Wan-To se estaba podando, con el mismo criterio quirúrgico de un horticultor que decide salvar un arbusto afectado por la helada.
Wan-To no usaba esa palabra, desde luego. No sabía nada de horticultura. Jamás había visto un jardín en el melancólico otoño, cuando las plantas se preparan para el invierno; las raíces mueren, los tallos se marchitan, las flores oscurecen y caen. Todo se sacrifica al crecimiento de semillas saludables que devolverán la vida a la planta cuando se entibie el suelo.
Lo que Wan-To hacía en ese universo moribundo era similar. Todo debía morir excepto ese pequeño recoveco de sí mismo que guardaba la esencia de Wan-To. Los ojos se cegaron. Los procesos de pensamiento se recortaron. Los recuerdos se abandonaron. ¡Oh, tantos recuerdos! Recuerdos de esa eternidad que era la vida de Wan-To, eones de jubiloso retozo en sus mil estrellas jóvenes, el orgullo de crear sus propios astros, sus propias galaxias, sus propias copias. Todo tenía que anularse. El recuerdo de Wan-Wan-Wan, Afable y sus demás copias: cancelados. El deleite ante una estrella clase G transformándose en gigante roja: olvidado. Los placeres y terrores de luchar contra sus rivales: abandonados. No había espacio para ninguna de esas cosas en la diminuta semilla taquiónica que sería Wan-To, surcando el vacío muerto con rumbo a su renacimiento. Ni siquiera el hilillo de energía que se gastaba en almacenarlos se podía despilfarrar así, pues debía consagrarse a la creación del patrón taquiónico.
Había algunos recuerdos que no se resignaba a descartar. No podía obligarse a eliminar el recuerdo de aquel diminuto grupo de estrellas. ¿Un hombre moribundo podía olvidar la promesa de un paraíso?
Cuando todo lo demás desapareció, cuando la tarea de transformarse en semilla estuvo casi completa, Wan-To se permitió el lujo de recobrar todo lo que sabía acerca de aquel grupo maravillosamente conservado.
Sí, contenía tres estrellas medianas, el tamaño que le gustaba. (Una cuarta, por desgracia, estaba deteriorada a causa de esa guerra de tiempo atrás, aunque sin duda ya habría sanado un poco, en tanto tiempo.) Había otras estrellas, no tan acogedoras como hogares, pero aun así agradables. E incluso planetas de materia sólida. Incluso estos resultaban preciosos para Wan-To, en su pobreza final.
Y en esos planetas…
Un recuerdo conmocionó a Wan-To. No había recordado ese extraño informe de Copia de Materia Número Cinco, pero allí constaba el dato, largo tiempo olvidado, ahora al fin invocado. Sí. En efecto. Los planetas poseían ese fenómeno extraño y enfermizo: materia viviente.
Algunas regiones de esos planetas estaban habitadas.
Wan-To interrumpió sus tareas para reflexionar. ¿Ese dato olvidado revestiría alguna importancia?
Entonces se impuso el sentido común. Claro que no, protestó Wan-To. ¿Cómo era posible? Esos seres eran diminutos e indefensos. Bien, acaso resultaran divertidos, una especie de compañía, tal como Afable y Dulce tanto tiempo atrás. En cualquier caso, no podían constituir una amenaza. Disponiendo de una estrella saludable, le resultaría fácil aniquilarlos, si lo consideraba necesario, tal como había hecho con criaturas similares, tantas veces antes.
A Wan-To nunca se le había ocurrido pensar en qué podían transformarse esas criaturas tontas y efímeras… al cabo de varias decenas de miles de años.