El recuerdo es una actividad para los ancianos. A eso se dedica la gente cuando ha dejado atrás sus demás ocupaciones, gente como Wan-To.
Los ancianos humanos al menos tienen funciones corporales para matar el rato. Tienen que comer, ir al excusado, acomodarse en sus sillones de ruedas y quejarse ante quienes los rodean. Wan-To no contaba con esos recursos para pasar el tiempo. No sólo tenía poco que hacer. No tenía nada que hacer. En el universo exhausto, agotado y moribundo donde vivía Wan-To, no sólo no necesitaba hacer nada para seguir viviendo, sino que no tenía miembros, poderes o impulsores para realizar algo. Su mente aún funcionaba, y con mucha lucidez, aunque a una velocidad deplorablemente lenta. Pero todo permanecía dentro de su mente.
No tenía apéndices útiles para convertir los impulsos de la mente en acción.
Siendo así, era una suerte que Wan-To contara con sus recuerdos.
En efecto, poseía muchos. Si se hubiera celebrado una competencia para ver qué ser, entre todos los habitantes del universo en sus incontables eones de existencia, poseía más recuerdos acumulados, Wan-To habría sido el indiscutido ganador. Si la mente conserva la lucidez, como en el caso de Wan-To, se puede recordar muchas cosas después de una vida de 1040 años.
Diez años a la cuadragésima potencia… y quizá muchos más por venir. Ésa era una de las cosas en que pensaba Wan-To, pues le quedaba al menos una decisión que tarde o temprano debería tomar.
Sería una decisión muy difícil, y por lo tanto prefería no pensar en ella. (A fin de cuentas, no llevaba ninguna prisa.) A Wan-To le complacía pensar —era el único placer que le quedaba— en los días en que había tenido todo el poder que cualquier ser podría haber deseado.
¡Ah, esos tiempos dichosos! Tiempos en que desplegaba la energía de las estrellas siguiendo el capricho de un momento, sin preocuparse por el futuro, sin castigos por sus hábitos derrochadores. Viajaba a voluntad de astro en astro, de galaxia en galaxia (evocó reflexivamente la maravilla de entrar en una galaxia virgen, rutilante, con miles de millones de estrellas desocupadas, todas para él). Creaba copias de sí mismo en busca de compañía y batallaba alegremente contra ellos para sobrevivir, cuando se rebelaban. (Incluso los temores y afanes de esos días se le antojaban ahora un tierno recuerdo.) Wan-To recordaba cómo se mecía en la superficie de una estrella, gozando del frío lujo de sus seis o siete mil grados (¡y eso le había parecido frío!), y nadando por el denso núcleo, retozando en la corona, con una temperatura de dos millones de grados, empapada de rayos X que brincaban quince millones de kilómetros desde la superficie de la estrella hasta el borde de la corona y luego se zambullían.
Recordaba la diversión y los desafíos (¡oh, se regodeaba en el recuerdo de esos desafíos!), cuando había creado esas copias: Haigh-tik, Mromm y el tonto Wan-Wan-Wan. Y Afable y Feliz y todos los demás; incluso recordaba, aunque no muy bien, las estúpidas copias de materia, como Cinco. (Sin embargo, no recordaba a Cinco como individuo. Cinco no había sido importante entonces.) Recordaba el acto de vivir. Y aunque experimentaba una alegría melancólica al recordar, casi desesperaba al comprender que nunca más gozaría de esos tiempos.
Pero sólo cuando estaba al borde de la desesperación podía obligarse a pensar en esa otra cosa, que tarde o temprano le impondría una decisión. Se relacionaba con las únicas cosas del universo que habían amedrentado a Wan-To, porque en gran medida le resultaban incomprensibles. Los agujeros negros.
Allí residía la elección que Wan-To al fin tendría que hacer. No de inmediato. Nada tenía que ser «de inmediato» en esa lúgubre eternidad, pero sí tarde o temprano, para sobrevivir.
Un agujero negro podía ofrecerle la oportunidad de una prolongada supervivencia.
Wan-To ignoraba si deseaba sobrevivir en esas condiciones. No le gustaban los agujeros negros. Las singularidades encerradas donde había existido una estrella —que se había derrumbado sobre sí misma arrastrando el espacio circundante— eran los únicos objetos del universo que Wan-To jamás había investigado en persona. Esperaba no tener que hacerlo. Se le antojaban aterradores.
Lo aterrador de los agujeros negros era que dentro de ellos las leyes del universo —las leyes que Wan-To comprendía tan bien— perdían validez, pues los agujeros negros ya no formaban parte del universo. Se habían desgajado.
Resultaba fácil entrar en un agujero negro. A veces el problema consistía en tratar de no caer en ellos. Un par de veces Wan-To había tenido que esforzarse para alejarse de sus inmediaciones. Pero entrar en ellos era un viaje sólo de ida.
Una vez adentro, resultaba imposible salir. Incluso la luz quedaba aprisionada en su interior.
No era porque el inmenso campo gravitatorio de un agujero negro atrajera la luz hacia su superficie como la gravedad de un planeta tipo Tierra atrae una pelota. Wan-To sabía que era más complejo. Wan-To era consciente de que la luz no puede perder velocidad, que c es invariante. La luz no podía escapar porque la gravedad del agujero negro curvaba el espacio circundante y la obligaba a permanecer en órbita eternamente, dentro del radio de Schwarzschild del agujero negro, tal como los planetas permanecen en órbita del sol.
Pero el mecanismo que apresaba y retenía todo lo que pasaba junto a esas trampas cósmicas era lo que más interesaba a Wan-To. Lo importante consistía en que nada podía salir una vez que entraba: ni la luz, ni la materia. Ni siquiera Wan-To.
Esos objetos le parecían escalofriantes.
Empero, tenían sus virtudes. Un agujero negro de buen tamaño —incluso uno de tan sólo tres o cuatro masas solares— continuaría existiendo por un largo tiempo.
No era sólo un tiempo largo, como los 1040 años de Wan-To. Era un tiempo larguísimo: 1066 años, por lo menos.
Eran cifras que poquísimos seres humanos podían concebir. Aun a Wan-To le costaba trabajar con ellas. La aritmética normal no está diseñada para dichos números. Pero ello significaba que si Wan-To se zambullía en uno de esos agujeros negros de buen tamaño, viviría tanto como ellos… Es decir,
1 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 de años…
Y si sustraía de esa cantidad su vida actual (casi la edad del universo, pues ya andaban por la misma cifra)…
La cual sumaba 10 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 años…
Si lograba vivir mientras ese agujero negro continuara irradiando energía, aún le quedaban otros…
999 999 999 999 999 999 999 999 990 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 de años de existencia. Siempre que tales números significaran algo, incluso para Wan-To.
Siempre que eso se pudiera llamar «existencia».
Porque la «energía» irradiada por el agujero negro no era tan energética. Ese agujero negro no empezaría a irradiar hasta que la temperatura media del universo —lo que se llamó «radiación de fondo» cuando los seres humanos la descubrieron con sus torpes antenas de microondas, en el siglo XX— descendiera al bajísimo valor de diez millonésimas de grado por encima del cero absoluto. El agujero negro sólo empezaría a irradiar a esa temperatura.
Era un calor muy tenue.
Wan-To tenía el sombrío conocimiento de que podría sobrevivir con esa energía, pero la idea no le acababa de convencer.
Sólo que no encontraba una alternativa mejor.
Hasta que curiosamente identificó el diminuto chasquido que sus escasos sensores restantes habían registrado un tiempo, atrás como un borbotón de taquiones no identificado.