Pal Sorricaine no era el único observador que pensaba en esa anómala estrella radiante K-5. Lo mismo había hecho Wan-To, y con mayor apremio.
El hecho de que uno de sus díscolos parientes hubiera provocado el estallido de una estrella no molestaba mucho a Wan-To. Existían estrellas de sobra. El universo estaba plagado de aquellos objetos. Si esos idiotas destruían un millón de estrellas, las cosas no cambiarían gran cosa para Wan-To, pues aún quedaban cientos de miles de millones tan sólo en aquella pequeña galaxia. Siempre que la estrella donde vivía no fuera una de las que hacían estallar. (Aun así, sería una pena estropearlas todas y tener que mudarse a otra galaxia, tan poco tiempo después de haberse largado de la anterior.)
Lo que irritaba a Wan-To eran los motivos para provocar esos estallidos antinaturales. Era una novedad perturbadora, de la cual —era justo admitirlo— él tenía buena parte de culpa.
Con todo, se perdonó a sí mismo. A fin de cuentas, se había sentido muy solo.
El juego que la «familia» de Wan-To estaba practicando tenía su equivalente en la Tierra. Los oficiales de artillería lo llamaban «fuego de sondeo»: uno disparaba una andanada y se preguntaba si había acertado en algún blanco. El hecho de que no hubieran acertado no resultaba tranquilizador. Si insistían en ello, al final acertarían… y cuando Wan-To pensaba en algo, siempre lo hacía a largo alcance.
A Wan-To le gustaba su estrella. Era grande, pero no demasiado, y resultaba acogedora. El diámetro medía un millón y medio de kilómetros, la temperatura de la superficie oscilaba entre los seis y siete mil grados Kelvin. Variaba un poco porque la estrella de Wan-To era un poco variable. Bien, así eran las estrellas medianas. Pero también ofrecían mucha energía para jugar, y además ésta se mantenía por debajo del «límite de Chandrasekhar», más allá del cual aquella condenada cosa podría convertirse en una supernova. La masa era aproximadamente de 2,4 veces 1027 toneladas. Empequeñecía a cada momento, desde luego. Como cualquier estrella de su clase, a cada segundo transformaba más de cuatro millones de toneladas de masa de hidrógeno en energía, pero eso no constituía un motivo de inquietud. Wan-To sabía que tenía veinticuatro mil trillones veces esos cuatro millones de toneladas de masa para gastar, así que contaba con una buena expectativa de vida. Pasarían varios millones de años antes que empezara a hincharse para transformarse en una gigante roja.
Desde luego, ya había agotado buena parte de esa expectativa de vida. La estrella no era nueva cuando Wan-To se mudó allí. Wan-To lo sabía. Como cualquier propietario que advierte que las puertas se empiezan a rajar y las goteras crean manchas de humedad, Wan-To comprendía que un día tendría que mudarse a un lugar más nuevo y menos problemático… pero no todavía.
Por el momento estaba muy feliz en su acogedora casita. Quería quedarse allí. Si podía.
Con estos pensamientos, Wan-To se extendió con inquietud hacia la zona de convección de su estrella. Era como un humano preocupado levantándose y recorriendo su habitación. Esto lo reanimó, pues era uno de sus lugares favoritos para jugar. Había un placer puro en torcer las celdas convectivas para que al elevarse y caer chocaran entre sí. Además de resultar agradable como jugar con masilla plástica o acariciar una textura, trazaba bonitos dibujos sobre la superficie de la estrella. Podía detener el transporte calórico en una superficie de mil kilómetros de diámetro, y así esa parte de la estrella sería lo que los astrónomos humanos denominaban «mancha solar». Un pequeño retazo de estrella se enfriaba un poco. No mucho. Sólo dos mil grados Kelvin, pero lo suficiente para que los humanos consideraran oscuras esas zonas, en comparación con las demás. Claro que no eran oscuras. Eran infinitamente más brillantes que cualquier iluminación humana, pero alrededor todo era aún más brillante.
Wan-To dejó de jugar al sentir un nuevo temor.
¡Las manchas solares! Si él jugaba en la zona de convección, las manchas que provocaba serían visibles. Los dibujos no serían iguales que los naturales, y cualquiera que mirase la estrella vería lo que alguien hacía con la superficie.
El preocupado Wan-To se apresuró a aflojar su presión magnética sobre los bolsones de gas caliente. Intimidado, se alejó de la zona de convección. Esperaba que ninguno de sus rivales hubiera efectuado una prospección óptica de la estrella en ese preciso instante, ni tuviera suficiente inteligencia para deducir qué había ocurrido.
Luego, cuando hubo transcurrido tiempo suficiente (algunas décadas) para que incluso un colega distante lo hubiera visto y hubiera reaccionado, Wan-To empezó a relajarse, pues no había ocurrido nada funesto.
Cierto que ya no podía jugar en la zona de convección. Era una lástima. Había sido divertido. Pero, por otra parte, se le había ocurrido una idea muy satisfactoria: tal vez algunos de sus rivales aún jugaban.
Wan-To organizó algunos procedimientos de observación, enfatizando la frecuencia óptica que los seres humanos llamaban color azul. Mientras aguardaba los resultados, hizo una pausa para reflexionar.
Había transcurrido mucho tiempo desde que Wan-To había visto a su «padre», el cual, como Wan-To, había creado algunas copias de sí mismo para tener compañía, y el cual, como Wan-To, lo había lamentado muchísimo. Wan-To ni siquiera veía la galaxia donde había nacido. Estaba en el otro extremo del núcleo de la galaxia donde vivían los humanos, la que ellos llamaban Vía Láctea, y las nubes de polvo y gas, las estrellas y otros objetos oscurecedores entorpecían la observación que para Wan-To resultaba casi tan difícil como para los seres humanos. Pero los astrónomos terrestres sabían que estaba allí. La habían observado esporádicamente por radio, y dedujeron su existencia, aunque con incertidumbre, por sus efectos en el movimiento de los cuerpos cercanos; la llamaban «Maffei 2». Wan-To no tenía gran interés en verla. Tenía una idea de lo que encontraría, pero cuando él se marchó, esa galaxia se estaba volviendo demasiado caliente para vivir (en el sentido vernáculo, no cosmológico), porque las disputas entre sus parientes habían provocado la erupción de verdaderos aludes de estrellas desgarradas que habían derramado sus vísceras en el espacio.
Vio con pesar que lo mismo empezaba a ocurrir aquí. Aunque no quisiera ver Maffei 2, eso no significaba que no experimentara curiosidad por el resto del universo. Sentía una inmensa curiosidad; además, tenía planes para una buena parte de ese universo.
Quería averiguar qué ocurría, y quería cerciorarse de que las cosas ocurrieran como él deseaba.
Para la doble tarea de satisfacer su curiosidad y lograr que ocurrieran cosas, Wan-To contaba con cuatro herramientas. En orden creciente de importancia, eran la materia, los fotones, los taquiones y paquetes de partículas gemelas que actuaban según lo que los seres humanos denominaban «el fenómeno de separabilidad Einstein-Rosen-Podolsky».
Los paquetes Einstein-Rosen-Podolsky (ERP, para abreviar) eran los mejores. Por lo pronto, eran los más veloces. Como habían descubierto los seres humanos, en ciertas condiciones, pares de partículas son mutuamente sensibles por alejadas que estuvieran en el espacio, de manera que una acción efectuada sobre una de las partículas, en cualquier parte, se refleja instantáneamente en su gemela, en cualquier otra parte. Instantáneamente. El límite de velocidad universal, la velocidad de la luz, no viene al caso en lo referente a los pares ERP. No se aplica. Conociendo estos datos, para Wan-To y sus rivales resultaba fácil diseñar complejos pares de partículas y transformarlas en estaciones de comunicación instantánea. Wan-To tenía uno de esos conjuntos en casa y el otro en cualquier parte del universo donde escogiera situarlo.
Wan-To había colocado muchos de ellos. Le gustaban mucho, entre otras cosas porque no tenían «direccionalidad». No había modo de discernir, desde uno de los distantes paquetes ERP, dónde estaba su gemelo (y, por lo tanto, dónde estaba él). Como Wan-To no quería que los demás conocieran su paradero, usaba los paquetes gemelos ERP para hablar con sus preocupados rivales. Era el equivalente de un número telefónico que no figurase en la guía.
Sus demás herramientas también eran eficaces, cada cual a su modo.
Los taquiones, por ejemplo, eran casi tan rápidos como las partículas gemelas, y en algunos sentidos, mejores. Los taquiones —partículas cuya existencia se había deducido, pero no detectado, en la Tierra— permitían transportar mucha más información de forma mucho más sencilla. Además, permitían transportar algo más que información. Por ejemplo, se podía asestar un buen golpe con un bombardeo de taquiones, si uno deseaba causar daño. (En ocasiones Wan-To deseaba provocar algunos daños, al menos para impedir que otro le ganara de mano.) Un taquión era una partícula totalmente legítima, incluso dentro de los antiguos confines de la teoría de la relatividad. Respetaba el límite de la velocidad de la luz. Pero los taquiones se distinguían de otras partículas menos exóticas porque para ellos la velocidad de la luz era el límite inferior, no el superior. Nunca podían ir tan despacio como c. La velocidad no era gran problema cuando se usaban taquiones. Como los taquiones de menor energía eran los más rápidos, para cualquier propósito normal —a distancias, por ejemplo, de hasta varios cientos de años luz— resultaban casi tan rápidos como los pares ERP.
La objeción para el uso de taquiones no era técnica, sino táctica. Los taquiones armaban mucho ruido. Atravesaban el espacio (en vez de ignorar el espacio, como los pares gemelos) y una persona que estuviera en el lado receptor podía deducir fácilmente la dirección de donde procedían.
Wan-To no quería que eso ocurriera.
Para tareas menores, también contaba con todo el espectro de fotones: radio, calor, luz visible, rayos gamma, rayos X, incluso gravitones. Todos resultaban útiles para diversos usos, pero eran muy lentos. Ninguno se desplazaba a más de 300 000 kilómetros por segundo.
Con todo, eran muy eficaces para quien los sabía usar, sobre todo esa gama de partículas que mediaban la fuerza de la gravedad. Con ellas, a Wan-To no le resultaba difícil (ni tampoco a sus parientes) pulverizar una estrella. Incluso los seres humanos habrían podido hacerlo, si hubieran tenido acceso a los gravitones, gravifotones y graviescalares necesarios, y Wan-To disponía de una abundante provisión de ellos.
Si uno enviaba un torrente de partículas adecuadas hacia una estrella, podía dejarla bastante maltrecha. Una estrella se mantenía unida gracias a la fuerza de gravedad. Cuando el núcleo era atormentado y estirado en un potro de partículas, burbujeaba y chorreaba como un géiser, y ninguna estructura interior podía sobrevivir.
Wan-To sabía que eso le podía ocurrir a su propio hogar, y eso le producía escalofríos.
Por último, Wan-To podía usar esa estofa lenta, grosera y torpe: la materia.
Le resultaba bastante fácil hacer cosas con la materia normal, pero desconfiaba de ella. Era totalmente ajena a su vida cotidiana. Sólo la usaba cuando no tenía más remedio, y ésta era precisamente una de esas circunstancias.
Aunque su mente —«cerebro» no sería adecuado, pues Wan-To era casi todo cerebro— estaba ampliamente diseminada en la textura de la estrella donde vivía, los neutrinos mensajeros emitían sus señales casi tan rápidamente como las prolongaciones nerviosas de un cerebro humano. No le llevó mucho tiempo decidir que en esta ocasión el empleo de cierta cantidad de materia sería la mejor estrategia.
Hubo algo que le ayudó a tomar rápidamente esa decisión: una señal repentina y urgente —sus «sentidos» la percibían como algo intermedio entre la vibración de una campanilla de alarma y la picadura de una avispa— de uno de sus pares ERP.
La señal le indicó que una estrella cercana acababa de morir en un estallido.
Eso significaba que sus hermanos aún le disparaban con su «fuego de sondeo». Tarde o temprano esos disparos de tanteo darían con él, así que era hora de actuar. ¡Era la guerra!
En la guerra, los civiles son los que llevan las de perder. No se puede culpar a Wan-To por lo que sucedió a los testigos inocentes en este caso, pues él no tenía idea de que existían.