20

Viktor supo que estaba despertando cuando descubrió que soñaba, pues no había sueños en el cerebro de un inertoide. Viktor tenía un sueño de vuelo, un sueño de dolor.

Un dolor definido y desagradable. No era un sueño grato, y Viktor, a pesar de su confusión, se alegró de despertar.

Supo que estaba despierto porque le costó abrir los ojos. Tuvo que esforzarse para despegar los párpados.

—¿Mamá? —preguntó a la mujer delgada que se inclinaba sobre él—. Mamá, ¿hemos llegado?

Comprendió enseguida que era una tontería. Esa mujer no era su madre ni se le parecía. Era alta y delgada, y tenía unos magníficos ojos redondos. Viktor vio los ojos con toda claridad, aunque le resultaba difícil discernir cualquier otra cosa. Sus propios ojos no podían focalizarse y le dolía la cabeza.

La mujer se volvió para emitir un murmullo líquido. Hablaba en un idioma desconocido, aunque algunas frases parecían tener sentido. Sonaban como la lengua natal de Viktor hablada por palomas. La mujer charlaba con alguien a quien Viktor no veía. Se agachó para tocar el costado de la cabeza de Viktor, aunque señalando algo para la persona invisible.

Tal vez fue una caricia suave, pero no lo parecía. Reveló a Viktor que su sueño de dolor no había sido sólo un sueño.

La caricia de la mujer le estalló en la cabeza como un martillazo, aturdiéndolo. Se apartó del dedo que lo tocaba, y descubrió que el sueño de vuelo tampoco era del todo una ilusión. Se desplazó tan fácilmente, sintió tan pocos tirones en el cuerpo que comprendió que no podía estar en Nuevo Hogar del Hombre. No podía estar en un planeta, pues pesaba muy poco.

Viktor se reclinó, meditando. La mujer y la otra persona —una voz de hombre: en vez de un arrullo de paloma, un feroz gorgoteo— entablaban una conversación en un idioma que Viktor no comprendía. Si no estaba en un planeta, quizás viajara en una nave. ¿Qué nave? No el Arca, desde luego; del Arca sólo quedaban gotas de metal condensado, si quedaba algo. No el Mayflower, estaba seguro. En el Mayflower no había nada parecido a esa habitación de paredes amarillas con suaves nubes de luz clara en el techo. Algunas cosas le parecieron familiares. La cosa donde él estaba acostado por ejemplo. Se parecía mucho al recipiente donde descongelaban a los inertoides, y vio otras similares en la habitación. Estaban ocupadas. Había un cuerpo humano en cada una, y una radiación los entibiaba. Él no era la única persona a quien resucitaban, pensó, satisfecho con su sagacidad.

Pero ¿dónde ocurría eso?

¿Y qué le dolía tanto? Cuando la explosión de dolor que le arrasaba la cabeza se calmó, advirtió que le dolían otros dos lugares. Una sensación abrasadora en la pierna derecha, bajo la rodilla, y una molestia más aguda en el trasero. Todo le parecía absurdo. Estaba aturdido, confundido, desorientado, e incluso le costaba recordar. A juzgar por lo que veía, lo acababan de reanimar tras un tiempo en el congelador. Pero le parecía recordar que antes lo habían congelado. Más de una vez. ¿Cuántas veces? Razonó que no podía ser una de las ocasiones en que se disponía para un largo vuelo interestelar, pues entonces era un niño, y ahora ya no lo era. ¿Y quién era esa mujer, que ahora lo persuadía a acostarse?

El nombre de «Reesa» le cruzó la obnubilada mente, pero no le parecía que esa mujer fuera ella, aunque no recordaba bien quién era Reesa.

Sacudió la cabeza para despabilarse. Resultó ser un gran error; el dolor estalló de nuevo. Pero sentía la necesidad de probar sus aptitudes, como alguien que despierta en medio de la noche ante una llamada telefónica e insiste en que no estaba durmiendo. Se relamió los labios, disponiéndose a hablar.

—No me encuentro muy bien —murmuró, articulando la frase con cuidado.

Curiosamente, las palabras no salieron bien. Parecía un gruñido animal, más que una voz. Descubrió que tenía la garganta inflamada.

La mujer dirigió un gesto al hombre que estaba en la habitación. El hombre tenía aspecto normal —no era muy alto ni muy delgado— pero llevaba una prenda similar a la de la mujer, una especie de bata transparente. Resultó ser muy fuerte. Empujó a Viktor hacia abajo, sosteniéndolo para que la mujer pudiera hacerle otra cosa.

La mujer se inclinó sobre Viktor. Desprendía una fragancia que evocaba flores y un humo distante.

La proximidad de la mujer le hizo advertir que estaba desnudo. A la mujer no parecía importarle. Ella le escudriñó los ojos. Le tocó la base de la garganta con un instrumento que brillaba como metal pero era blando y tibio, mientras estudiaba un estallido de colores en la base del instrumento.

Luego le bajó el labio inferior. Instintivamente él trató de apartar la cabeza —¡de nuevo esa explosión de dolor!— pero el hombre de bata le cogió el cráneo con brusquedad para mantenerlo inmóvil mientras la mujer tocaba el húmedo interior del labio de Viktor con otro aparato, y Viktor pronto se durmió.

Cuando despertó estaba solo en la habitación. Los otros recipientes de resurrección estaban vacíos.

Aún le dolía la cabeza, pero los otros dolores habían cesado. No del todo, pero ahora eran pequeñas molestias más que ese aplastante sufrimiento. Cuando se incorporó, descubrió que tenía la pantorrilla derecha, desde la rodilla hasta el tobillo, envuelta en un artilugio rosado semejante a una salchicha. Intrigado, lo palpó con un dedo. No lo comprendía. No comprendía nada; todo parecía muy complicado. Además, se sentía como borracho.

Trató de evocar cómo había llegado allí. Recordaba que le habían dicho que iría al congelador.

Sí, eso era cierto. No era una idea alentadora. Tenía un vago recuerdo de la congelación, de algo que alguien le había dicho (¿se llamaba Wanda?) mucho tiempo atrás. No convenía ser congelado demasiadas veces. De eso estaba seguro, aunque no sabía muy bien por qué.

Oyó el gruñido de una voz de hombre. Era el sujeto de la bata.

—Estás despierto —dijo el hombre, en palabras que, extrañamente, Viktor comprendía—. Quédate ahí. Veré si Nrina quiere echarte un vistazo.

Viktor se obligó a incorporarse. Al menos algunas cosas empezaban a aclararse. Por alguna razón, esas personas habían decidido despertarlo de la suspensión criónica. Bien, entendía eso. Se preguntó cuánto tiempo habría permanecido en el congelador. No podían ser siglos esta vez. No lo resistiría. Pero había sido tiempo suficiente para que los reformistas, o quien estuviera a cargo de la planta energética, pusieran un poco de calefacción en el sector de refrigeración. (¿Pero no acababa de decidir que ya no estaba en ese sector? Más dudas.) Y si esas personas eran reformistas, o si pertenecían a alguna otra secta del congelado Nuevo Hogar del Hombre, desde luego habían cambiado de modo de vestir. El hombre se estaba quitando la bata, y debajo sólo llevaba una especie de kilt. Cuando la delgada mujer regresó. Viktor observó que la bata que llevaba puesta era una prenda destinada a la decoración o a proteger el pudor. Bien, no resultaba precisamente recatada, pero desde luego no protegía del frío. Era un delantal blanco y largo, casi transparente, y no llevaba nada debajo.

Pero la mujer parecía cambiada. Parecía más irritable y fatigada que antes, como si hubiera trabajado mucho, y la sedosa prenda aparecía manchada de sangre.

Cuando Viktor cambió de posición para observarla, reparó en su propia desnudez y se avergonzó. Torciéndose para mirar mejor, advirtió que tenía una herida en la nalga derecha. Allí se originaba uno de esos dolores que casi había olvidado. No era una picadura de insecto, sino una especie de puñalada. Alguien la había cubierto con una pátina blanda y esponjosa, casi invisible. La pátina se desprendió fácilmente cuando él la tanteó, y debajo de ese vendaje la herida aún sangraba.

La mujer delgada le apartó la mano con un cloqueo reprobatorio.

El hombre se acercó y colocó el vendaje en su sitio.

—¡Demonios! ¡Deja de tocarte! —exclamó—. Ahora quédate quieto. Nrina debe examinarte para ver si hay más quemaduras de congelación, así que déjala hacer, ¿de acuerdo? Yo debo revisar a los demás.

Viktor sintió curiosidad. Comprendía todas las palabras, pero sonaban extrañas, como si vinieran desde lejos. Además, el aturdimiento le impedía entender con claridad el significado.

—Quemadura de congelación… —repitió Viktor, pero el hombre ya se había marchado.

A falta de una posibilidad mejor, Viktor obedeció. Dejó que la mujer le examinara los ojos y le tocara las partes más íntimas con sus brillantes instrumentos de luces irisadas, le alzara un rincón de esa salchicha rosada de la pierna para mirar, y finalmente la dejara en su lugar con expresión satisfecha. Le palmeó, la cabeza, esta vez con tanta suavidad que no sintió un nuevo asalto de dolor.

Luego le indicó que la siguiera.

Viktor lo intentó, aunque sin grandes resultados. El lado derecho de la cabeza parecía dormido, y la pierna derecha no lo sostenía, a pesar de la escasa gravedad. La mujer dejó que se apoyara en ella mientras caminaban, aunque se parecía más a deslizarse en un sueño; como moverse en una nave espacial bajo microimpulso. Avanzaron por un corredor de paredes ambarinas hasta la primera parada.

Se trataba de una habitación diminuta que contenía un cuenco vidrioso donde giraba agua. Viktor lo identificó sin dificultad: un inodoro.

Viktor no había olvidado que estaba desnudo, aunque a la mujer no parecía importarle. No lo observó mientras él orinaba avergonzado, aunque tampoco desvió la mirada. La segunda parada era una ducha. Viktor la miró dubitativamente. No sabía cómo funcionaba e ignoraba si podría mantenerse en pie.

Lo intentó y descubrió que tenía más fuerza en las piernas. La mujer abrió la ducha y él entró cojeando, apoyándose en la blanda y brillante pared del cubículo. La suave y tibia cascada se derramó sobre él y resultó tan relajante que Viktor descubrió que disfrutaba de la sensación.

Cuando Viktor salió de la ducha, la mujer le entregó una toalla redonda y blanda para secarse.

—Gracias —dijo él con voz ronca, frotándose la cara.

La mujer sonrió complacida, como ante un perro que hubiera gruñido de agradecimiento. Pero cuando él se señaló los vendajes de la pierna y la cadera, tratando de preguntar si la ducha los había dañado, ella se encogió de hombros, como si la pregunta le resultara incomprensible o indiferente.

La tercera parada fue más extraña y menos agradable.

La mujer lo abandonó en otra habitación, dejándolo al cuidado de un hombre. Éste era casi tan esmirriado como ella, aunque tenía unos músculos extrañamente nudosos, mientras que las pantorrillas de la mujer eran como lápices y ella no tenía bíceps visibles. El hombre indicó a Viktor que se sentara en algo que parecía un sillón de dentista.

Cuando Viktor obedeció, los brazos de la cosa se extendieron y lo envolvieron. No podía moverse. Al mismo tiempo, otra cosa se le deslizó alrededor de la cabeza y la sujetó como en un tornillo de carpintero. No le dolía, pero resultaba insoportable. El hombre se acercó a Viktor con un instrumento brillante.

Lo llevó a la frente de Viktor.

Esa cosa metálica no era blanda. Mordió la frente de Viktor picándola como una avispa. Viktor gritó sorprendido e intentó forcejear. Fue en vano. Estaba atado con firmeza. Cuando el hombre retiró el instrumento, el lugar le ardía como una picadura de abeja, pero el hombre roció la zona donde había trabajado con otra cosa metálica y la picazón cesó al instante. El hombre activo otro mecanismo y la silla soltó a Viktor.

Eso eliminaba la borrosa teoría que Viktor había empezado a formular, según la cual esa gente lo había descongelado para divertirse torturándolo. El hombre, avanzando a grandes pasos, lo condujo a otra cámara. Empujó a Viktor al interior y cerró la puerta.

Viktor miró alrededor. Estaba en una habitación donde había sillas de aire frágil (¿una sala de espera?) y una especie de escritorio de vidrio (pero no había indicios de que fuera una oficina). Distinguió adornos de cristal y objetos metálicos bajo un espejo apoyado contra una pared, pero no parecía un laboratorio.

No estaba solo. Otros tres hombres, tan desnudos como él mismo, aguardaban sentados en las frágiles sillas, conversando en voz baja y preocupada. Uno de los hombres era negro, el otro, bajo y pálido. El tercero también tenía la tez clara, pero era más alto y macizo que Viktor; los tres tenían la escala corporal a que Viktor estaba habituado, no la estructura de la mujer que lo había descongelado, que evocaba a una víctima de la hambruna.

Cuando entró Viktor, los tres hombres lo observaron con aprensiva suspicacia. Esa expresión pronto se atenuó, como si lo hubieran reconocido.

Bien, era imposible que lo reconocieran. Estaba seguro de que eran extraños, pero entonces comprobó que todos llevaban un tatuaje azul y brillante en la frente, y en el espejo descubrió, que él tenía la misma marca. Era un borde elíptico que encerraba algunos garabatos que podían ser números o palabras.

Lo que reconocían era el tatuaje. Todos llevaban la misma marca, así que todos estaban en la misma situación… fuera cual fuese.

El hombre alto se levantó tendiendo la mano.

—Bienvenido a la fiesta —saludó, en el rápido y tosco inglés de las pendencieras sectas del congelado Nuevo Hogar del Hombre—. ¿Por qué te congelaron?

Viktor trató de entender la pregunta del hombre, frotándose distraídamente la marca de la frente. Cuando logró articular la respuesta a través de la nube que le impregnaba la mente, la ensayó un instante, luego logró pronunciar una frase entera.

—No les caía bien —graznó.

—¡Por María! —dijo el hombre negro—. ¿Cuándo empezaron a hacerlo por eso? A mí me congelaron en el 386, pero al menos tuve un juicio. Dijeron que era por procreación no autorizada. Bien, era la palabra de ella contra la mía, ¿pero qué podía hacer yo? El amigo Jeren fue congelado por ebriedad, y Mesero por robo…

El hombre bajo y pálido frunció el ceño.

—¡Ojo con lo que dices, Korelto! Yo no robé nada. Sólo cometí el error de hacer dos veces la cola de la comida… pudo ocurrirle a cualquiera cuando estaban en sobrecarga.

—¿Qué importa? —El hombre negro sonrió—. Sólo que da la impresión de que las cosas se pusieron muy feas cuando te congelaron a ti… ¿eh…?

Viktor tardó un instante en comprender que le preguntaban el nombre.

—Viktor —dijo.

El hombre negro (¿Korelto?) lo miró inquisitivamente y observó de soslayo a sus compañeros.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Está estropeado —comentó el hombre llamado Mesero.

—Oh, no —rebatió el grandote. Miró al suelo, como avergonzado de su temeridad al intentar contradecir al otro—. Sólo está confundido. —Miró compasivamente a Viktor, luego hacia la puerta—. ¿No es verdad, Manett?

El hombre que había estado en la sala de descongelación se encontraba allí, mirándolos sin placer.

—No, Jeren, está estropeado —confirmó Manett—. Nrina dice que tiene quemadura de congelación. Parece que le afectó la pierna y el cerebro. Pero servirá para los propósitos de Nrina. Esbozó una expresión satisfecha y desafiante que instó al hombre negro a preguntar con voz preocupada: —¿Y para qué es, Manett?

—Eso deberéis averiguarlo vosotros, amigos —replicó Manett, con el placer de un veterano entre novatos—. Es hora de que paguéis por vuestra descongelación.

—¿Pagar cómo? —preguntó el ladronzuelo llamado Mesero—. ¿Y qué está sucediendo, de todos modos? Manett frunció los labios pensativamente.

—Bien, estoy dispuesto a informaros —dijo al tiempo que se encaramaba a un banco para largar un discurso—. Pero no me interrumpáis, porque dentro de unos minutos tendréis que ganaros el sustento. Nrina está esperando. Veamos. Como os dije, me llamo Manett, y soy vuestro jefe. Eso es lo más importante que debéis recordar. Significa que haréis todo lo que os diga. Me veréis mucho por un tiempo. Por otra parte, querréis saber la fecha. Es el 44 de Verano del año 4251 D.D. —Los hombres jadearon, pero Manett los calmó con un gesto ceñudo y continuó—. A continuación: ¿qué os pasará? Nada malo. Estaréis bien. No os preocupéis por eso. Os quedaréis aquí unos días, mientras Nrina os necesite. Tendréis que aprender el idioma mientras estáis aquí, pero es bastante fácil, como veréis. Luego iréis a vivir a otro hábitat, probablemente… no sé cuál…

—¡Un momento! —interrumpió Korelto—. ¿Qué es un hábitat?

Manett lo miró con enfado.

—He dicho que no me interrumpierais. Esto es un hábitat. El lugar donde estáis viviendo. De cualquier modo, no sé qué ocurrirá cuando os vayáis de aquí, nunca he estado en otro hábitat salvo éste, pero Dekkaduk y Nrina aseguran que estaréis bien. Podéis creerles… ¿Qué otra opción tenéis, a fin de cuentas? De cualquier modo, una vez que hayáis completado la tarea para la cual estáis aquí, conseguiremos algo de comer y luego tendré más tiempo. Bien —resolvió, levantándose—, es hora de que os ganéis el sustento. Levantaos, id allí y coged esos frascos, uno cada uno. Luego, os masturbáis y procuráis que todo entre en los frascos sin derrochar ni una gota.

Viktor pensó que la confusión que le dominaba el cerebro no era tan inconveniente. Le pedían algo degradante, y le causaba vergüenza y furia. Si hubiera estado lúcido, la humillación habría sido peor.

Sin embargo, obedeció como los demás, tan sorprendidos como Viktor ante la extraña orden. Gruñeron e intentaron bromear mientras lo hacían, pero las bromas eran malhumoradas y nadie reía.

Viktor aún trataba de ordenarse las ideas. ¡Había tantas preguntas! Incluso le costaba articularlas, pero algunas sobresalían. ¿Qué era «quemadura de congelación»? Viktor sabía que había oído antes esas palabras, y era consciente de que significaban algo malo. Pero ignoraba qué. Sabía que podría haber preguntado a los demás, pero no estaba preparado para ello; quizá no estaba preparado para oír la respuesta.

Luego lo asaltaba esa otra gran pregunta. ¿Manett había bromeado al decirles la fecha?

No podían haber transcurrido cuatro mil años desde su vida anterior, ¿o sí?

Maldijo su aturdimiento. Quería pensar. Había olvidado ciertas cosas, y quería recobrarlas. Las cosas que recordaba eran fragmentarias e insatisfactorias.

No resultaban agradables.

Recordó turbiamente otro despertar. ¿Había sido en la vieja Arca? (Recordaba la nave interestelar Arca, aunque el recuerdo era muy parcial. Parecía casi como si hubiera habido dos naves estelares.) Esta vez había sufrido un terrible golpe. Enterarse de que todos sus conocidos habían muerto hacía cuatrocientos años locales había sido abrumador.

Pero al menos había reconocido la situación. Sabía que se sentía abrumado.

En cambio, descubrir que habían transcurrido otros cuatro mil años mientras él era un trozo de hielo insensible no le producía ninguna sensación. No sentía dolor. Ni siquiera aturdimiento. No sentía nada.

Cuando hubieron efectuado sus donaciones de esperma, el llamado Manett los condujo a sus aposentos. Allí tenían comida: fruta fresca, trozos de carne, pastelillos y bocados irreconocibles, algunos fríos, otros calientes, algunos desagradables para un paladar no preparado.

—Por ahora estáis libres —anunció Manett—. Pronto tendréis que aprender a hablar con estas gentes, pero por ahora sólo debéis comer.

El hombre alto llamado Jeren carraspeó y susurró:

—¿Nos pagan por esto?

—¿Pagaros? ¡Santísimo Freddy! ¿No crees que ya te han pagado al sacarte del congelador? —Manett hizo una pausa para reflexionar—. En realidad, es una pregunta difícil —admitió—. No entiendo bien el sistema monetario de aquí, pero creo que hay uno. No, no os pagan. Los costes de alimentación y demás se deben cargar al laboratorio de Nrina. Si queréis algo más, olvidadlo. No os lo podéis costear.

Mesero aguzó el oído.

—¿Qué cosa no podemos costear?

—Varias cosas —respondió Manett con mal ceño—. No me molestéis con esas preguntas ahora. Bien, parece que todos tenéis esperma suficiente para echar cuatro o cinco muestras por día para Nrina, así que daréis una más antes de dormiros. Por ahora será mejor que empecéis a aprender el idioma.

—Oye, espera un minuto —objetó Korelto—. ¡Ni siquiera hemos terminado de comer!

—Bien, daos prisa —gruñó Manett. Disfrutaba de su papel de instructor y jefe, y cuando insistieron en hacerle más preguntas, con las bocas llenas de comida, él accedió a responder.

Viktor callaba. Comía en silencio, tratando de seguir la conversación. ¿Sería cierto que la «quemadura de congelación» le había lesionado el cerebro? Algo había ocurrido, sin duda; la charla le resultaba demasiado rápida y difícil de entender. Luego una palabra familiar le llamó la atención. Korelto, el hombre negro, preguntó:

—¿Dónde estamos? ¿Esto no es Nuevo Hogar del Hombre, verdad?

—Claro que no. Ya os lo he dicho. Es un hábitat.

—¿Te refieres a otro planeta? ¿Nebo?

Manett lo miró incrédulamente.

—¿Nebo? ¿No sabéis cómo son las cosas en Nebo? Nunca nos acercamos a Nebo, está caliente como el infierno, y la gente muere allí.

Viktor frunció el ceño, intrigado. Había estado tan cerca de Nebo como para saber que ya no era «caliente» después del enfriamiento del sol. Sin embargo, tal vez en comparación con los helados planetas del sistema…

Pero Manett no esperó la siguiente pregunta.

—¿Queréis saber dónde estamos? Os lo mostraré. —Se levantó de la mesa y se dirigió hacia uno de esos objetos de vidrio que parecían escritorios—. Venid aquí —llamó, examinando algo que parecía un teclado—. Un momento.

Todos se reunieron en torno y Manett tocó una tecla. El vidrio se puso brumoso, luego se aclaró.

—Allí está Nergal —indicó Manett, orgulloso de haber podido poner ese artefacto en funcionamiento.

Viktor gimió, al igual que los demás. Miraban algo inmenso, fulgurante y rojo, como un lecho de rescoldos.

Viktor no pudo contenerse. Estiró la mano y cogió el brazo del hombre llamado Jeren. Él también temblaba, pero se aferró a Viktor mientras todos miraban. Viktor se sintió caer en ese infierno resplandeciente. Aunque no era exactamente una sensación de caída, parecía como si el rojo Nergal lo embistiera para ahogarlo.

La voz de Manett llegó lejana.

—Eso es lo que llaman la enana parda. Se mudaron aquí cuando el sol estaba frío, y vivimos en un hábitat orbital. Un hábitat es como una gran nave espacial. Sólo que no va a ninguna parte, sino que permanece en órbita. Aquí es donde todos han vivido los últimos miles de años, cuando hacía tanto frío, antes del regreso del viejo sol.

—¿El sol regresó? —exclamó uno de los demás, estupefacto. Viktor apenas oía. Sólo clavaba la mirada ahí abajo. Parte de él sabía que en realidad esa pira reluciente no lo devoraba. Sólo era un efecto de la «quemadura de congelación», el aturdimiento que formaba como una gasa entre él y el mundo. Pero sentía el vaivén de su cuerpo.

—Este tío tiene un problema —comentó la voz preocupada de Jeren.

La cara de Manett apareció ante Viktor. Parecía alarmado.

—Tienes una recaída —acusó—. Será mejor que te acuestes. Viktor trató de concentrar la vista, pero no lo consiguió.

—De acuerdo, papá —asintió.

Cuando despertó tenía la garganta menos irritada, pero sus otras partes estaban peor. Y la mente no se le había despejado. Recordaba confusamente que lo habían despertado y le habían ordenado masturbarse otra vez en uno de esos blancos frascos de plástico cristalino, y voces masculinas alrededor mientras dormía, pero todo se le aparecía en brumas.

Las voces aún continuaban. Trató de seguir la conversación con los ojos cerrados. La voz de Manett dominaba las demás.

—Ya sabéis lo que quieren —explicaba—. Quieren que llenéis estas botellas. Por eso os trajeron aquí, por el esperma. Es como cruzar animales. Hace miles de años que están aquí y quieren recobrar algunos genes perdidos. Oh, no sois sólo vosotros. Hay unos veinte hombres reales como nosotros en un hábitat u otro, a quienes han descongelado. Sin contar los tiesos… hay más de cien en el depósito criónico de Nrina, esperando a que ella los necesite.

—¿Allí estábamos nosotros? —preguntó alguien.

—¿En el congelador? Desde luego, ¿en qué otra parte? Nrina descongela a algunos tíos de golpe para obtener muestras, luego la mayoría son enviados a otra parte cuando ella termina. Pero yo me quedo aquí. Soy el único que vive de forma permanente en este hábitat. Nrina me conservó para ayudarla.

Viktor oyó una risa obscena y servil. Parecía ser Mesero. Manett continuó:

—Reúnen un grupo de inertoides de los congeladores de Nuevo Hogar del Hombre y los traen aquí. Nrina toma muestras celulares y descongela a los que parecen interesantes. ¿Recordáis esa herida en las nalgas? —Viktor recordaba muy bien el vendaje—. Bien, de ella extrajo un fragmento para obtener una muestra de ADN.

—No recuerdo esa parte —objetó uno de los otros. Jeren, pensó Viktor.

—Claro que no. ¿Cómo ibas a recordar? Estabas congelado… por eso te hicieron semejante boquete. —Manett apartó el faldón de la camisa para mostrar su propia cadera, donde sólo quedaba un hoyuelo arrugado—. No os preocupéis, se cura. Cuando ella examina la muestra, si los genes le parecen interesantes, os descongela y os entrega a mí.

—¿Por eso nos tatuaron, para indicar que somos donantes de genes? —preguntó Korelto.

Manett rió.

—¿Crees que necesitan un tatuaje para eso? ¿No veis qué aspecto tienen… enclenques como esqueletos? No, nos distinguen con sólo mirarnos. Esa marca —explicó con voz orgullosa— es como una advertencia. Indica a todas las mujeres que aún somos donantes potentes. A todos los demás varones se les anula esa capacidad en cuanto sus testículos empiezan a funcionar. Pueden hacer el amor… creedme, es una de sus diversiones favoritas. Pero no producen esperma. Las mujeres no desean quedar embarazadas.

—Pero si no quedan preñadas…

—¿Cómo hacen bebés? En tubos de ensayo. Es lo que hace Nrina en el laboratorio. Acoplan el espermatozoide y el óvulo en una especie de incubadora y llevan a cabo el proceso. Cuando el bebé está listo, lo sacan y lo ponen en una guardería. Escuchad, estas gentes no hacen nada que duela. O que haga sudar… salvo para divertirse —añadió sonriendo—. No os preocupéis. Si deciden que os han sacado suficiente ADN, os quitarán la capacidad reproductiva y la marca de la frente, y podréis follar a gusto.

Jeren, quien era un poco lerdo para pensar, había dado con la pregunta que le interesaba.

—Un momento —dijo—. ¿Estás diciendo que algunas de estas mujeres podrían…?

—Ha sucedido —anunció Manett con aire astuto.

—¿Incluso esa mujer bonita que nos descongeló?

Manett frunció el ceño.

—Olvídate de ella —replicó sombríamente—. Cambiemos de tema.

—Claro, Manett —sonrió Mesero—. Pero he notado que tú ya no llevas el tatuaje, y me preguntaba…

—¡He dicho que cambiemos de tema! —bramó Manett. Descubrió que Viktor trataba de incorporarse y comentó—: Oh, mirad, la bella durmiente despierta. ¿Qué quieres, Viktor?

—Bien —carraspeó Viktor, tratando de articular las palabras a pesar de la sensación de ahogo que de pronto lo dominaba—, ¿son todos hombres? Es decir, si esta gente tiene tanto interés en diversos rasgos genéticos, ¿por qué no descongela mujeres?

—¿Para qué? En realidad no usan el esperma. Sólo les resulta más fácil de manejar, así que extraen los fragmentos genéticos que desean y luego los mezclan con otras especies para obtener los genes que necesitan para… para lo que sea. Ésa no es mi especialidad. Nrina me habló de ello, pero supongo que no presté atención. De cualquier modo —continuó, pavonenándose—, en eso tenemos una ventaja sobre las mujeres. Los hombres producimos un millón de espermatozoides al día. Las mujeres pueden producir un óvulo por mes, con suerte, así que cuando quieren genes de mujer usan muestras de tejido. —Miró amigablemente a Viktor, quien no sonreía—. ¿Qué pasa? ¿Temes no producir tu millón diario?

Viktor tiritó.

—Yo… no. Nada —dijo.

Pero mentía, desde luego. Había sido una breve llamarada de imprevista e injustificada esperanza, pronto eliminada. Era absurdo abrigar esa esperanza.

Porque ese pequeño rincón de su mente de pronto se había aclarado, como el escritorio que le había mostrado Nergal, y Viktor había recordado a Reesa.

En los siguientes días Viktor pensó casi constantemente en Reesa: cuando se dormía, cuando despertaba, cuando donaba sus muestras de esperma, cuando comía, mientras trataba de aprender el nuevo idioma. Pero sólo podía pensar en ella como en una persona muerta mucho tiempo atrás.

Se preguntó vagamente si Reesa habría llevado una vida feliz cuando él fue congelado. Se preguntó si lo habría echado de menos, o si tarde o temprano se habría resignado a su pérdida y se habría casado con otra persona. Alguien como Mirian, quizá. Habría sido una magnífica esposa para un transportador, pensó Viktor, pues era sexualmente activa pero ya no podía complicarle la vida con un embarazo.

Ojalá se hubiera casado. Ojalá hubiera sido feliz, tan feliz como alguien podía serlo en ese mundo.

No llegó al extremo de desear que no lo hubiera echado de menos. Él la añoraba, sin duda. Pero era un dolor remoto, gastado por la edad. Al oír la fecha actual había sentido ese rápido e irrevocable cambio de frecuencia en su mente. Era agua pasada.

Nadie podía llorar durante cuatro mil años.

El telón había bajado sobre los dos primeros actos de su vida. Acababa de comenzar el Tercer Acto.

Quizá no fuera la vida que deseaba, pero era la única que tenía.

Viktor se obligó a concentrarse en estudiar el idioma de esas gentes frágiles y sorprendentes que lo habían devuelto a la vida.

No era fácil. Esa bruma del cerebro le dificultaba las cosas, pero también contaba con ayuda.

El mayor recurso eran los pupitres.

Se parecían a sus viejas máquinas educativas. Le brindaban incesantes horas de conversación con la imagen de un profesor afable, servicial y sabio que le hablaba desde el pupitre.

El profesor no era real, y Viktor lo sabía; se trataba de una imagen tridimensional generada por ordenador, y el hecho de que pareciera un joven amable (aunque muy delgado) no lo engañaba. Era tan real como para corregirle el acento, pulirle la gramática y proporcionarle la traducción de palabras y conceptos.

Los que habían revivido con él realizaban la misma tarea. Sólo que Jeren, el afable gigante, tenía tantas dificultades como Viktor. Jeren no era inteligente. En su caso no se trataba de quemadura de congelación. El hombre había nacido con algunas conexiones lentas en el cerebro. Incluso con las telarañas que le obstruían la mente, Viktor progresaba mucho más rápido que Jeren.

No obstante, fue Jeren quien trabó amistad con Viktor.

Mesero, esa pequeña comadreja, estaba demasiado atareado tratando de entablar amistad con Manett como para prestar atención a quienes no tenían poder, y Korelto se había apegado a él. Jeren ayudaba a Viktor cuando tropezaba, le llevaba comida cuando estaba débil o aturdido. Acompañaba a Viktor, desviando castamente los ojos, mientras Viktor realizaba el rito de la masturbación, y lo llevaba de vuelta a la cama cuando había terminado. También se sentaba junto a él, charlando cuando Viktor se animaba, mirando en silencio cuando Viktor dormitaba.

Jeren era un hombre corpulento, más alto que Viktor, mucho más alto que la mayoría de la gente de la era glacial en Nuevo Hogar del Hombre. Además era macizo, un hombre osuno de voz profunda, pero tan suave que resultaba casi inaudible.

Parecía empeñado en no estorbar. Cuando hablaba con alguien, miraba hacia otro lado para no desafiar a la otra persona.

A pesar de los problemas de Viktor, había en Jeren algo que le despertaba compasión, o quizá desdén. ¿Por qué un hombre tan corpulento se empeñaba en borrar su presencia? Sólo porque se sentía pequeño… y si un hombre se cree pequeño, ¿quiénes son los demás para decir lo contrario?

Viktor jamás logró conciliarse con lo que debía hacer para ganarse el sustento, sobre todo porque casi siempre estaba acompañado cuando lo hacía. Por lo general esa persona era Manett. El hombre parecía disfrutar humillando a su cuadrilla de donantes de esperma, y al parecer se encarnizaba con Viktor. Si algo le disgustaba a Viktor sobre el sexo era tratar de funcionar por la mañana, pero Manett se mostraba terminante.

—Haz tu trabajo —ordenaba—. Luego comes. Luego vuelves a estudiar el idioma, y no discutas conmigo.

Así, poco después de despertar, todos los días, Viktor se dirigía al cubículo de donación de esperma y trataba de pensar en temas eróticos.

Lo que dificultaba las cosas era que a veces Nrina, la mujer que había supervisado su descongelación, lo seguía a la cámara. A Viktor le molestaba que ella se quedara detrás, pues por alguna razón la mujer se había aficionado a observar con evidente interés. Viktor la observaba con airada confusión. Lo que podía ver a través de la bata transparente lo excitaba, pero no lo suficiente. Recurrió a Manett.

—No me gusta que ella esté aquí… Me hace sentir… eh… me distrae…

Manett soltó una carcajada y tradujo. La mujer respondió cortésmente. Viktor creyó entender casi todo lo que decía su voz dulce y sedosa, pero se alegró de que Manett tradujera.

Manett no parecía satisfecho. Habló hurañamente, como si no le gustara lo que decía.

—Ella dice que le gusta mirarte, así que continúa.

—No creo que pueda.

—¿Qué tiene que ver? Ella… espera un momento. —Escuchó a Nrina y luego, ceñudo, se dirigió de nuevo a Viktor—. Quiere saber si de verdad naciste en Vieja Tierra.

—Claro que sí. Te lo he dicho. —Y luego, volviéndose a la mujer, Viktor chapurreó en el idioma de ella—. Es verdad, sí.

—¡Continúa! —ordenó Manett, exasperado—. ¿O quieres regresar al congelador?

Pero la mujer reía. Le dijo algo a Manett y se marchó de la habitación. Manett parecía fastidiado.

—Hazlo y sal de aquí —ordenó—. Nrina dice que te des prisa en aprender el idioma. Quiere hablar contigo.

El idioma no resultó tan difícil como Viktor había temido. Había pasado un largo tiempo, pero aún quedaban palabras inglesas en el vocabulario, o al menos fantasmas de esas palabras. La diferencia era muy inferior a la existente entre el idioma de su época —cualquiera de sus épocas— y el del Beowulf. Los sonidos vocálicos habían cambiado. Las palabras a veces eran cortantes y a veces resbaladizas, y existían muchos términos nuevos que Viktor jamás había oído porque las cosas a que aludían no existían antes. Pero al cabo de una semana logró comprender parte de lo que Nrina le decía a Manett, en poco tiempo le pudo hablar directamente.

Los «pupitres» eran maravillosos instructores, y mucho más. El pupitre no servía sólo para enseñar. Cumplía muy bien esa función, pero además era un atlas, una enciclopedia y un tutor paciente que repetía el mismo concepto hasta la saciedad, hasta que el cerebro de Viktor, en su lenta recuperación, conseguía asimilarlo.

Además era un magnífico libro de imágenes. Aunque el cerebro de Viktor aún permanecía aturdido parte del tiempo y sus recuerdos resultaban confusos, entendía lo que decían las máquinas acerca del nuevo mundo donde vivía. La población humana de Nuevo Hogar del Hombre no sólo se había recobrado de su era glacial (aunque no en Nuevo Hogar del Hombre), sino que se había multiplicado sin freno. Ahora había trescientos millones de personas, y vivían con holgura. La mayoría estaban en lo que antes se hubieran denominado hábitats O'Neill, y éstos eran distintos pero igualmente gratos. Algunos eran como una antigua campiña inglesa, con árboles, plantas y setos; en las partes boscosas vivían animales como conejos y zorros; aves canoras y colibríes poblaban el aire. Algunos semejaban ciudades de más de un kilómetro de diámetro, con diez millones de personas apiñadas. Algunos resultaban muy extraños. Incluso existían hábitats «salvajes», con osos pardos y tigres, junglas, bosques y grandes cataratas. Viktor descubrió que no todos vivían en los hábitats. Unos pocos preferían las lunas naturales de Nergal, ahora terraformadas y acogedoras. La mayoría de la gente trataba de pasar algún tiempo en ellas de vez en cuando. Era una especie de deporte, desplazarse en un verdadero campo gravitatorio, por pequeño que fuese. Lo hacían para mantener la aptitud física.

Considerando cómo se les había estirado el cuerpo en veintenas de generaciones de baja gravedad, se mantenían en forma, según comprobó Viktor al ver a otros habitantes del lugar. Esas gentes no usaban demasiada ropa. Una especie de taparrabo —una simple franja de tela que les cubría los órganos sexuales y la separación de las nalgas— bastaba en la práctica. A veces llevaban algo más. Cuando Nrina trabajaba en el laboratorio, se ponía una bata para no ensuciarse el cuerpo, y a veces llevaba otras cosas tan sólo porque le gustaban. Las mujeres casi nunca se cubrían los senos. No lo necesitaban. En la baja gravedad del hábitat, los pechos no se caían.

El reverso de esa moneda era que los varones eran mucho menos viriles. Mucho menos.

Los varones no eran mucho más corpulentos que las mujeres, ni mucho más fuertes. No necesitaban una gran musculatura donde vivían. (Dekkaduk, el hombre del laboratorio de Nrina, resultó ser una enigmática excepción.) Sobre todo porque ninguno de ellos realizaba muchos trabajos físicos. En comparación, Viktor parecía un gigante. Era más fornido que la mayoría de sus colegas resucitados de los bancos de esperma, pues el Nuevo Hogar del Hombre de sus tiempos no les había brindado una dieta generosa ni aire fresco.

Cuando Viktor comenzó a explorar las inmediaciones del laboratorio de Nrina, se topó con más extraños. En ocasiones procuraba hablar con ellos para practicar el idioma, pero se mostraba prudente. Advirtió que ellos también lo observaban con similar curiosidad. Se le ocurrió que la marca de la frente era una precaución útil. Las miradas de las mujeres eran abiertamente sexuales y a Viktor le complacía. El recuerdo de Reesa se le borraba de la mente.

Sin embargo, algunas de esas miradas insinuantes venían de los varones, y eso no le satisfacía tanto.

Cuando Viktor logró hacerse entender por gente como Nrina, su vida había iniciado una rutina. Comía cuando le ofrecían comida. Dormía cuando estaba cansado. Hacía sus donaciones de esperma cuatro veces al día, gratamente sorprendido: al fin de cuentas ya era casi un hombre maduro. Entretanto, procuraba conocer el mundo donde vivía.

Viktor no era el único recién llegado, desde luego. Jeren, Mesero y Korelto estaban tan oscuros como él, y dos de ellos, al menos, sentían curiosidad. (Jeren, no. Jeren aceptaba lo que venía sin quejas ni preguntas. Su principal interés era seguir a Viktor.) Pero esos tres tenían una ventaja sobre Viktor. Manett, un veterano que les llevaba ocho meses de ventaja desde su salida del congelador, sabía todo lo que ellos deseaban saber, y se lo contaba. Pero al parecer Manett no quería hablar con Viktor.

Viktor no comprendía por qué, pero Manett le profesaba antipatía. Más que eso. A veces a Viktor lo asaltaba la extraña sospecha de que Manett lo miraba con temor.

Luego Nrina lo citó para otro examen.

Viktor la saludó cuidando su pronunciación, y la mujer pareció complacida. Le señaló una mesa. Allí le hizo lo mismo que en la ocasión anterior: le tocó la cabeza con varios instrumentos, estudió las lecturas policromas y le palpó esa parte de la sien que le había dolido tanto, demostrando satisfacción cuando Viktor anunció que ya no le dolía.

—Tu pierna, pues —indicó ella, hablando despacio para que él comprendiera. Él la levantó obedientemente y ella tocó el vendaje con una vara zumbona.

La salchicha rosada se abrió y cayó. Viktor miró, olió y cerró los ojos, tratando de no vomitar. Buena parte de la pantorrilla había desaparecido. El resto apestaba a carne muerta y podredumbre.

A Nrina no pareció importarle. Se agachó para estudiarla, visualmente y con algunos de esos instrumentos que irradiaban colores irisados. Luego, satisfecha, le roció con algo que disipó el hedor y cubrió la carne con una pátina dorada y metálica. Volvió a unir las dos mitades del vendaje y se sentó frente a Viktor, las rodillas abrazadas contra el pecho.

Luego habló despacio, aislando las palabras.

—Has… sufrido… lesiones… causadas… por congelación deficiente. Durante… largo tiempo. ¿Comprendes? —Él asintió—. Así… que hay… dos problemas. Tu pierna. Creo… que te recuperarás… en una temporada. Sanarás… por completo.

—Me alegra —dijo Viktor.

Ella asintió con seriedad.

—El cerebro… no sé…

Viktor parpadeó.

—¿Qué?

—He insertado… material adicional… en tu cerebro… para reemplazar… lo perdido. Tal vez funcione. Creo que ha… prendido… parcialmente.

—¿Parcialmente?

—Tal vez más. Debemos esperar.

—He estado esperando —suspiró Viktor con amargura.

Ella lo estudió pensativamente. Luego dijo con una sonrisa:

—Esperarás… un poco más. Ahora vete. Debes ayudar a Manett. Debes aprender… a hacer su trabajo.

Manett esperaba a Viktor fuera de la sala, y su expresión era más adusta de lo habitual. Cuando Viktor le preguntó a qué se refería Nrina, Manett se enfadó.

—Significa que ella piensa darte mi trabajo, maldito seas —gruñó—. Ven. Te mostraré qué hacer… pero no me hables. —Lo condujo hasta la zona más exterior del hábitat, donde el hombre delgado pero musculoso que había tatuado a Viktor los aguardaba con impaciencia.

El hombre no llevaba su bata transparente, sino una especie de mono brillante de color cobre, que lo cubría de pies a cabeza, y tenía una capucha del mismo material en la mano.

—Este es Dekkaduk —presentó Manett con brusquedad—. Vístete.

Dekkaduk lo miró inquisitivamente, pero no dijo nada. Esperó mientras Viktor se ponía un mono similar. Era ligero y flexible, pero metálico al tacto. Aun así, también era elástico, porque se deslizó sin dificultad sobre la salchicha que le cubría la pantorrilla.

—Ahora iremos adentro —explicó Dekkaduk en el idioma de la gente del hábitat. Como Viktor se concentraba en lo que hacía, tardó un instante en comprender. Manett lo ayudó con un empellón.

—Dekkaduk ha dicho que en marcha —rugió—. ¡Ponte esa maldita capucha!

Entonces Viktor supo cuál era su tarea. Los tres se pusieron la capucha y entraron en un cubículo: Manett cerró la puerta externa —gruesa pero ligera— y abrió una puerta al otro lado.

El frente transparente de la capucha de Viktor se enturbió y él notó un frío cortante. Manett le tocó toscamente la espalda, activando algo que emitió un chasquido, luego un siseo. El traje helado se caldeó; empezó a circular aire caliente por la capucha. Poco a poco, el interior helado del visor se despejó.

El rostro de Manett se inclinó hacia él y a través de ambos visores Viktor distinguió una expresión de huraña aprobación. Cuando Manett habló, Viktor vio que movía los labios, pero la voz llegaba desde el interior de la capucha, al lado del oído.

—Ya estás preparado —anunció Manett—. Ahora movamos algunos tiesos.

Eso hicieron durante más de una hora, protegidos por los trajes térmicos, con un suministro de aire que circulaba por los cables que los conectaban a enchufes de la pared; los «tiesos» eran inertoides de las cámaras criónicas de Nuevo Hogar del Hombre.

Manett y Viktor hacían el trabajo duro: sacar las viejas cápsulas, abrirlas para mostrar los cuerpos congelados. El aire del congelador debía de estar muy seco, pues no se había formado escarcha sobre las cápsulas ni los cuerpos. Algunos estaban de bruces, y ésos eran los más fáciles; Viktor o Manett sólo tenían que desprender o cortar la tela congelada de la cadera y hacerse a un lado para que Dekkaduk insertara un instrumento de hoja triangular en la carne endurecida para extraer una pequeña muestra. Los que estaban congelados de espaldas resultaban más difíciles. Había que levantarlos, o moverlos de lado, para que Dekkaduk pudiera extraer la muestra; y entonces Viktor podía verles la cara congelada. Algunos tenían un aspecto plácido, como si durmieran. Otros estaban desfigurados. Algunos parecían gritar en silencio.

Luego guardaban las cápsulas, cada una marcada con su estrella, su cruz o su medialuna. Viktor se alegró cuando todo terminó, porque resultaba escalofriante mirar a los inertoides y saber que poco antes él había sido como ellos. Por otra parte, en un futuro cercano podía volver a estar allí.

De nuevo en su estudio, inclinado sobre el escritorio educativo, se sopló los dedos. No los tenía fríos, en realidad. Su alma estaba fría, y temía que nunca pudiera entibiarla de nuevo.

Pero al hablar con su irreal instructor, empezó a olvidarse del congelador.

—¿Qué estudiaremos hoy, Viktor? —saludó el simulacro—. Puedes escoger.

—Gracias —dijo Viktor, sabiendo que no le daba las gracias a una persona real—. ¿Puedes mostrarme algunas imágenes, por favor?

—Desde luego. De paso, has mejorado mucho tu acento. ¿Qué imágenes deseas ver?

—Bien, me interesaba la astronomía. ¿Puedes mostrarme cómo es ahora el firmamento? No sólo Nergal, sino todo.

—Desde luego. Quizá sería mejor proyectarlo como imagen circundante. —El simulacro desapareció del pupitre y de inmediato una imagen se desplegó alrededor de Viktor. La imagen-cubría todo lo demás, y era casi toda negra—. Estás mirando cada objeto astronómico que resulta visible desde tu posición actual. He omitido los hábitats. —Viktor distinguió la reluciente brasa de Nergal. A espaldas de Viktor el sol ardía. No era muy brillante, pero estaban a mayor distancia que en Nuevo Hogar del Hombre; quizás hubiera recobrado toda su luminosidad. Un par de objetos luminiscentes tenían discos perceptibles: lunas de Nergal, sin duda. Escogió algunos objetos pequeños y brillantes, estrellas y un par de planetas…

Aparte de eso, nada.

¿Nada? Viktor irguió el cuerpo, examinando el cielo.

—Pero ¿dónde está el universo? —exclamó.

—Te refieres a la concentración óptica que fue visible por un tiempo —respondió esa voz sin cuerpo—. Empezó a palidecer hace mil trescientos años, Viktor, y desde hace ochocientos años ya no es detectable. Lo que ves es el universo, Viktor. No hay nada más.

Entonces, con vertiginosa certidumbre, Viktor al fin empezó a creer. En efecto, habían transcurrido cuatro mil años.

Dos días después, las promesas de Manett se cumplieron. Cuando Viktor y los demás enfilaban hacia la habitación con los tubos para muestras, dispuestos a llenarlos, Manett se presentó. Parecía exasperado y asustado.

—Olvidadlo —espetó—. Nrina dice que ya tiene bastantes muestras de vosotros. Nosotros… —Tragó saliva—. Nosotros nos vamos. Todos menos Viktor. Él se queda aquí.

—¿Adónde nos vamos? —preguntó Korelto, alarmado.

Mesero estudió acusatoriamente el rostro de su mentor.

—Te han despedido —observó.

—¡Cállate, Mesero! —gruñó Manett—. Vámonos. Nos espera un bus.

—Pero, pero… —exclamó Jeren, parpadeando para comprender la nueva situación—. ¡Necesitamos prepararnos!

—¿Para qué? No tienes nada que llevarte —bufó Manett con crueldad—. Vamos. Tú, no —le dijo a Viktor con voz ponzoñosa—. Nrina quiere verte. Ahora.

Así, sin aviso previo, se marcharon. Sólo Jeren se retrasó para estrechar con tristeza la mano de Viktor y despedirse. Viktor ni siquiera pudo seguirlos al «bus».

Nrina estaba en el pasillo y le indicó que la siguiera. Llevaba una prenda transparente de colores irisados que en otra época habrían llamado salto de cama. Debajo no se había puesto nada, ni siquiera la tela para cubrir el sexo. Viktor desvió la mirada, pues deseaba hacer preguntas a la mujer y ese magro atuendo le dificultaba las cosas.

—Para mí es muy interesante que nacieras en Vieja Tierra —comentó ella con seriedad—. Ven, éste es mi hogar. Puedes entrar.

Él la siguió confuso por una puerta. Cuando entraron, ella batió palmas y la puerta se cerró. No era una habitación amplia, pero estaba agradablemente decorada con plantas, y flotaba un aroma de flores en el aire. Había uno de esos pupitres, con mullidos cojines alrededor. El único otro mueble era un objeto blando con forma de taza, como la parte superior de una seta invertida.

Se parecía mucho a una cama.

Nrina se sentó en el borde del objeto con forma de taza, que tenía tamaño suficiente para que ella se estirase cómodamente. Estudió a Viktor mientras hablaba.

—¿Tienes alguna pregunta, Viktor?

Claro que tenía preguntas. Muchas, aunque temía formular algunas.

—Quería saber una cosa, Nrina —empezó con tono vacilante—. ¿Mi cerebro tiene lesiones graves?

—¿Graves? —Nrina pensó un momento—. No, yo no diría «graves». Buena parte de tu memoria ha regresado, ¿verdad? Quizá recobres más. Tal vez las lesiones no sean permanentes.

—¿Tal vez?

Ella se encogió de hombros con un movimiento grácil, pero su extrema delgadez evocó a Viktor una serpiente que se desenroscara despacio.

—¿Cuál es la diferencia?

—¡Para mí, muchísima!

Ella reflexionó, lo miró atentamente y sonrió.

—Pero para mí no hay ninguna, Viktor.

Se tendió en la cama, siempre sonriendo, pero con una expresión distinta.

Viktor advirtió que él reaccionaba. Instintivamente se llevó la mano a la marca de la frente.

—Oh —comentó Nrina, cogiéndole la mano—, no te preocupes, Viktor. Yo me hice operar para no ser fertilizada. Pero tengo muchísimas ganas de saber cómo hacía el amor la gente de Vieja Tierra.