El regreso a Nuevo Hogar del Hombre constituyó una experiencia emocionante para Viktor Sorricaine. Por lo pronto, se trataba de un auténtico viaje espacial. La cápsula era un verdadero transbordador, y Pelly le permitió ocupar el asiento del copiloto mientras entraban.
Estar en Nuevo Hogar del Hombre fue una conmoción aún mayor; llegaba de nuevo a su verdadero hogar. El sitio al cual pertenecía, aunque ya no se tratara de esa tierra verde y promisoria donde se había criado. (Nada verde había sobrevivido a las eras glaciales de Nuevo Hogar del Hombre. Nada vivía en ninguna parte de Nuevo Hogar del Hombre, excepto aquello que las gentes de los hábitats habían plantado allí.) Pero Viktor tenía amigos en el planeta. Jeren lo esperaba con avidez, tímido, obtuso y devoto; también Korelto. Incluso el resentido Manett atinó a gruñir un saludo y estrujar el hombro de Viktor. Sin embargo, fijaba los ojos en Balit mientras alguien ayudaba al chico a descender de la cápsula y abordar una litera de transporte.
—¿De verdad es el hijo de Frit y Forta? —susurró Manett—. ¿De verdad ha venido contigo? ¡Por Freddy! ¡Entonces quizá pase algo aquí a pesar de todo!
—¡Pues claro que pasará algo! —declaró lealmente Jeren—. ¡Viktor está aquí ahora! —Luego añadió—: Pero dejadle en paz. Necesita tiempo para asentarse, ¿eh? Mira, Viktor, te he preparado un sitio. Puedo llevarte allí en cualquier momento. ¿Tienes hambre? Puedo prepararte un guiso de conejo… conejo verdadero, Viktor. Tenemos una gran cantidad de ellos.
Viktor apenas prestaba atención. Estaba contemplando el planeta que había abandonado. No era tan deprimente. Aunque las colinas estaban pardas y desnudas, la bahía brillaba azul y diáfana. También el cielo, con nubes algodonosas que flotaban sobre el océano. A pesar de todo, la vida había renacido. Al menos la vida humana. Prácticamente toda la población del planeta, casi sesenta personas, había acudido a saludar a los recién llegados, como los ciudadanos de un pueblo fronterizo reunidos en la estación para recibir la llegada del tren.
—Será mejor que ayude a Balit —comentó Viktor. El niño se acomodaba penosamente en la litera y un par de grilos corpulentos y velludos se disponían a coger las barras. Balit temblaba. En parte se debía al mero esfuerzo de mantener la cabeza erguida en la gravedad de Nuevo Hogar del Hombre, pero también al entusiasmo.
—Esto es maravilloso, Viktor —jadeó. Sacó un estuche metálico del bolsillo—. Quédate quieto.
Viktor permitió que le tomara una foto; luego ordenó con voz paternal:
—Ponte el sombrero. No sabes lo que puede hacer una quemadura del sol; no estás acostumbrado.
El niño obedeció. Viktor miró hacia otro lado y descubrió que Pelly escoltaba a un delgado hombre de un hábitat que se acercaba para reunirse con ellos. El hombre se sostenía con dos bastones y tenía un birrete azul encasquetado sobre los ojos. Una mujer, alta y delgada como él y casi tan bonita como Nrina, se les acercó tambaleando.
—Viktor —anunció Pelly—, te presento a Grimler y su esposo Markety. Ellos son los que te mandaron los datos que pediste.
—Al menos lo intentamos —observó la mujer, quien recibió a Viktor con un abrazo—. Esperamos que te hayan servido. Te admiro muchísimo.
Mientras Viktor aún parpadeaba de sorpresa ante estas palabras, el hombre continuó:
—Es más difícil con los depósitos —se disculpó—. Verás. Podemos llevarte allá cuando gustes.
—Cuando quieras —confirmó la mujer—. ¿Te parece bien ahora?
—Claro que sí —se entusiasmó Viktor.
Era una ventaja que hubieran construido el banco de datos y los congeladores junto a la planta energética de las colinas y no en Puerto Hogar. La ciudad ya no existía, o al menos no quedaba nada visible. Puerto Hogar reposaba ahora en el fondo de la bahía.
El inconveniente era que una colina aún era una colina. Ir cuesta arriba resultaba cansado.
Balit, Grimler y Markety ni siquiera intentaron subir; para eso estaban los grilos. Sus cuerpos macizos eran puro músculo. Las artes de Nrina se habían encargado de ello. Viktor los envidiaba. Su propios músculos, ablandados por tantos meses en la baja gravedad del hábitat y Luna María, sufrían ante la tarea de tener que trasladar un cuerpo humano tan lejos. A medio camino, Viktor tuvo que detenerse para recobrar el aliento.
Al mirar alrededor, no encontró ninguna referencia familiar.
—No veo los edificios de la planta energética —protestó.
—Claro que no, Viktor —dijo Korelto—. Están sepultados.
Korelto no jadeaba, pero desde luego él había tenido más tiempo para adaptarse a Nuevo Hogar del Hombre.
—Pero la planta todavía funciona —aclaró Jeren—. Oirás el murmullo si escuchas, y los edificios todavía están allá. Y muchos objetos todavía siguen en buenas condiciones. Vamos, faltan sólo veinte minutos.
—Espera un momento —pidió Viktor. Los grilos acercaron la silla de Balit y la depositaron en el suelo. El niño estaba fatigado, pero sonriente y bien dispuesto.
—¿Ya llegamos, Viktor? —preguntó. Y sin esperar respuesta, extrajo la cámara—. ¡Mira allá arriba! ¿Esas cosas no son nubes?
Viktor asintió sin responder. Estaba escuchando. Aparte de los ruidos que producía la partida, el silencio era casi absoluto. Un tenue suspiro del viento. El ronroneo distante de las máquinas de un pequeño grupo de edificios al pie de la colina, donde estaban descargando la nave de Pelly.
Y sí, un susurro agudo, casi inaudible, a cierta altura de la ladera. El sonido le resultaba familiar a Viktor, a pesar del tiempo transcurrido.
—¿Estoy oyendo las turbinas de la planta energética? —preguntó.
Desde su propia litera, a medida que los alcanzaba, el hombre llamado Markety dijo:
—Sí, claro que son las turbinas. ¿Nos detenemos aquí o seguimos andando? Creí que estabas acostumbrado a estos esfuerzos. Vosotros —ordenó a los grilos de Balit—. Recoged la litera y continuad.
—¿Quieres que te ayude, Viktor? —preguntó Jeren—. Recuerdo cómo me sentía los primeros días, cuando regresé aquí. ¡Débil! Nunca me había sentido así. Pero te aseguro que pasará.
—Claro que sí —gruñó Viktor, jadeando y desdeñando la oferta de ayuda. Había olvidado que Nuevo Hogar del Hombre podía ser tan cálido. No sólo estaba cansado, sino sudado cuando el sendero viró mostrándole una entrada. Era nueva, una abertura excavada recientemente para descender a un túnel subterráneo. De allí salían parejas de grilos, cargando con cápsulas congeladoras.
—Dejadlos pasar —indicó Markety—. Tienen que llevar ese cargamento a la nave.
Viktor obedeció de buena gana. Miró en torno, intrigado. Otrora —muchísimo tiempo atrás— toda esa ladera se extendía verde y agradable, y las gentes se reunían para merendar, bailar y escuchar los discursos del viejo capitán Bu. Tenía que ser el mismo sitio. Pero había cambiado a peor. Recordó que había estado allí con Reesa, Tanya y el bebé, antes de la boda…
Tuvo que desviar la mirada, pues se le saltaban las lágrimas. Advirtió que Jeren lo observaba preocupado y recobró la compostura mientras los grilos pasaban trajinando cuesta abajo.
El chillido de la turbina era ahora más intenso, inequívoco. Se oía otro sonido, palpitante, que resultaba más difícil de identificar, hasta que Viktor descubrió un hilillo de agua fangosa deslizándose a lo largo del sendero.
—Eso viene de las bombas —explicó Jeren—. Tienen que seguir bombeando el agua, desde luego.
—¿Bombeando? —repitió Viktor, y el corazón le dio un vuelco.
Comprendía. Si congelamiento significaba hielo, derretimiento significaba inundación.
Viktor se volvió hacia Markety, cuya litera venía detrás.
—¿Por eso os costó tanto recobrar los datos? —preguntó—. ¿Porque están almacenados bajo el agua?
Markety lo miró atónito hasta que lo comprendió. Entonces adoptó una expresión compasiva.
—Oh —suspiró—, creía que sabías eso.
Viktor no había olvidado lo que significaba domesticar un nuevo mundo, pero sí cuánto trabajo representaba.
Para su fastidio, allí todos parecían pensar que él sólo había ido allí para colaborar en el trabajo, cuando no para supervisarlo. Sin duda, necesitaban supervisión. Cuando Viktor explicó qué era un pozo y un tanque séptico, y por qué los primeros siempre se debían cavar a mayor altura que los segundos, la gratitud de Markety rayaba en lo patético.
—¿Cómo os las arreglabais sin mí? —preguntó Viktor, entre divertido y confuso ante la ineptitud de esos pioneros.
—Muy mal, me temo —admitió Markety—. Te necesitamos. A fin de cuentas, eres la única persona que ha visto Nuevo Hogar del Hombre tal como debería ser.
Así, quisiéralo o no, Viktor fue incluido en cada proyecto. La ventaja de ese trabajo duro y exigente era que mantenía a todos demasiado ocupados como para lamentar derrotas pasadas. Sin embargo, nada podía borrar de la mente de Viktor la evocación de esas pilas de fichas magnéticas estropeadas que antaño contenían la suma del conocimiento humano. El derretimiento del hielo había logrado lo que el tiempo por sí sólo no había conseguido. Todas las cámaras que contenían archivos habían estado sumergidas. E incluso las partes de donde se había bombeado el agua estaban estropeadas y húmedas; el acero era óxido, el silicio estaba quebrado y deforme; todo aparecía embadurnado de barro. La tarea de restaurar la información perdida equivaldría a la de quemar un libro en un crisol y tratar de leer el contenido en el humo.
Entretanto, estaba el trabajo.
La tarea más importante en el planeta renacido consistía en suministrar alimentos suficientes para mantener con vida a los habitantes. La nave de Pelly llevaba toneladas de alimentos en cada viaje, y los primeros visitantes de los hábitats habían instalado hibernáculos atendidos por grilos para cultivar vegetales comestibles. Los inertoides resucitados, que constituían una mayoría de la diminuta población de Nuevo Hogar del Hombre, tenían que apañárselas por su cuenta.
Manett condujo a Viktor a la primera parcela de ladera donde habían intentado instalar la granja. Por suerte, la promesa de Jeren se había cumplido: los músculos de Viktor se habían habituado a llevarlo de un lado a otro; en ocasiones le dolían, pero cumplían con su función. Incluso Balit se estaba acostumbrando a las exigencias de sus músculos artificiales, aunque en el viaje a la granja Jeren cargó al niño sobre la espalda.
En cuanto llegaron a la parcela, Jeren depositó al niño en el suelo y se volvió a Viktor con una sonrisa de orgullo.
—¿Qué opinas? —preguntó modestamente, señalando las hileras verdes e irregulares—. No lo hice solo. Markety nos permitió usar los grilos para parte del trabajo. Manett colaboró, y también algunos de los demás.
Viktor estudió los brotes raquíticos. La mera vista de un cultivo elevaba el ánimo en medio de aquella desnuda desolación, pero no había nada que creciera a mucha altura, nada que se pareciera a una fruta.
—¿Qué son? —preguntó con cautela.
Jeren se sorprendió.
—Patatas —respondió—. Todas las que ves allí. Y hay zanahorias, y repollo… comiste algunos anoche, ¿recuerdas? Probamos suerte con tomates y pimientos, pero no salieron bien.
—Salieron espantosos —gruñó Manett—. Las zanahorias también salen aplastadas y deformes.
—A los conejos les gustan las verduras, aunque nosotros no podamos comerlas. Además el sabor de las zanahorias es aceptable —comentó Jeren a la defensiva.
—Saben a zanahoria, de acuerdo —convino Manett—, pero incluso en las cavernas solíamos cultivar zanahorias cuatro veces mayores. ¿Cuál es el problema, Viktor?
Viktor advirtió que Balit lo observaba.
—En realidad, jamás fui granjero —se disculpó. Nadie dijo nada. Todos esperaban que él continuara—. ¿Alguien ha analizado el suelo? —preguntó Viktor incómodamente. El silencio de los demás fue una elocuente respuesta—. Quizá necesite un fertilizante. Minerales o algo parecido. Ojalá pudiéramos investigar los archivos de datos. Estoy seguro de que contienen toda clase de información agrícola.
—Sabes que no podemos hacerlo, Viktor —protestó Manett.
Jeren observó, con voz apacible:
—Verás, Viktor, nosotros nunca intentamos sembrar al aire libre.
Viktor asintió en silencio. Sabía que esperaban sus palabras. También sabía que lo más sincero que podía decirles era que ignoraba cómo ayudarlos. Incluso abrió la boca para decirlo, pero Balit se le adelantó.
—Viktor se encargará de ello —aseguró confiadamente el niño—. En Luna María me contó muchas historias acerca de cuando la gente cultivaba verduras en granjas. ¿Verdad, Viktor? Recuerdo que hablaste de irrigar los campos. Y también comentaste algo acerca de sembrar el suelo con lombrices.
—Bien, sí —admitió Viktor a regañadientes—. Lo he visto hacer, pero yo nunca…
Calló al comprender que todos estaban pendientes de sus palabras. Incluso el hosco Manett lo miraba con esperanza.
—Pero —se corrigió Viktor—, yo… —Miró el campo en busca de inspiración—. No se me ocurre la manera de regar estos cultivos. Algunas de las plantas parecen bastante secas.
—Reciben lluvia, ¿verdad? —gruñó Manett.
—En las tres últimas semanas ha llovido una sola vez —corrigió Jeren—. Quizá Viktor tenga razón. Mira, hay agua en abundancia en la bahía. Podríamos sacar algunas bombas del congelador.
—¡No! —rezongó Viktor—. ¡Es agua salada! Eso las mataría.
—Sí, claro —admitió Jeren—. De acuerdo, pero hay un riachuelo que baja junto a la pista de aterrizaje.
Viktor tuvo una idea.
—¿Para qué bombearlo cuesta arriba? —preguntó—. Tenemos el agua que se bombea de la zona de la planta energética. La vi correr camino abajo. Podríamos ordenar a los grilos que caven una zanja y la desvíen hasta aquí. O, mejor aún, podríamos instalar una nueva granja en los lugares adonde llega el agua.
Calló al advertir que todos sonreían. La cara de Balit estaba radiante de orgullo.
—Ya os dije que Viktor sabía solucionarlo —declaró el niño—. ¿Qué hacemos ahora con el fertilizante, Viktor?
Viktor caviló un instante.
—Si enviamos algunas muestras de suelo a Nergal, alguien podría analizarlas y decirnos qué hacer —sugirió—. Además, recuerdo que sembrábamos lombrices. No creo que ninguna haya sobrevivido al hielo, pero quizá queden algunas en los congeladores. Podríamos mirar. Si no queda ninguna, quizá Nrina o alguien más pueda fabricarlas. Es preciso tener lombrices para obtener una buena cosecha, porque ellas remueven el suelo y contribuyen al crecimiento de las plantas.
Calló al ver la expresión dubitativa de Balit.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Bien, hay una cosa que no entiendo, Viktor —dijo Balit tímidamente—. En la escuela nos hablaron de cultivos, pero nadie mencionó jamás las lombrices.
Viktor frunció el ceño, tratando de recordar cómo eran las granjas de los hábitats.
—Quizás en las granjas preparen el suelo de otra manera —arriesgó—. Tal vez sea así: los frutos de los hábitats no crecen en la tierra. Tiene que haber algo artificial, con todos los minerales necesarios para las plantas medidos con exactitud. Pero aquí hablamos de restaurar la vegetación de todo un planeta, Balit. Las lombrices se encargarán de ello. Y quizá necesitemos también otros bichos. Abejas, por ejemplo. Algunas plantas necesitan abejas que lleven el polen para que crezcan las semillas.
Calló, sorprendido por la expresión de alivio que veía en cada rostro.
—Ya os lo dije —repitió Balit, satisfecho.
Y Jeren añadió con orgullo:
—Supe que las cosas irían bien en cuanto te vi desembarcar de la nave, Viktor.
Cuando la nave de Pelly despegó para el vuelo de regreso a Nergal, Viktor casi se había conciliado con su peor derrota. No le resultaba fácil. La destrucción de los archivos de datos significaba el final de muchas esperanzas, pero la idea de revivir Nuevo Hogar del Hombre le proporcionaba una esperanza distinta, aunque no tan atractiva.
Todos cuantos lo rodeaban parecían desbordantes de expectativas, incluso Pelly. Poco antes del despegue, Pelly dejó de ladrar órdenes a los grilos que cargaban la cápsula para aferrar torpemente el hombro de Viktor y decirle:
—Lamento lo de tus archivos, Viktor. Escucha, si hay algo que yo pueda hacer…
—Gracias, de todos modos —dijo Viktor. Pelly lo estudió reflexivamente.
—A veces —comentó—, cuando las cosas andan peor, algo bueno ocurre. Algo que no esperabas. Quizá tengas una buena vida aquí, Viktor, con un poco de suerte.
—Lo sé —asintió Viktor, forzando una sonrisa. No era una sonrisa de diversión o placer, sino la sonrisa de una viuda ante los amigos que le ofrecen el pésame—. Jeren me ha dicho lo mismo. Ambos tenéis razón, desde luego.
Pero no tenía esa sensación, y se alegró de que Pelly interrumpiera sus intentos de consuelo para dar nuevas órdenes a los grilos. Entretanto Markety terminó de despedirse de su mujer, quien iba de visita a Nergal, y se estibaron las últimas cápsulas con inertoides para el laboratorio de Nrina. Los grilos se alejaron del cohete, Pelly agitó la mano, se cerró la compuerta. Todos se alejaron, Jeren cargando a Balit y rogando a Viktor que los siguiera. Los motores de la cápsula vomitaron una llamarada y rugieron. La nave cobró velocidad y el ruido se volvió ensordecedor. La cápsula se elevó y pronto fue un punto sobre el Gran Océano. Todos miraban. Nadie pronunciaba una palabra. Viktor echó una ojeada de soslayo a Balit. El niño contemplaba melancólicamente las volutas de vapor que había dejado la nave, y Markety parecía cansado y seguía con ojos tristes la cápsula que se llevaba a su esposa.
La nave se perdió de vista. El estruendo de los motores se extinguió y el silencio del solitario y desierto Nuevo Hogar del Hombre los envolvió.
Manett lo rompió.
—Bien —rugió en tono desafiante—, ahora podemos volver a excavar esas zanjas de irrigación.
Dos semanas después, las zanjas estaban cavadas y un hilillo de agua fangosa se escurría en el suelo de la parcela cada vez que alguien, por lo general Jeren, alzaba el panel que servía como puerta. No había llovido, pero las plantas crecían más saludables. Korelto y otros más —aún sin suerte, pero con esperanza— se pasaban los días en las cámaras criónicas, buscando las lombrices y abejas que Viktor había recetado, o cualquier otra cosa que pudiera servir para su tarea.
Viktor no los acompañaba en esa labor. No le gustaba visitar ese sitio donde había pasado tantos siglos como inertoide. Era como visitar su propia tumba.
Por otra parte, tenía muchas otras cosas de qué ocuparse, y algunas le resultaban incluso placenteras. Una mañana fue a buscar a Balit y le ofreció una diversión.
—Markety tiene un bote inflable y hay algo que quiero examinar. ¿Te gustaría ir a la bahía?
Por supuesto, el niño tenía una sola respuesta para eso.
—Oh, Viktor —suspiró mientras navegaban—. No sabía que la gente podía recorrer flotando toda esa agua, sin siquiera mojarse. ¡No conozco a nadie que haya hecho semejante cosa! —Y hundía los pies descalzos en el agua, chillando de placer ante el frío imprevisto.
Viktor se alejó varios centenares de metros de la costa y alzó los remos. Balit extrajo su cámara, tomando fotos de todo lo que veía. Pero cuando Viktor miraba las mismas cosas —las colinas yermas, el horizonte vacío—, todo le parecía despojado y deprimente. La idea de un Nuevo Hogar del Hombre vivo parecía un espejismo. A nadie parecía importarle, salvo a ese puñado de inertoides resucitados. Ni siquiera a Markety. Si ésas eran las gentes más emprendedoras —y gentes como Markety y Pelly tenían que serlo, pues eran los únicos que se molestaba en ir allí—, entonces la especie humana se encontraba en un apuro.
Pero el sol era tibio y el agua apacible. Una suave brisa soplaba hacia la costa; no había olas, ni riesgo de ser arrastrados a mar abierto.
—¿Qué querías ver, Viktor? —preguntó Balit.
—Inspecciona el agua —pidió Viktor—. Fíjate si hay algo que no te resulte natural. —El niño se inclinó precariamente sobre la borda y Viktor lo sostuvo riendo—. No te caigas. Aún no sabes nadar.
—Hay unas cosas de aspecto raro allá abajo, Viktor. ¿A eso te refieres?
Viktor se inclinó para mirar. Tardó un momento en asegurarse, pues las cosas estaban sepultadas en el cieno, pero luego asintió satisfecho.
—Sospeché que estarían allí. Son Von Neumanns.
—¿Qué es un Von Neumann, Viktor?
—¿Conoces esas cosas que llevan metales desde los asteroides? ¿Las que usan tus abuelos para manufacturar objetos? También son Von Neumanns. Éstas son iguales, sólo que no viajan por el espacio: se alimentan de metales en fuentes de aguas termales submarinas. ¡Y parece que lo siguieron haciendo durante largo tiempo! Hay miles de ellas allí, Balit. —Explicó que los nautiloides Von Neumann habían continuado así durante un sinfín de siglos, incluso bajo el hielo del congelado Nuevo Hogar del Hombre, comiendo, reproduciéndose, regresando hacia los olores de Puerto Hogar guiados por su olfato mecánico, como el salmón lo hacía en la Tierra. Sus diminutos cerebros les ordenaban que regresaran para la cosecha.
—Pero no había nadie para cosecharlos —concluyó Viktor sombríamente.
—Entonces, ¿ya no sirven?
—Claro que sí. Me alegra ver que todavía están ahí. Podrían ser muy valiosos, si encontráramos la manera de usarlos. Metales puros, ya refinados, toda clase de materia prima… —Sonrió con amargura—. Si tuviéramos fábricas, podríamos hacer muchas manufacturas. Si tuviéramos comida para alimentar a la gente que trabajara en las fábricas. Su tuviéramos gente para cultivar la comida para alimentar a la gente. Si…
Se interrumpió al advertir que Balit le apuntaba con la cámara.
—Vamos, Balit, ¿qué piensas hacer con tantas fotos? ¿Por qué no dejas ese aparato?
—No, es realmente interesante, Viktor —protestó el niño—. Pero ¿qué me decías de la gente? Viktor se resignó.
—Vale, empecemos desde el principio. El planeta entero está desnudo, ¿de acuerdo? No hay suelo para afianzar el terreno. Así que todo se ha volcado en el mar durante un par de siglos, lo cual significa que si no lo detenemos, pronto Nuevo Hogar del Hombre estará muerto. —Hizo una pausa, tratando de recordar los primeros y prometedores días de la primera colonia de Nuevo Hogar del Hombre—. Es preciso sembrar vegetación por todas partes, y cuanto antes. Esto significa plantar semillas… semillas para todo un planeta, Balit. Millones de toneladas de semillas. Habría que sembrarlas desde aviones, si dispusiéramos de aviones, y de semillas. Luego… ¿Estás seguro de que esto te interesa?
—¡Por favor, Viktor! —suplicó el niño. Viktor se encogió de hombros.
—Pero necesitamos gente para hacer el trabajo. No sólo para sembrar las semillas por todo el planeta, sino para cultivar alimentos para dar de comer a todos los que se ocupen de eso. Y para construir los aviones; y antes, para construir las fábricas para construir los aviones. Balit, he pasado antes por todo esto, y resulta difícil. Cuando las primeras naves de la Tierra llegaron aquí, tenían unos millares de personas y todo tipo de maquinaria diseñada para cada propósito que puedes imaginar. Aun así, todos trabajaron día y noche durante años. ¿Cuántas personas hay ahora en Nuevo Hogar del Hombre?
—Dieciséis —respondió el niño—. Es decir, dieciséis de los hábitats, más cuarenta y dos como tú, y los grilos.
—Dieciséis —convino Viktor—. Más cuarenta y dos como yo. Desde luego hay algunos miles más como yo en los congeladores, pero no podemos hacer gran cosa al respecto. Manett dice que intentaron revivir a algunos por su cuenta, pero la mayoría murieron. Quemadura de congelación. Después de tanto tiempo, la única posibilidad es llevarlos a los hábitats, donde la gente como Nrina tiene el equipo para hacer las cosas. No —musitó, mirando con desaliento las colinas pardas—, no lo creo posible. No tenemos recursos para sobrevivir aquí, y mucho menos para tratar de deducir… Calló y sonrió.
—Yo quería seguir hablando de Nebo y lo que le sucedió al universo, ¿verdad? Y ya has oído demasiado sobre eso.
—Nunca demasiado, Viktor —dijo Balit con seriedad, apagando la cámara—. Hay gente de sobra en los hábitats, ¿sabes?
—Claro que sí. Pero se quedan allá. No vienen a lugares primitivos como éste.
—Yo estoy aquí, Viktor.
Viktor acarició el hombro del niño en un gesto conciliatorio.
—Lo sé, Balit, y te lo agradezco. Pero hablemos en serio.
¿Cuántas personas están dispuestas a abandonar los hábitats para venir aquí? Y los que vienen, ¿cuánto tiempo pueden quedarse? No me dirás que te sientes cómodo aquí.
—No es tan malo, Viktor —aseguró el niño, tratando de restar importancia a sus malestares. Guardaron silencio un instante, luego Viktor señaló el agua.
—¿Ves esos bultos? No los Von Neumanns, sino los cuadrangulares. Creo que son los muelles de Puerto Hogar. Ahora están sepultados en el cieno, pero estoy seguro de que lo son.
—¿Los muelles no estarían a orillas del agua, Viktor?
—Lo estaban. Pero eso fue antes que el hielo desplazara la tierra; eso ocurre, a veces. —Viktor miró alrededor—. Apuesto a que ahora estamos flotando justo encima de Puerto Hogar.
Dejó de remar y escrutó el agua, tratando de reconstruir el plano de la vieja ciudad. Podría haber sido así. Esto habría sido la zona portuaria, aquello, el lugar donde se alzaba su casa; más arriba, cerca de la costa actual, quizás estuviera la escuela donde había conocido a la temperamental, pelirroja y adolescente Theresa McGann…
—¿Ocurre algo, Viktor? —preguntó ansiosamente Balit.
Viktor parpadeó. Al cabo de un instante sonrió.
—Todo está bien —dijo—. Sólo recordaba.
Balit asintió, estudiando el rostro de Viktor. Luego preguntó:
—Viktor, ¿te ha llamado Nrina?
Viktor miró al muchacho.
—No estaba pensando en Nrina.
—Lo sé —dijo el niño—. Sólo me preguntaba… —Y añadió—: Cuando le devolvamos el bote a Markety, ¿quieres que le pidamos que nos muestre las cosas de Nebo?
—Dios mío —exclamó Viktor, meneando la cabeza con asombro. Porque, aunque pareciera increíble, con todo lo que había sucedido desde su llegada a Nuevo Hogar del Hombre, casi se había olvidado de «las cosas de Nebo».
Los objetos no estaban en un museo ni en lugar parecido. Se almacenaban en un cobertizo de los alrededores de la pequeña colonia, y casi todo el sitio estaba lleno de chatarra que nadie quería pero que nadie deseaba tirar. Como ésta era una descripción exacta de los artefactos de Nebo, estaban allí, medio ocultos detrás de una pila de ruedas rotas, montones de piezas de alfarería rajadas, exhumadas de las madrigueras de la era glacial, y otros desechos.
Con ayuda de Markety, Viktor y Balit llegaron a las «cosas de Nebo», pero al principio no les sirvió de gran cosa. Viktor ya había visto el objeto más grande en el escritorio educativo de Nrina: una pieza de metal lavanda del tamaño de un hombre, de forma más o menos cúbica. Viktor la palpó con cautela. Era muy sólida.
—¿Por qué no llevaron estas cosas a los hábitats? —preguntó.
—Podrían ser peligrosas, Viktor —replicó el sorprendido Markety—. Ya sabes qué ocurrió en Nebo cuando la gente intentó examinar esos artefactos. Es mejor que estén aquí, pues si alguien comete una temeridad, habría menos daños… para las cosas importantes.
—Si alguien intenta ver qué hay adentro, quieres decir —convino Viktor—. Quizá tengas razón, pero hay que hacerlo.
El asombro de Markety se transformó en preocupación.
—No sé si es buena idea, Viktor.
—No es necesario hacerlo aquí. Podríamos trasladarlos a otra parte de Nuevo Hogar del Hombre, y tal vez inventar alguna máquina de control remoto para abrirlos. No sé, quizá el mejor sitio para hacerlo sea el mismo Nebo. Pero a la larga tendremos que correr el riesgo, porque necesitamos averiguar qué hay dentro. —Al decir estas palabras, Viktor notó que su entusiasmo renacía.
—Pelly dice que se podría hacer en el espacio —sugirió Balit.
—Mientras se haga, no me importa cómo —declaró Viktor—. Esas máquinas de Nebo hacían cosas que los seres humanos ni siquiera imaginan, que ni siquiera imaginaban cuando viajaban de una estrella a otra.
Markety carraspeó.
—Sabemos que eran bastante eficaces para matar gente —concedió.
—No creo que esas muertes fueran deliberadas —objetó Viktor—. No todas ellas, al menos. Sabemos que, por el contrario, ayudaron a algunas personas… las que yo vi aterrizar en Nebo; tenemos las grabaciones para probarlo. Sí, murieron al cabo de un tiempo, pero no fueron simplemente asesinadas. Dios sabrá por qué. Ni siquiera a ti te he dicho esto, Balit, pero tengo una vaga idea. Creo que hay otra civilización en juego… no humana. O que la hubo, al menos. Esa civilización envió a alguien a Nebo hace mucho tiempo, muchísimo tiempo, incluso antes de que la Nueva Arca llegará aquí desde la Tierra.
—Nadie había dicho nunca semejante cosa, Viktor —observó Balit con preocupación—. ¿De dónde vendría esa gente?
—Lo ignoro. La estrella Oro tiene planetas, según Pelly. Quizá las gentes que aterrizaron en Nebo procedían de uno de esos planetas. De cualquier modo, creo que por alguna razón que no atino a imaginar construyeron esas máquinas en Nebo para aprovechar la energía de nuestro sol, y las usaron para acelerar este pequeño grupo de estrellas.
—¿Con qué propósito? —preguntó Markety, de buen humor.
—Ni idea, como he dicho. Pero nunca podremos saber «por qué» a menos que deduzcamos «cómo», y eso significa desmantelar algunas de estas máquinas para averiguar cómo funcionaban.
Reinó un instante de silencio. Markety comentó tímidamente:
—Viktor, ¿no pensarás tratar de abrir una por tu cuenta, verdad?
—Si no hubiera otra manera, lo intentaría —afirmó Viktor.
—Cielos —suspiró Markety, frunciendo los labios. Estudió el rostro de Viktor sin comprender—. Bien, hablemos de cosas más alegres. ¿Tenéis hambre? Esperaba que ambos almorzarais conmigo; tengo algunas delicias que Pelly trajo desde casa. ¿Qué dices tú, Balit?
Pero Balit no le escuchaba. Fijaba los ojos en la puerta.
—Viktor, ¿por qué se ha puesto tan oscuro afuera? —preguntó.
Viktor se volvió y comprobó que así era; ese día brillante se había vuelto sombrío. El sol había desaparecido, y las nubes eran gruesas y negras.
—Bien —comentó—, si vamos a alguna parte será mejor que nos demos prisa. Creo que va a llover.
Llovió, en efecto. Los primeros goterones los alcanzaron antes que llegaran a la casa de Markety, y una vez que estuvieron adentro se desencadenó un chubasco torrencial. Balit estaba encantado. Se acercaba una y otra vez a la puerta para tomar fotos. Era una tormenta imponente. Balit se tapaba los oídos ante los truenos y chillaba por los relámpagos. No se debía al miedo, sino a un arrebato de emoción ante el inaudito espectáculo de los elementos desbocados.
El almuerzo fue tan delicioso como Markety había prometido, y él era un anfitrión jovial.
—Me disculpo por no saber más acerca de esos artilugios de Nebo, Viktor —comentó, sirviendo vino. Necesitaba ambas manos para sostener la jarra en la gravedad de Nuevo Hogar del Hombre—. Era mi esposa quien tenía más interés en ellos… Grimler, ¿recuerdas? La conociste al llegar.
—Oh —dijo Viktor, tratando de evocar a esa mujer esbelta y bonita—. Creo que sí.
—Y ella se fue con Pelly, lamentablemente. La echo de menos… Pero no creo que supiera mucho sobre esas cosas. Sólo las consideraba interesantes.
—Aun así, me gustaría hablar con ella.
—Y lo harás, en cuanto regrese. —Markety sorbió el vino, lo paladeó, sonrió—. Sí, creo que está bien. Balit, si te quedas quieto un momento, me gustaría brindar por tus maravillosos padres.
—Un momento —dijo el niño desde la puerta, fascinado mientras fotografiaba la rutilante violencia del cielo y los arroyos lodosos que se precipitaban sendero abajo—. Oh, Viktor, no veo el momento de enviar estas fotografías a mi clase… Se pondrán verdes de envidia. —Luego recobró la compostura—. ¿Querías brindar, Markety?
—Por nuestros grandes artistas, Frit y Forta —declaró Markety, alzando la copa con aire ceremonial. Una vez que bebieron, añadió—: Ellos son una de las razones por las cuales Grimler te envió los datos. Desde luego, ella estaba interesada de todos modos, pero habría hecho cualquier cosa que Frit o Forta le pidieran, al igual que todos nosotros. ¿Viste su nueva danza-poema sobre la gata? ¿No? Quizá fue mientras estabas en vuelo, pero aquí vimos la transmisión. ¡Maravilloso!
—¿Sabías que Viktor ha bailado con Forta? —preguntó Balit.
Markety parpadeó atónito.
—¿Viktor? ¿Baila? ¿Ha bailado con Forta? Vaya, es maravilloso, Viktor —se entusiasmó Markety—. No tenía ni idea. De verdad que te envidio, Viktor… —Se permitió una sonrisa nostálgica—. Hace tiempo yo también deseaba ser bailarín. Incluso esperaba estudiar con Forta. No dio resultado. Él tiene la amabilidad de decir que me recuerda, pero me temo que es sólo por cortesía. Sospecho que yo no tenía verdadero talento, excepto como aficionado. Y con esta gravedad, desde luego, no puedo bailar un solo paso.
—Viktor puede —señaló Balit—. Él se crió aquí.
Markety observó al muchacho y se volvió hacia Viktor con repentino respeto.
—¿De verdad? ¿Podrías hacerlo alguna vez, Viktor? Quizá cuando Grimler regrese. Sé que le encantaría.
—Pues claro, Viktor bailará para vosotros —dijo grácilmente Balit—. Necesitaremos música, pero pediré a Forta que la transmita.
—Maravilloso —jadeó Markety. Y si antes había sido un anfitrión hospitalario, ahora se mostró casi sofocante. Las turbadoras ideas de Viktor acerca de Nebo quedaron olvidadas. Markety escogió las mejores frutas para Viktor y Balit, y se negaba a comer hasta cerciorarse de que ellos estaban satisfechos. Pero parecía radiante—. ¿No es agradable? La lluvia, y tan buena compañía, y todo lo que está ocurriendo. No sé expresar lo contentos que estamos de haber venido, Grimler y yo… quiero decir, cuando ella está aquí.
Tal vez fue el vino. Sin duda habían bebido mucho, pero fuera cual fuese la razón, Viktor no pudo reprimir la pregunta:
—¿Cómo es posible? No creí que a la gente de los hábitats les agradaran los planetas.
Markety manifestó orgullo y cierta confusión.
—Grimler y yo no somos como otros residentes de los hábitats —afirmó—. Admito que algunos amigos nos consideran locos, pero nos gusta este lugar. Grimler dice a menudo que las cosas son demasiado fáciles en los hábitats. No hay desafíos. Y aquí hay un planeta entero para revivir, sólo queremos desempeñar nuestro pequeño papel en esa empresa. Así nuestras vidas tendrán algún valor, ¿comprendes? Y ella estaría aquí ahora, salvo que…
Markety titubeó un instante, luego, sonriendo, se quitó el birrete azul.
Era la primera vez que Viktor le veía la cabeza descubierta. Balit soltó una exclamación de sorpresa. La frente de Markety lucía el emblema de la fertilidad.
—En efecto —dijo Markety, aún con esa mezcla de orgullo y vergüenza—. Grimler y yo decidimos tener nuestro propio bebé. No consideramos que lo que hace Nrina esté mal —se apresuró a añadir—. Está muy bien para quienes lo prefieren. Pero queríamos nuestro hijo natural, no programado con antelación, así que, bien, lo hicimos a la manera antigua. De modo que Grimler está… «embarazada».
—Estoy perplejo —confesó Viktor.
—Oh, todos lo están —dijo púdicamente Markety—. Pero eso es lo que deseamos, gente que pueda crecer en Nuevo Hogar del Hombre sin necesidad de píldoras ni inyecciones, más parecida a ti, Viktor.
Oyeron ruidos en la puerta, y Jeren entró, empapado y reluciente de lluvia, el rostro pálido de consternación.
—¡Viktor! —graznó—. ¡La granja! Fuimos allí a inspeccionar, y todo se ha ido. ¡Todo! ¡El agua ha arrastrado los brotes!
Manett entró hecho una furia.
—¡Maldito seas, Viktor! Nos hiciste cavar esa zanja, y ahora lo ha estropeado todo.
Cuando amainó la tormenta y retazos azules aparecieron hacia el este, Viktor fue a mirar y comprobó que era cierto. Un vigoroso arroyo descendía por el nuevo acueducto atravesando la zona recién sembrada. No lo había arrastrado todo, pero sólo algunas hileras alejadas de la zanja de irrigación habían sobrevivido; todo lo demás era un revoltijo de barro reluciente.
—Debimos haber encauzado la zanja hacia un estanque —se lamentó Viktor con voz compungida—. Y no debimos haber sembrado en esta ladera… No pensé en la erosión. Sobre todo con tanto terreno desnudo colina arriba. —Meneó la cabeza consternado—. Debí haberlo sabido.
—Ya lo creo —gruñó Manett.
Al día siguiente fue como si la tormenta no hubiera existido: un cielo color cobalto, un sol tibio, pocas nubes en el cielo.
Pero los rastros de la tormenta no habían desaparecido. No era sólo la granja. La calle de la pequeña comunidad estaba cubierta de barro pardo y pegajoso. Ningún vehículo con ruedas podía desplazarse. Incluso los grilos tenían dificultades para avanzar, pues los pies velludos se transformaban en bolas de cieno; la gente de los hábitats caminaba fatigosamente, poco a poco, cuando tenía que salir, pero la mayoría optaba por quedarse bajo techo.
Aun así, Balit estaba entrando en el puesto de comunicaciones del extremo de la calle. Viktor lo vio y se sorprendió, pero estaba hablado con Jeren.
—Tendremos que encontrar un nuevo sitio para la granja —dijo—. Un sitio nivelado. Preferiblemente con un risco que lo separe de las colinas, de modo que en caso de inundación el agua se desvíe y no arrastre las plantas. Y cerca de un arroyo, para que podamos irrigarlo.
—No creo que hoy podamos ir en busca de ese sitio —murmuró Jeren.
—No, esperaremos a que el suelo se seque un poco —convino Viktor—. Y también tendremos que hacer algo aquí. No creo que podamos pavimentar la calle, pero quizá sea buena idea plantar hierbas alrededor de la aldea para retener el suelo cuando llueva.
—Lo intentaremos —aceptó Jeren, mirando por encima del hombro de Viktor—. Creo que Balit te está llamando.
Así era, en efecto. Viktor enfiló hacia el puesto de comunicaciones, arrastrando los pies por el barro. El niño deliraba de satisfacción.
—Entra, Viktor, por favor. ¡Pronto! Acabo de recibir un mensaje de Luna María y quiero que lo veas.
El niño estaba visiblemente entusiasmado. Viktor supuso que se trataría de otro mensaje de afecto de Frit o Forta, o de ambos; esos mensajes llegaban casi a diario.
No eran Frit ni Forta, sino un grupo de compañeros de Balit, risueños y exaltados. No estaban en el aula. Se habían reunido alrededor de un terreno donde brotaban plantas verdes, brillantes y saludables.
—¿Ves, Viktor? Hicieron lo que tú decías —señaló Balit con orgullo.
—¿Lo que yo decía?
—Que debíamos hacer analizar el suelo. Pelly tenía algunos terrones en las cápsulas criónicas que llevó, así que solicité a mi escuela que se encargara de ello, para participar en el proyecto.
—¿Qué proyecto? —preguntó Viktor.
—Han adoptado Nuevo Hogar del Hombre como proyecto —explicó Balit—. No sólo el suelo, eso es sólo una parte. Pero lo hicieron analizar para ver qué necesitaba, y luego añadieron cosas. ¡Mira la diferencia!
Viktor lo examinó con incredulidad.
—¿Una clase de jovencitos hizo eso?
—No son jovencitos, Viktor, tienen la misma edad que yo. Además, Grimler ayudó.
—¿Grimler? ¿La esposa de Markety?
—Desde luego. Ella también está allí; la verás dentro de un momento. Y no fue sólo mi clase. En todos los hábitats hay escuelas que tienen proyectos de Nuevo Hogar del Hombre. ¿Quieres saber para qué eran todas las fotografías que tomé? La mitad de las escuelas orbitales las han estado observando. Todos los chicos se han entusiasmado, Viktor. Mira, allí está Grimler.
Allí estaba, en efecto, esbelta como siempre, con aire radiante.
—Pelly llevará dos toneladas de fertilizantes en su próximo viaje, Balit. ¿Markety te ha dado la buena noticia? Es un varón —anunció, radiante de alegría—. Está totalmente sano, y tendrá el cabello y los ojos de Markety. ¿No es maravilloso?
—Bien, tendré que felicitar a Markety —comentó cálidamente Viktor—. Estoy encantado; sólo… —Estaba mirando a la mujer de la pantalla—. ¿Ella ya ha tenido el bebé? —preguntó, mirando la estrecha cintura de Grimler—. No pensé que hubiera tiempo…
—Oh —exclamó Balit, con cierto aire de repulsión—, aún no ha nacido. Markety y Grimler querían volver a las viejas costumbres, hasta cierto punto, pero no que Grimler diera a luz. No, Grimler regresó para que la querida Nrina pudiera extraerlo y revisarlo, y luego dejar que cumpliera su ciclo; faltan un par de temporadas para que lo tengan.
El niño apagó la imagen.
—¿No estás complacido, Viktor? —preguntó con ansiedad.
Viktor reflexionó.
—Claro que sí —respondió, cuando se aseguró de que así era—. Sólo…
—¿Sólo qué, Viktor? ¿Algo anda mal? —Balit suspiró al ver que Viktor no respondía—. Olvídalo. De todos modos, creo francamente que las cosas mejorarán mucho a partir de ahora.
Las cosas mejoraron, sin duda. No tanto como para liberar a Viktor de la sombría depresión que lo abrumaba; pero aun así se advertían auténticos progresos en los asuntos que concernían a la comunidad.
En cuanto el suelo estuvo seco, Viktor y Jeren encontraron un lugar lo bastante llano para adecuarse a los requisitos de Viktor. Estaba protegido por una elevación que desviaría futuras inundaciones; de inmediato los grilos empezaron a remover la tierra para la siembra.
Viktor visitaba ese lugar todos los días, e inspeccionaba atentamente cada detalle, cuando él mismo no empuñaba la pala, tratando de recordar cómo habían sido las cosas. Decidió que necesitaban levantar un arcén de tierra alrededor de la parcela, para contener el agua de lluvia, pero también ponerle puertas, de modo que durante las lluvias intensas fuera posible expulsar el agua acumulada sin afectar a las parcelas. Pidió un catálogo de todas las etiquetas descifrables de material genético almacenado en el congelador y lo estudió para deducir cuáles eran plantas que podían utilizar y cuáles eran subespecies de cactos, trepadoras selváticas o musgos que alguien había considerado útiles o deseables para alguna parte, en ciertas condiciones.
Viktor se mantenía ocupado. Insistía en recordarse que la ausencia de esperanza no era razón para cejar en el intento. Curiosamente, eso parecía dar resultado.
Cuando se producía una novedad interesante, cuando Viktor se sentía de nuevo tentado por el optimismo, hacía lo posible para aplacar esa esperanza. A menudo era la única cara adusta en medio de las sonrisas. Jeren, Balit, Korelto, incluso Manett y Markety, a su manera, estaban rebosantes con el entusiasmo de contribuir al renacimiento de un planeta entero. Viktor procuraba no compartirlo. A fin de cuentas, sabía exactamente de qué se trataba, pues ya lo había vivido una vez, en esos primeros días de aventura, miles de años locales antes.
—¿Pero no ves, Viktor? —insistió Balit durante un descanso—. Eso significa que tú, nada menos, deberías saber que todo lo que anhelamos puede suceder.
Viktor no respondió. Le parecía absurdo contar al niño las otras cosas que sabía. Por ejemplo, la magnitud de las diferencias. Cuando las naves de la Tierra habían llegado a Nuevo Hogar del Hombre, los colonos eran gentes escogidas. Todos estaban entrenados y equipados para la tarea. Todos poseían la base del conocimiento tecnológico de la Tierra. Además, todos eran jóvenes y desbordaban de esperanza. Quizá más importante, el planeta que conquistaron no era un cadáver. Ya era un mundo viviente con su propia flora y fauna.
Nada de eso ocurría ahora.
Así que Viktor se negaba a abrigar esperanzas. Cuando el radiante Manett le contó que Dekkaduk traería un sistema de resurrección para los inertoides que aún quedaban congelados, Viktor lo felicitó con desgana. Cuando Markety tímidamente pidió permiso para llamar Viktor a su futuro hijo, él se negó a dejarse conmover. Cuando Balit anunció con deleite que varias escuelas se habían asociado para lanzar un nuevo telescopio espacial —incluso para zanjar la cuestión de si los planetas de Oro tenían habitantes—, Viktor no dejó que su entusiasmo durara mucho.
Pero cuando Balit llegó gritando su nombre…
Cuando Balit llegó gritando, exclamaba:
—¡Ven pronto! ¡Ella ha llamado! ¡Es Nrina!
Viktor salió de su taller frotándose los ojos, y fuera no sólo estaba Balit.
—Ve de inmediato al puesto de comunicaciones, Viktor —profería el eufórico Markety.
—¡No estaba seguro, Viktor! Creí que era ella, pero no quería decirlo —decía Jeren, conteniendo las lágrimas.
—Y había lesiones de congelación, así que Nrina no permitió que te lo contáramos hasta cerciorarse de que todo estaba bien —añadió Balit.
Cuando Viktor llegó al puesto de comunicaciones, al fin permitiéndose una esperanza, con un nudo en la garganta, vio en la pantalla ese rostro que recordaba. Y ella decía:
—Hola, querido Viktor. Me tenían tan poca simpatía como a ti, así que me guardaron en el congelador también. Oh, Viktor, ahora estoy bien, y regreso a casa.