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Era una pena que Pal Sorricaine no tuviera la menor probabilidad de conocer a Wan-To, porque Wan-To se lo habría explicado todo. Wan-To incluso lo habría hecho de buena gana, porque se sentía satisfecho con su trabajo.

Cuando Wan-To, tras observar a través de su par Einstein-Rosen-Podolsky, comprobó que el primer grupo de estrellas comenzaba a acelerarse, se detuvo un rato para disfrutar del espectáculo. Era un buen trabajo, pensó con satisfacción. También era una astuta estrategia bélica. Si él hubiera visto algo semejante, sin advertencia, su primera reacción habría sido fulminar cada una de esas estrellas. De inmediato, sin pensarlo dos veces. Era algo antinatural.

Sus hermanos harían lo mismo. Quizá tratarían de deducir la causa, pero era improbable que dispusieran de alguna configuración ERP en las inmediaciones para efectuar un estudio rápido, de forma que no hallarían su análogo de materia. Importaba poco que lo encontraran. Supondrían que una de esas estrellas albergaba a un Wan-To fugitivo —o alguien— y las fulminarían.

Era una argucia tan hábil que la usó de nuevo. Si era buena estrategia presentar un blanco falso, aún era mejor presentar varios.

Eso no constituía un problema para él, aunque la perspectiva era algo tediosa. Sin embargo, no tenía por qué hacerlo él mismo. Cuando Wan-To quería realizar algo, no tenía que hacerlo por segunda vez, a menos que fuera por diversión. Le resultaba muy fácil confeccionar una copia de sí mismo para la tarea. Copió pues las partes de sí mismo necesarias para ese trabajo, como un pequeño doble dentro de su propia estrella, y le ordenó que repitiera el proceso con otros grupos estelares. Cuantos más mejor, pues se trataba de confundir a sus oponentes; que tuvieran muchas cosas de qué preocuparse. De cualquier modo, era muy sencillo. Para Wan-To, hacer esas copias resultaba tan fácil como para un ser humano copiar un archivo de ordenador. Ni siquiera se molestaba en supervisar la tarea de su copia, así que no se percató de que uno de los grupos incluía la estrella en cuyo sistema planetario se hallaba el mundo que los humanos llamaban Nuevo Hogar del Hombre.

Desde luego, en tal caso no le hubiera importado. Por primera vez en mucho tiempo, Wan-To se sintió lo bastante tranquilo como para relajarse un rato. Se preguntó qué ocurría con sus vecinos y empezó a sentirse un poco solo. Registraba pocos cambios en las inmediaciones. Si un astral nomo humano hubiera estado en la superficie de la estrella G-3 de Wan-To observando el firmamento —suponiendo que un humano hubiera podido observar algo sin transformarse en una voluta de iones— habría percibido pocos cambios. Habría advertido que la mayoría de las estrellas del cielo de Wan-To no sé movían ni cambiaban perceptiblemente de color. El observador humano habría pensado que ninguna de ellas había estallado transformándose en un objeto Sorricaine-Mtiga, como de hecho había ocurrido en los últimos doce años terrícolas; el observador humano se habría quedado muy a la zaga de las noticias.

La razón para ello era que el ojo humano no percibe nada salvo luz. Y la luz está restringida por su velocidad límite de 300 000 kilómetros por segundo. Eso era lento —espantosamente lento— para la especie de Wan-To. Ocurrían cosas, sí, pero un observador humano habría tenido que aguardar mucho tiempo para averiguarlo.

Wan-To, con sus pares ERP y sus taquiones, estaba en mejor situación como observador. Sabía casi al instante lo que sucedía a cientos de años luz de distancia. Por ejemplo, sabía que alguien había fulminado ochenta estrellas. Aún ignoraba quién era el causante. Quizá fueran varios. Sabía que había más de un responsable, pues él mismo había fulminado seis de esas estrellas, lanzando su propio fuego de sondeo. También sabía que un par de esos disparos al azar habían dado peligrosamente cerca de su G-3, aunque estaba seguro de que había sido por casualidad. No se limitó a conjeturarlo. Era demasiado importante, así que efectuó atentos cálculos. Wan-To tenía su equivalente del análisis de chi cuadrado, y la más rigurosa interpretación de la posición de los estallidos mostraba una distribución altamente aleatoria.

Además, Wan-To ignoraba si alguien había recibido un impacto.

A su manera, eso le preocupaba. Claro que al menos algunos vecinos parecían dispuestos a liquidarlo. Pero eran los únicos vecinos que tenía y en cierto sentido llevaban su propia sangre.

Luego le llegó una señal que no oía hacía mucho tiempo. Alguien lo estaba llamando.

Cuando un individuo de la especie de Wan-To quería hablar con otro, activaba el grupo Einstein-Rosen-Podolsky correspondiente y anunciaba su nombre, es decir, articulaba el sonido que entre las mentes plasmáticas como Wan-To pasaba por un nombre. El «sonido» consiste en vibraciones en el aire, y desde luego no había atmósfera gaseosa donde ellos vivían. Pero incluso en el interior de una estrella existen fenómenos acústicos —bien podemos llamarlos sonidos, aunque ningún oído humano habría logrado detectarlos— y cada pariente de Wan-To emitía un sonido característico. Estaba Haigh-tik, que en cierto sentido era el primogénito de Wan-To y se le parecía bastante: cordial, pícaro y muy inteligente. Estaba Gorrrk (como el grave arrullo de una paloma), Hghumm (un ruido blanco y gutural, como un motor frío que al fin arranca) y el pobre y defectuoso Wan-Wan-Wan, el más tonto del grupo, cuyo «nombre» era como el carraspeo impaciente de una motocicleta ante una luz roja. Nadie prestaba mucha atención a Wan-Wan-Wan. Wan-To lo había creado tardíamente, cuando se había vuelto muy cauto en el legado de poderes a su progenie, y el pobre Wan-Wan-Wan era casi un idiota. Ascendían a once en total, Wan-To incluido, y siete de ellos habían intentado llamarlo mientras él ponía sus estrellas en movimiento.

Wan-To reflexionó sobre el asunto. Era muy probable que entre esos siete estuviera el que intentaba matarlo; en realidad lo llamaba para ver si aún vivía.

Pero también debía tener en cuenta a los que callaban. Ellos no habían llamado. Eso quizá fuera aún más significativo. Tal vez los habían fulminado; o acaso eran los que atacaban, y guardaban silencio para que los demás pensaran que estaban muertos.

Qué lástima, pensó Wan-To, que al final siempre tuviera que terminar así.

Inquieto, examinó sus sensores. Todo iba según lo previsto. Cinco grupos de estrellas, el más pequeño con sólo media docena de integrantes, el mayor con más de un centenar, se desplazaban acelerando en el cielo, con rumbos aleatorios. (Que Haigh-tik tratara de entender eso, pensó jovialmente Wan-To.) Al cabo de poco tiempo alcanzarían una gran velocidad; sus copias aprovechaban la energía de las estrellas mismas para impulsarlas, convertían sus partículas interiores en gravitones para crear atractores, incluso combaban la curvatura del espacio circundante para aislarlas y acelerar las cosas.

Se preguntó si Haigh-tik y los demás supondrían realmente que Wan-To viajaba en uno de aquellos cúmulos, huyendo. Sería un ardid útil, si funcionaba, pero Haigh-tik se parecía demasiado a Wan-To para dejarse engañar por mucho tiempo.

No, pensó afligido Wan-To, el engaño no funcionaría mucho tiempo entre él y Haigh-tik. Tarde o temprano uno tendría que destruir al otro.

Era una lástima, reflexionó. Luego, para distraerse, envió las pulsaciones que transformarían tres blancos más en seminovas.

Habría sido agradable que todos hubiera podido vivir juntos en paz.

Pero, tal como estaban las cosas, tenía que protegerse. Aunque tuviera que hacer estallar todas las estrellas de la galaxia salvo la suya.