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El interés de Wan-To en los objetos Sorricaine-Mtiga (los cuales, por supuesto, él nunca llamaba por ese nombre) se estaba convirtiendo en una obsesión. Percibía muchos más que Pal Sorricaine, pues los veía mucho más rápidamente. No tenía que esperar a que la miserable luz visible le aportara la información. Sus pares Einstein-Rosen-Podolsky le transmitían las imágenes al instante. Esas cosas estallaban por todas partes. Sin embargo, empezaba a abrigar esperanzas. Comenzaba a recibir los resultados de sus estudios de luz azul. La luz azul era muy efectiva para detectar manchas estelares. Aunque las manchas parecieran relativamente oscuras, tenían brillo suficiente para que los grandes y sensibles «ojos» de Wan-To las descubrieran, sobre todo en el azul. Como las manchas eran más frías que las zonas circundantes, los gases se ionizaban de otra manera; y las líneas espectrales de los átomos de calcio con una sola ionización —los que habían perdido un solo electrón— sobresalían en el azul.

Cuando Wan-To encontraba imágenes de luz azul que no eran naturales, sabía qué hacer. Reunía la cantidad necesaria de gravifotones y graviescalares y los arrojaba hacia aquella estrella en una trayectoria cuidadosamente trazada.

Esto habría maravillado a los físicos humanos, si hubieran podido saber qué hacía Wan-To. Se habrían maravillado si hubieran podido siquiera detectar una de aquellas partículas, aunque las habían buscado durante mucho tiempo infructuosamente, como un caballero medieval en pos del Santo Grial.

Fue a principios del siglo XX cuando Theodor Kaluza y Oskar Klein formularon el primer modelo humano aceptable de cómo funcionaba la gravedad. No fue un modelo del todo adecuado. Aún había mucho que aprender. Pero al menos relacionaba el electromagnetismo y la gravedad como manifestaciones de un espacio-tiempo con más dimensiones de una forma que parecía encajar bastante bien.

De una forma, a decir verdad, que Wan-To había sabido durante miles de millones de años. Su comprensión de la gravedad constituía algo parecido a un modelo Kaluza-Klein, aunque con importantes enmiendas. Comprendía que las tres partículas mediadoras básicas de la interacción gravitatoria entre las masas eran aquello que los científicos humanos que profesaban la fe Kaluza-Klein llamarían bosones de vector: el gravitón, el gravifotón y el graviescalar.

Además, las dominaba a la perfección. Si explotaba los recursos de su estrella, podía generar cualquiera de esas partículas a voluntad. A menudo lo hacía, en cantidades copiosas. Todas le resultaban muy útiles.

No se molestaba gran cosa con el simple gravitón. Era una partícula sencilla que parecía unir masas incluso a distancias infinitas, la única que Isaac Newton, por ejemplo, habría comprendido. El «espín» —el giro de las partículas sobre su eje— de los gravitones era dos. Desde luego, el gravitón era muy importante para mantener compactas las estrellas y para conservar las galaxias rotando alrededor de su centro común, pero no se podía hacer mucho con él.

Las demás partículas eran poco frecuentes y más efectivas, sobre todo para atacar la estrella de un rival. Una dosis de gravifotones —los repulsores de espín uno— revolvían las tripas de una estrella; ningún sistema organizado de la especie de Wan-To podía sobrevivir dentro de una estrella que se descalabraba de esa manera. Otro método —o mejor aún, un método adicional— consistía en empujar la estrella desde fuera con una de las otras partículas. La más útil era el graviescalar de espín cero, que atraía la materia hacia la energía al igual que el humilde gravitón, pero sólo en distancias finitas. El graviescalar era una partícula muy local.

La gran virtud del graviescalar, en otras palabras, era que los enemigos de Wan-To no podían detectarlo a menos que estuvieran en ese lugar, y en tal caso no podían hacer nada al respecto.

Cuando Wan-To vio el satisfactorio estallido de la estrella atacada, empezó a relajarse.

Nada podía haber sobrevivido a aquel arrasador holocausto. Wan-To estaba complacido. Se preguntó a cuántos rivales había liquidado.

Sin duda eran algunos de los más necios. Los demás —los que había creado primero, los que eran casi tan listos como él mismo— habrían deducido, como Wan-To, que no debían delatar sus posiciones jugando en las zonas de convección. Pero al menos uno había desaparecido: una amenaza potencial, aunque también una posible promesa de camaradería.

Filosóficamente, Wan-To se concentró en el paso siguiente.

Era inevitable. Usaría la materia. Tendría que trabajar con la odiosa materia.

Wan-To había creado copias de sí mismo. Por eso estaba en aprietos. Si no hubiera querido compañía, habría permanecido solo, y por lo tanto a salvo. No era problemático preparar un patrón de sí mismo para ocupar otra estrella. Sabía cómo organizar el plasma inanimado para transformarlo en un ser vivo y racional como él, porque siempre se tenía a sí mismo como modelo.

Pero trabajar con la fría, muerta y tangible materia era otra cosa. También lo había hecho, pues había pocas cosas que Wan-To no hubiera hecho en sus diez mil millones de años de existencia. En una ocasión había creado una copia no plasmática de sí mismo para que viviera en una fría y difusa nube de gas interestelar. Otra vez hizo una de materia sólida, en un cuerpo asteroidal que orbitaba la estrella que él ocupaba entonces. Ambas eran repulsivos fracasos. El duplicado gaseoso resultó incurablemente lento; tenía muy poca energía para considerarlo una compañía real. El duplicado de materia se reducía a simple materia, y por lo tanto era repulsivo; Wan-To lo había destruido al cabo de un par de siglos.

Pero al menos sabía cómo realizar la tarea.

La distancia del sistema estelar con que estaba trabajando no presentaba ningún problema. Tiempo atrás había ubicado un conjunto Einstein-Rosen-Podolsky en cada uno de los sitios donde deseaba que estuviesen. (Wan-To siempre lo planificaba todo con antelación.) El problema consistía en que le molestaba manipular materia. A juicio de Wan-To era lenta, extraña y desagradable. El trabajo se complicaba porque Wan-To no estaba allí, y tenía que efectuar complejas operaciones a través de las señales limitadas que se podían transmitir mediante un par ERP. En términos humanos, era como un parapléjico tratando de jugar al videojuego «Invasores del Espacio» con un control que respondiera a bocanadas de aliento, o como un cirujano cardiólogo tratando de cortar, coser y cerrar un ventrículo obturado con una sonda flexible que serpeara por los vasos sanguíneos desde la arteria femoral de la entrepierna del paciente.

Las limitaciones del par ERP suscitaban otra dificultad. El efecto ERP era un acontecimiento cuántico, probabilístico.

Eso significaba que no había garantías de que el mensaje que se recibía en un extremo fuera idéntico al transmitido desde el otro. Lo más probable era que se hubiese transformado.

Wan-To y sus hermanos sabían cómo abordar este problema. Comprobaciones de paridad y redundancia: si la comprobación de paridad revelaba que todo andaba bien, era posible que el mensaje estuviera intacto. Luego se comparaba con el mismo mensaje transmitido tres veces. La mayoría ganaba.

Entablar una conversación, pues, llevaba más tiempo del debido, no por el tiempo de viaje, sino por el procesamiento. Sin embargo, Wan-To no tenía alternativa. No quería construir otra inteligencia plasmática. Eso llamaría la atención. La materia, en cambio, no despertaría las sospechas de nadie; los seres como Wan-To no se interesaban en la materia, y era improbable que sus parientes rivales descubrieran lo que sucedía en ese pequeño satélite del sistema solar que había escogido. Tenía planes para ese sistema y sus vecinos. Para que los planes funcionaran, necesitaba potentes generadores de partículas.

Habría podido crear los generadores de partículas directamente, pero Wan-To no era tonto. No estaba construyendo los generadores, sino una especie de pequeño Wan-To, un análogo material de sí mismo que se encargaría de construir los generadores y manejarlos mientras fuera necesario, tal como deseaba Wan-To.

Ese pequeño Wan-To de materia no era una réplica exacta de sí mismo, ni gozaba de todos sus poderes. Era sólo una especie de servomecanismo. Tenía la inteligencia necesaria para hacer lo que Wan-To quería, y nada más. Llevaría a cabo lo que Wan-To mismo habría hecho, dentro de los límites de sus poderes. Pero según las pautas humanas, esos poderes eran inconmensurables.

Trabajar con materia de fase sólida constituía incluso una especie de desafío intelectual. Wan-To estaba felizmente ocupado en esta tarea como un terrorista humano que silbara mientras montaba su bomba de relojería; ansiaba jovialmente el éxito de sus planes cuando recibió una señal.

Era totalmente inesperada y le llegaba por uno de los complejos ERP. Esta vez no era de alarma. Wan-To la experimentó como sonido. El sonido de un nombre: Haigh-tik.

Haigh-tik era el «primogénito» de Wan-To, es decir, la copia de sí mismo que había hecho en primer lugar, la más completa. Como consecuencia natural, era el pariente que más preocupaba a Wan-To; si alguna de las ocho inteligencias que había generado era capaz de vencer a su creador, ésa era Haigh-tik.

Wan-To interrumpió la tarea de crear su análogo de materia y reflexionó. Conocía muy bien a Haigh-tik. No quería hablar con él en ese momento. Resultaba tentador iniciar una conversación, con la esperanza de que Haigh-tik inadvertidamente delatara su posición. Pero Haigh-tik también podía averiguar algo acerca de Wan-To. Aunque había una posibilidad mejor, reflexionó Wan-To. Él conocía los hábitos de Haigh-tik, incluida la clase de estrella que prefería habitar.

Así que Wan-To se tomó su tiempo para estudiar algunas de las estrellas cercanas.

Desde luego, antes lo había hecho muchas veces, durante sus miles de millones de años de existencia, porque observar el universo externo era una de sus principales distracciones. Las veía con toda claridad. Lo veía todo con suma claridad, pues los ojos de Wan-To, aunque eran sólo retazos de gas sensible, funcionaban a la perfección. Cuando miraban algo, lo veían. Podían captar un solo fotón y recordarlo, y sumarlo al siguiente fotón que se desprendiera de esa fuente. Y no importa cuánto tardara en llegar el próximo fotón.

Un astrónomo humano de Monte Palomar se habría puesto verde de envidia. Un astrónomo del Palomar podía interesarse en determinada estrella, o en determinada galaxia remota, y orientar hacia allá su espejo de cinco metros para una observación de una noche entera. Si el cielo nocturno estaba despejado —y si los coches y gasolineras de la colina y las farolas callejeras de San Diego no proyectaban demasiada luz— quizás obtuviera doce horas enteras en una placa. No lo haría con frecuencia, pues muchos otros astrónomos exigían tiempo para contemplar sus propios objetos. ¡Doce horas!

Pero los ojos de Wan-To podían absorber fotones del objeto más tenue durante mil años. Y si mil años no bastaban, bien, esos ojos podían fijarse sin parpadear en el mismo objeto durante un millón.

Y no estaban limitados a las frecuencias visibles. Para Wan-To, todas las frecuencias resultaban visibles. Podía «oír» muchas frecuencias de radio, sobre todo cuando estudiaba las grandes nubes gaseosas, algunas de ellas de mil años luz de diámetro, hasta cientos de miles de masas solares. En las nubes, el hidrógeno atómico grita a 1,4 gigahertzios; el hidrógeno molecular es mudo. Pero otros componentes de las nubes moleculares hablan sin ambages: el monóxido de carbono es ruidoso, al igual que el formaldehído y el amoníaco. Le era fácil escoger, en las nubes, las cosas que las ensuciaban con moléculas simples y racimos de silicatos (roca) y carbono (grafito, carbón, diamantes) congelados sobre hielo de agua. Si los estudios radiales y ópticos no bastaban, tenía rayos X y gamma de alta energía que atravesaban el polvo. Lo veía todo.

En la Tierra, los primeros observadores de astros pusieron nombre a los brillantes puntos de luz que veían de noche en el firmamento. Los árabes medievales fueron los más hábiles. Disfrutaban de aire seco y diáfanos cielos nocturnos. Ninguna planta energética ni refinería de petróleo les ensuciaba el aire, ni había autopistas iluminadas o centros comerciales que lo enturbiaran con su fulgor. Antes que Galileo inventara el telescopio, podían ver hasta tres mil estrellas, y dieron nombres a la mayoría. Wan-To podía ver aún más estrellas. Percibía cada estrella de su propia galaxia (que en ese momento también era la galaxia de la Tierra): unos veintitrés billones, según las gigantes que hubieran entrado en supernova transformándose en agujeros negros y según cuántas acabaran de nacer. No se molestaba en bautizarlas. El tipo, la distancia y la dirección le bastaban, pero las conocía todas, así como la mayoría de las que estaban en las Nubes de Magallanes, y algunas de M-31 de Andrómeda. También lo «sabía» casi todo acerca de las galaxias externas de este lado del límite óptico, hasta las «borrosas azules». Wan-To mismo era un catálogo mucho mejor que Harvard, Draper o el Palomar Sky Survey.

Así que indagar las estrellas cercanas no le llevó mucho tiempo. A fin de cuentas, sólo había veinte mil.

Lo importante era que tenía un dato útil sobre Haigh-tik. Sabía que Haigh-tik prefería las estrellas jóvenes, del tipo que los astrónomos de la Tierra llamaban objetos T-Tauri. Así que Wan-To buscó estrellas comunes con una fuerte emisión de litio i 660,7 nanómetros.

Descubrió que tres de ellas estaban lo bastante cerca para ser las posibles moradas de su díscolo hijo.

Con su equivalente de un gesto socarrón, Wan-To las pulverizó todas. En cierto sentido, pensó, era un desperdicio de por lo menos dos estrellas. Aun así, había estrellas en abundancia, y en cualquier caso, al cabo de un rato —a lo sumo un millón de años— se habrían asentado después de la conmoción y quizá fueran habitables de nuevo.

Después de enviar las instrucciones, se concentró en su otro proyecto, sintiéndose de mejor ánimo. Otra docena de estrellas había estallado y muerto mientras él trabajaba. Si Haigh-tik era el que dirigía este fuego de sondeo, quizá ya estuviera fuera de combate. Pero fuera quien fuese, Wan-To no quería que supiera que había errado.