4

El testigo inocente llamado Pal Sorricaine tenía ahora (biológicamente) unos sesenta años. Eso era mucho, comparado con la edad biológica de la esposa (treinta y ocho), pero aún contaba con la juventud suficiente para cumplir sus deberes en la colonia. En consecuencia, cuando Viktor cumplió catorce años (también biológicos), su madre dio a luz una criatura.

Viktor tuvo problemas para recibirla bien. Era una niña. Era diminuta. Era ruidosa a todas horas del día y de la noche. Y, a juicio de Viktor, era muy fea.

Por razones que Viktor no alcanzaba a entender, el horrendo aspecto de aquel ser no preocupaba a su madre. Tampoco contrariaba a su padre. La acunaban, la mimaban y la alimentaban como si fuera hermosa. Ni siquiera les molestaba el tufo que provocaba cuando hacía sus necesidades, lo cual ocurría a menudo.

Se llamaba Edwina.

—Y no le digas «eso» —ordenó la madre de Viktor—. Llámala por su nombre.

—No me gusta su nombre. ¿Por qué no la llamasteis Marie o algo parecido?

—Porque escogimos Edwina. ¿Por qué te fascina tanto el nombre Marie?

—No me fascina. Sólo me gusta.

Amelia Sorricaine-Memel miró a su hijo reflexivamente pero decidió no insistir.

—Marie es un bonito nombre —adujo al fin—, pero no es el de tu hermana.

—Edwina —se mofó Viktor.

Su madre sonrió. Le acarició el cabello con afecto y ofreció una solución intermedia.

—Puedes llamarla Chiquitina si prefieres, pues es muy pequeñina. Ahora te enseñaré a cambiarle el pañal.

Viktor miró a su madre con el horror y la desesperación de un adolescente.

—Cielo santo —gimió—. ¡Cómo si ya no tuviera bastantes cosas que hacer!

En efecto, tenía mucho que hacer. Como todo el mundo. La construcción de la nueva colonia no era sólo un desafío. Implicaba trabajo, y cada colono tenía que enfrentarse a los rigores de la vida de fronteras.

El primer problema en la nueva vida de Viktor había sido la morada donde vivían él y sus padres. No se parecía en nada a la casa de playa de Malibú. Era más grande que el cubículo del Mayflower, pero ése era el único elogio que podía hacerse. Ni siquiera consistía en un cubículo. Era una tienda. Para ser más exactos, eran tres tiendas unidas, cada una confeccionada con varias láminas del material de la vela lumínica/paracaídas, y para amueblarla sólo contaban con un par de camas —catres, a decir verdad: no tenían somier— y algunos armarios de metal traídos del Mayflower. (Aunque les advirtieron que también tendrían que renunciar a ellos en cuanto se fabricaran equivalentes de madera con la vegetación nativa. Hasta que las nuevas minas y fundiciones estuvieran en pleno funcionamiento, el metal era precioso.)

El segundo problema era el tiempo, que también escaseaba. En realidad, era inexistente. Cada una de las pocas horas diurnas estaba ocupada: cuando no era el trabajo (labranza, construcción, faenas generales; todos los niños del Mayflower pronto tuvieron que colaborar en cualquier tarea que supieran hacer), era la escuela. La escuela no resultaba divertida. Viktor compartía un curso con otros treinta y dos jóvenes de su edad, pero no se llevaban muy bien. La mitad de ellos eran de la primera nave, curtidos, más habituados a las nuevas costumbres y muy conscientes de su superioridad; los otros eran novatos como Viktor. Las dos especies no congeniaban.

El maestro no soportaba esta situación. Era un hombre alto y manco llamado Martin Feldhouse, a quien siempre le faltaba el aliento. También le faltaba la paciencia.

—No habrá riñas en esta escuela —decretó tosiendo—. Tenéis que compartir el resto de vuestra vida, así que comenzad ya. Alineaos por tamaño.

Los estudiantes se levantaron con desgana y se pusieron en orden. Martin Feldhouse desconcertaba a Viktor, quien nunca había visto a un ser humano a quien le faltara un brazo. Feldhouse había sido aplastado por un alud de grava en la mina. En la Tierra, o incluso en la nave, lo habrían solucionado en un santiamén. No allí. En ese sitio primitivo, en esa etapa temprana, estaba demasiado lejos de las instalaciones médicas para recibir atención inmediata, y cuando llegó a la clínica, el brazo estaba demasiado estropeado para salvarlo, aunque lograron curarle las lesiones del pecho y los órganos internos. Hasta cierto punto. Aún le quedaba aquella tos persistente. Cuando se sumaron sus incapacidades, el total indicó la única tarea que aún podía hacer, y lo nombraron maestro.

—Ahora formaremos pares de compañeros —indicó Feldhouse—. Cuando os señale, decid de dónde venís… Nave u Hogar. ¡Tú primero! —Señaló al chico más alto, que se apresuró a anunciar que era Hogar, al igual que la niña que estaba detrás, pero el otro era del Mayflower y fue alineado con el primer chico.

Cuando llegaron a Viktor, su compañera fue una chica llamada Theresa McGann. Se miraron con especulativa hostilidad, pero se sentaron juntos como les ordenaban, mientras Feldhouse se encargaba de los cuatro niños nacidos en el planeta que no tenían pareja.

—Vosotros cuatro me pertenecéis —declaró—. En cuanto a los demás, trabajaréis juntos. Los Nave enseñaréis a vuestros compañeros tanto como recordéis de lo que aprendisteis con las máquinas educativas. Los Hogar enseñaréis geografía, las características de las granjas y todo lo demás acerca de este mundo. ¿Qué te pasa a ti y cómo te llamas?

—Soy Viktor Sorricaine —anunció Viktor, bajando la mano—. ¿Por qué llaman «Hogar» a este sitio?

—Porque lo es —explicó el maestro—. Eso es lo primero que debéis aprender. Este planeta se llama Enki, según los astrónomos, pero su nombre correcto es Nuevo Hogar del Hombre. Lo, llamamos Hogar para abreviar. De ahora en adelante tendréis un solo hogar, y es éste.

Habían tardado ocho meses en descongelar, orientar y lanzar a los últimos inertoides del Mayflower a la superficie de Nuevo Hogar del Hombre. Habían pasado la mayor parte de ese tiempo desmantelando las secciones de pasajeros y carga de la nave para transformarlos en módulos de transporte, y ensamblando los paracaídas de vela lumínica que impedirían que el descenso se convirtiera en una catástrofe. Los colonos que ya estaban abajo dieron la bienvenida a los recién llegados, y un recibimiento aún más entusiasta a los cargamentos. Incluso los módulos vacíos se recibían con alegría; una vez que los vaciaban, cada uno aportaba media tonelada de precioso acero.

En todo este trabajo todos debían colaborar, los niños incluidos. Además, los jóvenes debían asistir a la escuela del señor Feldhouse (si tenían de doce a catorce años biológicos terrícolas; había otras escuelas para los más pequeños y para los mayores). Durante tres horas al día usaban las máquinas educativas y se enseñaban mutuamente gramática, trigonometría, historia de la Tierra, música y dibujo, bajo la impaciente y lacónica supervisión de Feldhouse. Lo bueno de la escuela era que Viktor contaba con la compañía de otros muchachos de su edad, aunque uno de ellos fuera esa insufrible Reesa McGann, que el maestro le había impuesto el primer día. Lo malo era que casi todos los chicos eran extraños. Además muchos de los jóvenes de la primera nave eran realmente envarados.

Como él y Reesa eran «compañeros», compartían un asiento en la atestada choza de la escuela, y ella tenía el privilegio de hacerle notar lo poco que sabía acerca de la vida en Nuevo Hogar del Hombre. Cada vez que él se quejaba de los libros compartidos o las tareas pesadas, ella le recordaba cuanto peor había sido seis años antes, cuando ellos habían desembarcado. El Arca no estaba diseñada para ser desmantelada, como el Mayflower. Los primeros colonos tuvieron que conformarse con despojarla del cargamento y la mayor parte de los elementos móviles. Luego, a regañadientes, la abandonaron. Todavía estaba en órbita, el motor casi muerto excepto por el hilillo de energía que alimentaba las unidades de congelación. Por lo demás, era sólo un cascarón. Con todo aquel precioso acero.

—Si hubierais sido más listos —dijo Viktor con aire de superioridad, mientras intentaba preparar una fogata fuera de la tienda—, al menos habríais preparado el motor para que irradiara energía hacia la superficie, como nuestra nave.

—Si hubiéramos sido más listos —replicó ella—, habríamos venido en la segunda nave como vosotros, para que otros hicieran el trabajo duro antes de nuestra llegada. —Luego añadió—: Saca esa leña y empieza de nuevo. Has puesto los trozos grandes abajo y los más combustibles arriba. ¿No sabes nada? —Al fin lo apartó y lo hizo ella misma. Esa chica era pura energía física.

Si Viktor hubiera mirado de veras a Reesa McGann, habría descubierto que no era una chica tan mala. De acuerdo, insistía en recordarle el inmenso alcance de su ignorancia (y él procuraba subsanarla ceñudamente). De acuerdo, tenía las rodillas mugrientas. De acuerdo, era varios centímetros más alta que él, pero sólo porque las chicas de catorce años eran más altas que los chicos de la misma edad. Pero él no la miraba así. No porque no le interesara el sexo opuesto, incluso un espécimen físicamente tan opulento como Reesa McGann. Estaba obsesionado con el sexo opuesto, como todo adolescente fogoso y saludable, pero el centro de su interés no había cambiado. Aún era la bella (y ahora viuda) Marie-Claude Stockbridge.

Marie-Claude seguía siendo viuda. El sufriente Viktor observaba que a menudo «salía» con otros hombres, pero se consolaba pensando que no mostraba intenciones de casarse con ninguno de ellos.

Aparte de sus tareas escolares, el aporte de Viktor a la comunidad se definía oficialmente como «trabajo general», es decir, las labores sencillas para las que otros no disponían de tiempo. Cuando podía, trataba de meterse en una cuadrilla de trabajo con Marie-Claude, pero en general le resultaba imposible. Había demasiado trabajo de muchos tipos. En el Mayflower, las dotaciones de limpieza vaciaban los compartimientos y lanzaban el contenido a la superficie. Las cargas más preciosas y frágiles bajaban en las naves de tres alas, impulsadas por cohetes, que el Mayflower llevaba a bordo, pero aún no contaban con combustible suficiente para usarlas para más de un viaje cada una. Los cargamentos menos delicados —pasajeros incluidos— bajaban en las grandes cápsulas.

Había de todo en esas cápsulas: tractores, alambiques, herramientas manuales, tornos, tiendas, equipo de perforación, rifles, linternas, utensilios de cocina, placas, instrumentos quirúrgicos, rollos de alambre de cobre, alambradas, tubos conductores, conducto flexible; también había vacas, ovejas, cerdos, gallinas, perros, gatos, carpas, truchas, abejas, escarabajos, gusanos, quelpo, algas, bagres, todo salido del congelador, envuelto en espuma protectora o inmovilizado en un saco de plástico. Los seres vivos no bajaron todos al principio; muchos de ellos (así como muchos tubos con huevos, esperma, semillas y esporas) permanecieron congelados en la nave, en previsión de necesidades futuras.

Las cápsulas seguían bajando. Cada vez que el Mayflower giraba en su órbita y alcanzaba la posición adecuada —una órbita cada veinte, debido a la rotación del planeta—, la tripulación lanzaba racimos de cargamentos, los cuales permanecían enlazados hasta que los cohetes de retroimpulso los desaceleraban, y luego se separaban desplegando sus paracaídas y bajaban como brillantes doseles de tela dorada, con las grises cápsulas de metal debajo. Eran paracaídas inteligentes. Tenían sensores que los mantenían en su rumbo y controles para desplazarse con bastante exactitud hacia el punto de aterrizaje previsto, siempre que las cápsulas enlazadas se hubieran lanzado en el momento correcto y el fuego de retroimpulso hubiera sido exacto.

Pero aunque todo saliera bien, los paracaídas podían descender dentro de un radio de diez kilómetros del punto de descenso, a cierta distancia de lo que llamaban el Gran Océano.

Habría sido ventajoso que el punto de descenso estuviera en el centro de la pequeña ciudad. Pero eso habría significado que la mitad de las cápsulas habrían caído en el Gran Océano, lo cual complicaba las cosas para recobrarlas. Resultaba más sencillo enviar a personas como Viktor a traerlas de vuelta en trineos tirados por tractores. Y eso hacía Viktor varias veces por semana.

Los cargamentos que se debían recobrar con más urgencia eran los organismos vivos. Había que guardarlos de inmediato en corrales, tanques, establos o estanques (mientras otros peones sudorosos y apurados les construían nuevos hogares). La siguiente prioridad eran las máquinas, que se necesitaban cuanto antes, para que la colonia pudiera vivir y crecer: arados, tractores, helicópteros, motores fuera borda para la pequeña flota de la colonia, y repuestos para mantenerlas en marcha. Por fortuna, el combustible no constituyó un problema después de las primeras semanas. El combustible no consistía en gases líquidos como los que usaban los cohetes —eso tendría que esperar— y tampoco era diesel o gasolina. Todos sabían que había petróleo en Nuevo Hogar del Hombre, pero aún no habían tenido tiempo para extraer una gran cantidad. En cambio, la gente de la primera nave había llenado enormes estanques con flora nativa de toda especie, troceada y empapada, creando un fermento que se destilaba en recipientes de combustible alcohólico. Eso impulsaba los tractores que traían los bienes, y Viktor ayudaba. Casi cada hora de vigilia del día, cuando no estaba en la escuela y todos los días de la semana.

Al menos le servía de ejercicio.

Como si Viktor no tuviera otra cosa que hacer, se veía obligado a encargarse de cuidar a la niña cuando sus padres iban a trabajar. A veces la llevaba a la escuela. Por suerte, la criatura dormía mucho, en un cesto junto al escritorio, y cuando se despertaba y rompía a llorar, Viktor debía llevarla afuera para calmarla. A veces sólo necesitaba alimento, pero cuando ella se mojaba, o algo peor, Viktor tenía que enfrentarse a la repulsiva tarea de cambiar a esa maldita cosa.

La única ventaja era que Viktor no era el único chico con una hermana, y no siempre tenía que hacerlo solo. Reesa McGann se tomaba en serio su papel de compañera.

—No sabes nada sobre bebés —lo acusaba, mirando críticamente mientras él trataba de meter la cintura de Edwina en una pernera de los pantalones de goma.

—Supongo que tú sí —rezongó.

—Claro. He tenido práctica. —Y Reesa lo demostraba apartándolo del paso y encargándose de la tarea.

Reesa no sólo no parecía molesta cuando cambiaba la ropa sucia de Edwina, sino que incluso soportaba a los hermanos Stockbridge. En su tiempo libre les enseñaba cosas que hacer en la pequeña ciudad. Cuando ellos se quedaban mirando, el pulgar en la boca, a los niños que bailaban en un período de ejercicios, ella los invitaba y les enseñaba algunos pasos. (Incluso enseñó algunos a Viktor.) Una vez, cuando todos estaban milagrosamente libres al mismo tiempo, llevó a Viktor y los niños a merendar en las colinas del norte de la colonia.

Viktor abrigaba sus reservas. Si ella cuidaba de Billy y Freddy, le quitaba la oportunidad de demostrar sus virtudes a Marie-Claude, aunque en realidad no tenía mucho tiempo para eso. Y la excursión fue divertida. La mejor cualidad de Reesa, según Viktor, era que pretendía, como él, ser piloto del espacio. Si no había oportunidades para ello, por lo que parecía, al menos piloto del aire. Se necesitarían hacer muchos vuelos en el aire de Nuevo Hogar del Hombre: continentes enteros para explorar y gran cantidad de islas. El Mayflower seguía en órbita enviando fotografías, pero había más descubrimientos esperando de los que podía escudriñar una mole orbital. Y algún día…

—Algún día —dijo Reesa, mirando las estrellas que despuntaban, y no tuvo que continuar. Ambos lo sabían.

Se había puesto el sol. Habían apagado la fogata y los hermanos Stockbridge fueron de mala gana a buscar agua para apagar los rescoldos. En el cielo despuntaban las estrellas y planetas de Nuevo Hogar del Hombre.

—Algún día —convino confiadamente Viktor—, estaré de nuevo allá arriba. Ambos estaremos —corrigió, para evitar una discusión. Luego irguió el cuello para mirar el achaparrado bosque donde se habían internado los niños y perdió algo de confianza. Viktor nunca había vivido en el linde de lo desconocido.

Advirtió que Reesa lo miraba y se ruborizó; una de las cosas que detestaba en Reesa era que siempre parecía saber lo que él pensaba.

—Los niños están bien —le dijo, dándole una palmada afectuosa—. Allá nada puede hacerles daño. Ni siquiera se pueden perder, porque ven las luces de la ciudad.

Viktor no se dignó responder.

—Cuando el Bajel llegue aquí —declaró—, habrá de nuevo naves espaciales. Tendrá que haberlas. No nos quedaremos atascados toda la vida en un mísero planeta.

—Y tendremos la edad adecuada —convino Reesa—. ¿Adónde quieres ir primero?

Luego, por supuesto, se suscitó una discusión. Ninguno de los dos quería molestarse con Ishtar: era grande, del tamaño de Júpiter, pero eso significaba que nadie podía aterrizar, pues la superficie ofrecía tantas dificultades para el aterrizaje como la de Júpiter. Ni siquiera contaba con las interesantes lunas de Júpiter, porque la interacción gravitatoria con el gigante Nergal se las había arrebatado. Viktor optó por Nergal.

—¡Todas esas lunas! —suspiró—. Algunas de ellas tienen que ser aceptables, y en todo caso es una enana parda… ¡Nadie se ha acercado nunca a una enana parda!

—Eso dice Ibtissam Khadek —apuntó Reesa.

—Bien, tiene razón.

—Ella siempre tiene razón, o dice tenerla. Se cree la dueña de este lugar.

Viktor rió. La astrónoma iraquí del Arca, Ibtissam Khadek, era nieta del hombre que había dirigido la primera sonda robot y bautizado a los planetas con el nombre de sus «ancestrales» dioses babilónicos, de acuerdo con su privilegio.

—El hecho de que no te caiga bien no significa que esté equivocada —le dijo a Reesa—. ¿Adónde irías tú?

—Quiero ir a Nebo —declaró Reesa.

—¡Nebo!

—El capitán Rodericks opina como yo. Dice que deberíamos fundar un puesto de avanzada en alguna parte, y que ése es el mejor sitio.

—¡Hay lunas más grandes que Nebo! —exclamó Viktor con desdén.

Pero ella insistió. Nebo era el planeta más cercano al sol. Tenía el tamaño de Marte pero era mucho más caliente que Mercurio.

—Tiene atmósfera, Viktor. ¿Por qué tiene atmósfera?

—¿A quién le importa?

—A mí. Quiero averiguar por qué… —La discusión continuó hasta que los hermanos Stockbridge regresaron y todos estuvieron de vuelta. Era una discusión en broma. Creaba la impresión de que tendrían realmente la oportunidad de regresar al espacio, aunque ambos sabían que el día en que eso fuera posible no llegaría hasta que fueran mayores.

Curiosamente, uno de los peores enfrentamientos entre Viktor y Reesa McGann se produjo por el tema de la edad.

Empezó cuando estaban tendidos en la áspera hierba del patio, jadeando después de la calistenia matinal. Para hacer ejercicio usaban habitualmente unos pantalones cortos blancos que eran la ropa interior habitual de los colonos; Viktor estaba fastidiado porque ese día Reesa había hecho diez flexiones más que él, así que miró la ropa de ella y se burló:

—¿Por qué llevas camiseta?

Ella lo miró con desdén.

—Soy una chica —le informó.

Ella no era la única adolescente que usaba camiseta, pero no había muchas otras.

—No tienes nada que ocultar —señaló Viktor.

—No uso la camiseta por eso —aclaró ella como una adulta que hablara con un niño—. La llevo para demostrar que lo tendré. En cualquier caso, soy mayor que tú.

Así empezó. La discusión continuó durante días. Ambos tenían seis años cuando la Nueva Arca salió de órbita. Cuando aterrizó el Mayflower de Viktor, ambos tenían doce. Eso decía Viktor, porque ambos habían pasado el mismo tiempo congelados, y la misma cantidad de años terrícolas creciendo.

Pero, según señaló Reesa, con ese aire socarrón que hacía hervir la sangre de Viktor, él no había calculado bien. El Mayflower era un poco más veloz que el Arca, pues era de una generación posterior, así que ella había pasado menos tiempo en el congelador y más tiempo creciendo.

—¡Pues te equivocas! —exclamó Viktor con aire triunfal—. ¡Has pasado más tiempo congelada!

Ella frunció el ceño, se sonrojó y cambió de tema.

—Pero eso no es lo importante —insistió. Había pasado seis años terrícolas más que él en Nuevo Hogar del Hombre. En consecuencia, era mayor porque Nuevo Hogar del Hombre tenía el doble de años que la Tierra en cualquier período dado de tiempo.

Viktor objetó esos cálculos.

Era verdad que el calendario terrícola no concordaba con las necesidades de Nuevo Hogar del Hombre. El día de Nuevo Hogar del Hombre, de sol a sol, duraba veintidós horas y media de la Tierra; y giraba alrededor del sol con tanta rapidez que sólo tenía ciento noventa y ocho de esos días en cada año. Un «año» de Nuevo Hogar del Hombre, pues, no duraba mucho más que medio año terrícola (o «real»).

La discrepancia creaba confusión con los cumpleaños. En la práctica no representaba ningún problema, pero se transformaba en un gran fastidio en ese tipo de discusiones. Los cumpleaños de Viktor estaban irremediablemente confundidos, al menos, y lo mismo sucedía con todos. ¿Cómo se calculaba un par de períodos de tiempo de congelación? Desde luego, se podía usar la fecha del nacimiento. En cualquier momento las máquinas educativas indicaban el día, año y minuto exactos de Laguna Beach, California, Estados Unidos, Tierra (o quizá, en el caso de Viktor, debieran calcular Varsovia, a varias franjas horarias de distancia). Pero Reesa se negaba rotundamente a aplicar las pautas de la Tierra.

Viktor reflexionó acerca de este interrogante en la escuela. No eran sólo los cumpleaños. El problema de los días festivos era peor. ¿En qué parte del calendario de Nuevo Hogar del Hombre había que insertar Navidad, Ramadán o Rosh Hashanah? Pero como el pretexto para reñir con Reesa eran los cumpleaños, Viktor se tomó tiempo para practicar aritmética con la máquina educativa, y luego presentó al maestro un plan para volver a calcular la edad de todos los colonos en años de Nuevo Hogar del Hombre.

El señor Feldhouse arrugó el papel.

—No has tenido en cuenta los efectos relativistas —observó—. Buena parte del tiempo de tránsito de ambas naves transcurrió al cuarenta por ciento de la velocidad de la luz; tienes que incluirlo en el cálculo.

El afligido Viktor dedicó más de sus preciosas horas de tiempo libre a las máquinas educativas. El señor Feldhouse lo aprobó con una sonrisa, pues representaba una maravillosa práctica en matemáticas para toda la clase.

Con penosa lentitud, la reforzada colonia dirigió sus nuevos añadidos y comenzó a incorporar los cargamentos que había traído el Mayflower. El acero de la nave no duraría para siempre. Existían yacimientos minerales, principalmente de taconita, pero los filones de superficie eran limitados y no contaban con personal para cavar minas profundas.

Allí intervenían las máquinas de Marie-Claude Stockbridge, y allí fue donde Viktor se aproximó más a la ambición de su vida, aunque desde luego Reesa se la estropeó.

Fue a la tienda de Viktor una mañana y se asomó.

—Levántate —ordenó—. Si llegamos allá antes que nadie podemos ayudar a Stockbridge con sus Von Neumann.

Viktor se alzó la sábana hasta la barbilla y la miró con ojos indignados y legañosos.

—¿Hacer qué? —preguntó.

—Ayudar a Marie-Claude Stockbridge —repitió Reesa con impaciencia—. La han autorizado para enviar las máquinas, y necesitará ayuda. Seremos nosotros, si levantas ese gordo trasero y llegamos allá antes que los demás. Eso lo despabiló.

—Lárgate para que pueda vestirme —ordenó, lleno de alegría, y se puso los pantalones cortos y los zapatos en un santiamén. Estaba enterado de los Von Neumanns, como todos los demás. Serían más importantes para la colonia, pero tenían que esperar su turno, como todo proyecto importante, hasta que se hubieran encargado de los más decisivos para la supervivencia.

Camino hacia el galpón de las máquinas, Reesa explicó:

—Jake Lundy me lo contó. Está interesado en mí; está ayudando a Stockbridge a preparar las máquinas, y creo que le seduce la idea de tenerme cerca durante unos días. Así que al instante pensé en ti.

—Gracias —dijo Viktor con felicidad. Jake Lundy no le caía muy bien. Era cinco años mayor que Reesa y él, un hombre alto y musculoso que ya había dado por lo menos un hijo a la colonia, aunque no manifestaba deseos de casarse. Pero Viktor podía soportar a Lundy —e incluso a Reesa— si eso significaba estar cerca de Marie-Claude.

Se quedó de una pieza cuando cayó en la cuenta de lo que Reesa estaba diciendo.

La fulminó con la mirada.

—¿Qué has dicho?

—Pues que según las apariencias, Stockbridge está interesada en Jake. Claro, es un hombre sensacional. —Calló un instante para mirarlo—. ¿Qué pasa contigo?

—¡No pasa nada conmigo! —replicó Viktor. Ella caminó alrededor de Viktor, examinándolo desde todos los ángulos mientras él guardaba un hosco silencio.

—Oh, entiendo —dijo sabiamente Reesa—. Estás enamorado de Marie-Claude.

—Cierra el pico —espetó él, temblando. Reesa hizo lo posible por conservar la paciencia.

—Pero, Viktor, eso es normal. No te irrites si ella se acuesta con un tío. Es una mujer, ¿verdad? —Retrocedió al ver la mirada de Viktor—. ¡Oye, no te enfades conmigo! ¡Yo no he hecho nada!

—Cierra el pico —rezongó él.

Reesa lo miró pensativamente y echó a andar hacia los barracones. Pero no podía guardar silencio mucho tiempo y antes de llegar allá carraspeó.

—Viktor, no te enfades si te pregunto una cosa. Cuando todos estabais en la nave, ¿alguna vez viste a Marie-Claude y su esposo haciendo el amor? —¡No seas asquerosa!

—Oh, Viktor —suspiró Reesa—. Hacerlo no es asqueroso. Mirar a otros haciéndolo quizá lo sea, así que te preguntaba…

—Te he dicho que cerraras el pico.

Reesa decidió obedecer, porque el tono de Viktor sonaba realmente peligroso. Pero el dolor interno de Viktor no se aplacó.

Marie-Claude Stockbridge estaba a cargo de una docena de prototipos de máquinas exploradoras Von Neumann, magníficos autómatas que distaban de estar vivos pero compartían con las criaturas vivientes la capacidad para ambular por su entorno, ingerir las sustancias químicas de que estaban hechos y multiplicarse, como la gente cuando tiene hijos. Luego esas copias crecían y repetían el proceso una generación tras otra. Cada cual tenía un «circuito de orientación», como los salmones de agua dulce o las aves migratorias, que los devolvería al lugar de donde habían partido (ellos o sus antepasados) cuando tuvieran determinado tamaño, para ser desmantelados, fundidos y convertidos en las piezas metálicas necesarias para la colonia.

Eran feos, pero desde luego resultaban mucho más cómodos que cavar agujeros en el suelo.

Las máquinas Von Neumann venían en varios tipos. Había excavadoras, que parecían piojos de hierro; había nadadoras, para explotar las aguas termales que esperaban encontrar en el fondo del Gran Océano, que parecían versiones cromadas de las conchas que la gente recogía en las playas de la Tierra. No eran puramente mecánicas. El buscador de hierro, por ejemplo, tenía un complejo sistema «digestivo» que recordaba el segundo estómago de un rumiante, donde bacterias diseñadas genéticamente para concentrar el hierro ayudaban a extraer el metal de la roca una vez que las fauces de la máquina Von Neumann lo habían pulverizado.

La tarea de Reesa, Viktor y otro par de peones consistía en trasladar las Von Neumann y elevarlas mediante correas para que Marie-Claude y Jake Lundy les abrieran las compuertas de inspección, examinaran los circuitos y comprobaran que las partes mecánicas estuvieran libres de las trabas que les habían colocado al embarcarlas. Era un trabajo duro, agotador. Al principio Viktor estaba bastante incómodo y no apartaba los ojos de Marie-Claude y Jake Lundy para ver si intercambiaban algún gesto de afecto; pero cuando se trataba de su especialidad, Marie-Claude se dedicaba exclusivamente al trabajo. Y, ante todo, ella estaba allí. La tenía a un brazo de distancia durante horas; y aunque lo considerase un niño, lo trataba como a un colega. Incluso Jake Lundy resultaba bastante tolerable. Sus músculos eran de gran ayuda cuando había que alzar o mover esas enormes máquinas, pero Viktor también se estaba fortaleciendo, y Lundy lo llamaba cuando se necesitaba un físico fornido.

Trabajaban desde el amanecer hasta la hora de la escuela, dos o tres horas por mañana. Reesa era siempre la primera en indicar a Viktor que era hora de marcharse, pues Viktor no deseaba cambiar la compañía de Marie-Claude por la del maestro, excepto un día. Ese día Reesa desapareció varios minutos en el lavabo cuando terminaron el trabajo, y al regresar le cogió el brazo con aire triunfal.

—Mira esto, tontorrón —ordenó, ruborizada de entusiasmo.

—Llegaremos tarde a la clase —se quejó Viktor. No estaba enfadado, sólo irritado porque ella lo tocaba de nuevo. Le costaba soportar a esas personas que tocaban y abrazaban, siempre buscando un contacto físico. De pronto vio lo que Reesa le mostraba y retrocedió con repulsión ante el trapo manchado.

—¡Qué asco! —exclamó—. ¡Es tu ropa interior sucia!

Ella tenía la cara rosada de orgullo.

—¡Pero mira de qué está sucia! ¡Es sangre! —graznó—. Eso significa que ahora soy una mujer adulta, Viktor Sorricaine, y tú eres sólo un mocoso estúpido.

Viktor miró en torno con aprensión para ver si alguien los observaba, pero los demás seguían trabajando. Comprendía qué le mostraba ella, pero no entendía por qué. Sabía qué era la menstruación, pues la máquinas educativas habían sido muy concretas en cuanto a los detalles fisiológicos de la sexualidad. Pero Viktor tenía la impresión de que el sistema reproductivo femenino era muy complicado. Viktor no era un machista falócrata. O no creía serlo. No se consideraba superior a las mujeres sólo debido al sexo. El dimorfismo sexual le despertaba una caritativa compasión por el desagradable trance que las mujeres debían superar cada mes, y el peor trance que soportaban para dar a luz.

Nunca había pensado que una mujer se enorgullecería de ello.

—¡Eso significa que puedo tener un bebé! —gorjeó Reesa.

—No sin un tío que te ayude —observó Viktor a la defensiva.

—Oh —exclamó la fascinada Reesa—, no habrá ningún problema con eso.

Y la colonia crecía.

Mientras Marie-Claude soltaba los primeros Von Neumann, cruzando los dedos en la esperanza de que no se estropearan, que funcionaran como debían y que fueran capaces de regresar, los obreros estaban terminando el gran esqueleto de acero de la vasta antena que, muy pronto, suministraría a la colonia energía de microondas generada en el Mayflower. Había una planta modelo de acero a medio construir, preparada para cuando los primeros Von Neumann de Marie-Claude regresaran con materia prima. Y se estaban excavando pozos en el agua caliente, al pie de las colinas que se alzaban cerca de la ciudad y que empezaban a llamar Puerto Hogar. Cuando esos pozos geotérmicos empezaran a producir electricidad, tendrían energía de sobra, suficiente para poner en marcha los inmensos congeladores cuyos cimientos estaban cavando, para almacenar algunas de las muestras que aún conservaban en el Mayflower y el Arca.

Eso no era todo. Estaban construyendo verdaderos hogares, y cada semana se escogía mediante un sorteo a media docena de familias afortunadas que podrían abandonar sus tiendas para vivir en un lugar con paredes. Aún llegaban emisiones de la Tierra, a toda hora del día, junto con los informes regulares del Nuevo Bajel, que estaba a medio camino de Nuevo Hogar del Hombre; pero ahora la gente veía las emisiones sólo para entretenerse, no con la desesperada añoranza de los primeros años.

No era precisamente una época de regocijo, pues aún los esperaban largos años de trabajo, pero al menos era una época en que los tres mil seres humanos (que cada día eran más) podían contemplar sus logros y observar las granjas, los muelles y la creciente ciudad con la satisfacción de estar domesticando el planeta.

Aún no habían visto ningún objeto nuevo y extraño en el cielo.

El quinto oficial (navegante) Pal Sorricaine ya no tenía nave donde ser oficial, ni donde ser navegante.

Eso lo deprimía. Aún era astrónomo, pero la estrella radiante era sólo un recuerdo, y no podía hacer gran cosa acerca de ese enigma que aún le intrigaba, y en cualquier caso se veía impotente para resolverlo. En la superficie de Nuevo Hogar del Hombre no había telescopios de tamaño adecuado. Los sensores del Mayflower aún funcionaban, pero no revelaban nada que nadie ignorase, excepto algunas lecturas peculiares sobre el planeta interior, Nebo. Un pequeño grupo de personas interesadas se reunía para hablar de ello en ocasiones: Sorricaine, Frances Mtiga y la mujer iraquí, Ibtissam Khadek. Se pasaban horas tratando de hallar en los bancos de datos algún indicio de por qué aquel planeta pequeño y caliente tenía atmósfera, y qué significaba la radiación gamma que parecía emanar de algunas partes de la superficie, pero en la historia astronómica anterior no había ningún dato que los ayudara. No parecía muy urgente, ni siquiera para ellos. Nadie pensaba que las lecturas tuvieran importancia suficiente como para dedicarles las escasas horas-hombre, menos cuando la antena aún estaba incompleta y los nuevos depósitos de alimentos aún seguían casi vacíos.

Así que Pal Sorricaine se entregaba a otras tareas.

Eran las tareas que hacían los niños cuando no estaban en la escuela. Trabajo no calificado. Faenas duras, a veces, y en lugares incómodos. Permanecía lejos de la comunidad dos o tres días seguidos, con un equipo de hombres que también figuraban entre los desempleados tecnológicos. Reunían las cápsulas de carga de baja prioridad que habían caído lejos de las zonas de descenso. Las transportaban en trineo a la ciudad; no sólo eran faenas duras, sino también aburridas.

A Pal Sorricaine no le importaba. Se dedicó a la cartografía cuando estaba en los bosques buscando cápsulas perdidas, y sus mapas se transformaron en los mejores de la comunidad. Cuando se hallaba en casa estaba de buen humor. Cuidaba de la niñita. Se mostraba cariñoso con su esposa y afectuoso con Viktor. A Viktor le asombraba que su madre se preocupara por su marido. Pero cuando él preguntaba, ella sólo se echaba a reír.

—Es un problema para tu padre, Viktor. Era uno de los hombres más importantes de la nave. Ahora es, bueno, sólo un peón, ¿entiendes? Cuando la situación se normalice y pueda volver a la astronomía… No continuó la frase. Viktor no se molestó en preguntarle cuándo se normalizará la situación. A fin de cuentas, su madre sabía tanto como él. Tal vez la única respuesta atinada fuera «nunca». Pero esa noche, cuando su padre regresó con el equipo de tractores, arrastrando cuatro enormes cápsulas de acero, parecía bastante satisfecho. Pal estaba de buen humor, impaciente por saber qué había ocurrido en la ciudad en su ausencia, y ansioso de contar los chismes de que se había enterado en sus charlas nocturnas con los demás hombres.

—¿Sabes qué ha estado haciendo Marie-Claude? —preguntó a su esposa, riendo—. ¡Adivina! ¡Está embarazada!

Viktor soltó la cuchara con que trataba de alimentar a su hermanita.

—¡Pero su esposo está muerto! —exclamó, pasmado ante la noticia.

—¿Acaso he mencionado un esposo? —preguntó jovialmente Pal Sorricaine—. He dicho que iba a tener un hijo, no que se fuera a casar. Creo que le gusta ser una viuda alegre.

—Pal —advirtió la madre de Viktor, mirando a su hijo—. No lo digas en ese tono, Pal. Marie-Claude es buena persona, y además necesitamos más bebés.

Pal sonrió.

—¿De forma que no pones objeciones? ¿No te molestaría que yo me ofreciera a ayudar en esa tarea?

—Pal —repitió ella, pero con otro tono. Estaba a punto de reír—. ¿Qué pasa? ¿Yo no te hago feliz?

Pal sonrió y decidió preparar un cóctel. De pronto se interrumpió y observó pensativamente a su hijo. Miró de soslayo a su esposa y añadió más ginebra auténtica —casi la última que les quedaba— a la mezcla.

—Ya tienes edad para probar uno, Viktor —invitó afablemente.

El compungido Viktor cogió el vaso de plástico y tomó un sorbo. El enebro le hizo arder las fosas nasales; el alcohol le quemó la boca. Tragó y tosió al mismo tiempo.

—¡Viktor! —exclamó su madre, alarmada—. ¡Pal!

Pero Pal ya estaba junto al muchacho, rodeándole el hombro con el brazo.

—Es mejor si lo tomas a sorbos —indicó riendo.

Viktor no se resignó. Se zafó del padre y, en cuanto pudo dominar la tos, engulló el resto de la bebida. Por fortuna no había mucha; su padre había preparado una cantidad moderada para el primer cóctel oficial de su hijo.

Viktor no carecía de fuerza de voluntad. La usó toda. Logró sofocar la tos, aunque habló con voz ronca cuando aseguró a su madre que se encontraba a la perfección. Le ardía la garganta. Le lagrimeaban los ojos. Aún le picaba la nariz. Pero también había una tibieza que empezaba en el pecho y se le difundía por todo el cuerpo.

Parecía aturdir aquel voraz dolor interior. No era una sensación desagradable. ¿Por eso las personas como sus padres bebían ese brebaje?

Su madre, al comprender que su hijo no estaba agonizando, sorbió su propia bebida, pero no estaba serena ni jovial. Observaba fijamente a Viktor. Pal Sorricaine trató de distraerla con bromas, pero sin mucho éxito. Viktor los ignoró a ambos. Se quedó contemplando el vaso vacío, haciéndolo girar entre las manos, imitando a un actor en una película transmitida de la Tierra que, como Viktor, había descubierto que la mujer amada se acostaba con otro hombre.

Viktor estaba enamorado.

Ya había sido bastante malo que Marie-Claude hiciera el amor con su esposo. Esto era muchísimo peor. Sentía un nudo de dolor en el estómago, como una puñalada. Ni siquiera la tibieza del alcohol aplacaba ese dolor.

Su madre dejó de estudiar al hijo para encararse con el esposo.

—Pal —decidió gravemente—, tenemos que hablar con Viktor.

Viktor sintió un ardor de resentimiento en la punta de las orejas. Rehusó alzar la cabeza. Oyó el suspiro del padre.

—Bien —concedió Pal Sorricaine—. Creo que es hora. Viktor, escúchame. ¿Estás…? —Buscó la palabra correcta—. Eh, ¿estás bien?

Viktor alzó la cabeza para dirigirle una mirada glacial.

—Claro que sí. ¿Por qué no iba a estarlo?

—Me refiero a la señora Stockbridge —insistió su padre. Parecía más avergonzado que nunca, aunque resueltamente comprensivo—. Hijo, no he querido decir nada que te molestase. ¿Comprendes? Escucha, es natural que un chico… que un joven se sienta atraído por una mujer mayor, sobre todo cuando esa mujer es atractiva y… —Captó la mirada de su esposa justo a tiempo—. Cuando es una buena persona como Marie-Claude. No hay nada malo en ello. Recuerdo que a los dieciséis años conocí una bailarina de la escuela de ballet de la Ópera en Varsovia, de veinte años, tan esbelta y grácil…

Calló, al borde de otro precipicio inesperado. Evitó mirar a su esposa. Ella lo observó pensativamente, pero guardó silencio.

—No sabes de qué estás hablando —dijo Viktor con severidad. Viktor nunca le había hablado a su padre en ese tono. Se levantó, tratando de no tambalearse, y enfiló hacia la puerta con pasos cautos y precisos. Pal Sorricaine se mordió el labio. La mirada fulminante de su hijo parecía expresar odio, y Pal Sorricaine nunca había esperado esa emoción en el hijo que siempre había amado y cuidado, y de quien esperaba el mismo sentimiento.

Viktor se apoyó contra la puerta.

Como habían sido una de las familias beneficiadas por el sorteo, ahora disfrutaban de dos habitaciones, dos cubículos juntos, en la larga hilera que bordeaba la calle fangosa, unidos como antiguas cabañas turísticas norteamericanas. A sus espaldas, a través de las delgadas ventanas de tela —último y más prolongado uso para los restantes jirones de la vela lumínica—, oía el cuchicheo de sus padres.

Pero, curiosamente, también había personas hablando en la calle. Se apiñaban en grupos, observando el cielo estival de Nuevo Hogar del Hombre. Viktor alzó los ojos instintivamente. Cálidas nubes de convección oscurecían buena parte del firmamento sin luna, pero también brillaban cientos de estrellas a través de los huecos.

Bien, siempre había nubes y estrellas, ¿o no? ¿Por qué esas personas miraban así? Sí, una estrella parecía muy brillante, casi tan brillante —Viktor recordó vagamente— como el planeta Venus desde la Tierra, más brillante que ninguna otra estrella de Nuevo Hogar del Hombre…

Advirtió alarmado que el brillo de la estrella aumentaba.

¡Qué extraño! Y el brillo seguía aumentando, un fulgor como el de la Luna terrícola, tan intenso que proyectaba sombras; Viktor comprendió que el brillo había sido intenso desde el principio. Al principio él lo había divisado a través de un banco de nubes. Pero cuando los últimos jirones de nubes se alejaron, era como un faro blanco azulado en el cielo, más resplandeciente de lo que debía ser una estrella…

Entró en la casa a la carrera, tropezando pero repentinamente sobrio, para gritar a sus padres que otra estrella cercana había estallado.

Después de eso, nadie se opuso a que Pal Sorricaine volviera a ejercer como astrónomo. Aunque la colonia necesitaba trabajadores aptos, todos convenían en que este segundo objeto Sorricaine-Mtiga merecía ser estudiado. Pal quedó exento de sus deberes de rescate de material, Frances Mtiga dejó la escuela, Jahanjur Singh abandonó su tarea como contable para el interventor de las tiendas e Ibtissam Khadek se olvidó de los sistemas de guía para la antena rectangular.

La dificultad se presentó cuando los cuatro solicitaron que la colonia ordenara a los tripulantes de las naves en órbita que abandonaran otra tarea para hacer las observaciones que sólo ellos podían realizar con los sensores de la nave, los únicos ojos de que disponía la colonia para investigar lo que sucedía en el espacio.

Fue necesaria una reunión plenaria de la colonia para tomar la decisión: más de tres mil personas congregadas alrededor de la plataforma al aire libre donde los portavoces exponían sus razones.

Cuando Pal Sorricaine se enteró de que la decisión se tomaría en una reunión, soltó un juramento y se sirvió un trago. Eso significaba que se decidiría por voto mayoritario, y Pal Sorricaine, como muchas personas del Mayflower, consideraba que la mayoría era injusta. La segunda carga de pasajeros superaba en número a la primera (1115 a 854), pero los primeros colonos habían tenido seis años terrícolas para procrear, así que la combinación de colonos de Nueva Arca y sus retoños nacidos en Nuevo Hogar del Hombre totalizaban 1918, mientras que el total del Mayflower apenas superaba los 1300. Claro que los recién nacidos no tenían edad suficiente para votar. Pero ¿quién la tenía, a fin de cuentas? ¿A qué edad comenzaba ese privilegio? ¿Y según qué cálculo?

Sorricaine se dirigió a la reunión decidido a librar una batalla por la cuestión de la edad para el voto. Pero esta vez la línea no dividía a las gentes de dos naves. El problema separaba a ambas facciones casi por la mitad. Un bando —encabezado por Pal Sorricaine y su pequeño grupo, junto con el capitán Rodericks de la primera nave y Marie-Claude Stockbridge— alegaba que era preciso estudiar la estrella con todos los recursos posibles. Otro bando —que incluía a los padres de Reesa McGann, a Sam y Sally Broad del Mayflower y a muchos otros de ambas naves— alegaba que los tripulantes de las naves tenían más trabajo del que podían realizar si querían terminar la conversión de los motores impulsores en generadores magnetohidrodinámicos de microondas. ¿Acaso los demás no entendían que la colonia necesitaba esa energía?

Todos se prepararon para una larga discusión. Aunque cada portavoz hablara sólo tres minutos, el debate duraría largas horas. Peor aún, horas improductivas. Los hombres y mujeres que discutían acerca del asunto no sembraban, no construían ni exploraban.

Sólo tardaron una hora en decidir, mediante votos a viva voz, cuántos tendrían derecho a hablar. El resultado fue cien personas: trescientos minutos, cinco horas de cháchara; y, aunque algunos de los ganadores inmediatamente cedieron su privilegio a aliados más elocuentes, muchos de esos trescientos minutos de charla sólo se usaron para decir hasta la saciedad: «¡La seguridad de la colonia está amenazada!».

Sin embargo, parecían incapaces de ponerse de acuerdo acerca de cuál era la amenaza, si la que venía del cielo o la de postergar la emisión de energía desde la nave.

El resultado fue desfavorable para Pal Sorricaine. Él y sus colegas consiguieron tiempo de observación, pero con una condición rigurosa. La asignación de tiempo de a bordo cobraría vigencia sólo al cabo de los diez días locales adicionales que se tardaría en completar la instalación de microondas.

El estallido aún brillaba, pero no tanto; se habían perdido los primeros espectros vitales. Sorricaine, Mtiga y los demás hicieron lo posible con los datos que empezaban a recibir, pero no averiguaron nada que no supieran ya. La estrella había explotado y nadie sabía por qué.

La estrella continuó dominando el cielo nocturno durante más de cien días de Nuevo Hogar del Hombre. Luego Pal Sorricaine despachó su último informe a los remotos astrónomos de la Tierra, renunció a sus privilegios y regresó resentido a sus labores, lamentando la oportunidad perdida.

Al menos ya no se dedicaba a rescatar cápsulas. Habían encontrado y transportado las últimas; otros lo habían hecho por él. Se enfrascó en otras tareas. Condujo tractores en granjas; navegó hasta una isla que estaba a más de cien kilómetros de la colonia, para sembrarla con lombrices y trébol de la tierra y prepararla para futuros cultivos; trasladaba mercancías a las tiendas con máquinas de transporte. Ese trabajo fue fatal, pues un día apiló los sacos de patatas a demasiada altura y la máquina volcó.

Cuando lo llevaron al hospital, tenía la pierna derecha en tal mal estado que no pudieron salvarla.

Al año siguiente, se atormentó cuando estallaron dos nuevas estrellas con dos meses de diferencia.

—Creo que no escogimos una buena zona de la galaxia para colonizar —le comentó a su hijo, haciendo una mueca mientras acomodaba el muñón de la pierna derecha—. Hay sectores que estallan.

Luego pidió a Viktor que le guardara la ración de licor, para ayudarse a combatir el persistente dolor.