Cuando Wan-To hubo agotado su centésima estrella, empezó a inquietarse de nuevo. Ya no temía un ataque de sus hermanos, pues nada semejante había ocurrido en cientos de miles de millones de años. No le preocupaban las criaturas de materia que había mencionado el olvidado Copia de Materia Número Cinco. No, Wan-To estaba molesto porque advertía la decadencia del vecindario.
Ya no era un lugar atractivo y lozano. La mayoría de las estrellas de aquella galaxia envejecían, y todo se deterioraba.
Desde luego, pudiendo escoger entre cuatrocientos mil millones de estrellas, no le faltaba espacio. Incluso había algunos astros recientes de su especie favorita, el tipo G, similares al desaparecido Sol de la Tierra, pues en muchos sentidos el gusto de Wan-To en estrellas se parecía en gran medida al de la raza humana. Cuando la estrella donde vivía empezó a hincharse, Wan-To, que no deseaba soportar de nuevo la transformación en gigante roja, escogió las mejores G y decidió mudarse.
Su último hogar era una GO, una estrella conveniente y limpia. Era más brillante y más grande que la mayoría, aunque después de mudarse, Wan-To descubrió que tenía un desagradable regusto metálico. Era natural, pues se había formado a partir de nubes gaseosas que ya habían integrado un par de estrellas.
Esas pequeñas molestias carecían de importancia. Pero la estrella no era ideal, y Wan-To no deseaba estar incómodo en su propio hogar. Pensó en otras posibilidades. Siempre le quedaba la alternativa de mudarse a otro tipo estelar, una vieja K, o incluso una pequeña y roja M. Conocía bien las M; era el tipo de estrella donde Wan-To, tiempo atrás, había instalado a sus infantiles compañeros. Lo había hecho pensando en los niños (pues esas estrellas eran longevas y estables) pero también pensando en sí mismo, pues esos cuerpos menores daban a los niños menos energía para sus constantes parloteos.
Ese era el problema de las estrellas longevas. Contaban con menos energía.
Por eso Wan-To las desechaba, pues no veía razones para empeorar su estilo de vida. Sin embargo, llegaría un momento en que no habría más estrellas nuevas de tipo G.
Tras reflexionar, Wan-To dio con la solución. Resultó bastante sencilla.
Si esa galaxia, y la mayoría de las demás, habían superado la etapa de formación frecuente de estrellas mediante procesos naturales, ¿cuál era el problema? Siempre estaba Wan-To, con su dominio de los procesos artificiales, para ayudar.
Así que buscó una bonita y limpia nube de gas en el halo galáctico y puso manos a la obra. ¡Qué sencillo! Sólo tenía que tocarla con un flujo de gravitones, gravifotones y graviescalares, juiciosamente apilados en los sitios adecuados, para acelerar la condensación. Luego destruyó algunas estrellas pesadas cercanas, sincronizando sus pulsaciones rítmicas para alentar al material de la nube de gas a aglomerarse en estrellas. Sabía exactamente qué hacer. A fin de cuentas, lo había visto a menudo en los últimos miles de millones de años. Cuando se tenía una onda de densidad en marcha, con un factor de compresión radiactiva de cien a uno, las nubes de gas no podían evitar transformarse en estrellas.
Tardarían unos millones de años en asentarse, pero a Wan-To le sobraba el tiempo. Tendría que agotar la energía de miles de estrellas cercanas saludables para poner el proceso en marcha… pero ¿qué significaban para Wan-To unos miles de estrellas sin importancia?
De cualquier modo, Wan-To siempre mantenía vigilada la galaxia que había abandonado cuando se convirtió en campo de batalla, la vieja Vía Láctea. Se preguntó si alguno de sus colegas habría sobrevivido.
Había localizado la estrella de donde había escapado, y para entonces era sólo una ruina. La verdosa nebulosa planetaria ya se desintegraba en penachos de gas, la capa de helio se desprendía del núcleo de carbono y oxígeno, y el núcleo se había transformado en una enana blanca con una densidad de varias toneladas por centímetro cuadrado.
Tenía el aspecto de un hogar abandonado, y eso era. Nadie podía haberse mudado allí después de su partida. Pero Wan-To seguía vigilando esa estrella y las demás donde pudiera ocultarse uno de su especie.
Todas estaban en ruinas. Quizá sus parientes se hubieran aniquilado entre sí. O quizá Mromm había sido el último, y Wan-To había escapado sin necesidad.
Pero la probabilidad no bastaba. Wan-To no estaba dispuesto a volver a esa galaxia.
¿Pero era eso suficiente? ¿Mantenerse alejado de los rivales conocidos lo mantendría a salvo de rivales ignotos?
Wan-To no estaba seguro. Le parecía extraño no haber encontrado nunca a otro como él, aparte de las copias. Le parecía estadísticamente improbable. En ese viejo universo él no podía ser el único. Si fuerzas naturales habían dado la vida a su infortunado progenitor en la infancia del universo —cuando éste sólo tenía cuatro o cinco mil millones de años—, ¿no era razonable que ese accidente se hubiera repetido?
Pero no aparecía ningún otro, circunstancia que complacía a Wan-To.
Wan-To había aceptado que estaría solo el resto de esa larga eternidad que le aguardaba, salvo por la dulce aunque aburrida cháchara de los niños.
Sin embargo, no le gustaba la soledad. Lamentaba no tener la sabiduría para crear iguales que jamás pudieran convertirse en competidores. Sin duda tenía que haber un modo de lograrlo, pero él lo desconocía y rehusaba correr riesgos.
Wan-To nunca pensó que esas criaturillas de materia sólida que seguían apareciendo cada varios cientos de millones de años pudieran constituir una compañía. Le parecían demasiado inferiores. (¡Imaginemos a un ser humano trabando amistad con una espiroqueta!)
Resultaban interesantes, en cierto modo. A Wan-To le divertía ver cómo la «vida de materia» seguía tratando de llegar a algo, eón tras eón, en ese o aquel planeta.
Wan-To había aprendido que esas cosas por lo general comenzaban como «organismos». Ésta no era la palabra que él usaba, desde luego, pero el concepto que tenía en mente era el de criaturas que metabolizaban el oxígeno y estaban configuradas por complejos de carbono. Muchos planetas desarrollaban «organismos», pero sólo unos pocos permitían que la vida orgánica alcanzara la etapa en que sería capaz de interferir con el mundo físico. A veces aquellas divertidas criaturillas se desenvolvían bastante bien. En ocasiones lo hacían casi tan bien como Wan-To, pues a menudo adquirían ciertas aptitudes —la fisión del uranio, la fusión del hidrógeno— y tarde o temprano atinaban a construir extrañas cápsulas metálicas con las que se aventuraban en el espacio. Algunas especies excepcionales lograban domesticar las partículas subatómicas que usaba Wan-To, neutrinos, quarks y graviescalares.
Pero ninguna superaba esta etapa; y ninguna permanecía en ella.
Para sorpresa de Wan-To, parecían ser un fenómeno autolimitativo.
Al principio Wan-To no comprendió esto y, cuando una especie orgánica llegaba tan lejos, reunía sus fuerzas y pulverizaba gente, planetas, estrellas y todo lo demás.
Luego se volvió más curioso y más audaz. Se contuvo un tiempo para averiguar qué sucedía, aunque siempre dispuesto a destruir a esos seres en cuanto se convirtieran en amenaza o reparasen en la existencia de Wan-To.
Sin embargo descubrió, para su perplejidad, que ese momento nunca llegaba. Eso era un aspecto extraño y algo repulsivo de las criaturas de materia sólida: en cuanto lograban dominar fuerzas significativas, invariablemente las usaban para destruirse.
Wan-To pensó con amargura que en eso no se diferenciaban de su propia especie. Pero no eran tan astutas. Pues al menos Wan-To había logrado mantenerse con vida, mientras que todas las criaturas de materia sólida de que tenía noticia estaban extinguidas. O eso creía él.
En esto, por cierto, se equivocaba.
El doble llamado Cinco podría haber corregido a Wan-To si hubiera podido comunicarse con su amo.
El doble ya no sabía si deseaba comunicarse con Wan-To, porque ignoraba si Wan-To aprobaría lo que él había hecho. No había desobedecido ninguna orden, pero se había tomado la libertad de adivinar cuáles habrían sido las indicaciones de Wan-To si Wan-To hubiera pensado en impartirlas, y así, al cabo de un largo tiempo de aproximarse a la velocidad de la luz, había reducido la velocidad de los impulsores.
Cinco, junto con su grupo de estrellas y sus cuerpos orbitales, estaba desacelerando.
Era una osadía, y Cinco lo sabía. Desde luego, tardaría tanto en desacelerar como había tardado en alcanzar la velocidad cuasilumínica. Cinco disponía de mucho tiempo para meditar su precipitada acción. Pero Cinco no estaba construido de ese modo. Estaba construido para hacer lo que deseaba su amo, o lo que pensaba que deseaba su amo.
En esa larga desaceleración, Cinco reparó en las actividades de las criaturas de materia que lo habían atacado, o que él había atacado, según el punto de vista. Esas criaturas permanecieron tranquilas por un tiempo. Luego volvieron a enviar artefactos al espacio. Ninguno de ellos se acercó a Nebo, así que Cinco permaneció inactivo. Advirtió con interés que la mayoría de los artefactos enfilaba hacia el otro extremo del sistema solar. A Cinco le parecía bien. Que hicieran lo que desearan cerca de la enana parda, mientras no se aproximaran a Nebo.
Cuando la desaceleración llegó al extremo en que el gran resplandor que había sido toda la luz del universo debía resolverse en una esfera de estrellas y galaxias… eso no sucedió.
Cinco quedó abrumado por lo que un humano habría descrito como terror. ¡Las cosas no sucedían como esperaba! El universo se había vuelto muy extraño.
El doble reflexionó y encontró una sola salida.
Primero reunió todas sus fuerzas para crear un torrente de taquiones de baja energía y alta velocidad. Les imprimió un mensaje, sintonizado en la banda taquiónica favorita de Wan-To. Desconectó casi todo su equipo para desviar las energías restantes hacia el envío de ese mensaje, una y otra vez.
Cinco ignoraba si Wan-To recibiría ese melancólico mensaje final. Ni siquiera sabía si Wan-To aún existía en alguna parte, o dónde podía estar esa «alguna parte» en ese universo repentinamente diseminado.
Luego Cinco hizo lo único que le quedaba por hacer.
Si no podía servir a Wan-To, no tenía motivos para seguir existiendo. Más aún, si había servido mal a Wan-To (como temía), quizá no mereciera seguir existiendo.
Cuando toda su energía acumulada se agotó y envió el último mensaje, Cinco, con el equivalente de una inmensa vergüenza, realizó el equivalente de un suicidio ritual. Se desconectó.