2

Uno de esos «seres humanos» de quienes Wan-To nunca había oído hablar era un chico llamado Viktor Sorricaine. Desde luego, Viktor tampoco había oído hablar de Wan-To; sus caminos nunca se habían cruzado en la larga vida de Wan-To ni en la corta existencia de Viktor.

El día en que Viktor cumplió doce años (o ciento quince, según como se mire) despertó, sudando y con picazón, y enfrentó una mirada.

—¿Mamá? —preguntó confusamente—. Mamá, ¿ya llegamos?

No era su madre quien lo miraba. Era una anciana a quien nunca había visto. No estaba encorvada ni vacilaba como una anciana. Permanecía erguida y sus ojos penetrantes escrutaban a Viktor de una manera perturbadora: triste y divertida, tolerante y colérica al mismo tiempo. Era como si lo supiera todo acerca de Viktor Sorricaine, y lo perdonara por ello. Pero era vieja, sin duda. Tenía cabello ralo, el rostro cubierto de arrugas.

—No me recuerdas, ¿verdad, Viktor? —preguntó ella, y suspiró para demostrar que también lo perdonaba por eso—. No me sorprende. Soy Wanda. Tu madre llegará pronto, así que no te preocupes. Hemos tenido un pequeño problema.

—¿Qué clase de problema? —preguntó Viktor, frotándose los ojos irritados, demasiado bien educado para preguntarle por qué debía recordarla.

—Tu padre lo solucionará —replicó la mujer. Viktor no pudo insistir, pues ella ya se había girado para pedir a alguien que ayudara a Viktor a salir de aquella especie de platillo donde estaba tendido.

Viktor empezaba a despejarse. Algunas cosas cobraron sentido al instante. Supo que aún estaba en la nave interestelar Nuevo Mayflower, pues pesaba muy poco. Eso significaba que aún no habían llegado. Sabía qué era la sartén donde estaba acostado, pues le habían dicho que tarde o temprano se encontraría en un lugar así. Era la sartén donde los pasajeros congelados se entibiaban para regresar a la vida al final del viaje. Pero si el viaje no había terminado, ¿por qué lo despertaban?

Se dejó ayudar y tuvo una desagradable sorpresa al notar que, en efecto, necesitaba esa ayuda: le temblaban las piernas. Se dejó arrastrar, como un esquife remolcado por un barco de motor —su barco de motor era la anciana llamada Wanda—, hasta un cubículo con duchas. Allí la mujer le quitó la bata para bañarlo. Fue un baño brusco. Los chorros tibios debían eliminar muchas décadas de transpiración seca y piel muerta. Cumplieron con su misión y las bombas de succión, siseando y gorgoteando, absorbieron el agua sucia.

Cuando salió, Viktor supo exactamente dónde estaba. Estaba en la enfermería de la nave.

Viktor conocía bien la enfermería. La había visto de vez en cuando y luego había pasado allí varias horas tediosas antes del congelamiento de su familia, cuando le habían arrancado los últimos dientes de leche para que pudieran salir los definitivos. La anciana lo secó y él la dejó hacer. Estaba más interesado en lo que sucedía en la sartén donde había despertado. Dos niños pequeños, de cuatro o cinco años, estaban allí, abrazados bajo el baño de luz infrarroja y microondas. La sartén estaba llena de ese líquido espeso y lechoso que los mantenía oxigenados mediante perfusión hasta que comenzaran a funcionar los pulmones, y ya empezaban a moverse con espasmos bruscos. Viktor reconoció a los niños: Billy y Freddy Stockbridge, hijos de la navegante que colaboraba con su padre, dos mocosos insoportables.

Se había puesto una túnica y pantalones cortos, y se había bebido dos enormes vasos de agua dulce y caliente cuando su madre entró a la carrera desde la otra cámara, vestida con una bata blanca y ondeante.

—¿Estás bien? —preguntó con ansiedad, tendiendo los brazos.

Viktor se dejó besar, luego la apartó con dignidad.

—Estoy bien —contestó—. ¿Por qué no hemos llegado?

—Me temo que ha habido una pequeña complicación, Viktor —dijo ella con voz turbada—. Hay algún problema con el plan de vuelo y despertaron a tu padre para que lo solucionara. Pronto estará bien.

—Sin duda —respondió Viktor. En efecto, no tenía la menor duda; a fin de cuentas, el hombre que se encargaba de solucionar esas cosas era su padre.

—Marie-Claude también está despierta —agregó ella agitadamente, y le tocó la frente como si temiera que tuviera fiebre—. Entre los dos lo solucionarán todo, pero tengo que ayudar. ¿Estás seguro de que estarás…?

—Desde luego —aseguró Viktor, enfadado y un poco avergonzado de que lo trataran como a un niño.

La anciana los interrumpió.

—Viktor necesita comer y readaptarse, señora Sorricaine-Memel —señaló—. Yo lo cuidaré. Vaya usted.

Amelia Sorricaine-Memel le dirigió una mirada extraña, como si tratara de reconocerla, pero sólo dijo:

—Regresaré en cuanto pueda.

Cuando ella se fue, la anciana cogió la mano de Viktor.

—Debes entrar en el molino unos minutos. Luego los médicos te examinarán. ¿Quieres hacerlo ahora?

—¿Por qué no? —dijo Viktor, encogiéndose de hombros—. Pero tengo hambre.

—Claro que tienes hambre —rió ella—. Siempre tenías hambre. Me quitaste las chocolatinas cuando yo estaba en las máquinas educativas y tu madre te prohibió las golosinas por una semana.

Viktor frunció el ceño.

Era verdad que había robado chocolatinas y lo habían castigado, pero la niña a quien se las había robado era Wanda Sharanchenko, la rubia hijita de un oficial de máquinas, una niña dos años menor que él.

—Pero… —balbuceó.

La mujer asintió.

—Pero eso fue hace mucho tiempo, ¿verdad? Han pasado más de cien años mientras eras un inertoide. Pero aquí me tienes, Viktor. Soy Wanda.

La nave Nuevo Mayflower no estaba «allí». Ni siquiera estaba cerca de «allí» adonde se dirigía. Según el plan de vuelo original, faltaban más de veintiocho años de tiempo de desaceleración para llegar al planeta que se proponían colonizar.

Pero, increíblemente, el plan original parecía ser erróneo.

Wanda trató de explicárselo a Viktor mientras lo conducía al enorme tonel rotativo que llamaban el «molino» de la nave: giraba a nueve revoluciones por minuto para simular una gravedad terrestre normal e impedir la migración del calcio y la pérdida de musculatura.

Viktor estaba familiarizado con el molino. Había pasado muchas horas allí dos años antes de entrar en el refrigerador; allí jugaba con los otros niños en su rutina de ejercicios cotidianos obligatorios. Trotó por el tonel como un veterano, combatiendo un siglo de calambres en sus jóvenes músculos, sudando y elevando el pulso sin problemas. Wanda colgaba del cubo de la rueda, hablándole mientras él corría.

Cuando Viktor preguntó qué había ocurrido, ella gritó:

—Una estrella radiante.

—¿Una estrella qué?

—Radiante. O tal vez una nova, no lo sé… dicen que tiene características raras. De todos modos, algo estalló. Es muy brillante, Viktor, ya lo verás. Y está sólo a treinta grados de nuestro curso, así que…

No tuvo que explicarlo. Viktor había oído hablar a su padre y comprendía el problema. Aquel imprevisto estallido irradiaría inesperados torrentes de fotones, y como ya habían desplegado la vela lumínica para ayudar a la larga y lenta desaceleración del Mayflower, el estallido los desviaría del curso y la velocidad disminuiría con demasiada rapidez. Había que calcular un nuevo curso, y habían despertado a todos los navegantes casi tres décadas antes de lo previsto para que colaborasen en la tarea.

Incluso para Viktor, hijo de un navegante del Mayflower, era difícil entenderlo del todo. Para colmo, la persona que se lo contaba empeoraba la situación. Viktor no podía conciliar a la centenaria Wanda Sharanchenko (no, hasta eso estaba mal: ahora se llamaba Wanda Mei), que le estaba contando esto, con su recuerdo reciente de la niñita que lloró e intentó morderlo cuando él le comió las chocolatinas.

—Pero ¿por qué no te hiciste congelar como todos los demás? —preguntó jadeante.

Ella titubeó, mirándolo mientras pensaba la respuesta.

—Supongo que fue por miedo.

—¿Miedo de la congelación? —preguntó incrédulo Viktor—. Vaya tontería. ¿Qué había de peligroso en una plácida congelación y en despertar cuando llegara el momento oportuno? Era como irse a dormir y levantarse por la mañana. ¿O no?

Pero no era lo mismo, según Wanda.

—No todos sobreviven a la congelación. Una persona de cada ciento ochenta no se puede descongelar. Algo sale mal en el proceso y la gente se muere.

Viktor lo ignoraba. Tragó saliva.

—Pero no son malas probabilidades —protestó.

—Son malas si te toca morir —replicó Wanda—. Así pensaban mis padres. Y eso sin contar a los que sufren lesiones. Despiertan ciegos o paralíticos. ¿Quién quiere eso?

—¿Alguna vez has visto a alguien ciego por el refrigerador? —preguntó Viktor.

—Sigue corriendo —ordenó ella—. No, y tampoco he visto a un muerto, pero sé que están ahí. De todos modos, mis padres se ofrecieron como voluntarios para la dotación de cuidadores, y yo me quedé con ellos todos estos años. Sal de la rueda, Viktor, ya estás preparado para el examen médico.

El jovencito lo pasó, por cierto, con óptimas calificaciones. Pero no sabía qué debía hacer después. Si la nave hubiera estado en su lugar correspondiente cuando despertaron a Viktor, todo habría sido más sencillo. Aun un niño tenía cosas que hacer al prepararse para el aterrizaje.

Pero todavía no estaban allí y Wanda no le era de gran ayuda.

—Sólo quédate fuera del paso —aconsejó, y se marchó deprisa para realizar alguna tarea.

El hecho de que Viktor hubiera despertado no significaba que nadie quisiera tenerlo cerca. Los adultos que encontraba se lo decían con toda claridad. Habría sido mejor que él permaneciera congelado y dormido, como los otros cien mil pasajeros del refrigerador. Pero no era culpa de Viktor. Sus padres habían optado por el almacenaje familiar —mamá, papá y Viktor en la misma cápsula de la cámara criónica—, y cuando se inició el proceso de resucitar al padre, los otros empezaron a despertar.

No podían separar a los durmientes con un tenedor, como un manojo de espinacas congeladas. Tenían que descongelarlos un poco para separarlos, y luego… bien, siempre estaba esa probabilidad sobre ciento ochenta, la que Wanda había mencionado.

La habitación que Viktor debía compartir con sus padres no era mucho más grande que su dormitorio personal de California, en la Tierra, antes que se marcharan para viajar en la nave estelar colonial. Era bastante reducida.

Eso no era culpa de los diseñadores de la nave. Habían dejado bastante espacio para los pocos hombres y mujeres que se turnarían en estado de vigilia mientras los otros mil cien dormían a la temperatura del nitrógeno líquido. Pero sólo habían previsto que treinta y cinco o cuarenta cuidadores permanecieran despiertos simultáneamente. Ahora, con otros treinta revividos imprevistamente para hacer frente al problema de la estrella radiante, escaseaba el espacio. No tanto como después del lanzamiento, cuando la familia de Viktor tomó el primer turno hasta que la nave abandonó el sistema solar. Ni tan poco como cuando la nave llegara a destino y descongelaran a todos los inertoides a fin de prepararlos para el descenso. Entonces serían diez por habitación, en vez de tres, y se turnarían en vez de dormir veinticuatro horas diarias.

Lo cierto era que la falta de espacio resultaba sofocante. Peor aún, Viktor estaba aburrido. Mientras sus padres estuvieran trabajando, o al menos despiertos, podría mirar viejas películas de la Tierra. Incluso podía ver partidos de béisbol, grabados mientras se emitían desde la Tierra cuando se jugaban, aunque desde luego no reservaban muchas sorpresas. Los resultados habían sido historia durante décadas. En caso de desesperación, podía conectar las máquinas educativas y complacer a sus padres dedicando unas horas al estudio del álgebra, el mantenimiento de motores de antimateria o la historia del Sacro Imperio Romano.

Nada de eso bastaba para mantener ocupado a un chico joven. Viktor no quería mirar béisbol, sino jugarlo. Pero nunca había dieciocho personas para formar los dos equipos, aunque alguno de los adultos hubiera estado dispuesto. Se sentía solo. Los adultos eran toda su compañía, porque los demás chicos del Mayflower aún eran inertoides. Excepto los hermanos Stockbridge. Sin duda no los podía considerar amigos, y ninguno de los adultos de la nave disponía de mucho tiempo para ellos. Los adultos estaban atareados, por no decir obsesionados, con la imprevista e inusitada estrella radiante. La idea general, a juicio de los adultos, era que las máquinas educativas podían mantener ocupados a los niños casi todo el día, y que Viktor podía cuidar de los dos pequeños durante el resto del tiempo.

Viktor no estaba dispuesto a aceptarlo.

Vagó por las salas de trabajo de la nave todo el tiempo que pudo, observando a su padre, Marie-Claude Stockbridge y los demás, mientras se afanaban con los ordenadores, escuchando retazos de conversación.

—Parece que tendremos ocho meses más de viaje… no está tan mal.

—Hay bastante reserva de combustible —comentó su padre—. He calculado un vector de primera aproximación. Pero ¿qué hacemos con la vela lumínica? ¿La recogemos? ¿La dejamos desplegada?

—Dejémosla desplegada. Cortemos sólo el impulso de desaceleración del motor. Luego… —Ésa era Marie-Claude Stockbridge, quien observaba la pantalla que mostraba los cielos que tenía delante. La brillante estrella blancoazulada lo dominaba todo, haciendo palidecer la estrella más amarilla y tenue adonde se dirigían—. Luego, cuando lleguemos allí, quién sabe qué encontraremos. Esa estrella está emitiendo mucha radiación.

Ella no hacía más que expresar los temores de todos. El lugar adonde se dirigían, habían informado las sondas, era un planeta habitable. De hecho, lo habían bautizado «Nuevo Hogar del Hombre», pero la radiación excesiva podía alterar los parámetros de lo «habitable». Desde luego, la primera nave, que los precedía en seis años de vuelo, averiguaría todo esto antes que ellos, pero ¿qué harían si las cosas salían mal? No había modo de regresar.

—Nuevo Hogar del Hombre tiene cinturones Van Alien y una atmósfera profunda, Marie —puntualizó el padre de Viktor—. Todo saldrá bien. Espero.

Hubo un instante de silencio hasta que otro navegante volvió al ordenador y pulsó varias teclas.

—Ahora sumamos poco menos de siete años luz de viaje —anunció—. Como aproximación de primer impulso, una reducción del seis por ciento debería bastar si se ajusta a medida que cese el estallido de la estrella. Ésa es la parte difícil, sin embargo. ¿Alguien sabe calcular la tasa de amortiguamiento?

—¿De una estrella radiante normal? Quizá —rezongó el padre de Viktor—. En cuanto a ésta, ni idea. No es una fulguración. Parece que hubiera estallado.

—Pero dices que no es una nova —respondió el hombre, y al mirar de soslayo vio a Viktor—. Parece que tu hijo ha venido a ayudarnos, Pal —señaló. Era una observación afable, pero también llevaba implícito un mensaje, y Viktor se escabulló antes de que lo hicieran explícito.

Por falta de algo mejor que hacer, acudió a la máquina educativa para entender lo que sucedía. Por ejemplo, sabía que un año luz era una distancia larga. Pero ¿cuán larga?

La máquina trató de ayudarlo. Explicó a Viktor que un año luz era la distancia recorrida por un haz de luz en un año, avanzando a la velocidad inalterable de 300 000 kilómetros por segundo, pero a Viktor no le resultaba fácil visualizar un «kilómetro». La máquina intentó aclararlo. Había más de mil «kilómetros», explicó, entre Nueva York y Chicago, allá en la Tierra. Había diez mil kilómetros desde cualquier punto del ecuador de la Tierra hasta uno de los polos. Pero eso significaba poco para Viktor, quien tenía sólo seis años cuando él y sus padres se unieron a la tripulación de la nave que estaban ensamblando en el espacio. Recordaba Los Angeles, por los parques de atracciones y las focas, pero también recordaba el muñeco dé nieve que su padre había construido en el patio… y no podía haber muñecos de nieve en Los Angeles. (Su madre le había explicado que eso había sido en Varsovia, donde había nacido Viktor, pero para Viktor «Varsovia» era sólo un nombre.)

La mejor explicación que pudo ofrecer la máquina fue que un kilómetro era poco más de cuarenta vueltas en el molino de ejercicios donde toda persona despierta debía ejercitar sus músculos y preservar el calcio de los huesos.

De manera que eso era un kilómetro. Sin embargo, este dato no le servía de gran cosa. Multiplicar cuarenta vueltas en el tambor giratorio por 300 000 y luego por la cantidad de segundos de un año excedía la capacidad de Viktor. Podía efectuar el cálculo —la máquina le presentó la respuesta—, pero no alcanzaba a captar el significado de la sencilla operación 40 × 300 000 × 60 × 60 × 24 × 365,25 = 37 869 120 000 000.

Unos treinta y ocho billones de vueltas en el tambor giratorio…

¿Qué sentido tenía eso, cuando nadie podía captar realmente el significado de un «billón»?

Y eso era un solo año luz. Luego había que multiplicar ese enorme número por 6,8 para averiguar cuánto quedaba por recorrer… o por 19,7 para averiguar a qué distancia estaban de casa.

El joven Viktor detestaba darse por vencido. En cualquier campo. Físicamente era un niño bastante notable: alto para su edad, aunque desmañado y torpe. Viktor casi había abandonado la esperanza de ser jugador, pero no porque desesperase de dominar la coordinación, sino porque estaba seguro de que en el lugar donde pasaría el resto de su vida nadie tendría tiempo para organizar equipos profesionales de béisbol.

Viktor era resuelto, pero no estúpido, aunque sus padres quizás hubieran pensado lo contrario si él les hubiera comentado su otra gran ambición.

Pero Viktor no hablaba de esa ambición. Con nadie.

No se dejó disuadir por la máquina educativa. La dejó de lado y probó suerte con otro enfoque. Se volvió a los visores externos para ver a qué distancia estaba el viejo Sol de la Tierra. Le costó trabajo, pero lo encontró: un objeto lastimosamente pequeño y tenue entre diez mil estrellas más.

Luego oyó correteos y voces airadas e infantiles. Enseguida supo quiénes eran. Refunfuñó y se dirigió hacia la puerta.

—¡Calmaos, niños! —ordenó.

Los chicos Stockbridge no se calmaron. Ni siquiera dieron señales de haberle oído. Parecían resueltos a mutilarse. Billy había golpeado a Freddy porque Freddy había empujado a Billy, y ahora los dos se abofeteaban y pateaban, rodando lentamente en la microgravedad.

A Viktor no le importaba que se dieran de bofetadas. Sólo objetaba que lo hicieran frente a la puerta de su familia, pues allí lo culparían por los daños que pudieran causarse. ¡Por no mencionar el alboroto y las maldiciones!

Viktor estaba seguro de que a la edad de esos chicos no había sabido tantas palabrotas. Cuando logró separarlos, Billy le rugió a Freddy, que lloriqueaba:

—¡Te mataré, hijo de puta!

Eso fue demasiado. Viktor no había pensado delatarlos, pero aquella gota colmaba el vaso. No hubiera permitido que el propio hijo de la bella, deseable y sin duda casta Marie-Claude Stockbridge dijera tal barbaridad de ella, pues, aunque esta aspiración pareciera condenada de antemano, Marie-Claude Stockbridge era la otra ambición a la cual Viktor no pensaba renunciar.

—¡Bien! —gruñó—. ¡Iremos a hablar con vuestros padres!

Pero cuando llegó al camarote de la familia Stockbridge, en el extremo de la nave, Viktor cambió de parecer. Werner Stockbridge, el padre, estaba en la cama, profundamente dormido. Parecía demasiado agotado y preocupado para despertarlo por un castigo, y la madre no estaba.

El teléfono indicó a Viktor que Marie-Claude Stockbridge estaba trabajando en el complejo de Operaciones, en el corazón de la nave, junto con sus propios padres. No quería molestarla allí. Miró sombríamente a los pequeños malhechores, suspiró y dijo:

—De acuerdo. ¿Qué opináis de una apacible partida de dominó en la sala de recreo?

Una hora después, la señora Stockbridge fue a buscarlos y colmó a Viktor de elogios.

—Eres muy servicial —lo halagó—. No sé qué haría sin ti, Viktor. Mira, en cuanto acueste a los niños comeré algo y me iré a la cama. ¿Quieres acompañarme?

Viktor sabía perfectamente que la invitación era para la comida y no para la cama. Aún así sintió un repentino calor eléctrico en el vientre y sólo atinó a gruñir:

—Vale.

En el refectorio, Marie-Claude Stockbridge tuvo el tacto de permitir que Viktor le llevara la bandeja a la mesa. Viktor la trasladó con sumo cuidado. En la escasa gravedad de aceleración G fraccional, las comidas se deslizaban del plato si uno avanzaba con demasiada rapidez hacia donde no debía, pero Viktor llegó sin tropiezos a las mesas imantadas. Luego se dedicó a la tarea de entablar una conversación adulta.

—De nuevo proteínas vegetales —anunció, revolviendo el espeso guisado—. No veo el momento de llegar para disfrutar de una comida decente.

—Bien, no tengas demasiadas esperanzas. Quizá las comidas no sean demasiado sabrosas al principio —observó cortésmente la señora Stockbridge. Había bastantes animales en la sección de ganado de los congeladores, pero tendrían que dejar que crecieran y se multiplicaran antes de transformarlos en bistecs, chuletas o bollos fritos—. Aunque los colonos de la primera nave ya tendrán algunas reservas para cuando lleguemos. —Miró distraídamente más allá de Viktor, sorprendiendo su reflejo en el espejo de la pared. La mitad de las paredes de la nave tenían espejos para que las habitaciones parecieran más amplias. La señora Stockbridge se arregló el cabello y se lamentó con voz compungida—: Estoy hecha un desastre.

—Tienes buen aspecto —gruñó Viktor, mirando el guisado con mal ceño.

Pero no decía toda la verdad. Marie-Claude tenía mucho más que «buen aspecto» para sus lascivos ojos púberes. Era más alta que su padre y lucía más curvas que su madre. Tenía el cabello enmarañado, las uñas rotas por el refrigerador, un olor tenue y dulzón a transpiración femenina… todo esto resultaba increíblemente atractivo para un joven de doce años como Viktor.

Aunque Viktor no le deseaba ningún mal a Werner Stockbridge, uno de sus mejores sueños diurnos (e incluso nocturnos) presentaba al esposo de Marie-Claude perdiendo la capacidad de reproducción. Sabía que esas cosas a veces les ocurrían a los hombres, y lo consideraba una oportunidad potencial. Cuando la nave aterrizara, sería deber de todos tener hijos. Muchos hijos. Había que poblar el planeta, ¿o no? Al carecer de aptitudes para participar en ese proceso, Werner Stockbridge tendría que aceptar la necesidad de que su esposa quedara encinta en ocasiones, ¿y quién podía desempeñar mejor esa tarea que el buen amigo de la familia, el pequeño (pero para entonces, con suerte, no tan pequeño) Viktor Sorricaine?

Algunos detalles de la fantasía de Viktor eran bastante borrosos. Eso estaba bien. Las partes importantes de la fantasía venían después. Al fin y al cabo, el señor Stockbridge era mucho mayor que la esposa —treinta y ocho años, y ella tenía veinticinco— y los varones alcanzaban su apogeo sexual en la adolescencia. (Viktor conocía muy bien el tema de la biología reproductiva. Las máquinas educativas no siempre eran una lata.) Después de esa edad, el vigor masculino declinaba lentamente, mientras la sexualidad femenina aumentaba año tras año. Viktor se consolaba pensando que esa diferencia de trece años entre Marie-Claude y su esposo era exactamente la que mediaba entre ella y Viktor, aunque en dirección inversa. Así (calculaba Viktor, mientras escoltaba galantemente a Marie-Claude hasta la sala donde dormían el esposo y los hijos), al cabo de siete años, por ejemplo, él tendría diecinueve y ella, sólo, treinta y dos; muy probablemente los años de apogeo para ambos, mientras que el viejo Werner Stockbridge tendría más de cuarenta y andaría cuesta abajo, si no quedaba ya descalificado…

Se volvió hacia Marie-Claude.

—¿Cómo?

Marie-Claude sonreía.

—Ya llegamos, Viktor. Y sé que esos dos monstruitos pueden ser un fastidio. ¡Gracias! —Se agachó para besarle la mejilla antes de entrar en el cubículo familiar.

Así que no había remedio. Desde entonces Viktor se empeñó en cuidar de los dos mocosos Stockbridge, por insoportables que fueran. Y, desde luego, podían ser muy insoportables. Cuando despertaron de la siesta, Viktor organizó un juego gravitatorio en el molino, con la esperanza de agotarlos. Como no lo consiguió, los llevó a recorrer la nave. Cuando les llegó la hora de acostarse, también era la hora de Viktor. Antes nunca había comprendido lo fatigoso que podía ser el cuidado de un niño para una persona adulta, o al menos una persona casi adulta como él.

Despertó cuando lo llamaron sus padres.

—Se me ocurrió que podíamos desayunar todos juntos, para variar —explicó su madre, sonriendo—. Todo ha vuelto casi a la normalidad.

El desayuno no fue diferente de cualquier otra comida, sólo que tomaban potaje en vez de guisado, pero el ambiente había cambiado. Su padre parecía tranquilo por primera vez desde el descongelamiento.

—La estrella radiante está muriendo —dijo—. La estamos observando atentamente… tiene unas características bastante raras.

Viktor siempre estaba autorizado para pedir explicaciones.

—¿En qué sentido, papá? —preguntó, preparándose para una de esas maravillosas charlas entre padre e hijo que recordaba de los viejos tiempos. Su padre era uno de esos invalorables y escasos individuos que no creía en decir a los niños: «Ya lo entenderás cuando crezcas». Pal Sorricaine siempre explicaba las cosas a su hijo. (También Amelia Sorricaine-Memel, pero otras cosas, y no tan interesantes para Viktor.) Algunas de las cosas que Pal había explicado cuando acostaba a su hijo, en vez de contarle estúpidas historias infantiles sobre los tres osos, eran el Big Bang, el ciclo de carbono que hacía arder las estrellas, el envejecimiento de las galaxias y la inmensidad de este universo en expansión. Desde luego, Amelia también tenía interesantes cosas técnicas de que hablar, pero su especialidad era la física y la mecánica. La entropía y la eficiencia Carnot de las máquinas calóricas no resultaban tan fascinantes para un niño como las historias de las estrellas entre las cuales viajaban.

Esta vez Viktor quedó defraudado.

—No concuerda con ninguno de los perfiles conocidos de estrellas radiantes —se limitó a decir su padre—. Podría ser una nova, pero es extraña. Tiene dos chorros grandes. Incluso envié un informe a la Sociedad Astronómica Internacional… Quién sabe, tal vez bauticen una nueva clase de objeto con mi nombre.

—Deberían hacerlo —afirmó Viktor, feliz porque su padre parecía complacido, casi tan feliz como desconcertado. Pero su padre meneó la cabeza.

—Pasarán veinte años hasta que se enteren y otros veinte hasta que respondan, ¿recuerdas? De todos modos, parece que podemos manejar la navegación.

—Quizá —intervino la madre de Viktor.

—Bien, sí, quizá —concedió el padre—. Siempre hay un quizá. —Apartó el cuenco de potaje vacío y bebió un gran sorbo de la única taza de café que se le permitía diariamente. El quinto oficial Pal Sorricaine era un hombre rechoncho de cara lisa, con ojos azules y ánimo jovial. Sonreía a menudo. Ahora estaba sonriendo, aunque torciendo el labio para reconocer el «quizá». Tenía el cabello claro y tupido, y se lo acarició mientras observaba benévolamente al hijo—. Marie-Claude asegura que has sido un encanto con sus niños.

Viktor se encogió de hombros, mirando el cuenco de mal humor.

—Te atrae, ¿verdad? —preguntó su padre, sonriendo—. No te culpo.

—¡Pal! —advirtió su esposa.

Sorricaine desistió.

—Era una broma, Viktor —se disculpó—. No seas quisquilloso. De todos modos, creo que dentro de un par de días volveremos al refrigerador. Si entretanto hay algo especial que quieras hacer en la nave…

Viktor hizo una mueca.

—¿Qué se puede hacer?

—No mucho —admitió Pal Sorricaine—. Aun así, ¿has echado un buen vistazo a la nave? Ha cambiado mucho desde que partimos. Por otra parte, nunca la verás así de nuevo.

Más tarde, cumpliendo a regañadientes su función de ser un «encanto» con Marie-Claude Stockbridge, Viktor vigilaba a los niños en un violento juego de pelota. Cuando una pelota arrojada con salvajismo botó en un rincón y golpeó a un técnico de mantenimiento en la cara, Viktor recordó lo que le había sugerido su padre.

—Basta de juegos —anunció—. Quiero mostraros una cosa.

—¿Qué? —preguntó Freddy, arrebatando la pelota a su hermano.

—Ya veréis. Seguidme.

Los padres de Viktor estaban trabajando, así que tenía la pequeña habitación para él solo. Asombrosamente, los hermanos Stockbridge guardaron silencio mientras Viktor encendía la pantalla y buscaba el menú de observación externa en tiempo real.

Tuvo que experimentar un poco antes de dar con la vista que buscaba, pero al fin lo consiguió.

El Nuevo Mayflower era un artilugio improvisado. Se podría haber sujetado con cordel, y prácticamente así lo habían hecho, pues nunca experimentaría fuerzas potentes capaces de desmantelarlo. Los trozos y fragmentos eran objetos irregulares y azarosos, pero la pantalla mostraba claramente la vasta mole de la vela lumínica a medio desplegar.

Incluso los niños tenían noticia de la vela. Viajar de una estrella a otra requería una cantidad inmensa de energía. Los impulsores de antimateria no bastaban. La vela lumínica había ayudado a sacar el Mayflower del pozo de gravedad de la atracción del Sol, sirviéndose del incesante torrente de fotones del astro. Ahora la vela lumínica aprovecharía la luz de la nueva estrella para ayudar a desacelerar la nave. Se extendía en abanico como una enorme y frágil gorguera de plata, pero sólo estaba desplegada a medias.

—Miradla —ordenó Viktor.

—Está torcida —señaló Freddy.

—Torcida está tu cabeza —espetó Billy—. ¡Dame la pelota!

—Sí, dale la maldita pelota —rezongó Viktor.

—No es suya.

—¡Sí!

—No, es mía, porque tú la perdiste y yo la encontré. ¡Ahora me pertenece! De todos modos no la tengo —mintió Freddy, ocultando la pelota mientras se escondía detrás de Viktor—. Está en casa.

—¡No está en casa! Yo la veo…

—¿Por qué no olvidáis la dichosa pelota? —rugió Viktor—. Os enseñaré hacia dónde vamos.

—No quiero ver adonde vamos —sollozó Billy, pero Viktor ya estaba ajustando la imagen. Ahora era una línea de visión directa hacia la «popa» de la nave, por supuesto, porque el Mayflower había girado tiempo atrás para que los motores principales pudieran desacelerarla. No era una imagen muy buena. Alrededor de los bordes brillaban más de diez mil estrellas, en tonos que iban desde un rojo intenso hasta el zafiro y el blanco, y el fulgor fantasmal y pálido de la Vía Láctea cubría un rincón de la pantalla. El centro de la imagen no era muy nítido. Los sensores ópticos de sobrecarga mitigaban el brillo de la estrella radiante lo suficiente para que se notaran las demás, pero el fulgor de los iones que brotaban de los motores lo difuminaban todo. Incluida la estrella hacia donde se dirigían.

—Allí está —indicó Viktor—. Debajo de esa estrella brillante.

—No la veo —gimió Billy—. Quiero una Coca-Cola.

—¿Una qué?

—Una Coca-Cola. Es una bebida. La vi por televisión. Quiero una.

—Bien, no tengo —dijo Viktor—, y si la tuviera, tu madre tal vez no querría que… Oh, Dios mío.

Los niños dejaron de chillar y lo miraron alarmados.

—¿Qué pasa? —preguntó Freddy con aprensión.

—Nada —respondió Viktor, mirando la imagen que había logrado sintonizar en la pantalla—. No es nada. Sólo que me había olvidado. No recordaba que media nave habría desaparecido a estas alturas.

Cuando el Nuevo Mayflower abandonó la órbita terrestre baja para iniciar su largo viaje hacia un nuevo hogar, iba seis años por detrás de la Nueva Arca. Incluso antes que abandonara la órbita baja, el esqueleto del Nuevo Bajel estaba comenzando a cobrar forma. Las tres naves interestelares, combinadas, tenían, una sola misión: poblar un mundo y así establecer una cabeza de puente para la especie humana en su aspiración de sembrar de personas toda la galaxia.

Era una idea bastante fantástica, incluso para los presuntuosos humanos. Sin embargo, el proyecto no se reducía a mera fantasía. Era factible. Las tres naves transportaban un total de cuatro mil personas, pero los seres humanos eran efectivos procreadores. Al cabo de dos o tres siglos, si se esforzaban, la población del nuevo planeta sería mayor que la de la agotada y vieja Tierra.

El problema no era ése.

La pregunta (y algunos la formulaban) era «¿Por qué?» ¿Por qué viajar cien años o más para poblar otro planeta con seres humanos cuando el sistema solar ya tenía planetas suficientes para cualquier necesidad razonable?

En realidad, había una sola respuesta para una pregunta de por qué querría alguien colonizar el nuevo mundo, y esa respuesta era: porque estaba allí. Nuevo Hogar del Hombre no sólo estaba allí, sino que albergaba vida; la sonda, no mayor que una lavadora, había establecido esa circunstancia definitivamente mientras atravesaba el nuevo sistema solar. La presencia de gases reactivos en la atmósfera del planeta indicaba que era un mundo de entropía reducida. Los gases de la atmósfera no habían reaccionado entre sí. Algo se lo impedía, y así alcanzaban el equilibrio químico. Y lo único que podía lograr eso era la única fuerza antientrópica conocida en el universo: la vida.

No vida humana, desde luego. Ni siquiera una cultura tecnológica: la sonda no había detectado señales de radio, ni industria, ni ciudades; nada parecido. Pero había una atmósfera con oxígeno y vapor de agua, y así los seres humanos (estaban casi seguros) podrían vivir allí.

Asi se diseñó Nueva Arca y (tras muchas discusiones y retrasos; Viktor ni siquiera había nacido entonces, pero su padre se lo había contado) se había financiado y construido. Incluso antes de terminarla, habían empezado el Nuevo Mayflower.

Cada nave estaba diseñada con un propósito, y cada propósito era un poco diferente: el Arca debía ser autónoma, el Mayflower contaría con la ventaja de que los colonos del Arca ya estarían allí. Además, cuando iniciaron el ensamblaje del Mayflower, los avances tecnológicos habían brincado una generación, así que las dos naves no se parecían en gran cosa. El Arca era sólo un cilindro chato. El Mayflower, con muchos refinamientos nuevos, era más largo y estrecho. Había comenzado con 150 metros de longitud y 30 de diámetro en su punto más ancho —tenía más forma de romboide que de cilindro—, y una vez en órbita del nuevo planeta sus deberes apenas habrían comenzado. Permanecería en órbita de Nuevo Hogar del Hombre indefinidamente, para enviar energía a las colonias por microondas. (Desde luego, el Bajel, aún más avanzado, aterrizaría en el planeta, pero aún faltaba mucho para eso, porque las batallas por los fondos se habían reiniciado. La construcción del Bajel continuaba, pero a paso de tortuga.)

Aún así, todas las naves tenían algo en común. Para viajar a través del espacio interestelar, las tres debían devorar una parte de sí mismas.

La nueva forma de la nave había sorprendido a Viktor. Sus ojos se negaban a reconocerla. El Mayflower era más corto y rechoncho que cuando lo había visto por última vez, diez décadas antes. El largo impulsor, con forma de tulipa esquelética, sobresalía de la parte trasera de la nave, cuando antes había estado en su interior.

Para impulsar su vuelo hacia la nueva estrella, el Mayflower ya había arrojado la mitad de sí mismo en los reactores de plasma.

La masa de combustible —cables retorcidos, gruesos como vigas, de hierro de antimateria— había reaccionado con la estructura de acero normal que antes la albergaba. El hierro normal y el hierro antimateria se destruían entre sí para producir el gran torrente de partículas con carga que impulsaban la nave.

Desde luego, no todo el hierro real de la nave se aniquilaba en ese pacto suicida con el antihierro. Ni siquiera el viaje estelar precisaba tanta energía. La mayor parte del hierro normal se transformaba en plasma y brotaba por las toberas como masa de reacción. No había ninguna razón mística para que la materia normal fuera hierro, además. El hierro no necesitaba antihierro para que ambos se aniquilaran; simplemente era el material más prescindible.

Era una reacción muy eficiente. Mucho mejor que la patética «energía atómica» que se usaba en otros tiempos.

Siempre es verdad que e = mc², desde luego, pero no es tan fácil sacar toda la e de la m. Las plantas nucleares que los seres humanos construían a fines del siglo XX aún tenían mucha masa cuando se completaban las reacciones. El noventa y nueve coma nueve por ciento de la masa del combustible continuaba siendo masa y se negaba tercamente a transformarse en energía.

Pero cuando la antimateria reacciona con una cantidad igual de material normal, no queda ninguna masa. No sólo un porcentaje de la masa se transforma en fuerza impulsora cuando la materia normal reacciona con sus antipartículas, sino toda ella.

A los cuatro días del imprevisto descongelamiento de Viktor, los tripulantes del Mayflower habían superado el susto inicial. La estrella radiante palidecía. La situación no parecía crítica, aunque sí desconcertante: ¿por qué una inofensiva estrella K-5 estallaba de pronto en llamaradas? A pesar de todo, no constituía una amenaza.

Mientras el pánico daba paso a un sorprendido resentimiento a bordo del Mayflower, y mientras ese resentimiento se transformaba en trabajo para afrontar las consecuencias, los días de Viktor Sorricaine se volvieron rutinarios, como los de todo el mundo. El quinto oficial (navegante) Pal Sorricaine dejó de ser navegante para transformarse en astrofísico, pues uno de sus títulos del Tecnológico de California era en dinámica de núcleos estelares. Eso era lo que se necesitaba. El problema no consistía solo en cómo desplegar las velas lumínicas y decidir cuánto impulso exigir a los motores de desaceleración, sino predecir cuánto duraría la explosión y cuál sería su curva de extinción.

Para eso no bastaban ni siquiera las aptitudes del padre de Viktor, así que descongelaron al mejor cerebro astrofísico de Mayflower. Así despertó Frances Mtiga (con tres meses, o noventa y pico de años, de embarazo), parpadeando, para enfrentarse a un problema digno de una elegante disertación.

Cuando la descongelaron, bañaron, alimentaron y vistieron, Pal Sorricaine la sentó ante una pantalla y tecleó el menú pertinente.

—Esto es lo que tenemos en la estrella radiante, Frances —dijo—. La archivé en NUEVA RADIANTE, y aquí están todos los estudios relevantes que pude hallar. Están bajo RADIANTES. Aquí está el informe preliminar que despaché a la Tierra. Ese archivo se llama TENTATIVO. Quizá debí llamarlo ADIVINANZAS. No importa, Frances, cuando esto llegue a la Tierra y nos envíen la respuesta, estaremos listos para aterrizar en el nuevo planeta.

—O no —replicó amargamente Frances Mtiga, acariciándose el vientre mientras estudiaba el archivo de citas.

—O no —convino Pal Sorricaine con una sonrisa—. Pero no hay razones para dudar de que llegaremos, Frances. Parece un problema interesante de astrofísica, nada más. No constituye una amenaza para la misión. De todos modos, no regresaremos al refrigerador hasta que hayamos estudiado el asunto para tenerlo bajo control.

Mtiga suspiró, rascándose de nuevo el vientre, que ya se empezaba a redondear.

—Le dedicaremos todo el tiempo necesario —dijo con aire preocupado—. Pero dime, Pal, ¿no crees que mi esposo se sorprenderá cuando despierte y encuentre que tiene un hijo de diez años?

De hecho, así estaban las cosas. La información astrofísica almacenada en el banco de datos del Mayflower era extensa, pero no había muchos datos de utilidad sobre estrellas radiantes K-5, porque nunca se había visto un estallido así en una estrella K-5 de esa clase espectral.

Viktor compartió felizmente el asombro del padre, y más felizmente porque nadie esperaba que él solucionara el enigma. Su padre no era tan afortunado. Proyectó el último tramo de película para su hijo, contemplando las imágenes con mal ceño.

Aunque Viktor sabía que debía de ser un espectro, pues su padre se lo había explicado, la película no estaba en color. No era un arco iris.

—Es un espectrograma, Viktor —explicó el padre—. Muestra las frecuencias de la luz de una estrella, o de cualquier otra cosa. La retícula de difracción curva la luz, pero las diversas frecuencias lo hacen de forma distinta. Cuanto más corta sea la longitud de onda, más se curva, así que el extremo rojo no se curva demasiado y el violeta se curva hasta aquí. Bien, en realidad —se corrigió—, este extremo es el ultravioleta, y este otro el infrarrojo. No podemos verlos con los ojos, pero la película puede… Sólo que no es un espectrograma muy bueno —terminó, frunciendo el ceño de nuevo—. Esta retícula ha estado allí cien años, y durante todo ese tiempo ha recibido el bombardeo de gases y partículas finas de polvo interestelar. Las líneas están borrosas, ¿ves?

—Eso creo —respondió Viktor, mirando con incertidumbre la cinta de líneas grises—. ¿Puedes arreglarlo?

—Puedo insertar una nueva —apuntó el padre, y mostró el objeto a que se refería. Era un trozo de metal curvo, largo como el antebrazo de Viktor, con forma de cáscara de sandía cuando le han comido la pulpa. Su padre lo manipuló con cuidado para mostrar a Viktor las infinitas líneas estrechas que le habían trazado en la cara cóncava.

Bien, esa parte era interesante: significaba que alguien tendría que ponerse un traje y salir al exterior del Mayflower para sacar la retícula gastada e insertar otra nueva. O habría sido interesante si Viktor lo hubiera visto. Para su fastidio, todo se realizó mientras él dormía. Cuando se enteró de que ya estaba hecho, su padre estaba analizando un espectrograma más nuevo y más nítido, pero aún desconcertante.

—Cielos —gruñó—, mira esa cosa. Parece como si esa estrella vomitara hacia dos lados al mismo tiempo. Sólo que la interferometría Doppler no muestra ningún aumento de diámetro, así que no es una explosión tipo nova. ¿Qué es entonces?

Nadie esperaba que Viktor respondiera a esa pregunta. Suponian que su padre o Frances Mtiga encontrarían la solución, pero los astrofísicos tampoco conocían la respuesta. Cada día comprobaban veinticuatro horas de observaciones y el ordenador examinaba los últimos modelos revisados que Sorricaine y Mtiga habían preparado para extraer sus curvas más adecuadas. Pero las curvas no resultaban tan adecuadas.

—Todo saldrá bien, Pal —le dijo la madre de Viktor al esposo. Los tres, excepcionalmente, cenaban juntos en el gran refectorio—. ¿No es verdad? Hay combustible en abundancia. Puedes impulsar la nave con el motor solo y olvidar las velas, ¿o no?

—Claro que sí —respondió distraídamente Pal Sorricaine—. Oh sí, creo que llegaremos.

—Entonces…

—¡Pues que no es elegante! —ladró Sorricaine.

Viktor comprendió a qué se refería su padre. Lo maravilloso de la astrofísica era que cuanto más aprendías, todo encajaba mejor. Las cosas no se complicaban más, sino que se hacían más diáfanas. En opinión de Pal (y de todos los científicos), los hechos estrafalarios estropeaban la simetría de las leyes que regían el universo. Constituían una aberración que sólo se podía enmendar deduciendo cómo se articulaban.

—De todos modos —continuó Pal Sorricaine al cabo de un momento—, esto tiene un precio. Ese combustible no está destinado a llevarnos allá. Es para brindar energía a la industria y todo eso. Cuanto más usemos, menos tendremos para nuestro futuro. —Tenía razón, pues cuando el Mayflower fuera sólo una mole en órbita, la colonia necesitaría las microondas que la nave enviaría a la superficie—. Pero ante todo, no es elegante —repitió con mal humor—. Se supone que sabemos mucho acerca de estas cosas. ¡Ahora resulta que lo ignorábamos todo!

Descongelaron a un matemático llamado Jahanjur Singh para que los ayudara, pero por el modo en que su padre miraba el vacío, Viktor comprendió que no los ayudaba lo suficiente. Aun así, Viktor descubrió complacido que sus padres tenían tiempo para relajarse con el hijo. Amelia estaba tan atareada como Pal —su especialidad, la ingeniería termodinámica, no era muy importante aquí, aunque al menos podía manejar un ordenador para el equipo de astrofísica—, pero aun así había momentos en que todos jugaban juntos en el centrífugo; miraban juntos cintas de televisión terrícola; incluso cocinaron dulces de chocolate una noche, y la madre de Viktor le dejó comer cuanto quiso.

Viktor no era tonto. Sabía que sus padres estaban preocupados por algo que trascendía el problema astrofísico y la navegación de la nave, pero esperaba que le hablaran de ello cuando estuvieran preparados. Entretanto tenía la nave para explorar. Con tan pocos humanos despiertos, gozaba de mucha libertad. Incluso el capitán Bu toleraba sus exploraciones.

Antes de ser congelado, Viktor había temido al capitán Bu Wengzha. Una vez despierto, tardó en superar ese temor, porque el capitán Bu no estaba contento con las bruscas correcciones de curso que se vio obligado a hacer cuando lo descongelaron. A fin de cuentas, el Mayflower era su nave.

El capitán Bu era el hombre más viejo del Mayflower, aunque, para ser exactos, ya no lo era; había pasado más de ochenta años congelado, corriendo el riesgo de ser descongelado un tiempo cada década para cerciorarse de que la nave estuviera en buenas condiciones. Las personas como Wanda Mei habían tenido el reloj biológico en funcionamiento mucho más tiempo que él. Sin embargo, biológicamente él tenía cincuenta y dos años, con una bocaza de dientes fuertes en una cara ancha y rechoncha del color de la arena de las playas de Malibú. Era calvo, pero había cultivado una frondosa barba. Casi nunca sonreía. No sonreía cuando las cosas andaban bien, porque así se suponía que debían andar, y desde luego no sonrió cuando el quinto oficial Sorricaine se dirigió al puente con aire compungido para informarle que la orden de desplegar la vela, a punto de cumplirse, debía revisarse porque la presión de la luz de la estrella no había disminuido según las predicciones del modelo.

Atisbando por encima del hombro del capitán en una de esas conversaciones, tratando de hacerse invisible para que nadie la echara del puente, Viktor examinó inquisitivamente la vela. Se extendía en la proa de la nave —que ahora era la popa— como uno de esos trapos que usan los pintores para no manchar el suelo. Sólo que no estaba destinada a recibir pintura derramada, sino fotones. La vela representaba todo un fastidio, excepto que en el Mayflower todo estaba diseñado para cumplir al menos dos funciones, y algunas de esas funciones la volvían muy valiosa. El problema consistía en que ahora, a distancias estelares, no había muchos fotones para apresar.

La vela estaba confeccionada de un material resistente. Era plástico «unidireccional» y pesaba muy poco. Pero, para mantenerla desplegada mientras la fuerza dinámica de los motores tiraban de ella, se precisaba mucho soporte estructural; casi un cuarto de la masa estaba constituido por los puntales y los cables que la extendían en la orientación correcta (compleja de deducir, porque el impulso sobre la vela variaba con el cuadrado del coseno del ángulo que formaba con la fuente, doblemente compleja porque había muchas fuentes), y los motores que cambiaban la orientación según lo necesario. Con todo, la aportación de la vela a la desaceleración del Mayflower sólo se podía medir en diminutas fracciones de un milímetro por segundo al cuadrado.

Pero esas diminutas V en delta se sumaban, cuando había que llevar una inmensa nave desde velocidades relativistas hasta un relativo reposo en el lugar donde uno deseaba ponerla en órbita. Así que el flujo variable de la estrella radiante importaba mucho al capitán Bu y a todos los de la nave.

El capitán Bu no siempre era irritable. Sentía debilidad por los niños, al menos mientras no fueran demasiados. No sólo no echó a Viktor del puente, sino que lo alentó a visitarlo. Incluso toleraba a los hermanos Stockbridge, a ratos perdidos, hasta que empezaban a alborotarse, y siempre con el claro entendimiento de que la vida de Viktor dependía de que los chicos no se metieran en problemas.

El capitán Bu incluso se reunió con Viktor y los niños en el tambor de gravedad, donde rió y gritó, haciendo ondear la barba ensortijada, y luego, cuando todos estuvieron limpios y hambrientos, compartió golosinas de natilla de judías con sabor a almendras de su provisión privada. A Viktor no le gustaba mucho la natilla de judías, pero le caía bien el capitán. El capitán Bu era mucho más hábil que las máquinas educativas (aunque no tanto como su padre, pensó el leal Viktor) para explicar las cosas.

Cuando terminaron la natilla y los niños se limpiaron, el capitán mostró a Viktor y los chicos Stockbridge dónde estaba todo.

—Ésta es mi nave —dijo, apoyando una cuchara en la mesa—, y el plato de Freddy es la estrella hacia donde nos dirigimos, a seis coma ocho años luz. Tiene un nombre astronómico, pero la llamamos simplemente Sol. Como la estrella que dejamos. —Apretó el puño y lo sostuvo en el aire sobre la mesa—. Y mi mano es la estrella radiante, a cinco años luz de nosotros, a cuatro coma seis del destino, y aquí —otra cuchara— está el Arca, quizás a un décimo de año luz del aterrizaje. Ya han percibido la radiación. Llega en mal momento para ellos, pues las velocidades se están volviendo críticas, pero creo que no los molestará mucho. Están bastante más lejos de la explosión que del nuevo Sol.

—¿Dónde está nuestro hogar? —preguntó Freddy Stockbridge.

—Cállate —ordenó Viktor, pero el capitán Bu meneó la cabeza en un gesto tolerante.

Desnudó los grandes dientes blancos.

—Allí está nuestro hogar, muchacho —explicó, tocando el plato de Freddy—. El lugar adonde vamos. Pero sé que tú te referías a la Tierra… Bien, eso queda hacia allá, cerca de la puerta.

Freddy se volvió hacia la puerta y vio a su madre, que vaciló en invadir el camarote del capitán hasta que Bu la invitó con un gesto.

—Hola, capitán —saludó Marie-Claude Stockbridge. Estaba muy hermosa, como siempre, pensó Viktor—. Querido Viktor, ¿cómo te encuentras? ¿Mis pequeños diablillos están causando problemas, capitán?

—En absoluto, señora Stockbridge —respondió envaradamente el capitán Bu. La sonrisa se le había borrado en presencia de otra persona adulta—. Tengo que regresar al puente —comentó, indicándoles que salieran. Al salir, Marie-Claude miró con el ceño fruncido la puerta cerrada.

—¿No te tiene simpatía? —preguntó uno de sus hijos.

—El capitán Fu Manchú ha decidido no simpatizar con los adultos. Pero con vosotros dos tiene mucha paciencia —espetó Marie-Claude, y luego tuvo que explicar quién era Fu Manchú.

—Nos estaba enseñando dónde están las estrellas y las naves y todo lo demás —se atropello Freddy—. Viktor aseguró que nos explicaría por qué los mensajes tardan tanto, pero no lo explicó.

—Oh —dijo Marie-Claude—, eso es fácil. La estrella explotó hace cinco años, y la luz llegó a la nave hace una semana, cuando comenzaron a despertarnos. Y luego…

—Perdón —interrumpió Viktor—, pero debo regresar a casa.

Por supuesto, no era cierto. Tenía otras razones. No quería que Marie-Claude le explicara las cosas como si él fuera un niño.

Ni siquiera la esperanza de una gran recompensa carnal —bien, al menos un beso— pudo persuadir a Viktor Sorricaine de cuidar de los niños Stockbridge en todo su tiempo libre. Claro que su esperanza era tan tenue e improbable que apenas se atrevía a confesársela a sí mismo, pero no, éste no era el motivo de que se escondiera de ellos. Los niños eran la única causa, pues se comportaban de forma simplemente insoportable. Viktor se asombraba de los problemas en que se metían, y aún más ante la energía acumulada en aquellos cuerpos diminutos. Ningún joven de doce años recuerda cómo era él a los cinco.

Así, con los niños provisionalmente bajo custodia de la madre, Viktor se las arregló para mantener esa situación mediante el recurso de perderse de vista. Tras reflexionar un poco, enfiló hacia la parte más habitable de la nave, la sección de congeladores.

«Habitable» era una palabra demasiado generosa. Los estrechos pasillos que había entre los escarchados ataúdes de cristal estaban helados. El cristal era un buen aislante término, pero el frío de gas líquido del interior de los ataúdes había dispuesto de cien años para filtrarse. Cada ataúd estaba cubierto de agujas de hielo. El aire se mantenía más seco de lo normal en ese sector de la nave —a Viktor se le inflamaba la garganta al respirarlo—, pero incluso esos tenues rastros residuales de vapor de agua se habían condensado sobre el cristal.

Viktor había tenido la previsión de pedirle un jersey de manga larga a la madre, pero no bastó. No tenía ropa de suficiente abrigo para este lugar. Tiritaba con violencia mientras recorría los pasillos de puntillas.

Desprendió parte de la escarcha de un ataúd con la manga del jersey. En el interior yacía una mujer sola, de tez oscura, los ojos cerrados pero la boca abierta, con el semblante de alguien que ansiara gritar. La tarjeta del estuche de la esquina del ataúd decía: Accardo, Elisavetta (agrónoma-especialista en cultivos), pero Viktor nunca la había visto ni había oído ese nombre. Probablemente era una de las que ya estaba en el congelador cuando sus padres llegaron a la nave.

Por otra parte, no le interesaba mucho pensar en ella. El frío era muy intenso. Se dijo que era mejor enfrentarse a los chicos Stockbridge que quedarse allí.

Al volverse para atravesar las puertas térmicas dobles, alguien lo llamó por su nombre.

—¡Viktor! ¿Qué haces aquí con tan poco abrigo? ¿Estás loco?

Era Wanda Mei, arropada con pieles y guantes, y sus ojos viejos atisbaban desde una gruesa bufanda que le envolvía la cabeza y la parte inferior de la cara. Viktor la saludó, confuso. No tenía particular interés en ver a Wanda Mei; se había empeñado en eludirla, porque le revolvía el estómago saber que aquella decrépita ruina humana había sido su inquieta compañera de juegos…

—Bien —suspiró Wanda—, ya que estás aquí puedes echarme una mano. Pero tendremos que ponerte un poco de ropa. —Y lo arrastró por un recodo del pasillo, que se ensanchaba al desembocar en un pequeño taller. De un armario Wanda sacó una cazadora de piel, zapatones forrados y una gorra blanda y abrigada que le cubrió las orejas; luego lo puso a trabajar.

Su trabajo consistía en sacar algunos de los estuches de cristal de sus nichos de la pared y llevarlos al taller. Una vez vacíos no pesaban mucho, pero la ayuda de Viktor era de agradecer.

—¿Por qué hacemos esto? —preguntó Viktor.

—Para las personas que van de nuevo al congelador, desde luego —contestó ella con irritación—. ¿Qué? ¿Eres demasiado débil para ayudarme? Yo lo hacía sola hasta que llegaste, una mujer vieja como yo. —En efecto, era una labor bastante molesta. Wanda señaló una de las cajas ya apiladas—. Ése era el tuyo, Viktor. Para ti y tu familia. ¿Lo pasaste bien durmiendo allí tantos años?

Viktor tragó saliva, mirando el ataúd sin alegría.

—¿Nos congelarán de nuevo?

—No enseguida, no a ti. Por eso el tuyo está en el fondo. Pero no falta mucho tiempo, creo. Éste es para los Stockbridge; volverán aquí dentro de tres días.

—¿Tres días?

Wanda suspiró.

—Soy yo quien debe volverse sorda, no tú. ¿No lo entiendes? Dicen que la situación de emergencia ha terminado, así que las personas sobrantes pueden volver a ser inertoides. —Le clavó los ojos, se compadeció—. ¿Qué? ¿Estás preocupado?

—¡Tú me dijiste que me preocupara!

Ella sonrió en un gesto de disculpa.

—Si yo tengo miedo, es cosa mía. No me proponía asustarte. Tú ya estuviste congelado una vez y sobreviviste. ¿Fue tan malo?

—No lo recuerdo —respondió Viktor con sinceridad. Sólo recordaba que le habían dado una inyección para dormirlo, mientras los técnicos revoloteaban alrededor; y luego había despertado. Su conciencia no había podido observar lo sucedido en el ínterin.

Trabajó en silencio un rato, siguiendo las órdenes de Wanda Mei, pero pensando en Marie-Claude de vuelta en el congelador. Se le había ocurrido una idea. Calculó que ganaría unos días si permanecía descongelado más tiempo que ella. ¡Ojalá encontrara un modo de prolongar ese tiempo! Si pudiera permanecer despierto en la nave hasta el aterrizaje, tendría casi la edad de ella, la suficiente para que lo tomara en serio.

Aun así, el problema del esposo quedaba sin resolver.

—Demonios —masculló, y Wanda se volvió hacia él.

—Estás cansado y tienes frío —señaló Wanda. Lo primero no era cierto, pero sí lo segundo—. Bien, hemos hecho suficiente; gracias por la ayuda, Viktor. —Y luego, de regreso en la parte cálida de la nave, ella caviló un instante y dijo—: ¿Te gustan los libros, Viktor? Tengo algunos en mi habitación.

—Hay muchos libros en la biblioteca —objetó él.

—Estos son mis libros. Libros infantiles —explicó—. De cuando yo tenía tu edad. Los he conservado. Puedes pedírmelos si quieres.

—Bueno, ya veremos —se evadió Viktor.

Ella se enfurruñó.

—¿Por qué no ahora? Vamos, no has visto mi habitación.

No la había visto, ni tenía mucho interés. No había ninguna razón especial, sólo aquella sensación turbadora que le provocaba Wanda. No era sólo por la edad. Viktor había visto a mucha gente anciana. Bueno, no tanto como Wanda, desde luego, pero para una persona de doce años todos los que han pasado los treinta pertenecen más o menos a la misma especie. Wanda era diferente. Era vieja pero tenía su misma edad, y al verla Viktor recordaba de manera ineludible que un día él también tendría arrugas, manchas en las manos y el cabello gris. Wanda representaba el futuro de Viktor, y a Viktor no le gustaba. Destruía su creencia infantil de que siempre sería joven.

Entró tímidamente en la habitación de Wanda. El olor le pareció espantoso. No se parecía a la habitación que Viktor compartía con sus padres. Había empezado siendo idéntica, naturalmente: cada habitación de la nave era en esencia el mismo cubículo estándar, pues cada cual se transformaría en una cápsula de aterrizaje individual cuando los colonos llegaran a destino. Sin embargo, durante cien años ella lo había decorado y pintado, añadiendo adornos y chucherías. Había un adorno que Viktor no había esperado y que descubrió con asombrado deleite.

¡Wanda Mei tenía un gato!

El gato se llamaba Robert, y era un macho de casi veinte años.

—No durará mucho más que yo —suspiró Wanda, mientras se sentaba. El gato se le acercó y se le subió al regazo, pero ella lo acarició y se lo pasó generosamente a Viktor—. Sosténlo mientras busco los libros —ordenó. Viktor obedeció de buena gana. El viejo gato se le revolvió en el regazo y luego se dejó acariciar el lomo, hundiendo satisfactoriamente el hocico en el vientre de Viktor.

Viktor casi lo lamentó cuando Wanda encontró los libros. Pero eran sensacionales. Tenía Tom Sawyer, Dos pequeños salvajes y El reposo de la señora Masham y muchos más: gastados, ajados, desencuadernados, pero totalmente legibles.

Sin embargo, el olor de la caja del gato empezaba a afectarlo. Se levantó.

—Tengo que irme —anunció. Ella se sorprendió pero no se opuso—. Gracias por los libros —recordó decir, cortésmente. Wanda asintió.

Y luego, al llegar a la puerta, Viktor formuló la pregunta que lo obsesionaba.

—¿Wanda? ¿Por qué lo hiciste?

—¿Por qué hice qué? —preguntó ella con voz irritada.

—¿Por qué te dejaste envejecer?

Ella lo fulminó con la mirada.

—¡Qué descaro, Viktor! ¡Y qué pregunta! Todos los seres humanos envejecen. ¡Algún día tú también envejecerás!

—Pero ahora no soy viejo —observó Viktor, razonablemente.

—¡Ni siquiera has crecido lo suficiente para ser cortés! —Luego Wanda añadió, ablandándose—: Bueno, ya te lo dije. Tenía miedo. No quería morir, aunque me parece que ahora me moriré dentro de poco tiempo. Quisiera ver el nuevo planeta, Viktor. Todos los planetas. Nebo y aquel donde vamos a vivir, Enki. El que llaman Nuevo Hogar del Hombre. E Ishtar y Nergal…

—Y Marduk y Ninih —terminó él. Todos conocían el nombre de los planetas del sistema donde vivirían—. Sí. Pero ¿por qué no…?

—¿Por qué no me hago congelar? —preguntó ella con amargura—. Porque ahora es demasiado tarde, Viktor. ¿Qué harían con una vieja inservible cuando aterricemos? ¿Qué haría mi esposo?

Viktor la miró con asombro. No sabía que ella estaba casada.

—Oh, sí —dijo Wanda—. Sí, estuve casada. Durante siete años, mientras Thurhan era descongelado para su turno de mantenimiento. ¿Por qué crees que ahora me llamo Mei? Pero no tuvimos hijos, y él regresó al refrigerador cuando concluyó el turno. Cuando despierte, ¿para qué querrá a una esposa mayor que su abuela? Además… —titubeó, lo miró con tristeza—. Además —concluyó—, todavía tengo miedo.

Viktor pasó el resto del día a solas, leyendo. Cuando llegó al refectorio para la comida de la noche, casi todos estaban allí y parecían nerviosos. El rumor se había confirmado. Los equipos de emergencia ya no eran necesarios y regresarían al almacenamiento criónico.

La mayoría de los presentes se mostraban complacidos con el fin de la emergencia, pero la madre de Viktor no estaba satisfecha y su padre parecía compungido. Viktor volvió a sentir las turbaciones de los últimos días. Le estaban ocultando algo.

—¿Qué pasa? —preguntó alarmado.

—Tuve que tomar una decisión —explicó Pal Sorricaine a regañadientes—. Permaneceré despierto un tiempo, Viktor. No mucho… bueno, quizá no mucho. Es demasiado pronto para saberlo. Pero necesitan un astrónomo-navegante que observe esa estrella radiante, y creo que soy la persona indicada.

Viktor parpadeó.

—¿Quieres decir que mamá y yo seremos congelados pero tú no?

—Todo saldrá bien, Viktor —intervino su madre—. Para nosotros, al menos. Para tu padre, bien… bien, con suerte serán sólo unos meses. O un par de años… ¿no crees, Pal?

—Lo haré en cuanto pueda —prometió Sorricaine—. A fin de cuentas, faltan dieciséis años para terminar el vuelo, no quiero ser mucho más viejo que vosotros.

En el otro lado de la sala, Werner Stockbridge estaba susurrando algo al oído de su esposa cuando vio a Viktor. Se apartó de ella y atravesó la sala atestada, dando una palmada amistosa a su hijo Billy en el camino. Bajó la cabeza y dijo en tono confidencial:

—Viktor, eres el hombre que estoy buscando. ¿Me harás un favor?

—Seguro, señor Stockbridge —dijo Viktor al instante, aunque con tono dubitativo.

—Líbranos de los niños por un rato, ¿quieres? Dentro de poco volveremos al congelador y… Marie-Claude y yo necesitamos un poco de intimidad. Ya sabes a qué me refiero.

Viktor se ruborizó y desvió la mirada, pero sí lo entendía.

—¿De acuerdo, Viktor? —insistió Stockbridge. Viktor asintió sin alzar los ojos—. Danos una hora, ¿sí? Dos sería mejor. Digamos dos horas, y te deberé un favor.

Viktor miró la hora de a bordo en el reloj de pared: 1926.

No muy convencido —en parte por la idea de pasar dos horas con los chicos Stockbridge, pero ante todo por la idea de lo que los Stockbridge adultos harían durante esas dos horas—, condujo a los chicos a la habitación de su familia y conectó la máquina educativa.

—Os mostraré adónde vamos —prometió.

Freddy puso cara de sobresalto.

—¿El cielo? ¿Vamos a morir? La señora Mei dijo…

—No vais a morir y no importa lo que dijera la señora Mei —replicó Viktor—. Voy a enseñaros los planetas. Mirad —indicó cuando el planeta blanco azulado fulguró en la pantalla—. Allí vamos a vivir.

—Lo sé —suspiró Billy, aburrido—. Se llama Nuevo Hogar del Hombre, pero su verdadero nombre es Enki. Es igual que la Tierra.

—No es igual que la Tierra. Los días son un poco más cortos y el año es mucho más corto.

—Tonto —canturreó Billy desdeñosamente—. ¿Cómo puede un año ser más corto que un año?

—Sin embargo, lo es. Allí el año dura la mitad. —Trató de explicárselo, y cuando más o menos lo hubo conseguido, los niños quedaron asombrados primero, y luego encantados.

—¡El doble de cumpleaños! —canturreó Billy.

—¡El doble de Navidades! —exclamó su hermano—. ¡Muéstranos más planetas!

Pero no demostraron gran interés por el abrasado y pequeño Nebo, tan cercano al sol, ni en los lejanos Marduk y Ninih. Cuando Viktor les mostró el carbón reluciente de Nergal, compacto y rojo como una cereza, y les explicó que era una enana parda, se rebelaron.

—No es pardo —señaló Billy—. Es rojo.

—Lo llaman enana parda. La han bautizado así porque es casi una estrella, aunque no del todo. Verás —declaró, habiendo escuchado las explicaciones de su padre unas noches antes—, una estrella tiene energía nuclear, como una bomba.

—¿Qué es una bomba? —preguntó Billy.

—Como el motor de nuestra nave —corrigió Viktor—. Un planeta es roca y esas cosas. Pero estas otras cosas están a medio camino entre una estrella y un planeta. No tienen energía nuclear. Sólo son calientes porque son tan grandes que están muy comprimidos.

—Es una tontería llamarlos pardos cuando son rojos —apuntó Freddy, tomando partido por su hermano—. Viktor, ¿tú estás enamorado de nuestra madre?

Viktor calló de golpe, ruborizado y furioso.

—¿Si yo qué? —preguntó.

—¿Estás enamorado de ella? —insistió Freddy—. La señora Mei dice que los chicos se enamoran de las mujeres mayores, y tú sigues a mamá todo el rato.

—Eso es realmente estúpido, lo más estúpido que he oído —espetó Viktor airadamente, apretando los dientes—. Nunca volváis a decir semejante cosa.

—No lo haremos si juegas en el tambor con nosotros —prometió Billy con una sonrisa triunfal—. ¡Y tú tendrás que ser el que nos persiga!

La cena de la noche siguiente fue una especie de ceremonia, una fiesta de despedida para los que regresaban al sueño criónico. El capitán Bu pronunció un breve discurso y el cocinero, Sam Broad —en realidad era químico alimentario, pero también era quien mejor guisaba de la nave—, preparó cuatro grandes pasteles con una cobertura que decía Hasta que volvamos a encontramos. Pal Sorricaine se mostró especialmente amable con su esposa e hijo esa noche. Cogió la mano de ella durante toda la comida, así que ambos tuvieron que comer con una sola mano, y contó a Viktor toda clase de historias de astrofísica. Le explicaba que el Big Bang había creado sólo hidrógeno y helio, de modo que el resto de los elementos tuvieron que forjarse en el núcleo de las estrellas, que luego estallaron y los diseminaron para formar nuevas estrellas y planetas; en eso estaba cuando los hermanos Stockbridge se acercaron a escuchar. El padre de Viktor señaló la deducción lógica de todo eso:

—Como veis, la mayor parte de vuestro cuerpo, el oxígeno, el carbono, el nitrógeno, el calcio y todo lo demás, todo estuvo hace mucho tiempo dentro de una estrella.

—¡Vaya! —exclamó uno de ellos.

—¡Demonios! —barbotó el otro—. Pero eso no está en la Biblia, ¿verdad?

Viktor sonrió.

—La Biblia es una cosa —manifestó, con aire petulante—. La ciencia es otra. Sin embargo, incluso los científicos piensan en el Cielo y el Infierno. ¿Habéis oído hablar de un hombre llamado Arthur Eddington? Bien, fue el primero en deducir cuál debía ser la temperatura del núcleo de una estrella para forjar todos los elementos más pesados a partir del hidrógeno. Sólo que cuando publicó sus cifras, otros científicos le dijeron que estaba equivocado, porque no era suficiente calor para cumplir con esa tarea. Así que Eddington les dijo que fueran a buscar un lugar más caliente.

Miró con expectación los sorprendidos rostros.

—Era un modo de decirles que se fueran al Infierno —explicó.

—Oh —exclamó Billy, decidiendo reír.

—Doctor Sorricaine —dijo Freddy—, el Infierno es caliente como dice Wanda, ¿verdad? Así que si nos congelan, no puede ser el Infierno, ¿no?

Cuando el sorprendido Pal Sorricaine logró tranquilizar al niño, sus padres vinieron a llevárselos, y Viktor y su familia se retiraron a la propia cabina. Mientras su padre lo acostaba, Viktor preguntó:

—¿Papá? ¿De verdad vas a hacerlo?

Su padre asintió.

—¿Sólo por un tiempo? —insistió Viktor.

Su padre titubeó antes de responder.

—No lo puedo decir con certeza —contestó al fin con desgana—. Depende, Viktor. Esto es importante para mí. Todo científico desea hacer su gran aportación. Esta es mi oportunidad. Esa estrella radiante… no hay nada semejante en toda la literatura. Oh, la verán en la Tierra, pero desde muy lejos, y nosotros estamos aquí. Quiero que lleve mi nombre, entre otros. Frances Mtiga también colaborará. Los objetos «Sorricaine-Mtiga». ¿Cómo suena eso?

—Agradable —admitió Viktor. No le complacía la situación, pero sí el tono de voz de su padre—. ¿Esta noche me contarás una historia?

—Claro que sí. ¿Quieres que te hable de algunas de las personas famosas anteriores a mí? ¿Lo que hicieron? ¿Por qué se las recuerda?

Cuando Viktor asintió, Pal Sorricaine empezó a hablarle de los hombres y mujeres sobre cuyos hombros se sostenían todos. Henrietta Leavitt, la solterona de Boston del siglo XIX que pasó diecisiete años estudiando las variables cefeidas y halló el primer modo atinado de medir el tamaño del universo; Harlow Shapley, quien se basó en ese trabajo para confeccionar el primer modelo reconocible de nuestra galaxia; Edwin Hubble, campeón de boxeo convertido en astrónomo, quien halló un modo de emplear las estrellas supergigantes tal como Henrietta Leavitt había usado las cefeidas, extendiendo así la escala; Vesto Slipher, el primero que asoció los corrimientos al rojo con la velocidad y luego con la distancia; y un puñado de otros nombres olvidados.

Luego su padre mencionó nombres que Viktor conocía. ¿Albert Einstein? Desde luego. Todo el mundo sabía quién era Albert Einstein. ¿No había descubierto la relatividad? ¿Y una ecuación que decía que e es igual a m por c al cuadrado? En efecto, dijo Pal Sorricaine, disimulando una sonrisa. Y ésa era la clave para entender por qué las estrellas son calientes, y para construir bombas atómicas y plantas energéticas, sí, y en última instancia para diseñar el motor materia-antimateria que impulsaba al Nuevo Mayflower en su camino. Y por qué la velocidad de la luz es siempre treinta millones de centímetros por segundo, al margen de la velocidad de la estrella —o nave espacial— que emitió la luz. El Mayflower podía desplazarse a un millón de centímetros por segundo, pero eso no significaba que la luz ni las ondas de radio que la precedían para llevar su imagen y sus mensajes viajaran a 31 millones de centímetros por segundo; no, era siempre igual; c era inalterable, y nadie podía hacer nada para modificar eso.

En ese momento la madre de Viktor entró con un vaso de leche y una pastilla.

—¿Por qué debo tomar la pastilla? —preguntó Viktor.

—Tómala —murmuró ella con voz afectuosa. Viktor pensó que quizá se relacionara con el congelamiento, así que obedeció y besó a su madre.

Luego su padre mencionó al cuáquero inglés, Arthur Eddington, el hombre que había encontrado la relación entre la física —aquello que la gente estudiaba en los laboratorios de la Tierra— y los astros, los objetos que interesaban a los astrónomos. Incluso se podría decir, señaló Sorricaine, que Eddington inventó la ciencia de la astrofísica. Luego estaban Ernst Mach y el obispo Berkeley, los geómetras Gauss y Bolyai y Riemann y Lobachevski; Georges Lemaítre, el sacerdote belga; y Baade, Hoyle, Gamow, Bethe, Dicke, Wilson, Penzias, Hawking…

Mucho antes que terminara la enumeración, Viktor estaba dormido.

Durmió profundamente. Casi despertó para descubrir que lo llevaban a alguna parte, y casi advirtió que lo trasladaban. Pero la pastilla había surtido efecto, y Viktor no abrió los ojos. En dieciséis años.

Cuando Viktor Sorricaine despertó de nuevo aún tenía doce años (o casi ciento cincuenta, podría decirse), y la primera sensación que tuvo al contemplar el rostro de su padre fue de pura alegría, pues había logrado despertar con vida una vez más.

La segunda sensación no fue tan grata. El Pal Sorricaine que le sonreía tenía el cabello cano y era mucho más delgado que el que lo había acompañado cuando se dormía.

—No te hiciste congelar —acusó Viktor, y su padre pareció sorprendido.

—No, Viktor —admitió—. No pude. Teníamos que observar esa estrella y… bueno, de todos modos, estamos juntos de nuevo, ¿verdad? ¡Y estamos allí! ¡Vamos a aterrizar! Las primeras partidas ya han descendido a la superficie y nosotros iremos en cuanto estén listos nuestros paracaídas.

—Entiendo —asintió Viktor sin comprenderlo realmente. Luego recordó una cosa—. Tengo que devolverle los libros a Wanda.

Su padre lo miró con asombro, luego con tristeza. Viktor comprendió enseguida que Wanda no necesitaría los libros, porque ya no estaba viva. Sintió un escalofrío, pero no tuvo tiempo para pensar en ello. Reinaba un gran alboroto en la nave. No sólo el parloteo de doscientas o trescientas personas, las que ya habían resucitado, las que trabajaban para resucitar a otras, y las que las sometían al examen y las preparaban para el descenso, sino choques y crujidos y chirridos metálicos. Estaban desmantelando el interior de la nave, tal como estaba previsto; desprendían los cubículos, pues cada uno sería una cápsula donde ocho o diez seres humanos, o varias toneladas de componentes, máquinas, suministros u otros cargamentos, bajarían a la superficie del nuevo planeta. Viktor descubrió una cámara de vigilancia que observaba a las dotaciones en el exterior de la nave. Distinguió la vastedad de la vela lumínica desplegada de otra manera. Ya no era una sola extensión membranosa, sino muchos segmentos pequeños, franjas largas y estrechas como las aspas de un molino de viento, endurecidas por la dinámica de la rotación alrededor del cuerpo principal de la nave. Sabía que eso era para lograr mayor eficiencia en la maniobra de inserción en órbita; pero esa fase había concluido. Ahora estaban recogiendo y almacenando las velas para confeccionar los cuatrocientos paracaídas que frenarían la caída de las cápsulas que llevarían a tierra todos los elementos útiles que había a bordo del Nuevo Mayflower.

De pronto vio a Marie-Claude Stockbridge, y advirtió que estaba llorando. Incluso llorando le parecía apetecible, pero Viktor no soportaba verla triste.

—¿Qué ocurre? —le preguntó a su madre.

—Oh, es Werner —respondió su madre con tristeza—. ¡Pobre Marie-Claude! Werner no salió con vida del congelador. Está muerto.