó:
—¿Podéis decirnos qué sucede en realidad?
Pal Sorricaine se encogió de hombros.
—Hemos expuesto todo lo que sabemos. Los datos son claros. En relación con el resto de la galaxia, nuestro pequeño grupo local se está desplazando… y acelerando. Parece que otros grupos, además, empiezan a desplazarse en otra dirección, pero no estamos tan seguros de eso. En cuanto a por qué ocurre esto… Dios sabrá.
—En efecto —asintió enérgicamente Freddy Stockbridge—. Nosotros no lo sabemos, pero Él sí.
Al terminar la reunión, Viktor acompañó a Reesa. Ella se detuvo ante la casa para mirar las estrellas.
—Yo no las veo distintas —comentó.
Viktor escrutó el cielo.
—Yo no puedo ver colores en las estrellas —confesó—. Todas me parecen iguales, sólo manchas brillantes. De todos modos, la diferencia no es perceptible a simple vista.
Ella tiritó, aunque la noche, como casi todas las noches de Nuevo Hogar del Hombre, era acogedoramente tibia.
—Acostemos a los niños —sugirió.
No les llevó mucho tiempo. Viktor se sintió extrañamente conmovido al ver que Reesa acunaba al niño, le susurraba, le cambiaba el pañal y lo alimentaba. No era una sensación sexual, o al menos eso creía, aunque lo sexual también formaba parte de ello. Resultaba agradable, de una forma peculiar.
—Cuidar de los niños comporta mucho trabajo —comentó cuando se sentaron afuera.
—Sobre todo si debe hacerlo una persona sola —replicó ella con cierta brusquedad. Viktor se sintió incómodo.
—Bien, si quieres —murmuró—, yo podría cuidar al bebé de vez en cuando, cuando esté en tierra.
Ella meneó la cabeza.
—Eso no servirá de nada. Él necesita un hogar, y creo que yo necesito un esposo.
Ahora Viktor se sintió realmente inquieto, por no decir alarmado.
—¿Esposo? ¿De verdad? ¿Te conformarías con hacer el amor con un solo hombre por el resto de tu vida?
—¿Como en el matrimonio? —Ella reflexionó seriamente, luego se volvió para mirarlo—. ¿La fidelidad conyugal es importante para ti, Viktor?
Él empezaba a sentirse atrapado.
—Yo… —Titubeó, meditando sus palabras—. Creo que sí —decidió al fin.
—Bien, quizá yo pudiera conformarme —respondió Reesa—. Sí, sin duda… siempre que estuviera casada.
Era verdad que no podían apreciar ningún cambio en el color de las estrellas a simple vista, pero las variaciones estaban allí. En una dirección la luz estelar estaba corrida al azul, en la otra, hacia el rojo. Y los corrimientos aumentaban semana a semana.
Pal Sorricaine tenía ahora algo que hacer. Él y Billy Stockbridge pasaban todo el tiempo examinando los espectrogramas, revisando cada posible referencia que pudiera haber en los bancos de datos. No encontraban nada, pero aún procuraban deducir qué demonios ocurría con su pequeño bolsón de espacio.
Los corrimientos espectrales no afectaban las estrellas más cercanas; eso lo habían confirmado al principio. Había una docena de esos astros en un volumen de espacio de seis años luz de diámetro, entre ellas la brasa consumida de una de los viejos objetos Sorricaine-Mtiga. Sus espectrogramas no sufrían cambios. El sol de Nuevo Hogar del Hombre no se encontraba en el centro de ese volumen, sino en un extremo, así que Sorricaine dirigía réplicas mordaces a los colonos que murmuraban que las cosas habían cambiado por culpa de la blasfema temeridad de colonizar el espacio (¡la superstición siempre se alimentaba de lo inesperado!).
No. Ocurría que —de alguna manera— un volumen de espacio se había desgajado del resto de la galaxia. O bien su pequeño grupo de doce estrellas, con todos sus planetas, lunas y cuerpos orbitales enfilaba hacia los cúmulos de Virgo, o bien el resto de la galaxia se alejaba de ellos. En cualquiera de ambos casos, nadie tenía la menor idea de cómo ocurría.
Resultaba aterrador, desde luego.
Al menos, era aterrador si uno se ponía a pensar en ello. Parecía imposible. Simplemente, se estaban violando las leyes elementales de la naturaleza, leyes incrustadas en el fondo del conocimiento científico, los elementos del movimiento que Isaac Newton había tallado en granito y sus sucesores habían confirmado.
Pensar seriamente en ello equivalía a reconocer que un científico no sabía nada en absoluto. La ciencia estaba equivocada.
Pero ¿cómo era posible?
Las gentes que vivían en Nuevo Hogar del Hombre no podían cuestionar la ciencia. ¡La ciencia las había llevado allí! No eran campesinos ni pastores del Tercer Mundo. Eran químicos, ingenieros, físicos, genetistas, minerólogos, agrotécnicos, matemáticos, médicos, metalúrgicos.
Casi todos los adultos que se habían embarcado en las naves colonizadoras tenían estudios avanzados en alguna especialidad científica, y todos los días legaban ese conocimiento y esa actitud mental a sus hijos.
El resultado era que en cada cabeza de Nuevo Hogar del Hombre ardía una dicotomía irreconciliable.
El único modo de superarla era no pensar en ella, mientras fuera posible. A fin de cuentas, el resto del mundo aún se comportaba como debía. Era cierto que estaban esas emisiones inexplicables en la abrasada superficie del planeta Nebo, pero Nebo quedaba muy lejos. En la superficie de Nuevo Hogar del Hombre, en las naves orbitales, todo seguía normal. Recolectaban buenas cosechas.
Y, mejor aún, los equipos de sanidad habían descubierto un microorganismo que podía florecer en el cuerpo humano y destruir las esporas de la plaga. Así que todos se quitaron la máscara de gasa.
Pero cuando las comunicaciones del Nuevo Bajel pasaron de la alarma al pánico, de la tensa esperanza a la desesperada comprensión de que nunca llegarían a Nuevo Hogar del Hombre, porque Nuevo Hogar del Hombre aceleraba alejándose de la nave a mayor velocidad de la que jamás podría alcanzar, todo se volvió muy personal.
Cuando Viktor y Reesa se casaron al fin —el 43 de Primavera del Año Colonial 38—, la fiesta fue bulliciosa y alegre. Pero esa noche, mientras se tomaba un último sorbo de vino antes de acostarse, Viktor escudriñó largo rato las estrellas. Era una noche diáfana. La chispa que era el Mayflower se deslizaba por el horizonte austral siguiendo una nueva órbita.
—¿Nos presentamos como voluntarios? —preguntó Viktor a su esposa.
Ella no tuvo que preguntarle a qué se refería. La colonia al fin se consideraba lo bastante fuerte como para utilizar combustible de gas líquido en un cohete. Una nueva dotación de voluntarios iría pronto al espacio para relevar a los fatigados tripulantes, para permitirles descender al cabo de tantos años y hollar el planeta por el cual habían surcado más de veinte años luz.
—Quizá la próxima vez. Cuando los niños hayan crecido un poco —respondió ella, cogiéndole la mano—. Viktor, ¿detectas ahora alguna diferencia en las estrellas?
Era una pregunta que se formulaban constantemente. Viktor escrutó pensativamente las constelaciones.
—No sé —contestó al fin—. No creo.
El pequeño Yan salió al balcón. Tenía los dedos en la boca y alzó la otra mano para tirar del vestido de Reesa, pero clavando los ojos en Viktor. A sus espaldas la hermanastra Tanya, la hija de Jake Lundy, jugaba en silencio. Yan no estaba acostumbrado a ver juntos a sus padres. Apenas estaba habituado a ver a Viktor, pues aunque éste había pasado al menos un par de horas con el niño cada vez que su nave estaba en puerto, Yan había tratado más a muchos otros hombres. Viktor recogió al niño. Yan no se resistió, pero no soltó la falda de Reesa, y la alzó hasta que su madre le aflojó los dedos riendo.
—Vaya —comentó Viktor mirando al hijo—, ahora formamos una familia, ¿eh?
Reesa le estudió el semblante.
—¿Te gusta que seamos una familia? —preguntó. Era una cuestión seria que exigía una respuesta sincera.
—Claro que sí —dijo, y asintió dos veces para indicar que hablaba en serio—. Constituimos una magnífica familia. Todos nosotros —añadió—. Los tuyos, los míos y los nuestros… ¿Te molestaría tener a Shan con nosotros?
—No, pero creo que a Alice no le gustaría. Aun así, ella navega demasiado, y no debería llevar siempre al chico. El pequeño necesita ir a la escuela. —Calló, pero de un modo que sugería que había omitido una frase.
—¿Qué pasa? —preguntó Viktor, intrigado.
Reesa acarició la cabecita de Yan.
—Supongo que tú tampoco dejarás de hacerte a la mar —declaró sin mirarlo.
—¿Por qué iba a hacerlo? Es mi trabajo… —De pronto comprendió—. Reesa, ¿te preocupa que me embarque con Alice?
—No me preocupa.
Pero sin duda estaba contrariada. Saltaba a la vista.
—Podría embarcarme en otra nave —sugirió Viktor, pensando que formar parte de una familia suponía muchos inconvenientes a los que debía acostumbrarse.
—Si quieres —apuntó ella.
Él no replicó que se trataba de lo que ella quisiera; había aprendido que eso también formaba parte de ser una familia.
—Así podría estar aquí cuando Alice estuviera en el mar, y tendría sentido que Shan viviera con nosotros —comentó.
—Eso estaría bien —asintió ella, escrutando las estrellas—. Bien, si acuestas a Tanya yo amamantaré al bebé y regresaré dentro de unos minutos. Ya puestos, podemos consumar nuestro matrimonio, una vez más.
La vida de la colonia continuaba. Cuando Viktor Sorricaine, una vez terminada la luna de miel, se embarcó hacia el Continente Sur, descubrió alguna de las desventajas de formar parte de una familia. La operadora de radio del barco era una joven soltera llamada Nureddin, y en circunstancias normales él habría intentado acostarse con ella. Ahora no parecía correcto. Cuando regresó a la colonia, estaba más satisfecho de ver a su esposa de lo que había esperado. Reesa no había perdido el tiempo. Hacía un cuarto de año local que estaba embarazada, y aún le faltaba un año y pico. El vientre se le había redondeado y se movía con cierta torpeza, aunque no en la cama.
Si alguien lograba olvidar las turbadoras preguntas acerca de qué demonios pasaba en el universo exterior, pasaban por un buen momento en Nuevo Hogar del Hombre. Incluso se celebraban acontecimientos. En las colinas de Puerto Hogar, en el expansivo complejo de la planta geotérmica y las antenas de microondas, los nuevos congeladores criónicos se habían terminado al fin. Eso significaba que ahora había combustible para las ociosas naves de desembarco, porque las mismas plantas de licuefacción de gases que alimentaban los congeladores podrían manufacturar hidrógeno y oxígeno líquidos para las pequeñas naves.
Eso constituía una gran ventaja. Viktor se decepcionó al enterarse de que ni siquiera figuraba en las primeras listas de pilotos, pues había demasiados antes que él, pero aun así era una pequeña alegría. Los refrigeradores no podían considerarse un trabajo más. Representaban un compromiso filosófico, un compromiso religioso con el futuro. Los habían hecho de gran tamaño, perdurables. Estaban destinados a almacenar todos los especímenes congelados y las muestras de tejido que representaban los únicos ejemplares existentes en Nuevo Hogar del Hombre de castaños de indias, ginkgos, oricteropos, polillas Luna y salamandras. Eran el mejor lazo con la vieja Tierra, totalmente automáticas, con energía de las fuentes geotérmicas —también automáticas—, construidas para durar mil años…
Y ahora destinadas a permanecer vacías casi todo ese tiempo, porque los grandes cargamentos de material biológico congelado del Nuevo Bajel jamás llegarían allí.
Con razón la celebración fue breve y poco bulliciosa.
También se produjeron otras malas noticias. Ibtissam Khadek murió inesperadamente ese año, aún alegando que la colonia debía investigar la dichosa enana parda. La madre de Reesa, Rosalind McGann, sufría problemas de salud, y nadie atinaba a detectar el motivo, a menos que fueran consecuencias retardadas de «quemaduras de congelamiento» internas.
Pal Sorricaine empezó a beber de nuevo.
Peor aún, le dijo Reesa a Viktor, estaba destilando su propia bebida. La vegetación nativa abundaba y resultaba fácil fermentarla para fabricar alcohol, pero era estúpido beberlo.
Viktor se alarmó.
—¿Y qué hay de los niños? —preguntó preocupado.
—Están bien —lo tranquilizó Reesa—. Edwina ya es toda una dama. Ella y los niños están viviendo con Sam y Sally Broad… No tienen hijos propios, aunque sin duda han hecho buenos intentos. —Titubeó—. Quizá deberías verlos.
Viktor asintió.
—Lo haré —prometió—. Pero primero hablaré con mi padre, aunque no creo que me escuche.
Viktor regresó a casa de sus padres temprano por la mañana. El anciano acababa de levantarse y escuchó los consejos del hijo sin demasiada paciencia.
—¿Qué te propones? —exclamó Viktor—. ¿Quieres envenenarte? ¿No sabes qué hacer de tu vida?
Pal Sorricaine se agachó para ajustarse la pierna.
—No es que no sepa qué hacer —explicó—. Es que no sé cómo hacer lo que debo hacer. Nadie lo sabe. Todos somos estúpidos, Viktor. No sabemos lo que está ocurriendo. No sólo por nuestro desplazamiento… ¡Cielos, ni siquiera sabemos lo que sucede en Nebo!
—¿Qué pasa con Nebo? —preguntó Viktor, cambiando de tema a su pesar.
—¡No sé qué pasa con Nebo! ¿Has visto fotos últimamente? ¡Todas esas condenadas nubes! Ahora no se ve un cuerno con el instrumental óptico.
—Bien, las nubes no son tan sorprendentes.
—¿No te acuerdas de nada? —preguntó coléricamente su padre—. Nebo era seco como un hueso. No sé de dónde ha salido ese vapor de agua. Pero eso no es todo. Allí hay algo que está emitiendo radiación de alta energía y no sé qué es, ni sé por qué lo está haciendo.
—¿Tiene algo que ver con nuestro desplazamiento?
—¡Tampoco lo sé! ¿Has visto los nuevos corrimientos Doppler? No sólo nos desplazamos, sino que estamos acelerando. —Pal parecía más fatigado y derrotado que nunca—. Pronto llegaremos a una significativa fracción de la velocidad de la luz, si esto sigue así. ¿Sabes qué significa eso?
—Bien… —Viktor reflexionó, y parpadeó—. ¿Quieres decirme que podría haber efectos relativistas? ¿Entraremos en una dilatación temporal, como cuando veníamos en el Mayflower?
—¡Dios sabrá! —exclamó su padre—. ¡Porque yo lo ignoro! Y nunca lo averiguaré, porque a nadie le importa. —Se humedeció los labios, eludiendo los ojos de Viktor. Luego, con aire desafiante, se levantó y caminó cojeando hasta un armario para coger una botella. Después de servirse un trago, continuó—: No puedo dejar de pensar que existe una relación con Nebo. Si pudiera lograr que el maldito consejo enviara una sonda, averiguaríamos algo —gruñó—. Pero no quieren gastar recursos.
—Eso es una excusa, papá —manifestó severamente Viktor—. No quiero hablar de naves espaciales sino de ti. Vas a matarte si no dejas de beber esa bazofia.
Su padre sonrió con cara enjuta y lobuna.
—Convéncelos de enviar una sonda y conservaré la sobriedad —prometió.
—No puedo hacer eso. Sabes que no puedo.
—Entonces, sólo te pido que te metas en tus propios asuntos.
La familia de Viktor lo acompañó en el siguiente viaje.
Era un experimento. Reesa era una navegante competente, aunque había olvidado un poco los rudimentos. Aunque la nave no necesitaba dos navegantes —apenas necesitaba uno—, siempre surgían tareas adicionales, como supervisar la velocidad del rotor y revisar las posiciones emitidas desde órbita con el trasfondo estelar… aunque, cuando Reesa o Viktor tomaban una lectura de sextante, no pensaban tanto en la posición de la nave como en la posición del astro. Algunos de los corrimientos de paralaje ya eran detectables incluso con el sextante.
Alice Begstine, imprevistamente, se había negado a entregar a Shan a la pareja recién casada, así que partieron sin él. No podrían navegar juntos más que una o dos veces, pues cuando naciera el nuevo bebé, Reesa tendría que permanecer en tierra por lo menos un par de temporadas. Sin embargo, valía la pena intentarlo, y en efecto todos lo disfrutaron. Al principio Tanya se mareó un poco, pero se trataba de un trastorno más psicológico que real: el Gran Océano se portó bien, como de costumbre. Los niños ambulaban por el barco. Uno de los tripulantes siempre se ofrecía para cuidarlos y cerciorarse de que Tanya pasara las horas asignadas ante las máquinas educativas. El bebé estaba tan a sus anchas a bordo como en cualquier otra parte, y Reesa disfrutó de la nueva experiencia. Gozaron del sol; en Continente Sur exploraron las colinas y nadaron en el suave oleaje. Durante el regreso, Viktor casi llegó a desear que el viaje durase para siempre.
Desde luego, nunca olvidaban del todo la preocupación acerca de lo que sucedía en el universo.
Molestaba incluso a la pequeña Tanya, pues percibía la preocupación de los adultos. Cuando Viktor los acostaba de noche, ansiaba hacer por Tanya lo que Pal a menudo había hecho por él. Le contaba historias acerca de la Tierra, el largo viaje a Nuevo Hogar del Hombre, las estrellas. En la última noche antes del arribo, descansaba con ella en cubierta, frente a la cocina, donde les preparaban la cena. Los rotores giraban gruñendo. Tanya escrutó el crepúsculo y preguntó: —¿Qué hace arder el sol?
—No lo mires demasiado tiempo, Tanya —advirtió Viktor—. Podría dañarte los ojos. Mucha gente sufrió lesiones visuales hace unos años, cuando todos… —Titubeó. No quería terminar la frase: Cuando todos miraban el sol a cada momento, preguntándose si estallaría como tantas estrellas cercanas, y todos acabaríamos ardiendo—. Cuando todos acababan de llegar a Nuevo Hogar del Hombre. Ahora debes acostarte.
—¿Pero qué lo hace arder? —insistió ella.
En realidad no arde —explicó Viktor—. No como arde una llama. No. Es una reacción química. El sol combina átomos de hidrógeno para producir átomos de helio.
Tanya dijo con orgullo, para demostrar que comprendía: —Por ejemplo, si yo tomara hidrógeno del tanque de combustible de la cocina… ¿qué debería hacer entonces para producir el helio?
—Bien, no podrías hacerlo. No es tan fácil. Se requiere mucha energía para generar protones o para unirlos. El protón es la parte pesada del átomo de hidrógeno, el núcleo… Tiene carga positiva, ¿recuerdas? ¿Y qué pasa con las cargas positivas?
—Se rechazan una a la otra —respondió Tanya con satisfacción.
—Exacto, cariño. Así que tienes que obligarlas a ir una en dirección a la otra. Eso es muy difícil de hacer. Pero una estrella como el Sol de la Tierra, nuestro sol o cualquier otra estrella, es tan grande que comprime mucho.
Titubeó, preguntándose si tenía sentido seguir describiendo el ciclo del carbono. Pero, para su satisfacción, Tanya parecía comprender cada palabra.
—Cuéntame, papá —insistió.
No podía resistirse a la hija de Jake Lundy cuando ella lo llamaba así.
—Bien… —comenzó, pero en eso vio que Reesa se acercaba, el bebé en brazos, y el futuro hijo hinchándole el vientre cada día más.
—Es casi hora de cenar —advirtió Reesa. Viktor consultó el reloj.
—Tenemos unos minutos —observó—. Yo pondré las verduras, pero puedes llamar a la tripulación si quieres.
—Cuéntame primero, papá —rogó Tanya.
—Bien —accedió Viktor—, hay algunas complicaciones. No creo que ahora tengamos tiempo para explicarlo. Pero si puedes lograr que cuatro protones se unan, y transformar dos de ellos en neutrones… ¿Recuerdas qué es un netrón?
Tanya dijo, articulando con cuidado las palabras difíciles: —Un neutrón es un protón más un electrón añadido.
—Exacto. Entonces tienes el núcleo de un átomo de helio. Dos protones, dos neutrones. Sólo que la masa del núcleo de helio es un poco menor que la masa combinada de cuatro núcleos de hidrógeno. Hay una masa sobrante.
—¡Ya sé! —exclamó Tanya—. E es igual a m por c al cuadrado. ¡La masa se transforma en energía!
—Así es —corroboró Viktor complacido—. Y eso hace arder el sol. Ahora ayúdame a servir la cena.
Cuando llegaron a la puerta, Tanya irguió la cabeza.
—Papá, ¿se detendrá alguna vez?
—¿Quieres decir si el sol se enfriará? Eso no ocurrirá en el transcurso de nuestra vida —aseguró Viktor, sin saber que mentía.
El viaje transcurrió como en un sueño, pero al final… no fue perfecto precisamente.
Fue espantoso.
Tal vez Reesa no debió tratar de guiar el tubo de succión de grano hacia las bodegas mientras tenía el bebé en brazos. El operador del muelle era un novato y no lograba colocar el tubo en posición; Reesa dejó al bebé en el suelo para guiar ese tubo rebelde.
Empujó con demasiada fuerza.
Perdió pie y se cayó. Eran sólo dos o tres metros, y cayó sobre el mullido grano, pero bastó. Cuando Viktor bajó a buscarla frenéticamente, ella gemía, y la sangre empapaba las capas superiores de cereal.
La llevaron al hospital a tiempo para salvar al bebé. Fue prematuro, desde luego, pero aun así nació una niña saludable; era muy probable que la recién nacida sobreviviera. También sobreviviría Reesa, pero tardaría en recuperarse.
Lo cierto era que no podría hacer el siguiente viaje con su esposo y sus hijos. Cuando llegó la madre de Reesa, dolorida y quejosa, parecía pensar que todo era culpa de Viktor. Era la primera vez que Viktor pensaba en Rosalind McGann como una suegra. Aceptó toda la responsabilidad.
—No debí permitirle que lo hiciera —admitió con tristeza—. Gracias a Dios, pronto se recuperará.
—Dios —refunfuñó Rosalind McGann—. ¿Qué sabes tú de Dios?
Viktor miró a la mujer como si hubiera perdido el hilo de la conversación.
—¿De qué hablas?
—Hablo de Dios —declaró ella—. ¿Por qué no te casaste con Reesa como correspondía? En la iglesia, con un sacerdote.
Viktor parpadeó, asombrado.
—¿Quieres decir con Freddy Stockbridge?
—Quiero decir como correspondía. ¿Por qué crees que tenemos todos estos problemas, Viktor? Nos hemos apartado de la religión. ¡Ahora pagamos por ello!
Más tarde, mientras se alejaba del hospital en la noche sin luna de Nuevo Hogar del Hombre, Viktor se sentía desconcertado. Sabía que se estaba produciendo un nuevo auge de la religión en Nuevo Hogar del Hombre. Un nuevo auge de varias religiones. Los musulmanes sunnitas y shiítas no habían dejado de dividirse cuando se escindieron en dos grupos; hubo un nuevo cisma cuando discutieron hacia dónde quedaba el Oriente, y casi se produjo otro por culpa del calendario. (¿Cómo se fijaba el momento en que despuntaba la luna nueva que iniciaba el Ramadán cuando no despuntaba ninguna luna?) Los bautistas habían rechazado a los unitarios; la iglesia de Roma se había separado de los ortodoxos griegos y los episcopales. Incluso el capitán Bu se declaraba un cristiano que había nacido de nuevo, y afirmaba que todas las otras almas de Nuevo Hogar del Hombre estaban trágicamente condenadas al fuego eterno.
Tres años después del corrimiento espectral había veintiocho religiones oficiales en Nuevo Hogar del Hombre, y totalizaban mil cuatrocientos miembros que estaban divididos en todo, excepto en su unánime rechazo de los tres mil colonos restantes que no pertenecían a ninguna iglesia.
Cuando Viktor visitó a su padre, lo encontró sentado a solas en la puerta de su casa. Contemplaba el cielo y bebía.
—Mierda —masculló Viktor, parándose en seco y mirándolo con mal ceño.
Su padre lo miró con indiferencia.
—Sírvete un trago —invitó—. No es bazofia. Está hecho de patatas. No te matará.
Viktor rechazó la copa, pero se sentó, observando a su padre con desconcierto además de furia. El viejo no parecía borracho, sino malhumorado. Cansado. Ante todo parecía abstraído, como si no pudiera apartar una obsesión de su mente.
—Reesa se repondrá, creo —informó Viktor con resentimiento, pues Pal no había tenido la decencia de preguntárselo.
Su padre asintió.
—Lo sé. Estuve en el hospital hasta que informaron que estaba fuera de peligro. Es una mujer buena y fuerte, Viktor. Hiciste bien en casarte con ella.
Azorado, y algo aplacado, Viktor señaló:
—Así que resolviste regresar aquí y emborracharte para celebrarlo.
—Lo intento, al menos —admitió Pal jovialmente—. Pero no da resultado.
—¿Qué pasa con todo el mundo? —estalló Viktor—. ¡Toda la ciudad se está desquiciando! ¡Por todos los cielos, unas personas reñían con otras porque unas sostenían que había un solo Dios y las otras que había tres! Y nadie sonríe…
—¿Sabes qué día es hoy?
—Claro que sí. Es el 15 de Invierno, ¿verdad?
—Es el día en que debía arribar el Nuevo Bajel —apuntó su padre—. Anoche yo no era el único que bebía. Todos estaban de mal humor… sólo que quizá yo tenía más razones que la mayoría.
—Claro —bufó Viktor con enfado—. Tú siempre tienes razones. No puedes deducir por qué explotan las estrellas, no sabes qué ocurre en Nebo, pierdes los estribos debido a los corrimientos espectrales… y te emborrachas. Cualquier excusa es buena para empinar el codo, ¿verdad?
—En efecto, sí —reconoció tranquilamente su padre.
—¡Demonios, papá! ¿De qué vale preocuparse por esas cosas lejanas? ¿Por qué no puedes enderezarte y disfrutar de la vida que tenemos, en vez de arruinarte por cosas que ocurren a un millón de kilómetros y no nos afectan?
Su padre lo miró serenamente y se sirvió otro trago.
—No lo sabes todo, Viktor —observó—. ¿Sabes dónde está Billy Stockbridge?
—¡No tengo la menor idea! No me importa. Estoy hablando de ti.
—Está organizando una reunión del consejo para mañana. Tenemos algo de que informar, y creo que tú admitirías que sí nos afecta. Hemos analizado atentamente el brillo del sol durante un mes, desde la primera vez que Billy encontró algo gracioso al respecto.
—¿Cuál es la gracia?
—Bien, gracioso no es la palabra atinada —se disculpó su padre—. Me temo que no tiene ninguna gracia. Decidimos no revelarlo hasta no estar absolutamente seguros; no queríamos alarmar a nadie sin motivo…
—¿No decir nada de qué, demonios?
—Del brillo, Viktor. Está disminuyendo. El sol irradia menos calor y menos luz cada día. Pronto la gente lo notará.
Pronto…
Calló un instante para reflexionar, se sirvió otro trago.
—Pronto —repitió, alzando el vaso para mirarlo— hará bastante frío por aquí.