22

Si no hubiera sido por los ocasionales recuerdos que a veces le alumbraban la mente como fogonazos —fugaces y dolorosos recuerdos de Reesa, recuerdos de hijos reducidos a polvo, que lo agobiaban con una angustiada sensación de pérdida—, Viktor habría pensado que el tercer acto de su vida era el mejor.

Desde luego, sufría un toque de humillación. Viktor jamás había creído que su principal ocupación sería brindar servicios sexuales a una esmirriada mujer de dos metros de altura y enormes ojos. Pero tenía sus compensaciones. Como amante reconocido de Nrina, Viktor gozaba de ciertos privilegios.

No era un «esposo». El único derecho que tenía sobre Nrina era el de compartir su lecho, y a veces su compañía, cuando ella no estaba trabajando o cuando no se ocupaba de algo que no deseaba compartir con él. Ya no realizaba la tarea para la cual lo habían descongelado, donar esperma para el banco de material genético. Nrina le explicó que tenía todas las muestras que necesitaba para futuros experimentos de ingeniería genética. Ahora destinaba esa función a un uso más agradable. La única responsabilidad de Viktor era brindarle placer. Todo lo cual desembocaba en el hecho de que era…

No le gustaba decirlo explícitamente, pero había una expresión antigua y poco halagüeña para describirlo. Un mantenido.

Cuando Manett le dijo, con amargo resentimiento, que Nrina había decidido que Viktor lo reemplazaría, Viktor pensó que debería supervisar a la próxima tanda de donantes de esperma.

Pero cuando Viktor preguntó cuándo descongelarían a los nuevos, ella lo miró sorprendida.

—Oh, no por ahora, Viktor —respondió, acariciándole el hombro con afecto—. Primero Dekkaduk y yo debemos efectuar las evaluaciones de ADN, para ver cuáles vale la pena descongelar. Y tenemos muchas otras tareas. Cuestiones importantes. Debemos satisfacer pedidos y cumplir plazos. No, pasarán semanas, tal vez una temporada entera, antes de que estemos preparados para adquirir más material. Pero ahora… ¿tienes hambre? ¿No? Entonces, ¿por qué no regresas a mi lecho?

Viktor comprendió que, en efecto, ahora sustituía a Manett en su principal ocupación.

Sin embargo, la vida de Nrina no le pertenecía. Ni siquiera el hogar de ella le pertenecía; Viktor se sorprendió al descubrir, para su disgusto, que la cámara privada adonde ella lo había llevado la primera vez era una especie de sala de huéspedes. El hogar de Nrina era mucho más amplio, complejo y hermoso. Tenía una gran sala con un techo «transparente». No era siempre transparente, pues Nrina podía apagarlo cuando quisiera, y entonces se transformaba en un diseño de nubes deslizantes, brumosas, luminosas y multicolores. (Y no era realmente transparente, pues se trataba de una enorme pantalla de televisión que mostraba el universo externo.) En el centro de la habitación, una esfera nubosa, alta como Viktor, mostraba formas en una luz lechosa y clara, aunque la mayor parte de la iluminación procedía de las relucientes y tenues paredes. (A esa gente no le gustaba la luz directa.)

Luego había otra habitación, pequeña, pero suficiente para las necesidades de ambos. Albergaba la cama de Nrina. Tenía un aspecto muy precario para Viktor; sobresalía de la pared y no parecía estar construida para resistir una gimnasia muy fogosa. (Viktor se equivocaba en esto, sin embargo, y descubrió que la baja gravedad del hábitat también contribuía.) Tampoco había cocina. Encontró una habitación con un armario que era una especie de nevera y congelador, y otro que era una especie de horno microondas. (No necesitaban nada más. Viktor descubrió que esa gente no freía ni asaba nada, y mucho menos trozos de animales muertos.) Allí comía Viktor casi siempre. Nrina lo acompañaba en ocasiones, aunque con frecuencia estaba en otra parte, Viktor no sabía con quién. Eso no constituía un problema práctico. Siempre había comida en abundancia. Una vez que Viktor aprendió a manejar el aparato, siempre encontraba guisados, potajes, sopas y picadillo en la nevera, y sorbetes en el congelador, y muchas frutas frescas y perfectas, aunque algunas le eran totalmente desconocidas, y otras le resultaban repulsivas. Se preguntaba quién las ponía allí. ¡No Nrina, desde luego!

Pero Viktor no permanecía ocioso. Se dedicaba a aprender cosas acerca de la nueva vida que le habían ofrecido. Tenía la libertad para ir adonde quisiera. Usaba esa libertad, excepto cuando la pierna le dolía demasiado. Esto ya no le sucedía con frecuencia, pero había días que el dolor se agudizaba o le causaba molestias. A veces picaba como una quemadura de sol, a veces dolía como una escaldadura reciente.

No desperdiciaba del todo esos días, porque los pasaba encorvado sobre el escritorio de comunicación, aprendiendo cuanto podía. Pero cuando la molestia de la pierna se aplacaba, prefería caminar.

En una sola excursión no se lograba ver gran cosa del hábitat, pues todo estaba bajo techo. No había muchos espacios grandes y abiertos. Desde luego, no había cielo, pues el techo siempre estaba a poca altura. Buena parte del lugar era combado. Los pasillos más largos eran rectos como rayos láser, pero los que se cruzaban con éstos en ángulo recto tenían curvas ascendentes y perceptibles.

Era como una versión «arqueada» de Puerto Hogar o cualquier otra ciudad. Todo lo que veía Viktor estaba en la superficie exterior de ese tubo. Por eso los corredores transversales eran curvos. Viktor descubrió que si recorría uno en su totalidad —veinte minutos a pie, a lo sumo, cuando no le dolía la pierna— regresaba al punto de partida.

¿Qué había en el medio? Maquinaria, explicó Nrina cuando él se lo preguntó. Yacían juntos en la cama, mordisqueando ciruelas dulces, muy relajados. Nrina comentó que había toda clase de maquinaria. En el núcleo del hábitat tenían los filtros de aire (para limpiar los desechos y reciclar el oxígeno) y los termostatos, los generadores de energía eléctrica, el equipo de comunicaciones y los archivos de datos, todo lo que se necesitaba para que el hábitat resultara realmente habitable. Todo pulcramente oculto. Nrina bostezó, lanzó un hueso de ciruela al suelo y se acurrucó contra él.

Pero Viktor estaba bien despierto. Todo era una maravilla. Una maravilla tecnológica, desde luego, pero también era una maravilla pensar que los hambrientos y menesterosos refugiados de viejo Nuevo Hogar del Hombre hubieran construido esas cosas, suficientes para albergar a trescientos millones de personas.

—Bien, no los construyeron todos de golpe, Viktor —señaló Nrina, estirando las largas y esbeltas piernas (ahora para Viktor eran «esbeltas», no «esmirriadas»)—. Cuando empezaron, resultó bastante fácil. Había asteroides en abundancia para extraer materiales, y Nergal irradiaba mucho calor, mientras estuvieras cerca. Desde luego, ahora que el sol ha vuelto a funcionar ya no necesitamos estar en órbita de Nergal… pero ¿para qué molestarnos con una mudanza?

—Bien, podríais ir a un planeta —sugirió Viktor—. Nuevo Hogar del Hombre, por ejemplo. Dicen que ahora está caliente…

—¡Planetas! —bufó ella—. Los planetas son horrendos. Desde luego, ahora que Nuevo Hogar del Hombre está descongelado la gente puede sobrevivir allí, pero ¿quién querría hacerlo?

Yo, pensó Viktor, pero no estaba seguro de creerlo, así que sólo respondió:

—Tal vez algunas personas.

—Algunas personas estúpidas quieren hacerlo —admitió ella—. Hay locos extravagantes que disfrutan hurgando entre los viejos registros, y en efecto necesitamos a alguien que investigue los congeladores para encontrar los organismos que puedan suministrarnos ADN útil. Pero eso no es vida, Viktor. —Y pasó a explicarle el porqué. ¡La gravedad! En Nuevo Hogar del Hombre tenían que desplazarse en sillas de ruedas casi constantemente, aunque se hubieran sometido a los tratamientos de fortalecimiento muscular y refuerzo de calcio que les permitían soportarlo. (Dekkaduk era una de esas personas, de ahí sus nudosos músculos.) Tanta gravedad no resultaba saludable. Por no mencionar la incomodidad. No, esa vida no le interesaba en absoluto.

De pronto, acariciándole el muslo, Nrina se interrumpió.

—Quédate quieto un momento, Viktor —ordenó, inclinándose para palparle la pierna—. ¿Va bien la recuperación?

Viktor ladeó la cabeza para observar la salchicha rosada.

—Supongo que sí. Casi he olvidado que existe. —Pero reparaba en el olor. El vendaje era poroso, para permitir que la herida respirase mientras sanaba, y el olor no resultaba agradable.

Nrina no pareció darle importancia.

—Será mejor que le eche otro vistazo —decidió. Y luego—: Oh no, tengo que ver a Kotlenny; bien, Dekkaduk puede hacerlo. Ve a verlo y pídele que te examine.

Dekkaduk lo recibió con expresión hostil cuando Viktor llegó a la sala de examen médico.

Viktor no se sorprendió, pues Dekkaduk no parecía un hombre amigable. Se habían conocido cuando Dekkaduk le tatuó la advertencia de fertilidad en la frente; de acuerdo, ése era un deber, y quizá no pudiera evitarse que resultara doloroso. Pero desde que habían tomado muestras de ADN de los inertoides de Nrina, junto con Manett, Dekkaduk sólo había demostrado desprecio por el hombre de Vieja Tierra.

—¡Ay! —exclamó Viktor cuando Dekkaduk le quitó el vendaje. (No podía ser a propósito. Sin embargo, a Viktor no le había dolido cuando Nrina lo examinaba.) Cuando el hedor de la herida impregnó el lugar, Dekkaduk masculló con furia y dio más potencia a la ventilación. (Sí, apestaba. Pero ¿tanto? Después de todo Nrina no demostraba tanta repugnancia.)

Dekkaduk le causó dolor ocho veces (Viktor llevaba la cuenta) en el curso de un examen de dos minutos. Incluso el rociador de limpieza y cicatrización que usó para cubrir la carne rosada y nueva le escoció (no le había ocurrido con Nrina). Cuando Dekkaduk terminó y le puso un nuevo vendaje, se limitó a decir:

—Estás sanando. Márchate.

Viktor se fue. Una vez lejos de Dekkaduk, la pierna dejó de dolerle. Mientras atravesaba el pasillo se devanaba los sesos preguntándose por qué aquel hombre se mostraba tan hostil. Tal vez fuera su temperamento. Tal vez Dekkaduk tuviera sus propios intereses y considerase a ese musculoso superviviente de épocas prehistóricas, Viktor Sorricaine, una molestia irritante.

Pero había otra posibilidad. ¿Y si Dekkaduk no fuera sólo el ayudante de Nrina, sino también su amante? Tal vez su ex amante, y estuviera celoso. Esa teoría resultaba muy plausible. Incluso le proporcionaba cierta satisfacción, porque en la predisposición genética de Viktor había suficiente orgullo prehistórico como para permitirle disfrutar de la derrota de un macho rival.

Caminaba sin prestar mucha atención hacia dónde se dirigía. En ocasiones se cruzaba con gente. Conocía a algunas personas, e incluso había hablado con varias; intercambiaba saludos con algunos vecinos de Nrina, y cuando se acostumbró a sus cuerpos alargados y flexibles, comenzó a reparar en diferencias individuales.

Al principio todos le parecían iguales, como miembros de un equipo de baloncesto atacado por la hambruna. Luego empezó a distinguirlos. Algunos eran más oscuros que otros. Unos tenían la tez clara y casi transparente, y otros ostentaban toscos mechones de cabello lanudo, color carbón. Tanto hombres como mujeres tenían vello facial, aunque en las mujeres consistía habitualmente en un par de patillas estrechas. Algunas personas le parecían irremediablemente feas: narices anchas, aguileñas o reducidas a un tamaño de botón; dientes demasiado grandes y, en un caso, una mujer con dientes de vampiro. (Había parecido más dispuesta a mostrarse amigable que la mayoría. Viktor no la había alentado.)

En Nuevo Hogar del Hombre, al menos en el rico Nuevo Hogar del Hombre de su juventud, Viktor se había preguntado por qué esa gente no se sometía a tratamientos de ortodoncia o cirugía plástica. Aquí se lo preguntaba aún más, porque esos rasgos eran deliberados. Algunos padres habían acudido a un ingeniero genético como Nrina para escoger las barbillas encogidas o las orejas pendulares para sus hijos.

Mientras vagaba sin rumbo, Viktor advirtió que la mujer de dientes de vampiro se le acercaba.

Era más alta que Nrina, aunque igualmente etérea y bonita (al margen de aquellos incisivos desconcertantes). La mujer había insinuado a Viktor que esos extraños y musculosos primitivos del congelador tenían un aspecto muy interesante, aunque le había mirado con aire melancólico el tatuaje de la frente. Sin embargo, Viktor se limitó a saludarla con un ademán. Su fertilidad no era un problema serio. Si Nrina tenía algún recurso anticonceptivo, esa mujer sin duda también podía manejar la situación, pero el inconveniente era otro.

Sin duda los hombres mantenidos debían ser fieles a sus protectores.

Estaba bastante lejos del sector de Nrina. Al frente, el pasillo se ensanchaba de golpe. Había un espacio abierto con un estanque rodeado por plantas. Se trataba de una granja.

Nrina le había contado que había una granja en el hábitat, aunque él nunca la había visto. Era muy agradable. No se parecía a las granjas del antiguo Nuevo Hogar del Hombre, debido a la extraña curvatura que incluía el estanque y el «cielo» que se extendía a poca distancia de la cabeza. Pero allí crecían cosas. Reconoció algunas que había visto en el armario de Nrina, y le agradó agacharse para recoger un… ¿tomate? Algo que sabía a tomate, al menos, aunque el color era rojo profundo. Temió que las plantas pertenecieran a alguien. Miró alrededor. No vio a nadie. Se comió el tomate, mordisqueando el tallo, y arrojó el extremo verde al suelo. De paso, observó que el suelo no era tal. No se trataba de una parcela cultivada; las tomateras nacían en hileras largas y protegidas de algo que era más pálido y esponjoso que la tierra, y entre las hileras circulaban sendas inmaculadas. Alguien cuidaba muy bien esa granja. Entonces Viktor descubrió a uno de esos cuidadores. Estaba en un extremo de ese espacio abierto, y al dar media vuelta para irse distinguió a una persona de tez oscura en el linde del estanque. No vio la persona entera. El estanque y sus alrededores se curvaban hasta quedar casi ocultos por el techo. (¡Resultaba tan extraño! Uno se preguntaba por qué el estanque no se derramaba.) Viktor vio los pies de alguien que llevaba botas oscuras y velludas, y unas manos que volcaban un cubo en el estanque.

De inmediato la superficie se arremolinó. Allí había peces que se alimentaban. Complacido con el descubrimiento, Viktor avanzó hacia allí.

El que alimentaba los peces fue más rápido que él. Cuando Viktor llegó a un punto desde donde veía el otro lado de la granja, no encontró a nadie. Pero los chapoteos que había visto eran sin duda los peces. Todavía caracoleaban bajo la superficie del agua, tratando de mordisquear los trozos flotantes de materia comestible.

Viktor pensó que sería agradable alimentar a los peces alguna vez. Sintiéndose cómodo después del paseo, regresó al hogar de Nrina y se puso a trabajar en el escritorio educativo, aguardando a que ella regresará del laboratorio.

Nrina regresó más tarde de lo que Viktor esperaba, pero él se concentró en sus estudios. Su maestro irreal apenas tenía que corregirle la gramática, pero permanecía dispuesto a ayudar cada vez que Viktor se trababa. Esto ya no ocurría a menudo. A medida que Viktor aprendía, ganaba confianza. El escritorio, además de didáctico, resultaba divertido; era como un complejo videojuego con recompensas reales para el ganador.

El acceso a los datos cosmológicos que él buscaba transcendía su capacidad y la de su mentor. Pero la astronomía más sencilla era bastante fácil. Con la ayuda del mentor, Viktor examinó cada una de las estrellas que habían acompañado al sol a través del espacio; las habían bautizado todas, pero no logró memorizar los nombres. Luego examinó los planetas uno por uno, y allí encontró algo.

Gracias al mentor, Viktor obtuvo una especie de catálogo del misterioso planeta Nebo. Alguien lo había sobrevolado y había lanzado una cápsula robot. La cápsula no llegó a aterrizar, se limitó a surcar la atmósfera de Nebo, para tomar fotografías de los grandes objetos metálicos que Viktor había visto desde el espacio. Parecía que los conductores del robot se habían interesado sobre todo en dos zonas. En una se alzaba una protuberancia de metal gastado, quizá las ruinas de la cápsula del Arca; en las cercanías no se distinguía ningún otro objeto de interés. La otra zona estaba arrasada. Una potente explosión había volado los edificios, pero Viktor no logró averiguar de qué se trataba.

Viktor se detuvo un instante.

—¿Nrina? —llamó.

Le había parecido oír un ruido en la otra habitación, pero no se repitió y Viktor continuó con su tarea.

Pidió otra imagen.

—Hábitats —ordenó, y su mentor le informó que existían más de ochocientos hábitats en órbita del hinchado y adusto Nergal. Luego estaban las lunas naturales colonizadas por los humanos: María, José, Mahoma y Gautama eran las más importantes. (Un estremecimiento, casi de nostalgia: de manera que algunas de las diferencias religiosas del escarchado Nuevo Hogar del Hombre aún persistían.)

Cambió de nuevo la imagen para seguir estudiando los planetas. Nada había cambiado en la mayoría. Ishtar aún era Ishtar, Marduk aún era Marduk, gigantes gaseosos y poco recomendables, y Ninih seguía siendo demasiado pequeño y estaba demasiado lejos de la estrella. Echó un breve vistazo a la superficie del rojo Nergal (sólo tormentas de gases supercalentados) y se volvió hacia el planeta que más le interesaba: el viejo y casi abandonado Nuevo Hogar del Hombre.

Contuvo el aliento.

Nuevo Hogar del Hombre había cambiado otra vez. Había renacido. Mares ondulantes, praderas desiertas y bosques jóvenes reemplazaban el hielo, pero no era el Nuevo Hogar del Hombre donde él había vivido. Estaba surcado de cicatrices. Durante la glaciación, toda el agua líquida del planeta se había transformado en hielo, hasta cubrir los continentes. Al derretirse, formó enormes lagos, bloqueados por presas de hielo. Cuando cedieron las presas, grandes torrentes habían agrietado la tierra en su camino hacia el mar.

Viktor no encontró rastros de los muelles de las naves oceánicas ni de la ciudad. En las colinas cercanas a la antigua Puerto Hogar —por lo que parecía al traducir el sistema de coordenadas del escritorio a sus números de navegación— había un conglomerado de edificios. Sin embargo, no alcanzó a discernir si se relacionaba con la vieja ciudad.

Esta vez oyó el sonido con toda claridad y advirtió que venía de la cocina.

—¿Quién anda ahí? —gritó. Oyó que cerraban la puerta de la nevera, pero no recibió ninguna respuesta. El asombrado Viktor se dirigió a la sala de alimentación.

Alguien salía por la otra puerta, deprisa, como si no deseara que lo viesen. Viktor parpadeó asombrado. Los cuencos estaban llenos de fruta fresca. Los platos sucios habían desaparecido.

Conque así se hacían las tareas domésticas, pensó aturdido. Sin embargo, le pareció raro que las hiciera alguien más corpulento que él, vestido con un abrigo de piel gris.

Nrina regresó media hora después y respondió a sus preguntas.

—Sí, claro —admitió, sorprendida de que él se lo preguntara—. Claro que tenemos a alguien para esas tareas. ¿Quién las realizaría de otro modo? Has visto uno de los grilos.

—¿Grilos? —repitió Viktor, y parpadeó al asociar las palabras con lo que había visto—. ¿Querrás decir gorilas?

—Se llaman grilos, Viktor —replicó Nrina con impaciencia—. No conozco la palabra «gorila». Están emparentados con los humanos, pero no poseen mucha inteligencia… normalmente. Desde luego, los hemos modificado para que sean más listos, menos hostiles y más fuertes. Aun así, no pueden hablar.

—¿Modificado?

—A partir del material genético que encontramos en los congeladores, sí. ¿Creías que yo sólo hacía seres humanos?

—No sabía lo que hacías —masculló Viktor, irritado. Nrina reparó en su reacción, pues lo miró con seriedad.

Luego se echó a reír.

—Bien —asintió—, permíteme que te lo muestre. ¿Quieres verme trabajar?

Nrina era una forjadora de criaturas. Viktor comenzó a intuir que la mujer era un personaje importante, una estrella, famosa en los hábitats. Sobresalía incluso entre las escasas y muy respetadas personas que diseñaban arquitecturas vivientes. Ella había creado a los sirvientes gorila, los animales y las plantas que servían como alimento, y los espléndidos y aromáticos capullos que decoraban los lugares donde vivían. Aunque su ocupación principal era fabricar bebés, Nrina y su ayudante Dekkaduk podían crear de todo.

Dekkaduk no recibió con agrado la visita de Viktor. Insistió en que se echara la bata transparente sobre el taparrabos, y luego exigió que también se pusiera una gorra.

—Quién sabe qué parásitos oculta en ese vello repulsivo de la cabeza —comentó Dekkaduk, quien era casi calvo.

—Vaya, Dekkaduk —rió Nrina—. Probablemente los mismos que yo llevo en mi cabello, a estas alturas.

Dekkaduk enrojeció de furia. Viktor, a pesar de todo, se colocó la gorra.

Cuando Dekkaduk juzgó que Viktor no representaba un riesgo sanitario, se apartó con mal ceño y se puso a trabajar. Usó el teclado del escritorio para proyectar una gran imagen en la pantalla de la pared. Era una representación tridimensional de una mujer joven. Se parecía a Nrina, pero tenía los ojos más juntos y el cabello color chocolate, mientras que el de Nrina era de color mantequilla.

—¿Quién es? —preguntó cortésmente Viktor, y Dekkaduk lo fulminó con la mirada.

—No debes hablar mientras trabajamos —rezongó—. Pero responderé a esa pregunta. No es nadie. Aún no ha nacido. Así es como sus padres quieren que sea, de manera que nosotros nos encargaremos de ello. Pero no hagas más preguntas hasta que hayamos terminado.

Viktor observó la imagen de la niña que aún no había nacido, que ni siquiera estaba concebida, mientras Nrina y Dekkaduk ensamblaban las secuencias ADN que producirían esa altura, ese color de ojos, esos dedos ahusados y ese delicado arco del pie. Esa parte del proceso no resultaba interesante para Viktor, pues no la comprendía. Debajo de la imagen holográfica había un cambiante despliegue de símbolos y números. Datos, supuso Viktor, aunque no podía leerlos. Sin duda se relacionaban no sólo con la apariencia externa sino con la estructura nerviosa, el temperamento y… bien, ¿quién sabía qué características querían esas personas para un niño?

Pero, fueran cuales fuesen, Nrina podía satisfacerlas. No tenía problemas en preparar el mapa genético que cumpliera con el pedido, y sólo se trataba de cortar, injertar y acoplar.

No se trataba sólo de apariencia superficial. Esto ni siquiera era lo más importante. Lo decisivo para cada nuevo bebé era la salud.

Había muchos rasgos hereditarios que se debían añadir, eliminar o modificar. El efecto era enorme. Los niños que salían del laboratorio de Nrina nunca perderían la virilidad ni desarrollarían esa hiperplasia prostática benigna llamada «enfermedad de los viejos». Las niñas, por mucho que vivieran, nunca adquirían la «joroba de viuda» de la osteoporosis. Los genes defectuosos se reparaban al instante.

Los trastornos monogenéticos eran los más fáciles de solucionar. Pertenecían a tres clases. Estaba la clase donde un mal gen de uno de los padres causaba el problema; la clase recesiva (u homocigótica), donde no había problemas a menos que procediera de ambos progenitores; y los recesivos de eslabón X, que afectaban sólo a los varones. En estos casos Nrina sólo debía efectuar algunas correcciones. Si se producía algún problema con los genes Apo B, C y E, Nrina lo corregía, reduciendo el riesgo de una futura enfermedad coronaria. Si el gen hipoxantino-guanino fosforibosiltransferático resultaba defectuoso, se insertaba uno bueno y el niño no padecería el mal de Lesch-Nyhan. El codón 12 del gen c-K-ras se podía complementar con un nucleótido para eliminar la mayoría de los carcinomas pancreáticos, y muchos de los colorrectales. Los niños diseñados por Nrina quedaban exentos de muchos males a los que era propensa la carne. Ningún niño nacido en ese laboratorio contraería el Epstein-Barr, la anemia de células de guadaña, la hipercolesterolemia familiar, el mal de Huntington, la hemofilia o cualquier otra enfermedad hereditaria. Sus arterias eliminaban el colesterol. Sus conductos digestivos no contenían apéndice; no había amígdalas en sus gargantas.

Por esa razón, Nrina sabía muy poco de cirugía. En algunos sentidos sus conocimientos de la ciencia médica llevaban siglos de retraso respecto de los de Vieja Tierra y Nuevo Hogar del Hombre. El tratamiento para la pierna de Viktor, ulcerada por el congelador, era uno de sus máximos logros. En el mundo de Nrina nadie tenía competencia para extirpar un pulmón o abrir un agujero en el flanco para un saco de colostomía. Nadie necesitaba esas cosas. Morían, sí, tarde o temprano. Pero habitualmente tarde; y por lo general porque se estaban desgastando; y casi siempre porque sabían que la muerte se avecinaba y preferían evitar el deterioro final.

Cuando finalizaron la producción del día, Viktor se quitó la bata.

—¿Podéis hacer cualquier cosa con ellos? —preguntó—. Por ejemplo, un bebé con seis dedos en el pie, o con dos cabezas.

Dekkaduk lo miró con severidad.

—Gracias por recordarnos lo primitivo que eres —dijo—. Claro que podemos, pero nunca lo haríamos. ¿Para qué?

Nrina suspiró.

—A veces eres demasiado extraño, Viktor —se quejó.

Cuando Nrina al fin declaró que la mente de Viktor estaba tan despejada como podía llegar a estarlo («No lo recordarás todo, Viktor, y creerás rememorar cosas que nunca ocurrieron, pero no será tan grave»), él comenzó a pensar seriamente en su futuro.

La gran pregunta, desde luego, era qué futuro le deparaba ese lugar.

La razón le decía que el mero hecho de contar con un futuro ya era bastante. Sin duda era un consuelo. De cualquier modo, no necesitaba mucho consuelo, pues hacer el amor con Nrina era una grandiosa medicina para todas las aflicciones del alma. A veces su turbada memoria invocaba una imagen desplazada. Luego se sorprendía pensando en Reesa, con una melancolía que nada podría curar jamás. Eso no duraba, y entretanto Nrina estaba allí. Era ávida y emprendedora en la cama, y cuando no hacían el amor, casi siempre se mostraba afectuosa y afable.

Saltaba a la vista que no le interesaban algunas de las cosas que para Viktor eran importantes. El misterio de lo que había sucedido con el universo, por ejemplo. Claro que Viktor disponía de material suficiente en los archivos, si quería consultarlos. Incluso podía usar el pupitre de Nrina, cuando ella no estaba trabajando. Viktor se quejó de que el mentor no parecía dispuesto a mostrar el material realmente interesante, y Nrina se tomó tiempo para instruirlo en algunos de los refinamientos del uso del pupitre.

El pupitre era un verdadero pupitre, en cierto modo. Al menos, parecía una mesa antigua y artesanal. Era un rectángulo ancho y plano, anguloso, con un taburete y un teclado en la esquina inferior izquierda. Los símbolos de las teclas no significaban nada para Viktor, pero Nrina, inclinándose sobre él con su dulce aroma —a perfume y a sí misma—, le indicó cómo usar las teclas.

—¿Puedes leer las teclas, al menos?

—No. Bueno, quizá —dijo él, desconcertado—. Algunas, al menos.

—El idioma escrito no había cambiado mucho, pero se había vuelto fonético; el alfabeto tenía once letras nuevas. Nrina pasó rápidamente a «cosmología» tras exhortar a Viktor a deletrear la palabra en el nuevo alfabeto.

La pantalla permaneció vacía.

—Qué raro —se extrañó Nrina—. Quizá lo deletreamos mal. —Pero aunque intentaron varias combinaciones diferentes, el pupitre se negaba a aceptarlas. Tampoco había mucha información en «dilación temporal», «efectos relativistas» o «mecánica cuántica».

—Qué lástima —suspiró Nrina—. Debemos estar haciendo algo mal.

—Gracias —masculló Viktor.

—Oh, no te pongas así —bromeó ella, y de pronto sonrió—. Puedes hacer otras cosas. ¿Alguna vez has intentado llamar a alguien? ¿Una persona? Pues yo tengo que llamar a Pelly. Déjame enseñarte cómo se hace.

—¿Cómo en un teléfono?

—¿Qué es un «teléfono»? Bien, no importa. Te mostraré. —Nrina pulsó el teclado, obtuvo una lista, se detuvo en un nombre, marcó el nombre. Viktor abrió la boca y ella explicó—: Es mi agenda personal… también hay una general, y te mostraré cómo usarla, pero no utilizo la grande si no es necesario. Espera un minuto, aquí está.

El pupitre se volvió pálido y opaco; en el espacio negro de la pared se formó el rostro de un hombre, gordo como una calabaza y con sonrisa de calabaza.

—¿Pelly? —dijo Nrina—. Sí, claro, soy Nrina. Éste es mi amigo Viktor, ya lo habías visto, desde luego.

—Desde luego, pero entonces estaba congelado —sonrió la calabaza—. Hola, Viktor.

—Hola —saludó Viktor, pues eso parecía lo correcto.

—Tus grilos están listos —continuó Nrina—. Y un par de los donantes quieren regresar. ¿Cuándo partirás?

—Dentro de seis días —respondió el hombre—. ¿Cuántos grilos?

—Veintidós, catorce de ellos hembras. Espero verte antes de que te vayas.

—Lo mismo digo. Me alegra verte con vida, Viktor —se despidió Pelly, y desapareció.

—¿Ves cómo funciona? Puedes llamar a cualquiera de ese modo. Cualquiera que esté en nuestras órbitas, al menos… resulta más difícil cuando están en el espacio o en Nuevo Hogar del Hombre. Entonces debes tener en cuenta el tiempo de transmisión.

Pero Viktor no tenía a quién llamar.

—¿Qué quiso decir cuando comentó que me vio cuando yo estaba congelado? —preguntó.

—Él es Pelly. Piloto de naves espaciales. Él te trajo desde Nuevo Hogar del Hombre, junto con los demás. Además, estuvo en Nebo. Si tanto te interesa todo aquello, podrás preguntárselo a él, si lo vemos.

Con las indicaciones que le había dado Nrina, Viktor logró manejar la guía por su cuenta. El pupitre ofrecía más que un simple «número telefónico». Le habló de Pelly: capitán del espacio; residente de la luna Gautama, aunque casi siempre estaba viajando entre los hábitats orbitales y los demás planetas del sistema.

Viktor estudiaba de nuevo las vistas de Nebo cuando Nrina regresó, sorprendida de verle aún ante el pupitre.

—¿Todavía con eso, Viktor? Yo estoy agotada; me gustaría descansar ahora. —Miró la cama de soslayo.

—Hay muchas cosas que aún deseo saber, Nrina —se obstinó él—. Sobre Pelly, por ejemplo. ¿Por qué es tan gordo?

—Así logra apañárselas en Nuevo Hogar del Hombre —explicó Nrina—. Necesita suplementos para reforzar la musculatura…

—¿Esteroides? —Nrina lo miró complacida.

—Bien, algo parecido, sí. Y refuerzos de calcio para que los huesos no se le rompan con facilidad, y muchas otras cosas. ¿Has visto a Dekkaduk? Y él sólo ha estado en Nuevo Hogar del Hombre algunas veces, juntando especímenes… —Y de inmediato corrigió—: Trayendo personas para mí, quiero decir.

—Como yo.

—Sí, como tú. De cualquier modo, Pelly viaja hacia allá constantemente. Le da un aspecto grosero, desde luego, y por eso yo nunca podría… Oh, Viktor, no quise decirlo en ese sentido. A fin de cuentas, tú naciste así.

Él pasó por alto el comentario.

—¿Y Pelly aterrizó en Nebo?

—¿Personalmente? Claro que no. Nadie lo ha hecho durante años.

—¿Pero alguien aterrizó allí? Nrina suspiró.

—Sí, claro. Varias veces.

—¿Pero ya nadie va?

—Desde luego que no, Viktor. ¿Con qué propósito? Hay aire, pero está contaminado; el calor resulta agobiante; y la gravedad aplastante. Viktor… bien, no para ti, pero sí para cualquier persona normal. Es mucho más intensa que en una luna. Es casi tan desagradable como Nuevo Hogar del Hombre, pero al menos Nuevo Hogar del Hombre tiene clima decente.

—¡Pero, Nrina! Puede haber gente en Nebo. Algunos amigos míos aterrizaron allí…

—Sí, y no regresaron. Lo sé. Me lo contaste. ¿No te parece una buena razón para no ir?

—Pero alguien construyó esas máquinas. Y no son humanas.

—No hay nadie allí. Hemos investigado. Sólo esas viejas máquinas.

—¿Y esas máquinas se han estudiado científicamente?

Ella frunció el ceño.

—No sé qué quieres decir con «científicamente». Algunas personas se interesaron en ellas, sí. Incluso trajeron algunos fragmentos para estudiarlos… Recuerdo que Pelly tenía un trozo de metal que me mostró una vez.

Viktor inhaló abruptamente.

—¿Puedo ver los objetos? ¿Se guardan en un museo?

Pero Nrina sólo rió cuando él intentó explicarle qué era un museo a partir de sus borrosos recuerdos del Museo de Arte de Los Angeles y una exhibición de La Brea.

—¿Conservar esas cosas sucias? ¿Para qué, Viktor? Nadie guarda basura. ¡Nos sofocaríamos con nuestros objetos usados! No, sin duda los estudiaron en el momento. Por supuesto, realizaron informes de evaluación y probablemente fotografías… puedes usar el pupitre para ver cómo eran, y creo que algunas personas, como Pelly, quizá conserven algunos como curiosidades. Pero, desde luego, no tenemos lugar para guardar esas cosas, y además…

De pronto reaccionó con brusquedad, una mezcla de miedo y cólera.

—Además, esas odiosas cosas de metal son peligrosas. Por eso nadie aterriza allá. ¡En ese lugar murió gente!

De mala gana, se dirigió al pupitre, y le mostró lo que había sucedido más de un siglo antes. Una nave aterrizando en Nebo. Gente desembarcando en trajes metalizados para protegerse del calor y cascos para respirar. Se acercaron a una de aquellas pirámides color malva sepultadas en las arenas de Nebo y procuraron taladrarla para entrar…

Entonces estalló.

De la pirámide no quedó nada; simplemente se vaporizó. Lo mismo pasó con la gente. Algunos fragmentos de objetos pulverizados por la explosión cubrían las arenas.

Viktor advirtió que Nrina miraba hacia otro lado.

—Apágalo —ordenó ella—. Mataron a esas personas.

Viktor se dio por vencido. Ella se le acercó con una sonrisa.

—Así está mejor —murmuró, apoyándose en su hombro.

Viktor no se resistió, aunque tampoco la alentó.

—De acuerdo, Nrina, ya entiendo qué sucedió, pero eso no me dice nada. ¿Qué son esas máquinas?

—Nadie lo sabe, Viktor —continuó Nrina, paciente—. La verdad, me trae sin cuidado.

—¡Pues a mí no! Quiero averiguar para qué estaban allí, quién las construyó, cómo funcionan. El «qué» parece muy interesante, pero ¿podré encontrar un «porqué»?

—¿A qué viene eso, Viktor? —dijo ella, acariciándole el rostro sin afeitar—. ¿No te gustaría dejarte la barba? La mayoría de los hombres lo hacen, si pueden.

—No, no quiero tener barba. Por favor, no cambies de tema. Me gustaría saber por qué ocurren las cosas, la explicación teórica que da cuenta de las cosas que veo.

—No creo que esas palabras signifiquen nada —respondió ella, frunciendo el ceño—. Entiendo la palabra «teoría», claro. Es el fundamento de la genética, las reglas que nos dicen qué esperar cuando, por ejemplo, desprendemos un nucleótido de un gen, e injertamos otro.

—¡Exacto! A eso me refiero. Estoy buscando algo sobre teoría astronómica.

Nrina meneó la cabeza.

—Nunca he oído hablar de «teorías astronómicas», Viktor.

Cuando Viktor regresó de un paseo, Nrina lo estaba esperando.

—Quiero enseñarte una cosa —anunció ella misteriosamente, satisfecha consigo misma—. Ven a mi habitación.

Allí le dio una sorpresa. Abrió un compartimiento de la pared. Era una pequeña jaula, y algo se movía detrás de la malla de alambre. Nrina metió las manos y sacó un ser pequeño, blando y escurridizo.

—Dime, Viktor —dijo ella con un titubeo, como si tuviera miedo de la respuesta—, ¿alguna vez habías visto una de estas criaturas?

—¡Claro que sí! —Recogió a esa criatura velluda—. ¡Es un gatito!

—Exacto —asintió ella triunfalmente mientras él acariciaba al animal—. ¿Eso le gusta?

—A la mayoría de los gatos sí. ¿Dónde lo conseguiste? Creí que estaban extinguidos Ella parecía complacida.

—Lo estaban —afirmó, sugiriendo grácilmente la magnitud de su hazaña—. Y lo construí. Pelly encontró algunos especímenes congelados de esperma felino cuando te trajo a ti. —Acarició al gato, imitando a Viktor. Viktor no oía nada, pero las terminaciones nerviosas de la mano le informaban sobre el suave ronroneo de la criatura—. Siempre me preocupa cuando no disponemos de material genético femenino para una nueva especie. Es fácil estructurar un óvulo artificial, pero cuando nunca has visto al animal te preguntas si darás en la diana.

Viktor acarició a la blanda criaturilla y se la devolvió.

—Pues parece un gato perfecto —declaró. Ella aceptó grácilmente el cumplido.

—Gata —aclaró—. Se la daré a un niño que conozco. —La guardó cuidadosamente en la jaula y cerró la puerta. Viktor meneó la cabeza maravillado.

—Sabía que diseñabas bebés. Sabía que creabas gorilas inteligentes…

—Grilos, Viktor.

—… grilos inteligentes para usarlos como criados. Pero ignoraba que podías hacer lo que se te antojara. Ella reflexionó un instante.

—Bien, no todo. Algunas cosas resultan físicamente inviables… Podría hacerlas, pero no sobrevivirían. Pero ésta es la parte más interesante de mi trabajo, Viktor. Por eso alguien se molesta en ir a Nuevo Hogar del Hombre. Hay una fauna entera en esos congeladores. No conocemos la mitad de lo que hay allí. Aunque tengan etiqueta, no siempre sabemos lo que hay en el interior, porque durante un tiempo los registros fueron bastante chapuceros. Así que cuando tengo la posibilidad de hacer concordar espermatozoides y óvulos, o encontrar algún material genético que pueda fertilizar…

—¿Los vendes, como una tienda de mascotas?

—No sé qué es una tienda de mascotas, y desde luego no los vendo, del mismo modo que no vendo a los bebés. Si alguien los quiere, obtengo crédito por mi tiempo. —Suspiró—. No siempre funciona. A veces no encuentro una correspondencia o no logro fabricarla; muchos especímenes están estropeados, y resulta difícil reconstituirlos. Además, aunque consigamos un neonato interesante, no siempre sabemos alimentarlo. Sobre todo los invertebrados; algunos tienen dietas muy especializadas y no comen lo que intentamos darles. Al final se mueren. Los bebés son mucho más fáciles.

Quizá fuera cierto, reflexionó Viktor, pues los fetos humanos no nacían en el laboratorio. La gestación y el alumbramiento no eran problemas de Nrina. Ella producía una pulcra caja de plástico, térmicamente opaca, de modo que no necesitara calentamiento ni enfriamiento en cuarenta y ocho horas, con un óvulo fertilizado y fluido nutriente suficiente para conservarlo con vida hasta que los orgullosos padres lo colocaran en su propia incubadora.

—¿Nunca quieres ver a los bebés? —preguntó Viktor con curiosidad.

—¿Para qué? —preguntó Nrina, sorprendida—. Los bebés son criaturas complicadas, Viktor. Oh, me complace saber cómo les va y siempre me gusta recibir fotos de ellos… todo artista desea saber cómo resultó su obra. Pero los únicos que quise tener cerca durante más de un día fueron los míos. —Se sorprendió de nuevo al ver la expresión de Viktor—. ¿No lo sabías? He tenido dos hijos. Uno de ellos es una niña, y fue sólo un favor para el padre, así que no la retuve mucho. Él quería un recuerdo mío. Se llama Oclane y tiene catorce o quince años. Está en la luna José, pero a veces viene a visitarme. Es bonita. Muy inteligente, desde luego. Creo que se parece a mí.

—No lo sabía —dijo Viktor, revisando su imagen de Nrina. La había considerado muchas cosas, pero nunca una madre, ni siquiera una de esas nuevas madres que escogían las características de sus retoños y nunca sufrían las molestias del embarazo. Luego recordó sus palabras—. Dijiste que tuviste dos hijos. ¿Quién es el otro?

Ella rió.

—Pero tú le conoces muy bien, Viktor. ¿Quién crees que es Dekkaduk?

Cuando Viktor vio de nuevo a Dekkaduk, lo observó con renovado interés. Dekkaduk guardaba cierto parecido con Nrina, pero a fin de cuentas todas esas personas le parecían similares, al igual que todos los occidentales tenía el mismo aspecto para la mayoría de los chinos. Pero Dekkaduk no parecía tan joven como para ser hijo de Nrina.

Había una explicación: Viktor comprendió que no tenía idea de la edad de Nrina. Podría haber sido una cuarentona juvenil y guapa, según los años de Nuevo Hogar del Hombre. Pero también podría haber tenido cien años. Ninguna de esas personas parecía vieja.

En la cama, por cierto, no tenía edad.

Viktor disfrutaba mucho ese aspecto de la relación. Sin embargo, en ocasiones le reconcomía que su principal razón para vivir fuera brindar excitación sexual a una mujer que apenas conocía. Recordaba que una vez había tenido una esposa, y lo dominaba una angustia sofocante, como si el mundo quedara repentinamente a oscuras.

Pero en otras ocasiones se sentía de excelente humor. Nrina era un espléndido remedio para esas pasajeras aflicciones del alma.

Aparte de todas sus virtudes, Nrina estaba profundamente fascinada por el cuerpo de Viktor. No sólo le interesaba el sexo. Quería palpar, estrujar y sentir aquella carne arcaica, aunque sin duda a menudo también quería sexo. Podía ser feliz media hora seguida, mientras yacían desnudos y juntos, experimentando la flexión de esos músculos. No sólo los bíceps, sino los antebrazos, los muslos, el cuello, todos los músculos que él pudiera flexionar, mientras ella los tocaba para sentir cómo se hinchaban.

—¿Y de veras son naturales, Viktor?

—Claro que son naturales. Pero por favor, Nrina, no me aprietes tanto la pierna lesionada.

—Oh, claro. ¿Y este vello? ¿Todos lo tenían en tus tiempos? —Pero Viktor siempre había tenido cosquillas en las axilas, y esas cosquillas le incitaban a devolverlas, lo cual llevaba a otras cosas. O ella le inspeccionaba las manchas parduscas del dorso de la mano, tocándolas con suavidad por si dolían—. ¿Qué son, Viktor? —preguntó, estirándose para coger algo que él no veía.

—Las llamamos pecas —sonrió Viktor—. Aunque quizá sean algo más que pecas. A la gente le salen con la edad. Son como manchas, totalmente naturales… ¡Eh, oye! —Pero ella había actuado con demasiada rapidez, punzándole el dorso de la mano con una afilada sonda de metal que había sacado de alguna parte.

—No armes tanto escándalo —replicó, guardando la muestra celular—. Ven, déjame besarla.

Y luego, al cabo de un pequeño estudio en el laboratorio, le explicó que era simplemente colágeno degenerado.

—Puedo limpiarte esas manchas si lo deseas, Viktor —ofreció.

Él extendió la mano para tocarle el cuerpo, que esta vez no estaba desnudo. Sólo llevaba encima la bata transparente y el taparrabos. Ella se relajó sobre los mullidos cojines. Tenía una piel perfecta.

—¿Te molestan? —preguntó Viktor.

—¡Claro que no! ¡Tu cuerpo no me molesta!

—Entonces, ¿por qué no las dejas en paz? —Y Viktor consideró con amargura que era una relación extraña, en la cual ella permanecía totalmente absorta en su cuerpo mientras que él se desesperaba por todo lo que ella pensaba.

Podía poseer el cuerpo de Nrina cuando lo deseara. Por lo general era ella quien decidía. Pero su mente era otra cosa. No era que Nrina se cerrara o retuviera información, sino que muchas de las cosas que él deseaba saber la aburrían.

—Sí, sí, Viktor —suspiraba, mientras él pulsaba con entusiasmo el teclado del pupitre—. Entiendo lo que dices. Antes había más estrellas.

—¡Muchas más! —respondía él, contemplando con el ceño fruncido ese firmamento empobrecido. Pero Nrina suspiraba, o le apoyaba la mano en un sitio que le obligaba a prestar atención a otras cosas. Lo que resultaba sobrecogedoramente extraño para Viktor era el orden natural de las cosas para Nrina. Era como si alguien de Tahití viera la nieve por primera vez: los esquimales no habrían comprendido sus sentimientos.

Cuando Nrina regresaba del laboratorio y encontraba a Viktor enfrascado en el pupitre, actuaba con tolerancia. Se quitaba la bata y se sentaba junto a él. Viktor sentía el contacto de ese cuerpo desnudo, pero ello no le impedía concentrarse en el pupitre.

—Es agradable que te intereses en algo —observó Nrina filosóficamente.

Él lo intento de nuevo.

—Nrina, estoy seguro de que han ocurrido cosas extrañísimas. ¿No quieres averiguarlas? ¿Nunca te formulas preguntas?

—No es mi trabajo, Viktor —replicó ella con vaga irritación.

—El universo que nos rodea ha muerto —declaró él, estupefacto—. Nos han secuestrado. El tiempo se detuvo para nosotros…

Nrina bostezó.

—Sí, lo sé. Los otros salvajes… perdón, Viktor. Los otros sujetos del congelador también hablan de eso a veces. Lo llaman «Dios el Transportador» o algo parecido. ¡Una estúpida superstición! ¡Como si existiera un ser sobrenatural que desplazó las estrellas tan sólo para divertirse!

—Entonces, ¿cómo lo explicarías?

—No se necesita explicación. Simplemente, es así. —Nrina se encogió de hombros—. No es un tema interesante, Viktor. A nadie le importa excepto a… Oh, espera un momento. —Se irguió de pronto, con aire satisfecho—. ¡Casi me olvido de Frit!

Viktor parpadeó.

—¿Qué es un frit? —preguntó.

—Frit no es un qué, sino un quién. Frit y Forta. Les diseñé un hijo. Son viejos amigos míos. En realidad, hice esa gatita para Balit, el chico. Pronto cumplirá veinte años, y es tiempo de sus obsequios de crecimiento. —Caviló un instante, asintió—. Sí, estoy segura de que Frit lo sabe todo acerca de eso. Tal vez se interese en ti. Él y Forta han estado juntos casi treinta años, y aún nos mantenemos en contacto.

Viktor se irguió. Tuvo la sensación, eléctrica como un cosquilleo, de que repentina e imprevistamente su vida tenía una meta.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con Frit? —preguntó.

—Verás, está muy ocupado, pero supongo que puedes llamarlo —sugirió ella dubitativamente—. ¡Ya sé! ¿Por qué no vamos a la fiesta de Balit?

—¿La fiesta de Balit?

—Balit es el hijo de Frit. Viven en la Luna María. No, espera —se corrigió—. Viven en María, pero creo que celebrarán la fiesta en el hábitat familiar de Frit. —Asintió a medida que se le aclaraban los detalles de su inspirada idea—. Dekkaduk puede encargarse del laboratorio durante un par de días. Sería un viaje agradable para ti, y de todos modos debo llevar los grilos de Pelly allí, donde tiene su nave. Sin duda se alegrarán de recibirnos y entonces podrás hablar con Frit cuanto desees. —Dio una palmada en el muslo de Viktor, complacida con su ocurrencia—. ¡Lo haremos! Y ahora no me hagas más preguntas, Viktor. De verdad, disfrutaremos mucho.