24

Nrina estaba nerviosa cuando abordaron el bus.

—Será una bonita fiesta —aseguró. Parecía más joven que nunca mientras se cercioraba de que guardaran su equipaje y de que Viktor tuviera un asiento de ventanilla—. ¿Tienes la gata? Por favor, no la sueltes. Habrá un par de cambios de velocidad, y no quisiera que echara a volar y le diera a otro pasajero en la cara. El espacio no te marea, ¿verdad?

Viktor Sorricaine, quien estaba convencido de ser el piloto espacial más viejo del universo conocido, no se dignó responder.

—¿A qué distancia vamos? —preguntó mientras se acomodaba en el mullido asiento, ajustándose cuidadosamente el cinturón para no estrujar a la gata. El hombre moreno del otro lado del pasillo miraba el animalito.

—No lejos. La familia de Frit vive en un hábitat de fabricación. Fabrican cosas. Está un par de niveles más abajo, pero a menos de un cuarto de órbita de distancia. Tardaremos dos horas en llegar.

¡Dos horas! ¿Un vuelo espacial de sólo dos horas? Pero había oído algo más.

—¿Es una fiesta familiar? Yo no pertenezco a la familia —objetó.

Ella lo miró sorprendida.

—Eso no importa. Yo sí, en cierto modo. Se alegrarán de recibirte; siempre hay huéspedes en estas fiestas… —Calló para saludar a una mujer joven que se paseaba lánguidamente por el bus, cerciorándose de que todos estuvieran bien sujetos—. Ella es la conductora —le informó Nrina cuando la mujer siguió de largo—. Partiremos enseguida. —La conductora se arrellanó ante una ancha pantalla en el frente del bus. Se acomodó un tablero de luces pálidas y colores titilantes en el regazo y le echó una ojeada. Luego tocó el control que cerraba la compuerta de entrada y Nrina dijo—: Allá vamos, Viktor. No sueltes la gata.

De pronto estuvieron en el espacio. ¡El espacio!

Viktor quedó emocionado por la sensación que le dejó el lanzamiento. No resultó violento, apenas un empujón suave contra el asiento acolchado, a lo sumo un cuarto de gravedad. Sonrió complacido, aunque advirtió que Nrina se movía incómodamente en el asiento. Con aire distraído, Viktor le palmeó la rodilla con la mano libre. (Bajo la otra mano, la gata ronroneaba despreocupadamente, sin alarmarse por la aceleración.)

Considerado como una nave espacial, el bus era… un autobús. Incluso las cápsulas de aterrizaje de Nuevo Hogar del Hombre habían tenido el doble de tamaño, pero así tenían que ser; debían llevar combustible y cohetes capaces de luchar contra la gravedad de un planeta. El bus no se enfrentaba a este inconveniente. Sólo necesitaba aire y espacio para una docena de pasajeros, y motores para desplazarse por el espacio interorbital.

Por la ventanilla se veía el rostro sangriento y humeante de Nergal, la enana parda. El planeta quedaba a unos cien mil kilómetros, y casi lastimó los ojos de Viktor hasta que Nrina se apoyó en el panel y oscureció la polarización. El resplandor de Nergal no era como una luz solar brillante. Tenía un aspecto flamígero, aunque sólo la luz visible atravesaba la polarización y las frecuencias infrarrojas quedaban eliminadas.

La palabra adecuada era «siniestro».

Con la rotación de la nave, Nergal se alejó y Viktor pudo echar un vistazo al hábitat que dejaban atrás: una especie de tubería de un kilómetro de longitud girando con majestuosa lentitud erizada de protuberancias.

Algunos de esos apéndices eran los grandes espejos que recibían la radiación caliente de Nergal y la encauzaban hacia los generadores magnetohidrodinámicos que les proporcionaban la energía necesaria para mantener el hábitat. Algunos debían de ser equipos de comunicaciones, y otros eran instrumentos que Viktor desconocía.

Luego eso también desapareció, y, al volverse hacia Nrina, Viktor notó que ella lo miraba con interés.

—Estás nervioso, ¿verdad? —preguntó Nrina, cogiéndole la mano.

—Supongo que sí —admitió él—. ¡Oh, Nrina, es magnífico estar de vuelta en el espacio! Ya de niño soñaba con esto. ¡Mira, otra nave! —exclamó cuando un vehículo del tamaño de un coche familiar pasó deprisa a un par de kilómetros.

Nrina lo miró fugazmente.

—Es una nave robot de carga. No debe de haber nadie a bordo. —Y añadió para tranquilizarlo—: Esto es muy seguro, Viktor.

Pero no era la seguridad lo que tenía en mente, sino la excitación glandular de estar en el espacio. Viktor contempló con añoranza el firmamento vacío.

Le pareció espantosamente negro. Quedaba muy poco del cielo que él conocía. Sin Nergal o el distante sol, no se veía nada salvo un destello ocasional —un hábitat lejano, u otra nave— y un par de objetos lejanos, las estrellas supervivientes.

Eso era todo.

El familiar abanico de constelaciones que siempre había estado allí había dejado de existir.

Viktor tiritó. Nunca se había sentido tan solo.

Oyó parloteos que le recordaron que no estaba solo en absoluto. Nrina había cogido a la gatita y la alimentaba con algo parecido a un biberón, mientras media docena de pasajeros se apiñaban admirados, tratando de resistir el ligero impulso de la nave.

—Sí, se llama «gato» —explicaba Nrina—. No, hace siglos que está extinguido, y esta hembra es ahora la única de su especie. La acabo de terminar. Si vive, creo que le haré un compañero. No, no son animales salvajes. La gente los tenía en sus casas. ¿Verdad, Viktor?

—¿Qué? Oh sí, son magníficas mascotas —confirmó Viktor, volviendo a la realidad—. Pero tienen zarpas y era preciso domesticarlos.

Eso provocó más preguntas (¿Qué eran «zarpas»? ¿Qué significaba «domesticar»? ¿Se los podía adiestrar para que realizaran tareas útiles, como los grilos?), hasta que la conductora disolvió la reunión.

—Todos de vuelta a sus asientos, por favor —solicitó—. Dentro de unos instantes entraremos en la órbita de nuestro destino.

Mientras la pequeña nave giraba, Viktor vio adonde se dirigían. Este nuevo hábitat también era cilíndrico —la mejor forma para un vehículo orbital destinado a personas—, pero a lo largo del perímetro se destacaban rosetas de compuertas donde se habían adherido naves de forma extraña.

—Son recolectores de materia prima —le explicó Nrina—. Como te conté, éste es un hábitat de manufacturación. A eso se dedica la familia de Frit, manufacturación. Supongo que nunca has visto esas cosas. Pues bien, aquí las dejan sueltas. Luego van a los asteroides y otros sitios para crecer y reproducirse y traer metales y objetos utilizables…

Viktor los reconoció.

—¿Cómo máquinas Von Neumann? —preguntó, recordando a los nautiloides recolectores de metal que había encontrado a menudo en los mares de Nuevo Hogar del Hombre.

—No sé qué son esas máquinas… ¡Oh, mira! ¡Ésa debe de ser la nave de Pelly!

Viktor olvidó los Von Neumanns, porque con la rotación del hábitat alcanzó a descubrir aquello que señalaba Nrina. Sí, una nave, una verdadera nave espacial abrazada al casco del hábitat.

La nave tenía unos trescientos metros de longitud y en el casco llevaba una cápsula de aterrizaje de mayor tamaño que el bus. La observó con nostalgia. ¡Eso era! Un hombre podía enorgullecerse de pilotar una nave así…

—Quizá Pelly esté en la fiesta —comentó Nrina complacida—. De todos modos, bajaremos dentro de un minuto, Viktor. ¿Quieres llevar la gata? —Le entregó el animalito y echó una ojeada de disgusto al hábitat—. No parece gran cosa, ¿eh? Es demasiado grande. Tiene que serlo, supongo, pues allí construyen toda clase de objetos industriales. Creo que nadie viviría allí si su trabajo no lo obligara. Aun así, es bastante bonito por dentro. Ya verás.

Nrina estaba en lo cierto. Por dentro el hábitat de manufacturación resultaba muy bonito, pero Viktor tardó un tiempo en descubrirlo.

El diseño no se parecía al del hábitat de donde venían. En realidad, era casi lo opuesto. En vez de una serie de habitáculos alrededor de un núcleo de maquinaria, aquí había una capa externa de maquinaria. Los pasajeros salieron del bus para entrar en una ruidosa caverna con paredes de acero, donde retumbaban los golpeteos y chirridos de la producción industrial. Viktor, Nrina y la gata tomaron un ascensor rápido, y al salir, Viktor descubrió que el corazón del cilindro era un espacio vasto y abierto. Grandes árboles crecían a lo largo del borde, todos inclinados hacia el eje del cilindro. Una varilla reluciente iba de un extremo al otro para dar iluminación. El lugar parecía un vasto parque, combado y unido consigo mismo.

El lugar resultaba vertiginoso, pues el suelo se curvaba para transformarse en cielo. Nada caía sobre ellos, pues la rotación del hábitat adhería al «suelo» a las personas y esos distantes árboles invertidos. No obstante, Viktor sentía menos inquietud si evitaba alzar los ojos. Había muchas otras cosas para ver: arroyos y estanques, macizos de flores y parcelas cultivadas, rebaños de ovejas y vacas pastando en los prados que se curvaban para unirse en el extremo opuesto del hábitat. También había gente, mucha gente, realizando sus tareas o simplemente paseando y disfrutando del parque.

Viktor comprendió que en aquel extraño paisaje algo faltaba: edificios. No se alzaba ninguno a la vista. Al parecer nadie vivía en la superficie de esa capa interior; los hogares, oficinas y talleres se encontraban dentro del casco, «bajo tierra», por así decirlo, y en la superficie sólo se veían pasajes de entrada, como aquel de donde había salido, que se comunicaba directamente con el muelle del bus.

—Ah, sí —dijo Nrina, orientándose. Señaló un estanque redondo a cien metros, tan lejos sobre la curva del casco que Viktor sintió un nuevo mareo, porque daba la impresión de que el agua tenía que salirse de su cauce—. Siéntate en ese banco —ordenó. El banco estaba en una especie de pértiga bajo algo parecido a una parra—. Déjame sostener la gata, no quiero que Balit la vea aún. Quédate aquí mientras yo encuentro a los demás y examino la sala de operaciones.

Nrina se fue antes que él pudiera preguntarle para qué demonios quería una sala de operaciones.

Viktor sintió que los espasmos estomacales se le calmaban. El aire era tibio y agradable sin resultar opresivo; soplaba una brisa constante y suave, quizá provocada por la rotación del cilindro. Había varias personas a la vista, aunque ninguna tan cerca como para hablar con ella. Cerca del estanque redondo se extendía un prado donde doce o catorce adultos y niños echaban a volar enormes y brillantes cometas de color, riendo y gritando mientras los objetos ondeaban en la brisa.

Como toda la gente que encontraba Viktor, iban casi desnudos. Casi todos llevaban taparrabos, y algunos, capas transparentes, o aun sombreros. Se lo pasaban en grande. No sólo echaban a volar las cometas para ver cómo caracoleaban en el cielo. Se trataba de una competición donde una cometa rivalizaba con otra. Algunos jugadores eran niños, la mayoría, adultos, y todos gritaban de entusiasmo mientras se valían de los bordes afilados de las cometas para derribar a las demás.

Entre Viktor y esa gente se abría una especie de jardín. Estaban cosechando unos frutos pálidos y largos, tal vez una especie de pepino. Una cuadrilla de «grilos» enanos y velludos caminaba por las hileras para recoger la fruta madura. Parecían más grandes, o al menos más macizos, que los que Viktor había visto antes. Uno de ellos miró alrededor y se metió una fruta en la boca. Cuando descubrió que Viktor lo observaba, parpadeó avergonzado. De forma que incluso los grilos tenían privilegios aquí. Ese pensamiento le resultó tranquilizador. Lo alentó a recoger algunas uvas de la parra bajo la cual estaba sentado. No eran muy dulces, pero eran deliciosamente frescas.

Nrina regresó acompañada.

Media docena de hombres y mujeres salieron del pasaje con ella, todos casi desnudos y riendo con entusiasmo. Viktor no reconoció a nadie, aunque un hombre fornido de cara redonda le resultó vagamente familiar. Viktor se sorprendió de ver que todos llevaban cosas semejantes a bates de béisbol, aunque no pudo adivinar para qué.

Nrina hizo las presentaciones.

—Éste es Viktor —dijo con orgullo—. ¡Nació en la Tierra! Viktor, éste es Wollet, y ésta su hija Gren. Velota y Mangry, padre y madre de Frit, y las hermanas de Forta, Wilp y Mrust. Allá está Pallik. ¿Y recuerdas a Pelly?

Viktor lo reconoció.

—Claro —dijo—. Vi tu nave cuando llegábamos. ¿Cómo estas, Pelly?

El hombre respondió con afabilidad pero algo sorprendido.

—Estoy muy bien, por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?

Nrina rió e interrumpió, ahorrando a Viktor la molestia de buscar una explicación.

—Así hablaban en Vieja Tierra —explicó—. Pero Viktor es muy civilizado. No como algunos de los demás.

Viktor descubrió que tampoco se daban la mano, aunque algunos se abrazaban para saludarse, y uno de los hombres le besó la mejilla. No logró distinguir cuál. Viktor no había retenido ninguno de los nombres, aunque todos los demás invitados parecían conocerse.

Nrina le entregó uno de los bates. Casi se le cayó, no porque fuera pesado, sino todo lo contrario. El bate estaba hecho de una especie de espuma rígida, fuerte y suave, que no pesaba casi nada.

Un suave chasquido en la espalda lo sobresaltó. Era la niñita (¿Gren?), que reía mientras le lanzaba otro golpe. Desvió el ataque con su bate, cuidando de no golpear a la niña. El golpe no le había dolido, pero no sabía bien de qué se trataba. El padre de la niña (¿Wollet?) asintió aprobatoriamente, agitando su propio bate.

—Los venceremos, claro que sí —exclamó—. ¿Dónde están, Nrina? ¡Vamos!

—Guarda el palo detrás de la espalda, tonto —ordenó ella, riendo—. Tú también, Viktor. No queremos que descubran nuestros planes, ¿eh? Frit dijo que estarían mirando las batallas de cometas. ¡Sí, allá están! ¡Oh, mira a Balit! ¿No es un muñeco?

—Si no te callas nos oirán —señaló Wollet, y los guió hacia donde dos hombres y un niño observaban las cometas, de espaldas al grupo armado con palos. El niño era guapo: delgado, de cabello claro, el equivalente de un chico de diez años de la Tierra, con la promesa de un apuesto adulto en los huesos del rostro. Viktor frunció el ceño. ¡Otro enigma! En la frente del hermoso joven relucía el mismo tatuaje azul que usaba Viktor. Pero no tuvo oportunidad de preguntar, pues los otros exigieron silencio mientras avanzaban. Aunque el niño observaba el revoloteo de las cometas, también oteaba por encima del hombro como si sospechara algo, hasta que uno de sus acompañantes se agachó y, sonriendo, le susurró al oído. Balit dejó de mirar en torno. Tensó el cuerpo como si se preparara para algo.

Otros espectadores observaban al grupo que se acercaba con aire de divertida tolerancia. Los dos hombres que acompañaban a Balit fijaban los ojos en las cometas. Al acercarse, Viktor advirtió que uno de los hombres era tan alto como él, aunque tan menudo como esas personas; tenía bigote y barba, rociados con alguna sustancia que le permitía estirarlos en curvas majestuosas e improbables. El otro hombre, más menudo y delicado, apoyaba una mano en la cabeza del niño y la otra en la mano del compañero. También llevaba barba, aunque más corta y menos conspicua.

Con repentina confusión, Viktor le susurró a Nrina:

—¿Quiénes son esos dos tíos?

—Frit y Forta, desde luego. Los padres de Balit.

—Oh. Por un minuto creí que ambos eran hombres.

—Ambos son hombres, Viktor. ¡Cállate!

—Oh —repitió Viktor con ojos desorbitados. ¡Otra novedad! Habría esperado cualquier cosa de esas gentes, pero no que los dos padres de Balit fueran varones.

Entonces recibió más sorpresas.

—¡Al ataque! ¡Sin cuartel! —gritó Nrina jubilosamente, y todo el grupo se lanzó contra la pequeña familia agitando los palos—. ¡No os atreváis a resistir! —exclamó Nrina, golpeando al hombre más alto con ese palo inofensivo—. ¡Hemos venido a robaros al niño y no nos detendréis!

Ambos hombres se resistían riendo. Dieron media vuelta, desenvainando sus propios palos de la cintura de los taparrabos y defendiéndose vigorosamente contra el ataque combinado de los aliados de Nrina. Viktor recibió un par de golpes y parpadeó de confusión cuando quedó en medio de la algarabía. Los palos no lastimaban. Era como ser golpeado con un globo lleno de helio; esas armas de espuma no herían a nadie y no había dudas sobre el desenlace: eran dos contra una docena. Los testigos aplaudían y alentaban a ambos bandos mientras los padres, superados en número, retrocedían despacio dejando atrás al niño sonriente y tenso.

—Recógelo, Viktor —ordenó Nrina, jadeando de risa—. ¡Vamos, hazlo! ¡Tú eres mucho más fuerte que cualquiera de nosotros, así que podrás llevarlo!

Viktor obedeció la orden porque el niño parecía consentir. Corrió hacia Viktor sonriendo y tendiendo los brazos.

Y así, Viktor Sorricaine, a cuatro mil años de su época, se encontró secuestrando a un niño en un hábitat artificial en órbita de Nergal, la enana parda. ¿Por qué no? ¡Nada tenía sentido! ¿Por qué esto iba a tenerlo?

El grupo de secuestradores rompió el orden de batalla y siguió a Viktor, gritando triunfalmente mientras los padres despojados los observaban altivamente. El grupo entró en uno de los pasajes y Nrina indicó a Viktor que dejara al niño.

—Yo lo cuidaré a partir de ahora —dijo—. ¿Conoces a Viktor, Balit? Estuvo congelado largo tiempo. ¡Imagínate! ¡Vivió en Vieja Tierra! Te hablará de ello en la fiesta, sin duda.

—Hola, Viktor —saludó cortésmente el niño, y miró plañideramente a Nrina—. ¿Dolerá, tía Nrina?

—¿Doler? Claro que no dolerá, Balit —lo tranquilizó con tono indulgente—. Sólo tardaremos cinco minutos. Y además, estarás dormido mientras lo hago. Ven a la sala de operaciones. Luego te espera un maravilloso obsequio de crecimiento.

Una hora después la fiesta estaba en pleno apogeo. Balit se sentaba en una especie de trono ante una mesa, con una copa de vino en la mano, el obsequio de Nrina ronroneando en sus rodillas y una guirnalda de flores en la cabeza, mientras sus captores, sus padres y otras personas bebían, comían, bromeaban, cantaban y felicitaban a Balit por su flamante condición de hombre.

Viktor nunca había visto a un joven tan satisfecho, aunque advirtió que Balit se tocaba disimuladamente los genitales, como para cerciorarse de que aún estaban allí.

Y estaban. Intactos, salvo que —mediante la experta operación de Nrina— ya no podían producir esperma vivo.

—Es lo que hace todo varón cuando se acerca a la pubertad —explicó Wollet con fervor, llenando la copa de Viktor—. Así no tiene que preocuparse de dejar a otra persona… ¿cómo se decía? Embarazada. —Miró con afecto a su hija, quien acariciaba a la gatita que Balit tenía en el regazo, y también a Balit—. Las niñas se ponen algo celosas. Ellas también tienen su fiesta de crecimiento, pero sin el combate ni el secuestro que hacen tan especial esta celebración. ¿No estás de acuerdo?

—Oh, sí —dijo cortésmente Viktor—. Wollet, esa marca en la frente del niño…

—La marca de fertilidad, sí. ¿Qué sucede? Ah, veo que también la tienes. Bien, Balit no podrá tener relaciones durante unas semanas, hasta que se disipe todo esperma vivo que quede en el conducto. Luego le quitarán la marca. ¿Nrina no te ha contado todo esto? Creo que también te lo haría a ti, si se lo pidieras, puesto que ahora ya no eres donante. ¡Oh, aquí viene Pelly!

Viktor no se sentía a sus anchas cuando saludó al robusto capitán del espacio; no estaba acostumbrado a que todo el mundo pareciera saberlo todo sobre el estado de su sistema reproductor. Sólo pudo decir, precipitadamente:

—Pelly, necesito hablar contigo…

—Sobre Nebo, lo sé —gruñó el hombre de buen humor—. Nrina me advirtió que lo harías. Pero alejémonos de este bullicio. Cojamos un par de copas y vayamos a sentarnos junto al estanque.

Viktor no quería hablar sólo de Nebo, pero Pelly lo tomó con calma. Incluso parecía admirar a Viktor. Lo cual, explicó, era natural.

—Vaya, Viktor, tú has viajado de verdad. ¡Desde Vieja Tierra! Yo apenas he recorrido este pequeño sistema.

Así que no fueron sólo aquellos tragos efervescentes, algo picantes, de sabor afrutado, los que hicieron sentir bien a Viktor. Se había acostumbrado a ser una curiosidad, pero hacía tiempo que no se sentía admirado. Echó una ojeada a la fiesta, que crecía en intensidad cuando los viandantes que pasaban se unían a ella.

Nrina estaba mostrando a Balit cómo alimentar a la gatita con el improvisado biberón; Frit, desde la mesa del banquete recitaba un poema.

—Nrina me contó que tienes algunos artefactos que recogiste en Nebo —dijo Viktor.

Pelly meneó la cabeza.

—Oh no, no yo. No recogí las cosas personalmente, yo nunca aterricé en Nebo y nunca lo haré. Pero sí tengo esta cosa… la llevo encima para mostrarla a la gente. —Hurgó en un saco y entregó a Viktor un objeto brillante como metal, pero de color lavanda.

Viktor examinó el objeto. Era muy ligero para ser de metal: una vara del tamaño de un dedo, con un extremo redondeado y otro mellado.

—¿Es hueco? —preguntó, alzándolo.

—No. Es lo que ves. Y no me preguntes para qué sirve, porque lo ignoro. —Pelly guardó el objeto, pero cambió de parecer—. Ya sé. Se lo daré a Balit como obsequio de crecimiento. Hay muchos objetos similares, no aquí, desde luego, sino en Nuevo Hogar del Hombre. —Miró intensamente a Viktor y sonrió—. Regresaré allá dentro de pocos días.

—¿De veras? ¿A Nuevo Hogar del Hombre?

—A decir verdad —admitió Pelly—, ansio volver. En general soy más feliz en mi nave que aquí, tal vez porque soy puro. Nadie manipuló mis genes antes de mi nacimiento. No demasiado, al menos, salvo para eliminar enfermedades genéticas y esas cosas. Tal vez ni siquiera hubiera necesitado los constructores de músculos y demás drogas para estar en Nuevo Hogar del Hombre, aunque me crié en un hábitat. Siempre fui más corpulento que los demás niños.

—No sabía que aún quedaban personas como tú —observó Viktor.

—No muchas. Tal vez por eso me gusta el espacio. Tal vez me parezco a los que llegaron aquí originariamente. ¡Tú viste sus naves! ¿Puedes imaginar tanto valor? ¿Qué te pasa?

—No he visto esas naves. Ojalá pudiera.

—Oh, pero eso es fácil —sonrió Pelly. Del saco que llevaba al hombro extrajo un tablero plano, con la superficie vidriosa, semejante a los escritorios educativos. Tocó el pequeño teclado—. Aquí tienes. Patético, ¿verdad?

Viktor se inclinó para estudiar la imagen. «Patético» era la palabra adecuada: un cohete de propulsión hidrógeno-oxígeno, diminuto en la pantalla y sin duda no muy grande en el original. Volaba orbitando el rojo Nergal, y cuando Pelly pulsó teclas para adelantar la escena en el tiempo otras naves se le unieron, eslabonándose en una extensa cadena. Viktor vio años de historia en minutos mientras las naves desplegaban espejos solares y comenzaban a cambiar de forma.

—Ese fue el primer hábitat —explicó Pelly—. Sólo ochocientas personas en total lograron llegar a Nergal. No pudieron construir naves para más; supongo que el resto se quedó allá y murió. Las cosas mejoraron cuando empezaron a construir verdaderos hábitats con material de los asteroides; pero durante mucho tiempo estuvieron a punto de perecer de hambre. Una vez cundió una peste y la mayoría murió. —Señaló la escena que los rodeaba con un ademán—. ¿Sabías que todos nosotros descendemos de exactamente noventa y una personas? Eran todas las que quedaban después de la peste. Luego todo empezó a mejorar. —Apagó la pantalla y miró a Viktor con timidez—. ¿Todo esto te aburre?

—¡Claro que no! —exclamó Viktor—. De verdad, Pelly, es lo que trato de averiguar desde que Nrina me descongeló. Escucha, ¿qué hay del efecto de dilación temporal?

Pelly parpadeó.

—¿Cómo dices?

—Me refiero al interrogante básico. La razón por la cual ocurrió todo esto, el modo en que nuestro grupo de estrellas se lanzó a velocidades relativistas. He tratado de deducirlo. Lo único que se me ocurre es que viajábamos tan deprisa que la dilación temporal se impuso, durante largo tiempo, Pelly, ni siquiera alcanzo a imaginar cuánto, pero el tiempo suficiente para que las estrellas terminaran su ciclo vital y murieran mientras viajábamos.

Viktor calló, pues los ojos de Pelly se habían puesto vidriosos.

—Oh, sí —carraspeó Pelly, cambiando incómodamente de posición—. Nrina comentó que decías cosas así.

—¿Pero no lo ves? ¡Todo está relacionado! Las estructuras dé Nebo, los objetos Sorricaine-Mtiga, el encogimiento del universo óptico, la ausencia de objetos estelares salvo un puñado…

—Viktor —dijo Pelly, con voz amable pero firme—, soy un piloto del espacio, no un poeta. Pregúntame acerca de asuntos prácticos y estaré dispuesto a hablar cuanto quieras. Pero estas cuestiones místicas no me interesan. De todos modos —concluyó, alzando la copa vacía—, necesitamos provisiones, ¿eh? Y están empezando a bailar de nuevo. ¿Por qué no nos reunimos con ellos?

Viktor necesitó otras dos copas de ese brebaje suave y burbujeante para aceptar la derrota. Bien, se dijo, esperar comprensión por parte de esas personas era demasiado ingenuo. A todas luces, sólo les interesaba divertirse.

Pero a la mitad de la segunda copa la diversión pareció interesar incluso a alguien que parecía ser el único que cargaba con el peso de resolver el enigma del universo. Nrina encabezaba un círculo abierto de veintenas de personas que bailaban alrededor del trono del homenajeado. Llamó a Viktor para que se uniera a la celebración.

¿Por qué no? Viktor engulló el resto del brebaje, trotó hasta la línea y reemplazó a Nrina.

Quizá la bebida efervescente estaba surtiendo su efecto. Viktor no tenía por costumbre ocupar un puesto de liderazgo entre extraños. Sobre todo cuando, en esa débil gravedad, sus pasos parecían etéreos más que enérgicos. No obstante, todos lo siguieron, con paciencia pero con firmeza, en una especie de Hine Ma Tov diluido —sin las difíciles figuras Yemení, con sólo arqueos y correteos— hasta que todos lo aprendieron y rieron hasta perder el aliento.

—Eso me ha gustado —resolló Nrina, abrazándolo al final—. ¡Dame un beso! —Mientras se besaban, el orgulloso padre se les acercó con expresión radiante.

—¡Viktor! ¡No sabía que eras tan buen bailarín! —Y antes que Viktor tuviera la oportunidad de aparentar modestia, el hombre continuó—. Soy Frit, y me alegra que Nrina te haya traído. No hemos tenido oportunidad de conversar, pero quería agradecerte que hayas colaborado en la fiesta de Balit. —Estrujó el brazo de Viktor—. ¡Imagínate! Ninguno de sus amigos fue secuestrado por una persona de la Tierra. ¡Será la envidia de su grupo!

—No ha sido nada —dijo Viktor grácilmente. Nrina le palmeó el hombro con afecto y se alejó. Viktor apenas se dio cuenta. Miraba fascinado los bigotes de Frit. De cerca resultaban aún más extraños: se extendían más allá de los hombros por ambos lados, y aunque Viktor estaba seguro de que uno de ellos se había torcido durante el remedo de batalla, ahora se erguía tan orgullosamente como antes. No concordaban con el cabello de Frit. A cierta distancia, Viktor había creído que el hombre llevaba una gorra blanca, pero en realidad se trataba de rizos blancos y apretados, como en la imagen tópica de un antiguo mozo de cordel, aunque la tez de Frit era color alabastro.

—Me gustaría presentarte a Forta —continuó Frit, señalando al otro padre. Viktor se preguntó cómo funcionaba esa relación—. Este es Viktor, querido. Nrina dice que está muy interesado en las estrellas y todo eso.

—Sí, ya estoy al corriente —comentó Forta, acercando tímidamente el hombro para que lo abrazara—. ¿Sabes qué deberíamos hacer, Frit? Deberíamos invitar a Viktor a quedarse un tiempo con nosotros. Balit ya me ha preguntado si podíamos; le fascinó que lo secuestrara alguien de Vieja Tierra. Sé que Balit estaría encantado de presumir de él ante los amigos…

—Sí, querido —concedió Frit—. Pero ¿qué pensaría Viktor? No podemos esperar que pase el tiempo con un grupo de niños.

Viktor parpadeó y dijo, con repentina esperanza:

—Me gustaría mucho hablar con vosotros sobre lo que sucedió con el universo. Si no represento una carga…

—¿Una carga? —dijo Forta—. Desde luego que no; nos encantaría tenerte en casa. Y… —Titubeó, luego sonrió púdicamente—. Ya que te gustan las danzas, ¿quieres que baile para ti? Frit acaba de concluir un poema en honor del crecimiento de Balit. Es un poema sobre el crecimiento y la madurez, y yo he preparado el acompañamiento de danza.

—Claro que sí —dijo Viktor. En realidad no comprendía nada. Estaba totalmente confundido por lo que había sucedido y lo que iba a suceder. Sin embargo, decidió aceptarlo todo. A fin de cuentas, no tenía muchas más alternativas.