Cuando Wan-To se dio cuenta de que sus receptores habían recibido una nueva ráfaga de taquiones, no respondió deprisa. (Ya no hacía nada deprisa.) Tardó un tiempo en alterar su sintonía de actividad.
Con aturdimiento, casi gruñendo de protesta, se movió para averiguar cómo era esa última tanda de taquiones. Sus detectores los habían grabado por si él deseaba examinarlos con detalle, aunque era improbable que valiera la pena. No habría valido la pena si hubiera tenido algo mejor que hacer.
Esta novedad no entusiasmaba a Wan-To. Había perdido el hábito del entusiasmo en ese universo muerto donde no había luz, rayos X, rayos cósmicos ni nada salvo el ronroneo y burbujeo distante de los protones agonizantes de su propia estrella. Aun así, de vez en cuando le llegaban puñados de radiación perdida. Infrecuente, sí. Todo era infrecuente ahora. Pero no sorprendente. Esos torrentes de partículas eran los fantasmas de inmensas catástrofes estelares del pasado lejano, de la época en que aún ocurrían hechos inmensos en ese universo moribundo.
Pero esta vez… Esta vez…
Esto era lo más estimulante que le ocurría a Wan-To desde hacía muchísimo tiempo. Aunque apenas pudo creerlo al principio, pronto tuvo la certeza de que no era un torrente casual de partículas. Se trataba de un mensaje.
Resultaba asombroso que Wan-To pudiera leer el mensaje. Los impulsos codificados venían en taquiones de baja energía —los más rápidos—, pero habían tardado mucho tiempo en llegar (tan vasto se había vuelto ese universo en expansión, en diez años a la cuadragésima potencia). Además, los habían transmitido con una potencia enorme. Saltaba a la vista no sólo por la distancia que habían recorrido, sino porque los taquiones no estaban emitidos en un haz estrecho y económico. Se habían emitido en banda ancha.
¡Banda ancha! Así pues, el remitente ignoraba dónde se hallaba él. Pero sin duda estaban dirigidos a Wan-To: los impulsos iniciales lo aclaraban.
Eso conmovió tanto a Wan-To como una vela en el horizonte conmueve a un náufrago. Aunque resultara increíble, incluso ahora, en ese coma terminal del universo, alguien tenía algo que decirle.
Pero ¿qué era ese mensaje?
Averiguarlo representaba una tarea que requería mucha de la escasa energía de Wan-To, así como una esforzada concentración. El mensaje había llegado con mucha rapidez. La ráfaga había durado sólo unos segundos, y hacía siglos que Wan-To no operaba a esa velocidad. Casi había olvidado cómo actuar a la velocidad de las reacciones nucleares. Para interpretar el mensaje, tuvo que desacelerarlo en varios órdenes de magnitud y analizar su significado parte por parte.
Además, aunque el mensaje se había almacenado automáticamente para que él lo examinara a placer, la pobreza de los recursos de Wan-To volvía fragmentaria incluso esa grabación. Faltaban algunos fragmentos. Parte del contenido parecía dudoso. Wan-To tuvo que reactivar grandes sectores de su «mente» para desentrañar el significado del mensaje, y eso le agotó gran parte de sus magras fuerzas.
Pero, en última instancia, no era preciso leerlo todo. La firma sola bastó para decirle casi cuanto necesitaba saber.
Era un mensaje de ese idiota olvidado, el que tenía la misión de enviar un rebaño de estrellas en un viaje sin rumbo. Copia de Materia Número Cinco.
Las estrellas de Cinco aún estaban con vida.
Esas estrellas de antaño habían viajado a la deriva a tal velocidad que la dilación temporal las había dejado casi congeladas, detenidas. No habían envejecido. No se habían deteriorado con el resto del universo.
En un universo donde todo lo demás degeneraba en estancamiento y muerte, esas estrellas aún eran jóvenes, y rebosaban de energía.