6

Viktor Sorricaine cumplió cuarenta y un años. Bien, quizá no fuera exactamente su cumpleaños, aunque era el 38 de Primavera, y tiempo atrás Viktor, después de hacer un cuidadoso cálculo en años de Nuevo Hogar del Hombre, había escogido esa fecha como referencia para su edad. Lo cierto era que ese día cumplía el equivalente de veinte años terrícolas. Un hombre mayor. Con edad suficiente para votar. En Nuevo Hogar del Hombre era además un hombre adulto con edad suficiente para cualquier actividad madura. Había engendrado dos hijos para demostrarlo.

Aunque tenía dos hijos no se había casado, pero esto no era nada excepcional en Nuevo Hogar del Hombre. Casi todos los que habían pasado la pubertad producían hijos para la colonia, estuvieran casados o no. Incluso su propio padre había hecho nuevas aportaciones al crecimiento demográfico. Cuando la pequeña Edwina Sorricaine cumplió catorce años (de Nuevo Hogar del Hombre; unos siete años terrícolas) ya tenía dos hermanos menores y empezaba a aprender cómo cambiar pañales. La población humana de Nuevo Hogar del Hombre ascendía a más de seis mil personas. Dos tercios de esos habitantes eran menores que Viktor, una de las razones por las cuales Viktor tenía autoridad suficiente para ser piloto de un carguero oceánico. Él hubiera preferido estar en el espacio, pero aún no existían esos trabajos. Por otra parte, tampoco tenía edad suficiente para ser piloto aéreo. Pero ser marino no estaba mal.

Era lo bastante mayor para casarse, de haberlo deseado. Su madre a menudo se lo recordaba. «Reesa es una buena muchacha», le insistía cuando él pasaba algunos días en casa, entre sus viajes a las granjas del Continente Sur o las nuevas plantaciones de árboles de las islas del Archipiélago Oeste. O en sus cartas le contaba que el joven Billy Stockbridge —que, increíblemente, ya tenía veintiséis años (de Nuevo Hogar del Hombre) y estaba bastante crecido— había empezado a tocar la guitarra para acompañar la flauta de Reesa McGann en duetos, y aunque había gran diferencia de edad, la gente no daba importancia a esas cosas en el nuevo mundo. ¿No era hora de que Viktor se decidiera?

Se había decidido tiempo atrás.

Viktor nunca había dejado de soñar con Marie-Claude Stockbridge. Aunque ella se rió de él cuando intentó besarla en una ocasión. Aunque Viktor no olvidaba que ella había quedado embarazada cuatro veces en trece años de Nuevo Hogar del Hombre, y con tres hombres diferentes. Y por si no hubiera bastado con eso, ella lo había empeorado al casarse con el padre de los dos últimos.

El nombre del patán con quien había contraído matrimonio era Alex Petkin. A Viktor le enfurecía que Petkin fuera por lo menos ocho años locales menor que su esposa. O, desde el punto de vista de Viktor, poco mayor que él. Por amor de Dios, si Marie-Claude había querido casarse con un mocoso, ¿por qué no lo había elegido a él?

A juicio de Viktor, sus dos hijos no cambiaban la situación. Sólo hacía lo mismo que todos los demás. En Nuevo Hogar del Hombre, los chicos debían experimentar antes de sentar la cabeza. Por supuesto, esos experimentos de chicos a menudo producían más chicos.

Acostarse con chicas de vez en cuando era una cosa. Casarse era otra cuestión. En el vocabulario de Viktor, casarse significaba estar enamorado, y no se había enamorado de las madres de sus hijos. Desde luego, le gustaba Alice Begstine, la madre de su hijo de cuatro años. Alice era navegante y no sólo habían compartido el lecho, sino largas travesías por el Gran Océano. Sin duda, estaba muy acostumbrado a Reesa McGann, quien le había dado su segundo hijo, todavía un bebé. Pero nunca había asociado a Alice ni a Reesa con la palabra «amor».

Esa palabra estaba reservada para Marie-Claude… Petkin. A pesar de que ella se había casado con un mozalbete cincuentón, que no tendría la bondad de perder el vigor a tiempo para hacerle un favor a Viktor Sorricaine.

Como Viktor no era tonto, ya no albergaba genuinas esperanzas de que eso ocurriera. Su propio padre, a pesar de estar lisiado y ser mucho mayor que ese patán de Petkin, era un testimonio permanente del vigor masculino de la madurez. Al menos, el pequeño Jonas y el bebé Tomas, que se chupaba los nudillos en la cuna, constituían un testimonio convincente.

Nada de eso le importaba a Viktor. Marie-Claude aún era la mujer con quien Viktor hacía el amor, tierna y repetidamente, en sus fantasías nocturnas antes de dormirse, sin importar con quién compartiera la cama.

La travesía del Gran Océano duraba cuatro o cinco semanas en cada dirección, según los vientos, a lo cual se sumaban un par de semanas de carga y descarga en cada destino. Cada viaje de ida y vuelta llevaba más de un cuarto de año de Nuevo Hogar del Hombre. Las cosas pasaban deprisa en Hogar, y cada vez que Viktor regresaba a la próspera ciudad que llamaban Puerto Hogar algo había cambiado.

Cuando la nave de Viktor ingresó en Puerto Hogar la mañana de ese 38 de Primavera, la ancha bahía relucía al sol. Nubes algodonosas surcaban el cielo. La brisa soplaba tibia y Viktor percibió muchos progresos en la colonia. El nuevo elevador de cereales para los muelles estaba terminado, y en la colina las dos antenas de microondas se erguían detrás de la nueva planta geotérmica, la segunda antena ya casi cubierta por su red alámbrica. Al fin la colonia recibía energía eléctrica en abundancia.

Esta vez le tocaba a Alice Begstine supervisar la descarga del barco, así que en cuanto atracaron, Viktor bajó de un brinco, se despidió de Alice y se dirigió a las nuevas casas en las afueras de la ciudad. Ansiaba pasar el cumpleaños con su hijo menor, Yan, y quizá con Reesa, la madre, si ella estaba de buen ánimo.

La joven no estaba en casa. Freddy Stockbridge estaba sentado en la sala del frente, leyendo su libro de plegarias, mientras los dos hijos de Reesa dormían la siesta.

Viktor lo miró con desconfianza, pero se limitó a saludar.

—Hola, Freddy. —Viktor no sabía cómo tratar a Freddy Stockbridge, quien había tomado la exótica decisión de hacerse sacerdote—. ¿Qué haces aquí?

La pregunta significaba «¿Por qué no estás trabajando?», y así la respondió Freddy.

—Han decidido que hoy sería día festivo secular —respondió con tono ofendido—. Lo llaman Día de la Primera Energía. Celebrarán un aniversario en la planta energética.

—Otro maldito festivo —masculló Viktor, tratando de entablar conversación. Día del Descenso, Día del Mayflower, cada evento importante de la historia de la colonia se conmemoraba, aunque en cierto modo le halagaba que su cumpleaños fuera un día libre en toda la colonia.

—Otro maldito festivo secular —corrigió Freddy—. No es justo. ¿Qué te parece? ¡No nos permiten tener libre el Viernes Santo! Ni siquiera el Día de Todos los Santos, aunque cierran las escuelas el día anterior para la Noche del Disfraz.

—Firmaré tu petición —prometió Viktor, mintiendo—. ¿Se ha levantado ya Reesa?

Freddy se encogió de hombros, enfrascándose en su libro de plegarias.

—Supongo que sí —contestó sin alzar la cabeza.

—Muchas gracias —gruñó Viktor, que empezaba a irritarse con Freddy. Pensó en visitar a sus padres, quienes al menos recordarían que era su cumpleaños, pero le pinchaba la curiosidad por averiguar qué hacía Reesa y por qué había confiado su hijo a un niñero. ¡Y nada menos que a Freddy Stockbridge!

El único modo de averiguarlo era preguntárselo, así que, aún irritado, enfiló colina arriba.

Allí había una multitud de quinientas o seiscientas personas. El capitán Bu Wengzha se erguía en una plataforma cubierta de banderas, pronunciando un discurso, aunque la mayoría de la gente merendaba en la hierba y apenas escuchaba al capitán. El discurso aludía a la energía eléctrica y Reesa no estaba a la vista.

—… esta maravillosa planta geotérmica —decía el capitán-nos ha dado energía durante un año ininterrumpido y, Dios mediante, continuará haciéndolo durante mil años más. Es el regalo de Dios para nosotros, amigos míos, energía ilimitada del calor geotérmico que tenemos bajo los pies. ¡Alabemos Su nombre! Y agradezcamos, además, la destreza y el tesón de los cama-radas que han entregado tanto de sí mismos para crear esta maravillosa tecnología totalmente automática, que complementa el torrente de energía enviada por esa noble nave, el Nuevo Mayflower

Viktor escuchó sólo un segundo. No tenía mayor interés, aunque le sorprendía que el capitán de la vieja nave hablara en ese tono beato. Una joven que acunaba a un bebé escuchaba con paciencia al capitán. Viktor le dio con el codo.

—Valerie, ¿has visto a Reesa?

La joven lo miró de soslayo.

—Oh, hola, Viktor. No, últimamente no. ¿No estará ayudando a preparar el baile?

Miró hacia el grupo que instalaba una pista de tablas de madera sobre la hierba; Viktor le dio las gracias con un cabeceo.

—Iré a ver.

La voz amplificada del capitán Bu lo siguió mientras avanzaba por la hierba hacia el comité de baile.

—…y prometen que el año próximo todas nuestras instalaciones criónicas estarán completas aquí mismo, junto con generadores de gas líquido para reaprovisionar transbordadores, de modo que nuestros heroicos amigos que se encuentran en órbita puedan tener el relevo regular que merecen…

Reesa tampoco estaba instalando las tablas para el baile. Viktor abordó al primero que reconoció.

—Wen, ¿has visto a Reesa?

El joven parpadeó.

—No está aquí —le aseguró—. Creo que está en el observatorio.

—El observatorio —repitió Viktor, tratando de disimular su irritación. El «observatorio» siempre le había parecido una afición algo insensata de su padre—. ¿Qué piensa ver a plena luz del día?

—No, no están mirando por el telescopio. Es el curso espacial. Ya sabes, el curso de astrofísica para pilotos espaciales… se anunció en el boletín hace semanas.

—¿Pilotos espaciales? —Viktor prestó atención—. ¡Yo no estaba aquí hace semanas!

—¿Has estado de viaje? —preguntó Wen—. Pensé que lo sabrías. A fin de cuentas, tu padre dicta el curso.

¡Un curso para pilotos del espacio! ¡Y dictado por su propio padre! Más irritado que nunca, Viktor subió hacia la cúpula de plástico que se erguía en lo alto de la colina. Si había esperanzas de que alguien regresara al espacio, ¿por qué no se lo habían dicho?

Viktor sabía que su padre aún estaba rodeado por algunas personas interesadas en la astronomía. No eran muchas. No había razones para que nadie estuviera muy interesado, pues los objetos más atractivos del cielo de Nuevo Hogar del Hombre, las estrellas explosivas, habían dejado de aparecer. Habían visto ocho en doce años locales, luego los estallidos habían cesado.

Eso había desmoralizado a Pal Sorricaine, pues el equipo de investigadores de objetos «Sorricaine-Mtiga» se había disuelto. Ya no tenían nada que hacer. Los equipos de energía habían contratado a Jahanjur Singh para que contribuyera a diseñar instalaciones de transmisión hacia las nuevas colonias de Isla de Navidad y Continente Sur; y Frances Mtiga había emigrado al sur con su familia, para iniciar una nueva carrera como granjera.

—¡No vayas! —había suplicado Pal—. ¡Estás desperdiciando tus aptitudes! Quédate aquí, ayúdame.

—¿Ayudarte a qué, Pal? —preguntó ella con paciencia—. Si hay otro estallido lo veré en el sur, ¿verdad? Y obtendré las mismas lecturas de los instrumentos del Mayflower. En cualquier caso, todas han sido iguales…

—¡Tenemos una obligación profesional! Allá en la Tierra…

—Pal, allá en la Tierra ya lo pueden ver con sus propios ojos, ¿verdad? Algunos de esos estallidos se produjeron más cerca de ellos que de nosotros, y disponen de mejores instrumentos.

—¡Pero nosotros fuimos los primeros en notificarlo!

Ella meneó la cabeza.

—Si nos eligen para la Royal Society nos enteraremos. Entretanto la colonia necesita alimentos. Llámame si hay novedades… al Continente Sur.

Se había ido; Pal Sorricaine se había quedado y había alentado a la media docena de personas que constituían su grupo de discípulos a ayudarlo en proyectos tales como catalogar las estrellas cercanas para que tuvieran nombres más apropiados que los que habían recibido en la Tierra.

Entonces Pal tuvo una inspiración. Persuadió al consejo de que les permitiera dedicar algunos esfuerzos a forjar trozos de vidrio de baja expansión; luego puso a sus acólitos a preparar un espejo. Tardaron una eternidad, pero cuando estuvo terminado, azogado y montado en un tubo, Pal Sorricaine y su clase contaron con un verdadero telescopio, en plena superficie, para contemplar a sus nuevos vecinos del espacio: los otros seis planetas, sus docenas de lunas y los mayores asteroides.

Sin duda, carecía de sentido desde una perspectiva seria de la astronomía. Las verdaderas tareas estaban a cargo del equipo óptico de las naves en órbita, que todavía funcionaba perfectamente. Los pocos tripulantes que aún estaban allí, manejando con desgana los generadores de microondas y enloqueciendo de soledad, no se molestaban en cuidar los sensores, pero éstos no necesitaban atenciones. Incluso allá en la Tierra, los astrónomos de Herstmonceux, Inglaterra, habían operado instrumentos en las Islas Canarias o Hawai mediante control remoto por radio; los telescopios no necesitaban manos humanas en los mandos. Pero Pal estaba decidido a obligar a sus estudiantes a observar los cielos. Aunque ese aparato de 30 centímetros distaba de ser perfectamente curvo, y el cielo de la colina a menudo estaba cubierto de nubes, al menos sus estudiantes podían salir de la pequeña cúpula y, a simple vista, apreciar las estrellas y planetas que por dentro habían visto más grandes o brillantes.

Desde luego, había cosas bastante bonitas. El hosco y rojo Nergal siempre resultaba fascinante: sonreía impúdicamente en el cielo y de forma apabullante en el telescopio. Tres de los asteroides eran visibles sin instrumental, una vez que se sabía dónde buscarlos y si uno tenía buenos ojos. Los cadáveres de las ex estrellas explosivas siempre merecían un vistazo, al menos como aliciente para meditar sobre sus misterios. Había estrellas dobles, buena cantidad de cometas, una nebulosa gaseosa iluminada desde dentro por estrellas recién nacidas. A Pal Sorricaine le encantaba mirarlas todas y comunicaba este sentimiento a sus estudiantes.

Nadie estaba usando el pequeño espejo cuando Viktor entró resollando en el laboratorio: estaban a plena luz del día. La clase ni siquiera se impartía dentro de la pequeña cúpula. Había una máquina educativa, la pantalla protegida contra el sol, y un grupo de personas alrededor, estudiando los colores irisados de un diagrama Hertzsprung-Russell de tipos estelares.

Reesa estaba sentada con las piernas cruzadas en la hierba áspera de Nuevo Hogar del Hombre, compartiendo una manta con Billy Stockbridge. Eso era desagradable: Viktor no había tomado en serio los comentarios de su madre. Tampoco le gustó ver a Jake Lundy en la clase. Jake Lundy nunca le había caído bien, desde su primer encuentro en los días de la escuela, cuando Lundy era el chico mayor encargado de supervisar a los menores y algo prepotente. No contribuía a mejorar la situación el hecho de que Jake, un poco mayor que Viktor, hubiera conseguido uno de los ansiados puestos de piloto de aeronaves en vez de resignarse a un buque de superficie. Además, Jake Lundy era el padre de la otra hija de Reesa, pero Viktor no creía que eso influyera en sus sentimientos por aquel hombre. ¡De ningún modo!

Cuando Viktor se acercó al grupo, su padre se interrumpió para dirigirle un cabeceo de bienvenida que también era un gesto perentorio para que se sentara. Viktor se acomodó a cierta distancia de Reesa, como para que ella pudiera hablarle si quería, pero lo bastante lejos como para no dar a entender que buscaba conversación. La joven le dirigió una sonrisa ausente y volvió a escuchar la clase.

El padre de Viktor no tenía buen aspecto. Aunque su pierna artificial era un artilugio de alta tecnología lo más parecido posible al órgano real, cojeaba al caminar alrededor de la máquina educativa. Hablaba con voz ronca al explicar la secuencia natural de tipos estelares que Hertzsprung y Russell habían descrito siglos atrás. Además le temblaban las manos. Pero Viktor prestó atención a la clase, y cuando hubo terminado y Pal Sorricaine los invitó a hacer preguntas, Viktor alzó la mano.

—¿Qué es esto del curso para pilotos del espacio? —preguntó.

Los estudiantes sonrieron con tolerancia.

—Si te quedaras en Puerto Hogar te enterarías de estas cosas, Viktor —respondió Pal—. Pronto tendremos combustible para cohetes, procedente de las plantas de licuefacción de gases que están construyendo para los congeladores. Hace varias semanas el consejo decidió que en cuanto llegue el Nuevo Bajel reinicia-remos la exploración espacial. Así que me ofrecí para dictar un curso de astrofísica que refrescara la memoria a quien deseara adiestrarse como astronauta.

—¿Por qué astrofísica? —se erizó Viktor—. ¿Por qué no algo útil, como navegación? —Le parecía una pregunta natural e inofensiva, pero su padre frunció el ceño.

Pal se frotó los labios.

—Es mi curso, Viktor —replicó con voz huraña—. Si no quieres seguirlo, lárgate.

Inesperadamente, una voz femenina habló.

—A pesar de todo, considero que tu hijo tiene razón, Pal —intervino la mujer, levantándose. Era Ibtissam Khadek; parecía mayor de lo que Viktor recordaba, y con un aspecto muy resuelto—. Sabemos que tienes un interés personal en la cosmología teórica y los objetos Sorricaine-Mtiga —continuó, buscando respaldo alrededor—, pero la mayoría de nosotros deseamos ir al espacio. Para explorar este sistema solar, del cual sabemos tan poco… y hacerlo ahora, por favor. En mi caso, antes de ser demasiado vieja para que me acepten como tripulante de una nave.

Pal Sorricaine la miró con asombro, irritación y hosquedad.

—Nada te impide dictar tu propio curso, Tiss —señaló.

La astrónoma meneó la cabeza.

—No deberíamos competir —apuntó dulcemente—. Deberíamos trabajar juntos, ¿no crees? Por ejemplo, cuando mi abuelo describió este sistema, señaló Enki —era típico de esa mujer, pensó Viktor, insistir en llamar a Nuevo Hogar del Hombre por su nombre babilónico— como el planeta más habitable, pero subrayó que la enana parda, Nergal, era uno de los más importantes para observar. ¡Es nuestro deber echarle un buen vistazo, en nombre de la ciencia!

—Le echamos un vistazo constantemente —protestó Pal Sorricaine—. Tenemos millones de fotos. Los instrumentos del Arca lo observan de forma rutinaria.

—No hablo de rutina —exclamó Khadek—. Hablo de una misión entusiasta.

—Pero ¿por qué Nergal? —intervino Jake Lundy—. ¿Por qué no mirar Nebo? Me parece que es aún más interesante, pues todos sabemos que está cambiando. Tu abuelo dijo que casi no tenía vapor de agua en la atmósfera, pero ahora está tan nublado que apenas distinguimos la superficie. ¿Por qué?

—Tienes razón —concedió graciosamente Ibtissam Khadek—. Claro que deberíamos hacer ambas cosas. Pero en mi opinión, Nergal tiene prioridad por ser la primera enana parda que alguien tiene oportunidad de observar.

Viktor iba a participar en la discusión, pero la tibia mano de Reesa lo atrajo hacia ella.

—¡Mira lo que has iniciado! —susurró, mientras la discusión arreciaba—. ¿Por qué has venido?

—Tengo tanto derecho como tú —replicó Viktor, y añadió de inmediato—: De cualquier modo, te andaba buscando. Pensaba pasar un rato con Yan. Es mi cumpleaños.

—Desde luego —aceptó ella con prudencia. Lo miró con atención y asintió—. Regresaré a alimentar a los niños en cuanto esto termine, luego los traeré aquí para los fuegos artificiales y el baile… si deseas venir.

—De acuerdo —convino Viktor. Vio que su padre había acallado la discusión y lo miraba amenazadoramente.

—Ahora continuaremos con la clase —declaró Pal Sorricaine firme—. Si alguien tiene algo que decir acerca de otro tema, podemos hablar después. ¿Alguna pregunta sobre evolución estelar?

Viktor acompañó a su padre a casa. Tuvo que ayudarle, porque la pierna artificial le estaba causando problemas otra vez, y además se había escurrido dentro de la cúpula un instante antes de partir. Viktor no tuvo que preguntarle la razón. Podía olería en el aliento del viejo.

—Papá —dijo Viktor, a medio camino—, lamento haberte complicado la clase.

Su padre lo miró con desaliento.

—No te preocupes —resolló. Se detuvo para frotarse el muslo, luego apoyó una mano en el hombro de Viktor y continuó la marcha—. No eres tú, es Khadek. Ella insiste en entusiasmar a la clase con Nergal. —Torció el gesto—. Mejor no hablemos ahora. Esto es un trabajo duro…

—Claro, papá —dijo Viktor con desánimo. Al ver a ese anciano encogido, le resultaba difícil recordar al hombre fuerte de risueños ojos azules que lo había acunado en el Nuevo Mayflower. Cuando llegaron a casa de sus padres, Pal Sorricaine se hundió fatigosamente en un sillón.

Viktor se asombró al ver aún más fatiga en la cara de la madre. No obstante, ella lo saludó con alegría: le presentó la cara para recibir un beso, lo reprendió por no alimentarse bien y anunció con un guiño que le tenía reservada una sorpresa. Viktor no tenía que adivinar la sorpresa. Sabía que su madre habría visto la nave en el embarcadero y le habría hecho un pastel de cumpleaños.

Sin embargo ella empezaba a parecer cansada, casi vieja. Intentó decirle algo, pero ella replicó que había tenido un día difícil. Los dos hijos pequeños exigían mucha energía, además de los requerimientos del trabajo. Era una época agitada para los agrónomos.

—¿Agrónomos? —repitió Viktor, sorprendido—. Pensé que sólo era… una afición.

—Empezó así, Viktor —suspiró ella—. Pero he cambiado de actividad. Tomé cursos y… bueno, alimentar a la gente parecía más importante que construir más máquinas. Ahora, con nuevos cultivos para clonar y comprobar cada vez que alguien pretende crear un nuevo microambiente, necesitan toda la ayuda posible.

—Además, también me ayuda a mí —intervino su padre, con mejor aspecto.

Viktor parpadeó.

—¿A dictar tu curso? —preguntó incrédulo.

—No, claro que no. Excepto en cierto sentido… ella me ayuda a descargar los bancos de datos del Arca y el Mayflower. Lo hemos almacenado todo junto a las plantas energéticas y los congeladores, de modo que si algo les pasa a esas naves…

—Nada puede pasarles a las naves —objetó Viktor, desconcertado.

—Quién sabe. Pero en ese caso estaríamos acabados. ¿Sabes cuánto se tardaría en retransmitir ese montón de datos desde la Tierra? Pero tenemos casi todos los archivos astrofísicos duplicados aquí —terminó, pareciendo complacido por primera vez—. Es una tarea descomunal, ¿sabes? Creo que es buen momento para una copa.

Todos bebieron, pero su padre se tomó dos vasos. Entonces Viktor comenzó a entender a qué se debían las arrugas en el rostro de la madre. No era sólo el trabajo duro. La estaba envejeciendo la preocupación por su esposo.

Viktor quedó bastante complacido con la pequeña fiesta de cumpleaños y la compañía de la pequeña Edwina y los dos chiquitines, pero quedó aún más complacido cuando se fue.

Cuando regresó a la cima de la colina, atardecía y el baile ya había comenzado. Viktor buscó entre los bailarines. Formaban un doble círculo de parejas, hombres y mujeres canturreando en español mientras la orquesta de violín, guitarra y tambor tocaba un corrido mexicano. Viktor descubrió a Reesa en el círculo interior, cogida de la mano a la altura del hombro con… ¡Demonios! Viktor frunció el ceño. De nuevo Billy Stockbridge.

Pero Reesa no era la única mujer joven. Cuando comenzó la siguiente pieza, Viktor cogió a una bonita conductora de tractores y la hizo girar en una melodía del Viejo Oeste. Luego se dejó absorber por la diversión del baile. Apenas se dio cuenta cuando se encontró con Reesa como compañera, haciéndola girar frenéticamente mientras ella reía y jadeaba y él le ceñía la cintura con el brazo. Bailaron el krakowiak: salto, choque de talones, palmas; bailaron bruscas danzas griegas y lentas danzas israelíes. Cuando Reesa fue a sentarse para alimentar al bebé Yan, Víctor no la echó de menos, aunque al terminar esa pieza fue a sentarse en la manta. Era un pequeño fastidio que Freddy Stockbridge también estuviera aposentado allí. Freddy no bailaba. Tampoco leía su libro de plegarias, porque estaba demasiado oscuro para eso, pero Viktor advirtió irritado que Freddy se había puesto un cuello clerical para la ocasión.

Reesa, agitada y feliz, miró a Viktor.

—Dentro de nada empezarán los fuegos de artificio —anunció—. ¿Por qué no te sientas con nosotros? Freddy, tráenos vino. Viktor se acomodó en la manta, observando la boquita de su hijo, que chupaba distraídamente el seno de Reesa. Siguió a Freddy con la mirada.

—Creí que los sacerdotes eran célibes —observó.

—Ocúpate de tus asuntos —replicó Reesa. Luego, con más calma, añadió—: Supongo que Freddy lo es. Sólo le gustan los niños. Me ayuda mucho a cuidarlos.

—Entonces no se parece al hermano —ironizó Viktor, pero por la expresión de Reesa comprendió que no convenía insistir en el tema. Un estallido y el jadeo de la muchedumbre indicaron el comienzo de los fuegos de artificio. Callaron para disfrutar del espectáculo mientras Freddy regresaba con tres copas de vino. Viktor ayudó a Reesa a cubrir a su hijito somnoliento que ya estaba profundamente dormido. Viktor empezaba a sentirse a sus anchas. Los fuegos de artificio eran brillantes y cautivadores bajo el tibio cielo de Nuevo Hogar del Hombre. Cuando los fuegos terminaron, tocaron las últimas piezas, terminando con la dulce y lenta Misirlou. Misirlou significa «amada» en griego. Tal vez por eso, cuando terminó la última pieza, Viktor miró en torno. Ni Jake Lundy ni Billy Stockbridge estaban cerca, así que ofreció:

—Si quieres, te ayudaré a llevar a los niños a casa. Reesa no se opuso. Freddy puso mala cara pero se alejó. Ambos cogieron a un niño dormido. Viktor llevaba a la mayor y Reesa al bebé Yan mientras bajaban la colina. Guardaron silencio un rato, y al fin Viktor recordó una pregunta que le rondaba en la cabeza.

—¿A qué viene ese curso de astrofísica?

—Es lo que tu padre dijo que era —replicó ella con concisión. Lo miró con curiosidad—. Hoy me he dado cuenta de que estás muy moreno —dijo con tono acusatorio—. ¿Qué haces? ¿Remoloneas en cubierta todo el día para conseguir ese tono viril y atraer a las chicas? ¿Quieres estropearte la piel?

Viktor se negó a dejarse distraer.

—No, de verdad —insistió—. ¿Crees que distinguir una estrella Wolf-Rayet de una 0 común te ayudará a ser piloto espacial… dentro de veinte años?

—Tal vez —contestó ella con seriedad—. Y tal vez no sean veinte años. El Bajel ya tiene naves pequeñas preparadas, y llegará bastante pronto.

—Claro, cuando aterrice el Bajel —respondió Viktor. Era lo que todos decían cuando les faltaba algo, que sin duda estaría en los ilimitados depósitos de la tercera nave—. ¿Qué te hace pensar que no tendrán sus propios pilotos para sus naves?

Ella se encogió de hombros.

—Aún tenemos nuestras naves de descenso —señaló—. Dispondremos de más combustible para ellas cuando pongan en marcha los congeladores. De todos modos… —Titubeó, luego continuó—: De todos modos, creo que para tu padre es bueno hacer algo. Últimamente ha estado bebiendo mucho.

—Lo sé —replicó Viktor. Y añadió—: Es su problema.

Reesa prefirió no responder. Caminaron un rato en silencio. Viktor dijo:

—Se me había ocurrido que si no hacías nada, esta noche…

Ella se detuvo para estudiarlo, acomodándose el bebé.

—¿Qué pasa? ¿Hoy es miércoles y le toca a Reesa? ¿Tu amiga del barco no te hace feliz?

—Yo sólo he dicho…

—Sé lo que has dicho. —Ella echó a andar de nuevo, callando un instante. Luego—: Bien, ¿por qué no? A fin de cuentas, es tu cumpleaños.

Les llevó ocho días descargar la sentina del barco y recargarla con mercancías para el Continente Sur. Viktor tuvo que estar allí al final, porque lo último que subieron a bordo eran catorce vacas preñadas y un tambaleante pero brioso y joven toro.

—¿Las vacas se marean? —preguntó Alice Begstine a la peón.

La mujer se enjugó la frente sudada.

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Tendréis mal tiempo?

—Espero que no, pero nunca se sabe.

—Bien, entonces lo averiguaréis —manifestó hoscamente la mujer—. De cualquier modo, en tal caso convendría atarlas. Podrían caerse y romperse las patas.

—Parece que tendremos un viaje divertido —comentó Alice. Luego, mientras se hacían a la mar y ambos estaban en el puente, comentó—: Shan estuvo preguntando por ti.

—Ah, sí —dijo Viktor, tratando de fijar un curso mientras el viento era favorable—. Lo lamento. Me proponía ir a verlo, pero… ¿Cómo está él?

—Está aprendiendo a hablar —le informó Alice.

—Eso es maravilloso —observó Viktor, sintiéndose culpable pero complacido—. Bien, es tu turno. Creo que echaré un vistazo abajo. Luego trabajaré con las máquinas educativas.

Ese nuevo interés en el viaje espacial, al menos, había sido una novedad atractiva en su permiso, pero en general no había resultado muy satisfactoria.

Viktor empezaba a preocuparse por su familia. Su madre estaba trabajando demasiado, y su padre…

Bien, Pal Sorricaine ya no era el hombre que había sido en el Nuevo Mayflower. Estaba bebiendo de nuevo. El dolor de la pierna que le faltaba, según decía. Pero lo que decía Reesa —no de forma directa, sino a regañadientes y con rodeos y sólo porque jamás le mentía a Viktor— era que el curso de astrofísica no iba en serio. Sí, quizá fuera cierto que pronto se reiniciarían los viajes espaciales; el consejo había votado otorgándole prioridad media. Pero el verdadero propósito del curso era ofrecer una ocupación a Pal Sorricaine. Viktor mismo había comprobado que las máquinas se encargaban de casi toda la enseñanza. Eran mucho más pacientes que Pal Sorricaine, y más justas. Sobre todo con estudiantes jóvenes que no sabían nada de astrofísica.

Las máquinas no se desalentaban ante los adolescentes huraños, ni se dejaban seducir por adolescentes aduladores. Quizá los más jóvenes sacaran algún provecho del curso, pero los demás… en fin, todos querían a Pal Sorricaine y estaban dispuestos a tomarse alguna molestia para complacerlo.

La sensación de que a su padre «le seguían la corriente» era dolorosa.

Además, Viktor estaba irritado con Reesa. Aunque ella parecía feliz de que pasaran bastante tiempo juntos, no demostraba gran entusiasmo. Por otra parte, tampoco intentaba ocultarle (¡de nuevo aquella maldita franqueza!) que había individuos más atentos y que estaban a mano con mayor frecuencia.

Se alegró de estar de vuelta en el mar.

Sin embargo, ni siquiera eso lo entusiasmaba tanto como antes. Cuando Viktor se había embarcado por primera vez, en cuanto tuvo edad para realizar una tarea adulta, todo había sido nuevo y excitante. No navegaban de un destino al otro como si viajaran sobre rieles; iban, literalmente, adonde ningún humano había estado antes. Visitaban islas que poblaban con lombrices, insectos, algas, plantas, además de los árboles jóvenes que un día formarían grandes bosques de roble, manzano y pino. Luego regresaron a esas mismas islas, varios años locales más tarde, para sembrarlas con segundas generaciones de peces, aves y pequeños mamíferos, y años después con un par de parejas de zorro para contener a los conejos, y ovejas para empezar a conquistar la parte alta de la isla. Viktor era demasiado joven para participar en la diseminación de minerales en el suelo de algunas tierras, a fin de que crecieran los cultivos terrícolas, pero ayudó a excavar lodo en lugares donde frecuentes inundaciones habían ahogado plantas durante miles de años, hasta que se creó un cieno que era casi tan eficaz como el estiércol. Incluso formó parte de una expedición cien kilómetros costa abajo, cuando un explorador se rompió una pierna en la jungla y tuvo que ser rescatado de la profunda, enmarañada y pantanosa vegetación nativa de Nuevo Hogar del Hombre.

Todo eso fue en sus días de aprendiz. Ahora tripulaba uno de los enormes transportes de grano que alimentaban a la creciente ciudad del Continente Norte con las nuevas granjas del Sur. La comida de los habitantes de Puerto Hogar se podía cultivar cerca de la ciudad, y a menudo se cultivaba. Pero despejar la tupida y nudosa vegetación de esa parte del Continente Norte era una dura tarea. Además, volvía a crecer. Las principales lianas nativas eran más tenaces que la hierba rastrera o el kudzu, y más difíciles de erradicar. Las raíces se prolongaban por varios metros, y esa maleza crecía a través de un trigal o una parcela de soja a partir de los vestigios de sus raíces.

En un momento dado, el consejo de gobierno decidió instalar una o varias ciudades en el más húmedo y más cálido sur. La localización de la primera ciudad, Puerto Hogar, se había escogido a gran distancia, a partir de las imágenes proyectadas por las sondas y los apresurados estudios de los oficiales del Arca cuando entraban en órbita, y había constituido un pequeño error. Pero, como muchos de esos errores, se perpetuó. Cada nuevo edificio que se construía era una nueva razón para permanecer allí. No resultaba fácil desplazar edificios.

En cambio, el grano podía llevarse de un sitio a otro. El Gran Océano era plácido en general, y los vientos soplaban lo bastante fuerte para impulsar las velas de rotor de la nave sin encrespar excesivamente el oleaje. La navegación no constituía un problema. El talento de navegante de Viktor se desperdiciaba allí. No había icebergs debido a la ausencia de hielo. Había pocas naves, y rara vez se cruzaban; había pocos arrecifes o bajíos. No había fondo a menos de trescientos metros durante la siguiente semana de navegación. Las señales de las naves estelares abandonadas en órbita daban posiciones precisas a toda hora, así que la tripulación disponía de muchas horas de ocio entre un puerto y otro.

Viktor y sus compañeros de tripulación hacían lo que todos en Nuevo Hogar del Hombre cuando tenían tiempo libre. Miraban la televisión, la mayor parte emitida por las naves orbitales a partir de transmisiones de la lejana Tierra. (No les causaban añoranza. Ver las notas sobre crímenes, violencia y ciudades superpobladas les daba motivo para sentirse satisfechos de no estar allá.) O encargaban más niños. O sintonizaban las transmisiones de la tercera nave, Nuevo Bajel, retrasada debido a los conflictos presupuestarios, pero ya en camino. La esperaban con avidez. Contenía muchas cosas de las que ellos carecían: pianos de cola, un submarino, e incluso una instalación para fabricar más antimateria con un satélite de energía solar prefabricado. ¡Cielos, qué no lograrían entonces!

También estudiaban.

Para Viktor, tras saber lo que el consejo de Puerto Hogar había decidido, el estudio era prioritario. Pasaba la mitad de sus horas de vigilia ante la máquina educativa de la nave, revisando una y otra vez los elementos esenciales de la transferencia orbital, la astronavegación y la mecánica celeste. No creía realmente que alguna vez saldría al espacio, ni siquiera para ayudar a desplegar la fábrica de antimateria cuando llegara. Pero incluso una remota probabilidad merecía un esfuerzo. Incluso refrescó conocimientos acerca de los temas que interesaban a su padre: la astrofísica y la cosmología. Jamás sería importante para él. Estaba convencido de eso. También se equivocaba —como descubriría después—, pero estaba convencido. Aun así, resultaba interesante.

Las gentes de Nuevo Hogar del Hombre no pensaban mucho en si eran felices de estar allí; se habían acostumbrado, incluso los que recordaban otra cosa. Era un planeta tan acogedor como habían esperado, incluso mejor de lo que habían imaginado. En Nuevo Hogar del Hombre no existía nada parecido al «clima continental». El mayor continente no alcanzaba la extensión de Australia y se parecía más a un gordo signo de interrogación que a una mancha más o menos simétrica. Tampoco se producían estaciones. Habían desistido de los «meses» en el nuevo calendario; dividían el año en Invierno, Primavera, Verano y Otoño, con cincuenta y pico días en cada una de las divisiones, pero había menos diferencia entre Invierno y Primavera que entre dos semanas sucesivas en la mayoría de los climas terrícolas. Una inclinación axial de sólo seis grados y una órbita casi circular desarticulaban el ciclo de las estaciones; Nuevo Hogar del Hombre recordaba más a Hawai que a Chicago o Moscú.

Los días más cortos también contribuían a regularizar el clima. La noche no tenía tiempo para enfriarse tanto como en la Tierra, así que los extremos de temperatura se moderaban aún más. Y el día de Nuevo Hogar del Hombre se parecía tanto a las veinticuatro horas de la Tierra que incluso las personas que desembarcaron siendo adultos pronto habían reacomodado sus ritmos diurnos.

En Nuevo Hogar del Hombre abundaba la vida aborigen, pero no existía un solo animal nativo que compitiera con los seres humanos y su ganado. Había cosas que parecían animales, porque se movían durante el día, pero echaban raíces de noche. Había cosas que comían otras cosas, como los saprofitos terrestres y las plantas carnívoras, pero además efectuaban la fotosíntesis.

Algunas plantas eran de sangre caliente o de savia caliente, y algunos de los seres móviles se comían a los seres calientes. Esta era la mayor amenaza que habían encontrado los colonos. Si uno de los depredadores móviles, en especial los marinos, encontraba a un ser humano dormido, intentaba comérselo. Los depredadores se alimentaban lanceando a la presa con cosas huecas como espinas e inyectando savias digestivas, luego sorbían la sopa resultante. El proceso no funcionaba con los seres humanos. Sus tejidos resistían los enzimas destructivos de las plantas depredadoras, y después del primer pinchazo, la presa humana despertaba y se largaba a otra parte. Pero la herida podía ser muy dolorosa, y a veces la gente moría.

La gente también fallecía por otras causas. La población de Nuevo Hogar del Hombre era joven y las muertes escaseaban, pero ocurrían de vez en cuando. Ahogamientos. Accidentes. Incluso el ocasional escándalo de un homicidio o suicidio. Pero Nuevo Hogar del Hombre se mostraba benévolo con los colonos. Desde luego, la gente sufría un rápido desgaste con las duras faenas, y siempre estaban los tullidos de más edad que habían salido de la suspensión criónica con una especie de quemadura helada que les restaba agilidad, o les limitaba las aptitudes, pero en general la población estaba muy saludable. Las únicas enfermedades que los atenazaban eran las que habían llevado consigo, y los años de selección, terapia y profilaxis habían reducido esas lacras.

Hasta la primera semana de Invierno en el año local 39 de la colonia.

No se detectaban indicios de problemas. Habían tenido la mejor cosecha en las parcelas del Continente Sur. Viktor y su piloto, Alice Begstine, lo habían pasado bien mientras la nave estaba cargando. Habían pedido un vehículo para explorar las tierras altas del Continente Sur, más allá de los labrantíos. El cocinero del barco, que era otro de los amantes de Alice, había optado por permanecer en puerto, así que ella y Viktor durmieron juntos durante la excursión, algo que contribuyó a su bienestar (aunque Viktor, en secreto, fantaseaba con Marie-Claude). En el viaje de regreso descubrieron un nautilo Von Neumann nadando trabajosamente hacia el puerto para entregarse. Era uno de los primeros que había acumulado suficiente metal para activar sus reflejos de retorno. Parecía tener al menos cincuenta cámaras, cada cual mayor que la anterior en la gran concha en espiral.

—Debe de pesar diez toneladas —calculó Alice. Viktor no lo puso en duda. Diez toneladas de valioso metal pesado sorbido de las fuentes termales del fondo del Gran Océano. ¿Qué sentido tenía la minería, cuando podías enviar a los autómatas Von Neumann a hacer el trabajo? Y las bodegas cargadas de grano. Y la colonia creciendo. Y la exploración de nuevas tierras. ¡Las cosas marchaban sobre ruedas!

Así pensaban, hasta que llegaron a Puerto Hogar.

Mientras la nave se deslizaba para atracar en el muelle flotante, Viktor descubrió que su padre lo esperaba.

Era una sorpresa. Cuando terminó las maniobras de amarre, Viktor apreció con ojo crítico que su padre estaba recién afeitado, pero tenía el cabello revuelto; llevaba una camisa nueva y planchada, pero los bajos de los pantalones estaban manchados de barro, aunque las calles aparecían secas. Viktor comprendió enseguida el significado de esas señales.

Su padre había vuelto a beber.

Amarraron la nave al muelle flotante. El enorme morro del tubo de succión de granos caracoleó sobre la cubierta, descendió a la bodega y empezó a sorber el cargamento. Viktor cogió su bolso, se lo echó al hombro y bajó al muelle.

—Tu madre está enferma —anunció su padre sin rodeos. Sin preámbulos.

Ningún «Hola, hijo» o al menos «Tengo malas noticias». Sólo «Tu madre está enferma», al tiempo que señalaba la bicicleta tándem con el pulgar.

En efecto, Amelia Sorricaine-Memel estaba enferma. Lo primero que dijeron los médicos, con toda la suavidad de que fueron capaces —aunque entonces tenían muy poco tiempo para ser suaves y considerados— fue que estaban seguros de que agonizaba.

No era neumonía, enfisema ni gripe. Era algo que los agrimensores habían traído del Continente Delta, del otro lado del planeta, el cual estaban explorando por primera vez.

Lo que trajeron era un hongo. Había medrado allí como parásito de algunas algas tibias de las marismas, pero había encontrado un nuevo hogar en los pulmones humanos. Para las algas del litoral era un parásito benigno. Sólo les retrasaba un poco el crecimiento. Para los humanos era peor. Mataba.

La madre de Viktor vivió diecisiete dolorosas horas después de la llegada del hijo. Jadeaba y se sofocaba constantemente. Le pusieron una máscara para suministrarle oxígeno y la introdujeron en una cámara hiperbárica para que la presión le introdujera el oxígeno en los pulmones. Rociaron el aire que respiraba con fungicidas tan potentes como para amenazarle la vida.

Tal vez los fungicidas la perjudicaron realmente. Acaso fueron fatales, pues cuando murió tenía la cara rosada, y no el azul cadavérico de la carencia de oxígeno. Pero estaba igualmente muerta.

Amelia Sorricaine-Memel no fue la única en morir. Dos mil ochocientos colonos fallecieron en sesenta días, casi media población de Nuevo Hogar del Hombre, hasta que los frenéticos biólogos descubrieron algo. No una cura, sino un agente fungicida que, rociado sobre una máscara de gas, mataba las esporas antes que se introdujeran en el sistema respiratorio. El fungicida olía como estiércol podrido, pero era un precio pequeño por la supervivencia de la humanidad en Nuevo Hogar del Hombre.

Y no sólo corría peligro la vida humana. Los animales criados y mantenidos con tanto cuidado —ovejas, cabras, vacas, perros, caballos, ciervos, todos menos los peces— tuvieron que ser equipados a la fuerza con correas y máscaras. Todos se resistieron, pero sobrevivieron.

Todos menos los gatos.

Nadie podía obligar a un gato a llevar una máscara de gasa húmeda sobre el hocico. Mantuvieron la tradición gatuna hasta la extinción de la especie: el gato que no tiene amo y no reconoce más ley que la propia, aunque muera por ello. Y murieron, en efecto.

Cuando Viktor regresó al hogar de sus padres, abrió la puerta y se detuvo atónito.

El lugar apestaba a cerveza rancia y vómito. Su padre yacía despatarrado junto a la cama, roncando agitadamente, y resultaba imposible despertarlo. Se había defecado encima, y había manchas de orina y vómito en la cama y el suelo. Se había despojado de la pierna artificial y la abrazaba como a una amante.

No era la primera vez que Viktor veía a su padre borracho, pero sin duda era la peor. Viktor no se habría creído capaz de experimentar tanto odio hacia el viejo. No sintió temor de qué su padre estuviera agonizando, casi deseó que fuera así. Dejó el bolso en la mesa, apartó las botellas vacías y se irguió junto al hombre borracho, escuchando objetivamente el gorgoteo de los ronquidos.

Viejo sucio e hijo de puta, pensó.

Se volvió al distinguir una sombra en la puerta: Billy Stockbridge, con su madre detrás.

Incluso en aquellas circunstancias Viktor sintió un cosquilleo en la entrepierna al ver a Marie-Claude. Se había cortado el pelo desde la última vez que la había visto, y la piel aparecía más fláccida bajo la barbilla. Llevaba un vestido corto y delgado que no la favorecía —como los que usaban las amas de casa para limpiar la cocina— y llevaba un cubo y un estropajo.

Incluso con la odiosa máscara fungicida le pareció muy hermosa.

—Viktor —dijo—, no sabía que estabas aquí. Lamento lo de tu madre.

—Pero debemos llevar a tu padre al hospital —añadió Billy.

—Allí tienen preocupaciones más importantes que cuidar de borrachos —espetó Viktor con desprecio. Y se sorprendió al ver el estallido de cólera que cruzaba el rostro de Billy Stockbridge. Pero fue Marie-Claude quien habló. Ya se había acercado a Pal Sorricaine, alzándole el párpado con el pulgar, palpándole la frente sudada.

—Viktor, tu padre no sólo está borracho. Sufre una intoxicación alcohólica aguda. Podría morir. Ayuda a Billy a llevarlo al hospital.

Lo que Viktor no habría hecho por el padre no podía negárselo a Marie-Claude. Cogió una sábana y envolvió al viejo. Billy lo ayudó animosamente. La suciedad ya manchaba la sábana cuando Viktor levantó a Pal Sorricaine y se lo cargó al hombro. La suciedad no importaba. Era sólo un insulto más sumado a un rencor rebosante.

—Volveré —aseguró, y salió con su padre, seguido por el ceñudo Billy Stockbridge.

Cuando Viktor hubo internado a su padre —sólo le dieron un camastro en el suelo, pues las camas estaban llenas de moribundos—, Marie-Claude había abierto las ventanas, limpiado la suciedad y guardado las botellas y prendas mugrientas. Incluso había preparado té. Le sirvió una taza a Viktor.

Marie-Claude estaba pálida, callada, retraída.

—¿Se recuperará tu padre? —se limitó a decir.

Viktor se encogió de hombros.

—Al menos recibe tratamiento. —El médico que los había atendido no había vacilado en recibir a Pal Sorricaine en cuanto le tomó el pulso. Habían lavado, acostado y acribillado de intravenosas a ese hombre dormido, totalmente inconsciente, para devolverle los líquidos perdidos. El médico le advirtió que pasarían cuarenta y ocho horas antes que Pal pudiera regresar a casa. Era extraño, pero aun entonces la gente decía «cuarenta y ocho horas» como si fuera una unidad natural de tiempo—. Billy quiso quedarse un rato con él.

Marie-Claude asintió con aire ausente y fatigado, como si estuviera pensando en otra cosa, aunque el rostro cubierto por la máscara dificultaba averiguar sus pensamientos.

—Billy quiere mucho a tu padre —comentó.

Viktor la miró boquiabierto.

—¿Pero por qué, por amor de Dios?

Ella no pareció sorprenderse de la pregunta.

—¿Por qué no? Pal es un buen hombre, Viktor. Tú eres demasiado duro con él. Ha tenido problemas para adaptarse, y perdió la pierna, y luego la enfermedad de tu madre… —Lo decía sin expresión, como si hablara del tiempo. La voz era tan pálida como la parte visible de la cara.

Algo le ocurría a Marie-Claude. Por un instante un miedo natural le cruzó la mente. ¿La enfermedad? No, no podía ser eso. Los síntomas resultaban inconfundibles: el resuello, la tez azulada. Marie-Claude no respondía a esa descripción. Aun así, Viktor la miró preocupado.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Ella lo miró inquisitivamente y pareció despabilarse. Le sirvió más té.

—Nadie se encuentra bien ahora, ¿verdad? Ya pasará. —Y de pronto añadió—: Viktor, ¿por qué no te casas con Reesa McGann?

Viktor estaba bebiendo té y se atragantó.

—Hablas como mi madre —atinó a decir, sofocándose.

—Entonces tu madre hablaba con sensatez. Te aconsejaré en nombre de ella, ya que ella no está aquí. Deberías tener una verdadera familia en vez de dejar hijos aquí y allá. Cásate con Reesa. O con alguien. ¿Por qué no?

—Porque la única mujer con quien deseo casarme se acuesta con todo el mundo menos conmigo —replicó él, con audacia y amargura.

Ella lo miró atónita.

Luego, por primera vez, se le vio una arruga en las comisuras de los ojos, por encima de la máscara. Casi sonreía. Apoyó una mano en la de Viktor.

—Querido, queridísimo Viktor —dijo con afecto—. ¿Tienes alguna idea de lo magnífico que has sido para mi ánimo en todos estos años?

Él le apartó la mano.

—¡Demonios, no me hables con ese tono condescendiente! —gruñó.

—No era mi intención —se disculpó ella. Lo estudió pensativamente un momento. Luego cerró los ojos, como resignándose. Cuando los abrió de nuevo, dijo—: ¿Has terminado el té? Pues entornemos las ventanas y cerremos la puerta con llave. Soy demasiado mayor para casarme contigo, Viktor. Soy demasiado mayor para tener una aventura contigo. Pero si de verdad deseas que hagamos el amor, sólo una vez… bueno, ¿por qué no?

Después de eso, Viktor no vio a Marie-Claude durante mucho tiempo. Pasó el día siguiente sonriendo para sí mismo. Era la única persona de la colonia que sonreía ese día. La gente lo miraba sorprendida y a veces enfurecida. Viktor estaba reviviendo cada momento y cada contacto de aquella maravillosa unión. Había soñado con Marie-Claude en la cama desde la pubertad, y la realidad no lo defraudó. Habían tenido cuidado con las máscaras, besándose a través de ellas, a pesar del mal olor y sabor, y en todo lo demás había sido sensacional. Ella había respondido con gritos jadeantes y sofocados, y al final, tras los gemidos y gritos, Marie-Claude rompió a llorar.

Viktor quedó sorprendido y preocupado, y en ese momento no supo por qué.

Marie-Claude no asistió a las exequias colectivas en que su madre fue sepultada junto con otras cuarenta y dos personas. (Ni siquiera entonces pudo contener Viktor una sonrisa invisible, incluso mientras lloraba.) Qué más daba. Se produjo una discusión desagradable e inesperada ante la tumba. Se relacionaba con la religión. Los musulmanes no deseaban que enterraran a sus muertos con los infieles, y luego otras sectas también comenzaron a murmurar. Se necesitó la autoridad del capitán Bu para restaurar el orden. Esa noche se convocó una reunión de emergencia donde todos vociferaron a través de las máscaras, hasta que se resolvió que los entierros futuros se dividirían según las religiones.

Fue entonces cuando Freddy Stockbridge, que se acercó para ofrecer una plegaria por la madre, facilitó la pieza que faltaba en el rompecabezas de Marie-Claude. Sí, ella estaba extrañamente ausente ese día. Su esposo, aquel hombre olvidado, el hombre a quien Viktor, cuando recordaba su existencia, sólo evocaba con la desdeñosa piedad que el seductor siente hacia el cornudo, ese hombre había muerto pocas horas antes que Amelia Sorricaine-Memel.

Viktor se había acostado con la viuda antes que el cadáver del hombre se enfriara.

Pero Marie-Claude fue fiel a su palabra. No acudió a Viktor para que sustituyera al esposo muerto. Abordó una nave hacia el Archipiélago Oeste en cuanto zarpó una. Meses después, Viktor supo que se desposaba con un biólogo molecular que había enviudado al mismo tiempo que ella.

Cuando Pal Sorricaine salió del hospital, estaba trémulo y pálido. Sin embargo, se enfrentó a su hijo con bastante aplomo.

—No pude resistirlo, Viktor —declaró.

Viktor abandonó las tareas de limpieza. Los niños habían regresado a la casa y él era el único que podía cuidarlos. Se encaró a su padre, con el mismo aplomo.

—Excusas. Has sido un borracho durante años. Sólo has empeorado, eso es todo.

Su padre se acobardó.

—A eso me refería, Viktor. La muerte de tu madre fue la puntilla. Hace tiempo que no puedo manejar mi vida. Estar aquí, perder una pierna, tanto que hacer y sin que yo pueda ser de ayuda. Viktor, es como si no tuviera un lugar aquí.

Viktor estudió a su padre. Nunca lo había visto tan… ¿Cuál era la palabra? ¿Derrotado? No, la palabra era «extraviado». Pal Sorricaine ya no parecía tener un rumbo en la vida.

Viktor levantó la tapa de la cacerola y olió. Serviría la cena cuando Edwina regresara con los más pequeños; ya estaba preparada.

—Come algo —gruñó, mientras ponía el plato frente a su padre. El hombre obedeció dócilmente, apartándose la máscara para cada cucharada de caldo, carne y patatas. Pal Sorricaine no parecía ansioso de continuar la conversación. Simplemente hacía lo que le decían, sin comentarios.

Eso asustó a Viktor.

—Pero tienes tu clase —dijo de repente.

Pal meneó la cabeza y continuó comiendo.

—No me queda nada que enseñarles, Viktor.

—Pero el observatorio…

—Viktor —suspiró pacientemente su padre—, esos chicos saben utilizar el telescopio tan bien como yo. Billy puede manejarlo mejor. Hace meses que está a cargo del instrumental del Mayflower. —De pronto demostró cierto interés—. Billy ha efectuado varias observaciones de Nebo que en la Tierra valdrían por una tesis doctoral, Viktor. De allí provienen unos rarísimos niveles de radiación de alta energía, nada que yo hubiera esperado. Nada que yo pueda explicar, Viktor, y ya no sé hacia dónde mirar. Pero Bill continúa trabajando. Es muy inteligente. Eso te interesaría, Viktor. Pediré a Bill que te lo enseñe. Siempre está dispuesto a complacerte. Sabes, él cuidó de mí cuando yo pasaba por un mal trago.

—Termina la cena —ordenó Viktor con amargura. Por muchas razones, no tenía el menor interés en conocer las virtudes de Billy Stockbridge.

Debido a la epidemia, todo iba manga por hombro, desorganizado, desquiciado. La nave de Viktor había descargado en tiempo récord, pero el cargamento de máquinas y agentes químicos para el viaje de regreso se retrasó. La partida de la nave se demoró.

El día antes de la partida, Viktor fue a buscar a Reesa McGann. Ella estaba con el hijo de ambos, y también con la hija de Jake Lundy. En realidad, estaba cuidando veintidós niños, pues había aceptado un empleo de niñera diurna.

—¿Y tu ambición de ser piloto? —preguntó Viktor.

Ella ni siquiera sonrió. No era una gran broma; no tuvo que decir que obviamente no habría puestos de piloto espacial porque la epidemia los había puesto de nuevo al borde de la mera supervivencia.

De pronto, sin haberlo previsto con antelación, Viktor dijo:

—Reesa, mi madre, antes de morir, me dijo que debía casarme contigo. Y lo mismo me dijo otra persona.

—¿Quién? —preguntó ella con curiosidad. Al no recibir respuesta, añadió—: Tienen razón, desde luego. Deberías hacerlo.

Él parpadeó, entre sorprendido y divertido.

—¿Y tú aceptarías?

Ella reflexionó un instante mientras abría una botella para uno de los pequeños.

—Sí, no y quizá —replicó al fin—. Primero el sí: acostarse con cualquiera y tener hijos con cualquiera es cosa de niños. Hay un momento para sentar cabeza, y ambos hemos alcanzado esa fase. Luego el no: has estado enamorado de Marie-Claude Petkin desde que andabas en pañales. Es absurdo casarse contigo hasta que no te la saques de la cabeza.

Viktor se sonrojó, medio enfadado y medio risueño. Ella guardó silencio.

—No me has dicho cuál es el quizá —protestó Viktor.

—Bien, ¿no salta a la vista? Si alguna vez superas tu fiebre por Marie-Claude, quizá yo aún esté disponible. En tal caso, llámame, ¿de acuerdo?

Él sonrió, tratando de no tomar la charla en serio, de mantener el tono ligero y jocoso.

—¿Tengo que ser yo quien llame? ¿Tú no me llamarás?

—Viktor —replicó ella con seriedad—, te estoy llamando desde que ambos íbamos a la escuela. Pero sólo recibo la señal de que estás comunicando.

Viktor tuvo que asistir a otros funerales —el hijo mayor de Alice había muerto, junto con muchas más personas, y también la madre de Alice—, de modo que Viktor no contaría con una amante para ese viaje. Alice se quedaría un tiempo con Shan.

La ceremonia fúnebre fue peor que la del día anterior. La reunión de ciudadanos había solucionado muy pocas cosas al autorizar entierros separados para los musulmanes. Kittamur Haradi era musulmán, pero de la secta sunnita. No quería que su difunta esposa fuera sepultada con los shiítas, así que se excavó otra fosa más pequeña para la segunda secta.

Luego, el principal rabino de la comunidad (había sólo dos) contrajo la fiebre segregacionista y declaró que los entierros judíos debían realizarse en un lugar aparte, donde se erigiría una Estrella de David.

A Viktor le parecía absurdo. Cuando sepultaban los cuerpos en las grandes fosas, todos se hermanaban en la muerte. Al menos, pensó, con lo que le quedaba de identidad cristiana —no había asistido a una ceremonia religiosa desde el desembarco—, los católicos y los protestantes, incluidos los cuáqueros y los unitarios, no habían presentado objeciones a una tumba común para los muertos.

Al menos de momento.

Esa noche se dejó persuadir por su padre y fue a ver qué estaba haciendo Billy Stockbridge. No sólo pensaba que quizá fuera interesante, sino que era un modo de mantener algún contacto con el viejo. Si no una conciliación, al menos trataría de impedir que la muralla que los separaba creciera aún más.

No fueron al observatorio, sino al pequeño cubículo que había bajo la antena de radio que Pal Sorricaine había pedido para crear un centro astronómico. Pero Billy no estaba allí.

—No sé adonde habrá ido —rezongó Pal Sorricaine—. Todo está tan desquiciado con estas muertes… Hace semanas que no hablo con él. Bien, veamos qué tiene. Creo que ése es su programa actual. Echaré un vistazo…

Se acercó a la consola y se sentó a estudiar la pantalla, al principio con indiferencia, luego con alarma.

—Pero esto no es Nebo —exclamó, rascando distraídamente la máscara de gasa con una mano y frotándose el muñón con la otra—. Mira esto. Bill está haciendo espectrometría estelar. Ha estado observando varias estrellas brillantes; aquí está Betelgeuse, aquí Fomalhaut, aquí… Un momento —espetó de pronto, frunciendo el ceño—. Mira eso.

Viktor obedeció, tratando de recordar sus conocimientos relativos a espectros estelares. Ante todo, recordaba que no se deducía mucho con sólo mirarlos; era preciso realizar atentas comparaciones para descubrir algo significativo.

—¿Qué debo mirar? —preguntó.

—Las líneas de absorción están mezcladas —se quejó Pal Sorricaine—. ¡Mira los alfas de hidrógeno! ¿Ves? Bill tiene dos conjuntos de espectros para cada estrella. Uno es reciente, el otro es de hace uno o dos años. ¡La frecuencia ha cambiado! No mucho, podría ser un error de los instrumentos… —Miró la pantalla, mordiéndose el labio. Luego prosiguió—: No, Billy es muy buen observador. No cometería todos estos errores. Está ocurriendo algo sistemático.

—¿Todas las estrellas andan desquiciadas? —preguntó Viktor, sin entender.

—No. Mira este grupo cercano… estrellas que están a cinco o seis años luz. No han cambiado. Pero las más distantes… ¡Pero eso es imposible! —exclamó airadamente.

—¿Qué es imposible?

—¡Míralo, caramba! Aquí, en esta dirección todo está corrido al rojo, todas estas otras están corridas al azul. Y eso no podría ocurrir, Viktor, de ningún modo… excepto…

—¡Vamos, papá! ¿Excepto qué? —se impacientó Viktor, enfadado e inquieto.

Pal Sorricaine meneó la cabeza.

—Busquemos a Billy —gruñó, y Viktor detectó alarmado la preocupación en la voz de su padre.

No encontraron a Billy Stockbridge. Billy dio con ellos. Se acercaba colina arriba, deprisa, cuando los vio bajar. Cuando Pal Sorricaine lo acribilló a preguntas, Billy meneó la cabeza.

—Venid al observatorio —indicó—. Os lo mostraré.

Dentro de la pequeña sala de observación, se sentó ante el teclado sin más rodeos.

—Esta es una vieja foto de estrellas —explicó por encima del hombro cuando una imagen del cielo apareció en la pantalla, un negativo con puntos negros sobre fondo blanco—. Ahora superpongo una que acabo de tomar. —La cantidad de estrellas se duplicó de pronto y empezó a moverse cuando Billy pulsó el teclado—. Esperad un momento hasta que las registre… —Las estrellas se amalgamaron de pronto, por lo que Viktor podía ver, pero Billy estaba preocupado preparando otro programa.

Se reclinó cuando la imagen empezó a palpitar como un latido acelerado, dos pulsaciones por segundo.

—Mirad —indicó.

Viktor miró de soslayo al padre, quien examinaba la pantalla con el ceño fruncido de perplejidad o preocupación.

—Estoy mirando —masculló Viktor con fastidio—. No veo nada pero… ¡Un momento! ¿Esa estrella no está brincando de un lado a otro? Y esa otra, y aquélla…

—Dios santo —murmuró Pal Sorricaine.

Billy asintió sombríamente.

—En este segmento del cielo he encontrado veintitrés estrellas que muestran movimiento en el comparador de parpadeo. En cuanto efectué esas mediciones Doppler, tuve que realizar una observación óptica. Las mediciones Doppler eran correctas. Mira de nuevo, Viktor. Mira las que están en los bordes de la pantalla. Esta… —Apoyó el dedo en un gran punto cerca del linde izquierdo—. Y esta de aquí, a la derecha. Un momento. Desaceleraré los parpadeos.

Cuando lo hizo, Viktor vio que el punto de la izquierda brincaba a la izquierda, el de la derecha, a la derecha.

—¡Se están alejando del centro! —exclamó. Y luego, tras pensarlo mejor—. ¿O acercando?

—Se están alejando —confirmó Billy—. Por eso escogí esta placa. Las que vemos en movimiento son las estrellas más cercanas… algunas de ellas, al menos, las que tienen mayor paralaje. Todas están en movimiento.

Viktor lo miró con callada consternación.

—¡Pero no es posible!

A sus espaldas su padre dijo:

—Tienes razón, Viktor. Las estrellas están donde deben. Pero de un modo u otro, y con gran rapidez, nosotros nos estamos moviendo.