Como los autores del plan para revivir los generadores magnetohidrodinámicos de microondas del Mayflower pertenecían a la iglesia del Gran Transporte, una mujer de ese culto, llamada Tortee, era la encargada. Cuando Viktor y Reesa se presentaron en su habitación, ella los aguardaba con impaciencia.
Tortee resultó ser asombrosamente gorda. ¿Cómo podía alguien conseguir tanta comida entre la muchedumbre de hambrientos? Estaba tendida en una silla, las piernas regordetas cubiertas por mantas, y los miró con recelo.
—¿Quiénes sois? ¿Dónde está esa imbécil con el té? —preguntó—. No importa. ¿Dónde estábamos? Ah, sí —añadió con desdén—, quieren tratar de activar el generador orbital. ¿Sabéis de qué hablo?
—Desde luego, Tortee —asintió Reesa, y Viktor la miró con disgusto: había hablado con un tono de admiración y deferencia, casi servil.
—Bien, es una pérdida de tiempo —gruñó Tortee—. Quieren que tomemos el escaso combustible que quedó en el Arca para transferirlo al Mayflower, transformarlo en electricidad e irradiarla al planeta. Una insensatez.
—Supongo que sí —convino Viktor. Siguiendo el ejemplo de su esposa, optó por mostrarse simpático con esa mujer. Reesa lo miraba severamente para recordárselo. Aun así, el plan no le parecía tan descabellado. Se parecía a lo que él había ayudado a hacer varios siglos atrás. Pero Tortee era la jefa del proyecto que lo había rescatado de su trabajo anterior, y no deseaba discutir con ella, y menos en su habitación, llena de pantallas y terminales de ordenador. Los terminales significaban datos. Codiciaba esa habitación, que además incluía una cama enorme y ancha.
—¡Es totalmente descabellado! —insistió Tortee—. ¡Pensad! Tendríamos que reconstruir la antena; la desmantelaron hace tiempo para usar el metal… ¿Y qué desmontaremos ahora para reconstruirla? Luego está el problema de transferir combustible de los acumuladores de una nave a los generadores de la otra. Eso resulta mucho más difícil que en tus viejos tiempos, Viktor. Entonces sólo teníais que trasladar la unidad de almacenaje de combustible de reserva, ¿verdad? Y eso ya era bastante peligroso. Pero ahora hemos de desmontar el motor. He estudiado los planos. Se pueden cometer un millón de errores, y todo está más viejo ahora, así que las probabilidades de un accidente son mucho mayores.
—Eso es verdad —intervino Reesa, dirigiendo a Viktor una mirada de advertencia—. Me sorprende que el contenedor no haya cedido ya haciendo estallar la nave.
—Y aunque tuviéramos éxito en eso —continuó la anciana—, ¿qué obtendríamos? Suficiente combustible para unos diez años de transmisión de energía, y volveríamos al punto de inicio. ¡Un desperdicio!
—Un desperdicio terrible —convino Reesa.
—Oh, vosotros no sabéis —se lamentó Tortee con voz compungida—. No tenéis idea de cuánto nos costará… Aquí no nos sobran los recursos. Y entretanto… —Miró en torno con aire de conspiración—. Y entretanto allá nos espera un planeta magnífico, con calor, agua y aire…
Viktor carraspeó.
—Supongo que te refieres a Nebo, ¿verdad? Pero en Nebo también hay algo que nos ataca, Tortee.
Ella lo miró amenazador amenté.
—¿Estás diciendo que no respaldas mi proyecto? —Viktor guardó silencio—. ¡Responde! Suponía que podía confiar en ti… ¡Tú estuviste allá hace siglos!
—Se trataba de una investigación científica —explicó Viktor.
—¡Investigación científica! ¿Fuisteis allá sólo porque sentíais curiosidad?
—¿Qué mejor razón podría haber?
—¡Porque ahora Nebo es habitable! —exclamó Tortee—. Al menos, eso creemos. En cambio, este planeta ya no lo es, Viktor. —Lo estudió un instante con suspicacia—. ¿Quieres volver a palear excrementos? —preguntó de pronto.
—¡No, en absoluto! —respondió Viktor. Reesa lo miraba de nuevo con severidad, y Viktor sabía cuándo ceder. Sin embargo, empezaba a sospechar que su nueva tarea no sería una bendición. Empezaba a echar de menos las charlas relativamente apacibles con los niños de la caverna, pues se estaba convenciendo de que a su nueva jefa le faltaba un tornillo—. Lo único que me preocupa —apuntó con prudencia— es el atacante de Nebo. El planeta no está precisamente invitándonos a vivir allá. Se ha esforzado por mantenernos a raya.
—Si algo vale la pena, también vale la pena luchar por ello —declaró Tortee con firmeza—. He pensado en todo. Podemos remendar el Arca con lo que quedó del Mayflower, y luego sólo tendremos que añadirle armamento.
—Pero… —comenzó Viktor. Pensaba señalar que ni él ni Reesa sabían nada acerca de instalar armas en una nave. No tuvo la oportunidad, pues Reesa se le adelantó.
—Correcto, Tortee. Esta será nuestra primera tarea —se apresuró a decir—. Necesitaremos ayuda, desde luego. Espero que haya alguien que colabore en el diseño de cohetes que se puedan lanzar desde órbita. Además, necesitaremos saber cuáles son los blancos. ¿Tienes grabaciones que indiquen de dónde procedieron los ataques?
—Desde luego —respondió la anciana con orgullo—. Ordené que los instrumentos del Mayflower investigaran cada palmo de Nebo, y tengo las lecturas que Mirian trajo con vosotros. Sé exactamente desde dónde dispararon. Eran tres lugares, y los tengo marcados. Estoy segura de que podemos encargarnos de eso y… ¿Qué pasa, Viktor?
—Los instrumentos —espetó Viktor—. ¿Qué dicen sobre esa cosa brillante que llamáis el universo?
La anciana lo miró fijamente.
—¿Para qué quieres saberlo?
Viktor parpadeó. Claro que podía responder a esa pregunta, pero no entendía por qué se la hacía.
—Vaya, pues… porque está allí, Tortee. En eso consiste la ciencia, ¿verdad? En tratar de comprender lo que ocurre.
—La ciencia consiste en mejorar la vida de la gente —declaró Tortee—. En eso deberías pensar, no en simples teorías. La curiosidad ociosa es obra del demonio; tu función consiste en lograr que este proyecto llegue a buen término.
No sólo parecía enfadada, sino también insatisfecha con Viktor Sorricaine. Por fortuna la puerta se abrió y entró una joven con una bandeja. Aunque estaba muy cargada —una tetera humeante, una bandeja de bizcochos y un plato de pan en rodajas con mantequilla—, había una sola taza. La muchacha soportó en silencio la retahíla de insultos que le arrojó Tortee y se marchó en cuanto pudo. La anciana empezó a engullir los bizcochos dulces.
—Otra cosa —dijo Reesa mientras Tortee tenía la boca llena. Tortee no intentó hablar. Simplemente arqueó una ceja y siguió masticando.
—Deberíamos encontrar un sitio mejor para vivir —explicó Reesa—. Sería mejor que estuviera cerca de ti por razones laborales. Si lograras que nos dieran una habitación propia aquí…
—¡Imposible! —escupió la mujer, lanzando migajas sobre la bandeja que tenía en el regazo—. Los populares no lo consentirían. ¡Por amor de Freddy, mujer! ¿No sabes lo suspicaces que son? Si intentáramos mudaros aquí, dirían que eso demuestra que Jos transportadores planean capturar la nave, algo que ya andan rumoreando.
—Oh, claro —asintió Reesa, como si las divagaciones de aquella mujer fuera sensatas—. Permite que te sirva un poco de té.
Dirigió a Viktor una rápida mirada que lo puso en acción de inmediato. Se adelantó con galantería para sostener la bandeja mientras Reesa llenaba la taza de Tortee. La anciana los miró críticamente, con una rodaja de pan untada de mantequilla en la mano. Cogió la taza y sorbió cautamente.
—Así está mejor —convino—. Bien, ¿de qué hablábamos?
—Nos explicabas por qué es imposible que nos mudemos a este sector —dijo Reesa—. Has sido muy clara, Tortee, y te lo agradezco. Sin embargo, tengo que venir aquí todos los días para trabajar contigo. Supongo que Viktor y yo podríamos usar tu taller, para cumplir nuestras tareas sin molestarte.
—¡Ja! —exclamó la anciana. De pronto le brillaban los ojos—. Sospeché que se trataba de eso. ¿Qué clase de habitación teníais pensada para vuestro trabajo? ¿Un cuarto con cama?
—En absoluto —replicó Viktor, procurando instintivamente frenar esa invasión a su intimidad, pero Reesa ya estaba hablando.
—Desde luego que se trataría de eso, si fuese posible —dijo nuevamente—. Sabía que lo entenderías.
—Ja —repitió la anciana, mirándolos. Luego cambió de posición y sonrió—. ¿Por qué no? Os haré trabajar con más dureza que nunca, y no me molesta pagar un poco más por un buen trabajo. ¿Esta habitación se parece a lo que teníais en mente? Porque esta tarde debo comparecer ante el Consejo y estaré fuera por lo menos tres horas.
Miró a Reesa, quien sonrió con un asentimiento. La anciana se chupó los dedos cubiertos de migajas. Miró la cama nostálgicamente.
—A ese viejo mueble no le vendrá mal que alguien lo use un poco… ¡Pero os lo advierto! Aseguraos de cambiar las sábanas antes de mi regreso.
Tortee no sólo tenía un dormitorio privado, sino también un cuarto de baño para ella sola. Una vez saciada la pasión, la segunda prioridad de Reesa fue un baño caliente en la bañera de metal. Viktor descansó en la cama esperando su turno, mordisqueando el pan con mantequilla que Tortee había dejado, oyendo el chapoteo de su esposa en la bañera. Reflexionó sobre la situación. Las cosas empezaban a mejorar, sin duda. En efecto, era grato haber dejado de palear excrementos, y sobre todo tener un trabajo que correspondiera a sus aptitudes personales, y mejor aún haber podido compartir un tibio lecho con su agradable y tibia esposa, en verdadera intimidad.
No tenía razones para estar insatisfecho.
Sin embargo sentía insatisfacción. Ambos seguían vivos y gozaban de buenas perspectivas… ¿pero para qué vivían? Contemplar su existencia bajo esa luz resultaba tan desconcertante para Viktor como lo había sido para Wan-To. Se preguntaba cuál era el propósito de todo.
Viktor no podía evitar la sensación de que tenía que haber cierto propósito. A fin de cuentas, a menudo había estado a punto de perder la vida. Las contó: tres veces congelado, y tres veces descongelado sin lesiones. Había obtenido buenos resultados con esas probabilidades de 180 a 1, tres veces. Incluso, en la tercera vez no había manera factible de evaluar probabilidades. Podrían haber flotado en el espacio sin que los hallaran jamás, si alguien no hubiera codiciado aquella vieja nave estelar lo suficiente como para gastar gran cantidad de recursos escasos, y si Mirian, cuando los revivió, no hubiera sucumbido a uno de los pocos impulsos generosos en un mundo sin generosidad.
¿Con qué propósito? Cuando sobrevivías durante tanto tiempo, tenía que haber una razón.
No podía ser sólo para palear excrementos, o, como había hecho Reesa, criando cucarachas para alimentar peces. ¿Sería para ayudar a Tortee en su nuevo plan? Porque si se trataba de eso, quien había dispuesto los propósitos había escogido mal: no había manera de transformar la vieja Arca en una nave de combate que pudiera vencer en una batalla contra el atacante del planeta Nebo.
Por otra parte…
Por otra parte, Tortee se había ido, y los ordenadores de Tortee estaban en esa misma sala.
Quizás hubiera un propósito en su vida, a pesar de todo. Estimulado por este pensamiento, Viktor se levantó de la cama.
Cuando Reesa entró en el dormitorio, tiritando y envuelta en una toalla, Viktor apenas la miró.
Ella se detuvo de golpe, atónita.
—¡Viktor! ¿Qué haces con esas máquinas?
—¿Qué crees que hago? Esa mujer tiene un enlace de datos, todos los bancos de datos del Arca y el Mayflower, y las copias aún están intactas. Estoy buscando el material más reciente, tratando de averiguar qué investigaciones han efectuado sobre esa bola de fuego que llaman el universo.
—¿Te has vuelto loco? No podemos presionar demasiado a Tortee, Viktor. Si usas sus cosas sin permiso…
Él se volvió airadamente, pero de pronto se serenó.
—Demonios —masculló—. Tienes razón. Pero, Reesa, por Dios, esto es lo más importante que jamás ocurrió. Por lo poco que he podido averiguar hasta ahora, estoy seguro de que mi primera conjetura era atinada. De un modo u otro, estamos cobrando velocidad. ¡Vamos casi a la velocidad de la luz! Y esa bola de fuego es el universo, claro que sí, pero viajamos tan deprisa que toda su luz está concentrada frente a nosotros.
—Sí, Viktor. Comprendo que eso es muy importante para ti. Pero ahora lo más importante es permanecer del lado de Tortee —declaró Reesa con firmeza.
—Cielos —exclamó Viktor con disgusto—. Esa mujer es retorcida. Ni siquiera hará lo que ordenó el Consejo; ellos creen que obtendrán energía del Arca, y ella quiere enviarla a una guerra.
Reesa se armó de paciencia.
—Querido Viktor, eso es cosa de ellos, no nuestra. Nos dijeron que trabajemos para ella, así que haremos lo que nos indique.
—¿Aunque esté loca? Y… —Notó que Reesa tiritaba—. Oye, no vayas a coger una neumonía.
Ella se ciñó la toalla con aire tímido.
—¿Quieres que me vista? —preguntó, pero la pregunta misma determinó la respuesta; además, Viktor comprendió que él estaba aún más desnudo que ella, y también tenía frío.
—Bueno, no tan pronto. ¿Por qué no nos acostamos otro rato?
—Recuerda que debemos dejar tiempo para cambiar las sábanas —dijo Reesa con tono práctico; pero cuando estuvieron bajo las mantas, abrazados, ella esperó en vano a que él se moviera o hablara—. Estás pensando en esa bola de fuego.
—No puedo evitarlo, Reesa. Ojalá hubiera prestado más atención a mi padre cuando tenía la oportunidad. Él habría sabido más acerca de esto. El universo habría sido lo más interesante del mundo para él.
—Nunca dudé de que fuera interesante, Viktor —dijo Reesa—, y entiendo que desees resolverlo.
—¡Pero no es como resolver una adivinanza! Es importante para todos. Se relaciona también con lo que ocurre en Nebo, estoy seguro de ello.
—Es posible, Viktor. No entiendo cómo, pero estoy dispuesta a creerlo. Aun así, no intentaría convencer a Tortee. Ella sólo desea que el Arca vuele de nuevo, provista con armamento. Además, tiene sus propios problemas. Quiere colonizar Nebo y los católicos la respaldan, pero dejarán de hacerlo si no les presenta resultados. Y los demás… bien, los populares persuadieron al Consejo para que trataran de usar el combustible como energía de microondas, y en Allahabad se comenta que la colonización de otro planeta es buena idea, pero que no debería ser Nebo.
—¿Cuál, pues? —preguntó Viktor, asombrado.
—No están muy seguros. Algunos creen que, como el Arca es una nave estelar, deberían buscar otra estrella. Otros han pensado en las lunas de Nergal, sostienen que allí hay calor suficiente, emitido por la enana parda.
—Reminiscencias de Ibtissam Khadek —observó Viktor, pensativo—. Bien, tal vez haya que investigarlo. Pero esa bola de fuego…
—Viktor —suspiró su esposa—, si sabes usar tus cartas, tendrás oportunidades para investigar la bola de fuego. En tu tiempo libre. Cuando Tortee no esté mirando. Pero no abuses de tu suerte, porque ella no quiere saber nada de ello.
—Lo sé, pero…
—Viktor, ¿sabes que los reformistas y Allahabad están en sobrecarga, y que los populares lo estarían también si no hubieran tenido la suerte de perder seis o siete personas la semana pasada? Eso significa que la colonia tiene más gente de la que puede albergar. La semana pasada, en Allahabad, congelaron a tres personas por profanar altares, y aún así tienen once más de las que deberían.
—¡Profanar altares! Por Dios, Reesa, ¿con qué clase de gente estamos viviendo?
—Estamos viviendo con gente que está al borde de la hambruna, Viktor. Recuérdalo. —Titubeó—. ¿Sabes qué otra cosa he oído decir? Algunos populares piensan que ni siquiera los congeladores deberían estar funcionando. Son idealistas revolucionarios, o eso creen, y tienen algunas ideas bastante funestas. Creen que podrían descongelar a algunos de los congelados sin revivirlos.
Viktor parpadeó.
—¿Para qué? —preguntó.
—Forraje. Proteínas. Para alimentar a las gallinas y los gerbos, para transformar los cadáveres en alimentos.
—¡Por Dios! —repitió Viktor, asombrado.
—Así que sé prudente, querido, por favor. —Guardó silencio un instante, acariciando la mano con que Viktor le cubría un seno. Luego añadió—: Viktor, ahora que estoy limpia, ¿no te gustaría hacerme sudar una vez más mientras aún disponemos de la cama?
Desde luego, era una magnífica idea. Sólo que al final, cuando ella temblaba y gemía, Viktor reparó en que esos sonidos le evocaban algo, aun en medio de su propio orgasmo.
Los había oído antes.
No con Reesa. Los había oído la única vez que había hecho el amor con Marie-Claude, cuando murió el esposo. Como Marie-Claude, Reesa lloraba mientras se amaban.
Ella no dijo nada, tampoco él. Pero cuando se vistieron y cambiaron las sábanas, ella se detuvo para mirarlo.
—Tenemos que conformarnos con lo que tenemos, Viktor —dijo.
—Sí —convino Viktor, y allí concluyó la conversación. No fue preciso que ninguno de ellos mencionara a Shan, Yan, Tan-ya o la pequeña Quinn.
Pero no resultaba fácil conformarse en ese mundo hambriento.
El proyecto en que trabajaban prometía más problemas que recompensas. Viktor había sabido desde el principio que los planes de Tortee resultarían difíciles. No había sabido que rayarían en lo imposible.
Ante todo, debían reparar el Arca con lo que había quedado del Mayflower. ¿Cómo se las apañarían? No tenían un astillero orbital para trabajar; carecían de herramientas; sólo contaban con transbordadores para lanzar las herramientas a la órbita. Ni siquiera disponían de los planos de las naves. Esos registros quizás estuvieran aún en los archivos, en registros de datos que nadie había consultado durante cien años; pero tardarían cien años más en encontrarlos.
Contaba con una vasta colección de fotos de las viejas naves estelares, que Tortee había tomado desde la órbita y había puesto en escala y computerizado para que al menos se pudieran tomar algunas dimensiones generales y confiar en que las partes encajaran donde debían.
Nadie esperaba un trabajo perfecto. En el espacio algunas arrugas o protuberancias no importaban: una nave espacial no tenía que ser aerodinámica. Sólo tenía que albergar aire y resistir la aceleración.
Suponiendo que pudieran solucionar esa parte, aún los esperaba lo más difícil: la invasión de Nebo.
Tortee cumplió con su promesa. Les suministró un detallado mosaico de la superficie de Nebo, con ampliaciones en escala de todas las zonas donde se encontraban las instalaciones láser (siempre que esas descargas hubieran sido de láser).
Reesa convertía las fotos de Tortee en planos tridimensionales para que los proyectara el ordenador. Tortee tenía buenos programas de las antiguas bóvedas, trabajosamente rescatados y restaurados. Viktor había visto antes la mayoría de las fotos: las grandes antenas con forma de tulipa, los objetos espiralados que tenían que ser otra clase de antena (o quizás una guía de ondas para algún tipo de descarga). Incluso descubrió con sobresalto una forma familiar cerca de uno de los conglomerados. La ampliación confirmó que eran las ruinas de la cápsula de aterrizaje del Arca.
No había rastros de cuerpos cerca de la cápsula. Tampoco había señales de seres vivos en ese lugar ni en ninguna otra zona de Nebo.
Al cabo de una semana de trabajo, Viktor empezó a creer que, a pesar de todo, quizá fuera posible encañonar esos artefactos visibles. Pero después de apuntar, ¿con qué iban a dispararles?
Entonces Tortee cumplió con otra promesa. Se había comprometido a buscar a alguien que supiera algo sobre armamento de cohetes, y ese alguien resultó ser Mirian, para sorpresa de Viktor.
Viktor se reunió con Reesa cuando ella salió de los aposentos de los populares, y ambos caminaron cogidos de la mano hasta el taller contiguo al de Tortee. Mirian los aguardaba, acariciándose nerviosamente la barba rala.
—Escucha, Viktor —se anticipó—, antes no me mostré amable contigo. Lo lamento. La situación era difícil para mí. Espero que no me guardes rencor.
—¿Ah, sí? —dijo Viktor, sin comprometerse.
—Hablo en serio. No te culpo si estás enfadado, pero necesito esta ocupación. Trabajar en los congeladores… —Lo miró avergonzado—. Bien, cuando te envían allí, eso significa: «Ojo, amigo, o en cualquier momento terminarás dentro.» Así que ésta es una gran oportunidad. Juro que me esforzaré al máximo.
—No te preocupes por mí; la que manda es Tortee —declaró Viktor incómodamente.
Reesa fue más práctica.
—¿Sabes algo sobre armas espaciales?
—Sé tanto como los demás —respondió Mirian, tratando de sonreír. Lo cual significaba, según comprendió Viktor cuando el hombre empezó a describir sus ideas, casi nada. En ese mundo helado no había gran necesidad de armas de largo alcance; no había blancos alejados. Cuando las sectas luchaban entre sí, usaban garrotes y cuchillos, y la gran arma era la granada de mano.
Con todo, las granadas significaban explosivos; y si había explosivos, era posible colocarlos en una ojiva y montarlos en un cohete. Tampoco resultaría intrínsecamente difícil fabricar un cohete. Los antiguos chinos lo habían logrado cuando la mayor parte del mundo aún vivía en cabañas de barro. Lo difícil era el sistema de guía.
Pero, explicó Mirian, el sistema de guía simplemente significaba tomar instrumentos del Arca, el Mayflower y los transbordadores. Mientras se alejaban de Nebo, cuando Reesa y Viktor dormían en los congeladores, Mirian había pasado semanas vagando por la vieja nave en un traje espacial, investigando los recursos que aún poseía, y urdiendo un regreso vengativo.
—Podemos hacerlo —aseguró—. Lo juro por Freddy.
—Al menos —suspiró Reesa—, podemos intentarlo. Siempre que sea posible…
—¡Tiene que serlo! —exclamó Mirian.
Las dudas de Viktor no se aplacaron con el transcurso de los días. Tenía un recuerdo muy claro de los ataques que había sufrido el Arca. La idea de enfrentar esa clase de tecnología con los improvisados fuegos de artificio que estaba construyendo Mirian le parecía absurdo.
En ocasiones, cuando hablaba a solas con su esposa, Viktor expresaba sus dudas. El resto del tiempo mantenía la boca cerrada. Pero, a regañadientes, admitía que esa gente compensaba con valor lo que le faltaba en sabiduría o buenos modales. Nada era fácil para ellos. Incluso la comida escaseaba tanto que los depósitos eran diminutos: no había que almacenar la comida mucho tiempo cuando la cosecha del domingo era sólo un recuerdo el miércoles. Los 2350 habitantes de las cuatro colonias subsistían con 2200 calorías diarias, pero eso sumaba cinco millones de calorías al día. Tantos kilogramos de pollo, rana, conejo y pescado; tantas toneladas métricas de grano, tubérculos y legumbres; tantos metros cúbicos de verduras y frutas. Las verduras no tenían muchas hojas, y las frutas no eran los objetos jugosos que Viktor recordaba de los supermercados de su infancia. Pero la producción de alimentos en cavernas, bajo el hielo, tenía sus limitaciones. La granja de setas donde Viktor había paleado excrementos suministraba apenas una fracción de ese torrente cotidiano de forraje, pero cada fracción se necesitaba con urgencia. La alternativa era la sobrecarga, y si no se contenía esta circunstancia, el paso siguiente era la hambruna.
Aun así habían logrado remodelar un viejo cohete químico y enviarlo a la órbita de Nebo, abordar la vieja Arca y ponerla de nuevo en marcha. La vieja nave estelar estaba en el afelio de su extensa órbita. No se habían atrevido a acercarse al anónimo enemigo de Nebo, pero le habían arrebatado el Arca.
A Viktor le disgustaba esa gente, pero, a pesar de su desprecio, sentía una cierta admiración.
Incluso Mirian resultó ser muy humano mientras trabajaban juntos. El hombre era mucho más joven de lo que Viktor había creído. Mirian tenía solamente treinta y nueve años locales, con lo cual era el equivalente de un chico universitario de la Tierra.
Eso sorprendió a Viktor. Parecía demasiado joven para haberse ofrecido como voluntario para la misión de Nebo. Sin embargo, Mirian estaba casado y había dejado un hijo al partir en esa larga misión.
—Claro que me ofrecí como voluntario, Viktor —explicó—. Los transportadores estaban cerca de una sobrecarga, y cuando me pillaron…
—¿Te pillaron en qué? —preguntó Viktor, suponiendo que la muchacha había quedado embarazada y Mirian había tenido que casarse. Pero no era eso.
Mirian se acarició la barba con vergüenza.
—Me acusaron de robo. Dijeron que había comido miel de la comunidad. Bien, lo hice —concedió—, pero fueron apenas unas gotas de un panal roto. De todos modos se habría desperdiciado. Me ofrecieron no juzgarme si me presentaba como voluntario para la misión de Nebo. —Miró alrededor con aprensión y bajó la voz—. La miel era de Tortee —susurró—. Fue ella quien ordenó que yo debía escoger entre la nave o el congelador.
—Tortee parece tener mucha autoridad —comentó Viktor.
—¡Ya lo creo! Ella… bien, escucha. ¿Qué edad le atribuyes?
Viktor se encogió de hombros.
—¿Ciento veinte? —Años locales, desde luego, pues esa gente nunca contaba en años de la Tierra.
—Setenta y cinco —gorjeó Mirian, disfrutando del asombro de Viktor. ¡Vaya, esa mujer tenía la edad de Reesa!—. En efecto, aún podría tener hijos, sólo que su esposo está en el congelador… él trabajaba allí, y lo pillaron encendiendo una fogata para calentarse. Así que ella sólo come, en vez de estar con un hombre. Y…
Calló, repentinamente asustado.
—Me pareció que ella venía. Escucha, será mejor que nos pongamos a trabajar. Bien, tenemos esas cápsulas de combustible; podemos usarlas para el cuerpo de los cohetes.
La gente de Nuevo Hogar del Hombre tenía una buena reserva de explosivos. Los necesitaban en ocasiones. Cuando se desplazaba el hielo, con movimientos imprevisibles, había que hacer estallar los labios de los glaciares para impedir que sepultaran lo que quedaba de Puerto Hogar.
Pero los explosivos resultaban demasiado peligrosos para estar a disposición de todos; media docena de pequeñas guerras entre las sectas lo habían demostrado. La planta de explosivos estaba situada a tres kilómetros, custodiada por un escuadrón armado de cada una de las sectas, y el transbordador que un día llevaría gente al Arca y al Mayflower estaba dentro de ese perímetro, igualmente custodiado.
Viktor aceptó de buena gana la oportunidad de salir para visitar la zona de lanzamiento. Era el día libre de los populares, así que Reesa tuvo que quedarse ociosamente con los demás en las madrigueras de la República Popular, pero Viktor y otros tres, uno de cada una de las demás sectas, se vistieron con capas de ropa cubiertas con piel de oveja; una rejilla de alambre calentada eléctricamente le cubría la nariz y la boca, y llevaba una visera sobre los ojos. Aun así, la primera ráfaga ártica que lo sorprendió le empapó en un abrir y cerrar de ojos las pieles y las cuatro capas de abrigo, haciéndole tiritar mientras trajinaba con los otros cuatro para llegar al sitio donde hombres más fuertes llenaban el transbordador con oxígeno líquido y alcohol.
Al menos los vientos eran sólo eso. No arrojaban huracanes de nieve contra los fatigados hombres y mujeres. En realidad, casi nunca nevaba.
El aire de Nuevo Hogar del Hombre estaba reseco, pues ya no había en el planeta océanos tibios que arrojaran al aire vapor de agua que luego bajaría como lluvia o nieve. Ya no quedaba ningún lugar en el planeta que no estuviera helado.
Entornando los ojos, Viktor escrutó el cielo oscuro y frío.
No se parecía al firmamento que había conocido. El encogido sol irradiaba poco calor. Incluso las escasas estrellas restantes brillaban más pálidas.
Luego, al girar Nuevo Hogar del Hombre, despuntó Nergal, tan brillante y escarlata como siempre. Minutos después, ese gran enigma, el «universo», asomó blanco y deslumbrante sobre el horizonte. Viktor lo contempló y suspiró.
Ojalá su padre hubiera vivido para verlo. Ojalá estas gentes quisieran comprender. Ojalá…
Mirian le tocó el hombro. Viktor miró hacia donde señalaba el hombre más joven, el horizonte del este.
—Sí, el universo —dijo ansiosamente Viktor—. Estaba pensando…
Mirian se amedrentó.
—¡No, no! —exclamó por encima del aullido del viento—. ¡Por favor, no hables de eso! Me refería a lo que ves al lado.
Entornando los ojos, Viktor distinguió el objeto que señalaba Mirian. Era una tenue mancha de luz, apenas visible: el Arca, en su órbita baja, desplazándose hacia su cita con el Mayflower.
Viktor lo observó. El momento se acercaba. Cuando el Arca y el Mayflower estuvieran conectados, lanzarían el transbordador y todo comenzaría.
De pronto lo asaltó la fría certeza de que Tortee le ordenaría viajar en el transbordador. Y Viktor no quería ir.
Cuando estuvieron de regreso en el comedor, Mirian desbordaba de optimismo.
—Vamos a lograrlo —declaró—. Tenemos tripulaciones adiestradas para las reparaciones; ascenderán al Arca dentro de un par de semanas, y luego…
—Y luego —lo interrumpió Viktor, con la mayor suavidad posible—, esperemos que puedan hacer de nuevo habitable esa nave; y que los cohetes funcionen, y que la escasa antimateria que queda en el motor del Arca dure lo suficiente para trasladar gente de aquí para allá.
Mirian detuvo la cuchara con guisado de maíz y judías a un palmo de la boca.
—No hables así, Viktor —suplicó.
Viktor se encogió de hombros y sonrió. Empezaba a descongelarse después de su excursión por el exterior, e incluso el guisado sin carne le parecía sabroso. Lo importante no era que ese proyecto insensato funcionara, sino que la gente creyera que funcionaría. Aun una falsa esperanza era mejor que ninguna.
—Ojalá tuviéramos más antimateria —observó—. Nos convendría disponer de más energía. Incluso podríamos construir armas láser, algo mejor que… —Se abstuvo de decir lo que pensaba acerca de los precarios cohetes que Mirian estaba montando—. Era una suerte cuando disponíamos de la tecnología de la Tierra.
—¿Es verdad que fabricabais antimateria? —preguntó Mirian con envidia.
—Yo, no. No aquí… pero, en la Tierra, claro que sí. Se hacía de todo, Mirian. En la Tierra…
Mirian no era el único que escuchaba mientras Viktor evocaba las maravillas del planeta que había abandonado en su infancia. Una mujer que estaba en esa mesa preguntó:
—¿Quieres decir que podías caminar en el exterior? ¿Sin ropa encima? ¿Y las cosas crecían en el descampado?
—También era así en Nuevo Hogar del Hombre —le aseguró Viktor.
—¿Y no os preocupabais por…? —La mujer calló, miró alrededor, bajó la voz—. ¿La sobrecarga?
Viktor sonrió con aire paternalista. Sabía que era como frotar heridas con sal, pero no pudo contenerse.
—Si te refieres a matar gente porque hay demasiadas bocas para alimentar, no. Jamás. Todo lo contrario, queríamos más gente. Todos debían tener todos los hijos que pudieran. Reesa y yo tuvimos cuatro —alardeó, sin deseos de explicar qué significaba «Reesa y yo» y la crianza individual de los hijos.
Hijos.
Viktor había perdido el hilo de su discurso. De pronto el guisado y los olores del atestado comedor dejaron de parecerle agradables. ¡Hijos! Nunca los vería de nuevo.
Viktor se excusó y enfiló hacia el excusado. No tenía que orinar. Deseaba estar a solas, por si tenía que llorar.
Cuando regresó, Mirian le echó un disimulado vistazo y continuó hablando de sus experiencias como guardia de los congeladores.
—Allí tienen toda clase de cosas —dijo—. No lo creerías. Hay una cámara entera llena de esperma y huevos congelados, animales que trajeron de la Tierra y nunca iniciaron su vida aquí. ¡Ballenas! ¡Termitas! Chimpancés…
—¿Qué es una termita? —preguntó la mujer, mirando a Viktor.
Viktor trató de explicárselo.
—Creo que es una especie de insecto. En California todos temían que se comieran las casas. El chimpancé es como un mono… creo —comentó con franqueza, pues lo único que recordaba de los chimpancés era que había visto muchos primates parecidos a los humanos un día, en el zoológico de San Diego, y el tufo le había impresionado más que la charla de su padre.
Hubo un instante de silencio, luego Mirian comentó:
—Vimos el Arca cuando estábamos fuera. Sólo que estaba cerca de la bola de fuego, así que no pudimos distinguirla bien.
Viktor advirtió la confusión que suscitaba la mera mención de la bola de fuego; pero Mirian había tocado el tema y era una buena oportunidad para realizar un sondeo.
—En cuanto a esa bola de fuego —comenzó.
Todos callaron y lo miraron en silencio. Incluso Mirian lo observaba con recelo.
Al demonio con ellos, pensó Viktor.
—Yo sé qué es esa bola de fuego —anunció—. Es una imagen reducida del universo. De alguna manera, no sé cómo, hemos acelerado tanto que estamos alcanzando la luz de todas partes.
Silencio. Ninguna respuesta. Mirian tragó saliva y dijo:
—Quizá debiéramos volver a trabajar, Viktor.
Pero la mujer tendió la mano para tocarle el brazo.
—¿Qué estás diciendo, Viktor? —preguntó—. ¿Cómo podría ocurrir eso?
—No tengo la menor idea —reconoció él con amargura—. Algo nos está arrastrando. O empujando tal vez, pero no conozco ninguna fuerza capaz de realizarlo. De todos modos, nuestro mundo, el sol y los demás planetas, así como un puñado de estrellas, son impulsadas a gran velocidad por algo.
—¿Qué significa «algo»? ¿Te refieres a Dios? —preguntó la mujer, persignándose—. ¡Freddy no dijo nada sobre eso!
—No, no a Dios —se apresuró a decir Viktor—. No tiene nada que ver con Dios. Es una fuerza natural, probablemente, o bien… —Calló, enfadado con esas gentes y consigo mismo.
No se había interrumpido a tiempo.
—¿Estás diciendo que el Gran Transportador no es Dios? —preguntó la mujer. Un viejo se levantó de la mesa, los blancos bigotes trémulos.
—¡No me gusta esta conversación! —anunció—. ¡Regresaré al trabajo!
Mirian se llevó a Viktor con mal ceño.
—¡Ten cuidado con lo que dices, hombre! Yo soy un tío tolerante, lo sabes, pero no querrás enfrentarte a una acusación de herejía y corrupción de la fe, ¿verdad?
Viktor pensó que ése no era un día afortunado.
No se le ocurrió que podía empeorar aún más.
Estaba encorvado sobre el teclado cuando Tortee regresó a la habitación. Viktor se apresuró a despejar la pantalla, pero no con la suficiente rapidez. Ella había atisbado la proyección del análisis espectral.
—¿Qué es eso, Viktor? —preguntó siniestramente—. ¿Has terminado los planes de reparación?
—Casi, Tortee —dijo Viktor con una sonrisa falsa, conteniendo su ira—. Los tendré listos esta tarde.
—¡Los quiero ya! Tengo una reunión con el Comité de Reparación de los Cuatro Poderes y debo mostrarles hasta dónde hemos llegado con el Arca. ¿Qué estabas haciendo? No me mientas. ¡Quiero saber qué hacías! ¡Muéstrame de nuevo esa pantalla!
—Pero, Tortee —balbuceó Viktor. Comprendió que era inútil, y a regañadientes tecleó el nombre del archivo. El espectro centelleó en la pantalla.
La mujer sería una fanática religiosa, pero no era una ignorante en ciencias. Reconoció los patrones de inmediato.
—Estás cotejando espectros —anunció—, y me imagino qué espectro es ése, Viktor. No sé qué hacer contigo. Has pronunciado públicamente frases ofensivas para la religión… —Viktor iba a hablar, pero ella lo interrumpió—. ¡No lo niegues! ¿Crees que la gente no me presenta informes? Media docena de personas te oyeron hoy en el comedor. Además, desperdicias tiempo de trabajo con tus hábitos inmorales. No puedo tolerarlo. ¿Tienes algo que decir en tu defensa?
—¡Sólo trato de averiguar la verdad acerca de lo que ocurre! —exclamó Viktor.
—La verdad se nos reveló hace tiempo —replicó fríamente Tortee—. El bendito Freddy nos lo comunicó en su Tercer Testamento, y ésa es la única verdad que importa. Te prohíbo que hables de nuevo de ese tema. —Viktor se asombró al advertir que ella estaba realmente furiosa y que contraía el rostro en un rictus—. ¡No abuses de mi paciencia, Viktor! No quiero tener que castigarte. No te gustaría. —Lo miró con severidad un instante, luego añadió—: Y olvídate de usar mi habitación para tu placer personal. ¡Ahora lárgate! Tú y Mirian debéis ir al transbordador. Todos están preparados para cargar combustible para la primera cuadrilla de reparación.
Podría haber sido peor, pensó Viktor con amargura. Reesa tenía razón. Había ido más lejos de lo debido con Tortee y con aquellas gentes supersticiosas y obstinadas.
Enviarlo al complejo de congeladores ya constituía todo un castigo. Se había hecho tarde. Era improbable que regresaran antes del anochecer, y nadie quería estar en el exterior cuando ni siquiera gozaban del débil calor del sol ni del resplandor de las estrellas.
Mirian hizo lo posible para apresurar a los obreros de la planta de gas líquido. Eso no fue difícil, porque la cuadrilla también deseaba regresar antes del anochecer. Trabajando deprisa, Mirian y Viktor registraron los registros de combustible, inspeccionaron los sellos de los tanques y convinieron en que todo estaba en orden. Pero la prisa fue inútil, porque luego todos tuvieron que esperar en las cavernas criónicas. La escolta de los Cuatro Poderes no había aparecido a tiempo.
—Demonios —gruñó Mirian, acariciándose la barba—. No regresaremos antes del anochecer.
—Lo lamento, Mirian —dijo Viktor—. Creo que hice enfadar a Tortee.
—¿Crees? Oh, Viktor, cállate. Cada vez que abres la boca empeoras las cosas. —Se apoyó en una pared y cerró los ojos, negándose a hablar.
Viktor se paseó distraídamente por la gélida caverna, mirando los túneles que salían de la cámara central. Dentro de cada túnel había hileras de cápsulas que contenían cuerpos humanos —la mayoría «delincuentes»—, con cruces para los transportadores y los reformistas, medialunas para los musulmanes y estrellas de cinco puntas para los populares. Eran los resultados de la sobrecarga, y Viktor sospechó que no tardaría en reunirse con ellos si no aprendía a cerrar el pico.
Cuando llegó la escolta, Viktor había tomado una decisión. Nunca más diría una palabra blasfema. Seguiría el ejemplo de Reesa. Se esforzaría en complacer a Tortee y hacer funcionar ese plan insensato.
No veía el momento de reunirse con Reesa para comunicarle su decisión.
Casi anochecía cuando Mirian, Viktor y su escolta atravesaron el gélido vendaval para regresar a los túneles donde vivían. El «universo» ya se había puesto, y el sol rozaba el horizonte; hacía demasiado frío para estar en el exterior.
Mirian miró de soslayo a Viktor e hizo un gesto conciliatorio. Señaló el horizonte. Allá estaba el Mayflower, a escasa distancia del sol poniente. La vieja nave empezaba a trepar por el cielo desde el oeste, en su órbita de cien minutos, con el Arca aún invisible, debajo y más atrás.
Mirian acercó la cabeza a la de Viktor y gritó por encima del viento:
—No estará tan mal, Viktor. Una vez que realicen las reparaciones, Tortee se calmará.
—Eso espero —respondió Viktor, e inclinó la cabeza, entornando los ojos para protegerlos del frío. ¡Calmarse! Eso no sería difícil, pensó con resentimiento. Resbaló en un trozo de hielo, maldijo, se levantó.
Y oyó un extraño gemido de Mirian.
Por el rabillo del ojo distinguió un rápido centelleo. Miró hacia arriba, sobresaltado. El Mayflower resplandeció con un brillo repentino y se oscureció con igual rapidez.
—¿Qué es eso, Mirian? —exclamó.
Pero Mirian lo ignoraba. Nadie lo supo hasta que regresaron a los túneles y los datos de los instrumentos de Tortee corrieron como un reguero de pólvora.
El súbito resplandor del Mayflower sólo era un reflejo de luz.
El reflejo del peor desastre concebible.
El Arca había estallado.
Por suerte para los habitantes de Nuevo Hogar del Hombre, el Arca aún estaba debajo del horizonte cuando sucedió. No era una explosión química lo que había pulverizado la vieja nave, ni siquiera una explosión nuclear: era la aniquilación de materia y antimateria, kilogramos de masa convertidos en energía en un santiamén, de acuerdo con la vieja fórmula e = me². El hemisferio que estaba debajo del Arca había recibido un torrente dé radiación, como un fogonazo surgido del corazón de una estrella.
Por fortuna, en esa zona de Nuevo Hogar del Hombre no había criaturas vivas. Ninguna habría sobrevivido a la devastadora explosión.
Los pocos tripulantes del Mayflower fueron menos afortunados. A pesar del grueso casco de la nave, recibieron más radiación de la que el cuerpo humano podía tolerar.
Tortee lloraba histéricamente en su habitación. Se negó a ver a Viktor. Permitió entrar a Mirian sólo un instante, y cuando salió tenía un semblante adusto.
—Ha terminado —le anunció a Viktor—. Si no tenemos el Arca, nos quedamos sin motor de impulsión. No podemos construir un cohete lo bastante grande para atacar el planeta.
—No, claro que no —convino el aturdido Viktor, deseando que Reesa estuviera allí—. ¿Qué ha sucedido?
—Quién sabe —suspiró el desanimado Mirian—. Tortee sospecha que fueron los populares. Cree que estaban tan empeñados en obtener energía de microondas que comenzaron a jugar con el motor, para impedir que lo usáramos de nuevo. Simplemente, estalló. —Hizo una pausa, mirando a Viktor con expresión ambigua—. He estado pensando, Viktor. Lo has pasado bastante bien en tu vida.
Viktor parpadeó, sin entender la relación.
—¿De verdad?
—Naciste en la Tierra —explicó Mirian—. Santo Freddy, Viktor, eso significa que eres la persona más vieja del mundo.
—Supongo que sí —admitió Viktor de mala gana. Resultaba una idea interesante, pero no le ofrecía consuelo.
—Así que cuando el Consejo decida… —Mirian interrumpió la frase y Viktor lo miró intrigado.
—¿Qué debe decidir? Tú mismo lo has dicho. El proyecto ha terminado.
—No me refiero al proyecto, sino a ti, Viktor. Tortee ya no te respaldará después de esto. Ya sabes, aquí siempre necesitamos espacio vital.
—¿De qué hablas? —preguntó Viktor, perdiendo los estribos—. ¿Dices que tengo que ir a vivir con los populares, como Reesa?
—Oh, no con los populares. Supongo que ellos conservarán a Reesa. Pero tú, Viktor… Bien, no es como la muerte. Nosotros no matamos a la gente, pues va contra los mandamientos. ¿Quién sabe? Es posible que alguien, en el futuro… siempre es posible que algún día alguien te descongele.