17

Los primeros miles de años que Wan-To pasó en la galaxia que constituía su nuevo hogar transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos, y Wan-To estaba siempre ocupado. ¡Había tanto que hacer!

Nada de ello le resultaba difícil, pues eran labores que había realizado muchas veces. A fin de cuentas se trataba de su vigésima o trigésima estrella, por no mencionar que estaba en su tercera galaxia. Tenía bastante práctica y sabía qué hacer primero y cómo hacerlo exactamente.

Ante todo debía examinar cada rincón de la estrella y reconstruir sus ojos externos. Eso no le llevó mucho tiempo. En un par de siglos ya se encontraba a sus anchas. Esta vez Wan-To había escogido una estrella F-9, un poco mayor y más brillante que las anteriores, pero creía merecer la energía adicional, que significaba comodidad suplementaria.

Además tuvo que examinar el resto de la nueva galaxia. Eso le llevó un poco más de tiempo. Se vio en la necesidad de crear unos miles de pares Einstein-Rosen-Podolsky y despacharlos a otros sectores de la galaxia, para mantener vigilado el nuevo territorio.

Wan-To no pudo evitar cierto nerviosismo durante ese período. A fin de cuentas, una galaxia es un sitio vasto. La que había elegido contaba casi con cuatrocientos mil millones de estrellas, con una clara estructura en espiral. Un vecindario acogedor, pero ¿cómo saber si en alguna parte no acechaba un elemento indeseable?

Cuando empezaron a llegar los informes de sus pares ERP, no recibió novedades alarmantes. Por lo que él podía saber —que no era poco— cada objeto de la galaxia se limitaba a obedecer las obtusas y naturales leyes de la física. No había indicios inquietantes de manipulación. Ningún patrón inexplicable en las fotoesferas de los varios miles de millones de estrellas, ninguna radiación que no se explicara por la fuerza bruta de los procesos naturales.

Wan-To empezó a tranquilizarse. ¡Había encontrado un hogar nuevo y seguro! Como un antiguo montañés que llegara por primera vez a un verde valle de los Apalaches, vio que le pertenecía, para desbrozarlo, sembrarlo y cultivarlo. Como ese montañés, pudo haber dicho: He aquí el lugar.

Estaba seguro.

Sólo cuando se hubo asentado, con todos los sensores desplegados y todos los informes tranquilizadores, Wan-To pensó la siguiente pregunta:

¿Seguro para qué?

Wan-To reflexionó sobre esta pregunta largo tiempo. No era religioso. La idea de una «religión» jamás había cruzado la mente de Wan-To, ni una sola vez en miles de millones de años, desde que había cobrado conciencia de que estaba vivo. Wan-To no podía creer en una deidad, pues Wan-To, en la práctica, era el dios más omnipotente y eterno que él podría haber imaginado.

Empero, en ocasiones se le presentaban preguntas turbadoras. Un filósofo humano las habría llamado teológicas. La más dificultosa —para Wan-To resultaba difícil de articular— era si su existencia tenía un propósito.

Por supuesto, Wan-To era consciente de una especie de propósito dominante: la autopreservación, el imperativo que regía todos los planes y actos de Wan-To. Nada iba a cambiar eso, pero cuando se preguntó para qué se preservaba, no halló una respuesta.

Esa pregunta turbadora volvía una y otra vez.

Tal vez Wan-To atravesaba algo que los humanos llamaban «crisis de madurez». En tal caso había llegado temprano, pues Wan-To no estaba cerca de la madurez. Apenas había pasado la adolescencia de su vastísima existencia, pues alcanzaba los doce o quince mil millones de años.

Wan-To no se pasaba todo el tiempo cavilando sobre el sentido de las cosas. Tenía mucho que hacer. Tan sólo investigar cada rincón de su nueva galaxia, primero para buscar posibles enemigos, luego para conocerla, le llevaba mucho tiempo. Había cuatrocientos mil millones de estrellas, diseminadas en varios billones de años luz cúbicos de espacio. En un período de varios millones de años estudió los datos procedentes de los pares Einstein-Rosen-Podolsky que había situado en lugares estratégicos de los brazos, el centro, el halo, en todos los puntos de la galaxia que parecían de interés. Muchos lugares lo eran efectivamente: nubes de gas que se solidificaban anunciando el inminente nacimiento de nuevas estrellas, supergigantes que estallaban en ondas de densidad que impregnaban otras nubes, agujeros negros, estrellas de neutrones… Las había visto antes, pero cada una resultaba un poco diferente, y en general, cautivante.

Ese cosquilleo de curiosidad que siempre lo inquietaba le indujo a investigar las honduras del espacio. Su galaxia le pertenecía sin más cuestiones; pero Wan-To comprendía que una pequeña galaxia era poca cosa comparada con la vastedad del universo en expansión.

Cuando escudriñaba el resto del universo, no apreciaba muchos cambios en sus miles de millones de años de investigación. Los borrones azules revelaban una tendencia a volverse verdosos. Ahora estaban más lejos, y retrocedían con creciente celeridad. Algunas de las galaxias más viejas, incluso algunas cercanas, empezaban a demostrar indicios de decadencia senil. Se estaban encogiendo y perdiendo masa (un ser humano habría usado la expresión «evaporándose»). Wan-To comprendía muy bien ese proceso. Cuando dos estrellas se aproximaban en sus órbitas galácticas —como por fuerza debía ocurrir, una y otra vez, en una eternidad— interactuaban gravitatoriamente. Se producía una transferencia de energía cinética. Una cobraba mayor velocidad, la otra perdía un poco. Estadísticamente, en la larga vida de una galaxia, algunas de esas estrellas seguían sumando velocidad y otras perdiéndola. Tarde o temprano las más rápidas abandonaban su galaxia de origen, mientras que las más lentas caían en espiral hacia el centro, donde sufrían un colapso y formaban colosales agujeros negros. Ese proceso no acontecía con rapidez, pues tardaba varios miles de millones de años.

Pero Wan-To lo percibía, y eso le despertaba turbación acerca de su futuro.

Deseaba tener a alguien con quien hablar de estas cosas.

En realidad, deseaba tener a alguien con quien hablar de todas las cosas. La soledad empezaba a afectarlo.

Cada vez que iniciaba estas reflexiones se obligaba a recobrar la compostura, pues sabía que era peligroso crearse compañía.

Pero al fin no logró contenerse y sucumbió a la tentación. Era inevitable. Ni siquiera Adán había podido soportar para siempre la soledad del Edén.

Wan-To se recordó que, al margen de cualquier otra consideración, sus nuevas copias tenían que ser seguras. No quería que nadie volviera a dispararle desde una emboscada.

Así que el primer compañero que creó en su nueva galaxia mostraba graves limitaciones. Wan-To le censuró todos los rasgos que pudieran conducir a la acción independiente y le incorporó una inflexible devoción por su creador. Omitió toda información que le permitiera utilizar fuerzas gravitatorias para destruir estrellas; bloqueó las partes que conducían a emociones tales como la cólera, los celos y el orgullo. Ante todo, infundió satisfacción a la nueva copia.

Era apenas una sombra de Wan-To. No era mucho más inteligente que su doble casi olvidado, Copia de Materia Número Cinco. No tenía personalidad suficiente para merecer un verdadero nombre. Wan-To la llamó «Feliz».

Feliz era muy feliz. Feliz lo tomaba todo con buen humor. Si Wan-To lo regañaba, Feliz respondía con burbujeos serenos, casi «risitas». Cuando Wan-To estaba ceñudo, Feliz lo ignoraba.

Como Wan-To buscaba comprensión en sus compañeros, lo intentó de nuevo. La nueva copia era tan estúpida e inepta como Feliz, e igualmente incapaz de crear problemas, pero estaba diseñada para sentir afecto por Wan-To; su creador la llamó «Afable».

Pocos miles de milenios después, Wan-To había creado un «Gracioso», un «Dulce» y un «Comprensivo», e incluso un «Maternal». Wan-To no lo llamó exactamente así, pues jamás había oído hablar de «madres»; pero si hubiera sido humana, la copia lo habría acuciado con sus cuidados, habría compartido cada inquietud y todos los días le habría preparado caldo de pollo.

Por un tiempo, pues, Wan-To superó la soledad. Pero esas copias no resultaban una buena compañía. Eran idiotas.

Estaba rodeado por un grupo de niños joviales y parlanchines, dulces, obedientes, encantadores…

Estúpidos.

Por mucho que un padre ame a sus pequeños, llega un momento en que desea que crezcan. Wan-To comprendía con aflicción que él les había imposibilitado el crecimiento. Sentía la tentación de hacer más, con apenas una pizca de independencia y agresividad.

Pero la autoconservación siempre se imponía.

Luego recibió su primera sorpresa.

Uno de sus pares Einstein-Rosen-Podolsky comunicó una conducta extraña en una estrella del vecindario. Un estallido de luz y radiación.

Eso no resultaba muy interesante de por sí. Siempre había estrellas radiantes en alguna parte de la galaxia. Pero esta parecía diferente. Aterradoramente diferente. No se comportaba como cualquier estrella radiante, sino como las estrellas que Wan-To y su familia habían despedazado en su retozona guerra entre hermanos. Era lo que los astrónomos de la Tierra habían denominado «objeto Sorricaine-Mtiga».

Y no era natural.

Por un instante Wan-To experimentó un terror arrasador. ¿Alguno de los demás había sobrevivido y lo había buscado allí? ¿Alguno de sus nuevos hijos había logrado lo imposible, superando su programación? ¿Existía una amenaza?

En tal caso, no provenía de ninguno de sus hijos. Los interrogó a todos con atención y severidad, y las asombradas respuestas lo convencieron. «Oh no, Wan-To, yo no destruí ninguna estrella. Ni siquiera sé cómo hacerlo.» «Nosotros no haríamos semejante cosa, Wan-To. Tú no nos dejarías.» No obstante, estalló otra estrella.

La otra posibilidad era aún más estremecedora. ¿Uno de esos viejos ingratos lo habría seguido? Sin embargo, no había indicios. En los cuatrocientos mil millones de estrellas de su nueva galaxia no detectaba rastros de inteligencia. Ni siquiera un susurro de transmisión taquiónica.

Como último recurso, el descondertado Wan-To decidió investigar algunos planetas de los sistemas cercanos a las estrellas explosivas. Entonces halló lo más increíble.

¡Artefactos! ¡Sobre los planetas! Había planetas donde se liberaba energía, a veces en gran cantidad, en formas y modulaciones artificiales.

Había vida alienígena en su galaxia, y estaba hecha de materia sólida.

Por primera vez en muchos millones de años, Wan-To pensó en su doble perdido en el planeta que él había despachado hacia el infinito. Él también había hablado de vida de materia sólida, y Wan-To lo había ignorado. Pero aquí sucedía otra cosa. Esas criaturas estaban usando fuerzas de orden elevado. Si sabían hacer estallar estrellas, sabían manipular los bosones vectores que controlaban la gravedad. Y eso significaba que algún día podrían amenazar a Wan-To.

Sólo se le ocurría una solución. El horrorizado Wan-To hizo lo mismo que haría cualquier propietario al descubrir una plaga inmunda en el jardín. Era tarea para un exterminador.

Sólo cuando Wan-To se aseguró de que ninguna de esas criaturillas odiosas sobrevivía, pensó de nuevo en su doble perdido. Recobrando el buen humor, recordó la tolerancia del doble hacia esos seres.

Bien, en tal caso, pensó Wan-To, quizá ya se hubiera dado cuenta de que se equivocaba.

Pero el doble permanecía ignorante.

Hacía mucho tiempo que el doble estaba fuera de contacto con Wan-To. Para él, en su marco de dilación temporal, no había transcurrido tanto tiempo como para el mismo Wan-To, pero sí el suficiente. El doble había comprendido, con una dolorosa sensación de pérdida, que ya no recibiría más órdenes de su amo.

El doble no tenía modo de comunicarse con los agresivos rivales de Wan-To. Aunque los efectos relativistas de la velocidad cuasilumínica del sistema no lo hubieran aislado, Cinco no tenía mecanismos Einstein-Rosen-Podolsky. Wan-To se había cerciorado de ello. No había ningún ser inteligente, dentro del alcance de los sentidos del doble, excepto esas extrañas criaturas de materia sólida a las cuales había permitido vivir (por un tiempo) en la superficie de su planeta.

El doble tenía muy pocos elementos en común con aquellas groseras entidades. Pero estaban allí, e incluso un doble puede sentirse solo.

Cinco había permitido que los supervivientes de las criaturas que cayeron del Arca destruida llegaran a la superficie de Nebo sin ser aniquiladas. Una de ellas, por desgracia, se había destrozado cuando Cinco agitó el contenedor, pero había otras tres.

En su primer «vistazo», Cinco comprendió que esos tres monstruitos sobrevivientes no podían constituir una amenaza. Si hubieran poseído mayor adelanto tecnológico —si hubieran llevado consigo la temible antimateria que había en la nave, o armas basadas en algo más que la mera química— habrían muerto antes de tocar tierra.

Cinco no era muy inteligente, pero sí lo bastante como para asegurarse de que las criaturas no representaran un peligro.

Bien, ¿qué representaban?

Cuando Cinco informó a su amo, la respuesta de Wan-To no fue muy útil. Wan-To no le indicó qué hacer con ellas. Wan-To dejó el asunto a la discreción de Cinco.

Así que Cinco hizo lo que mejor sabía hacer. Estudió a las criaturas.

Desde el punto de vista de la menuda Luo Fah, la primera integrante de la expedición a quien Cinco decidió examinar, el proceso resultó aterrador, doloroso y fatal. Luo apenas había salido de la cápsula, la máscara de oxígeno en el rostro, la pistola preparada, cuando fue elevada brutalmente en el aire y… bien, desmantelada. Cinco le quitó la ropa, el arma y la máscara mientras desmontaba metódicamente el espécimen para analizarlo. Luo sintió mucho miedo y dolor mientras le arrancaban prendas sin consideraciones por el daño que sufrían sus dedos y sus miembros. La parte siguiente fue peor, pero por suerte Luo no la sintió. Estaba muerta cuando Cinco le abrió el cuerpo para estudiarlo.

Los otros dos miembros del equipo tuvieron más fortuna, por un tiempo.

Un espécimen había bastado para que Cinco dedujera cómo funcionaban esas criaturas. Tenían una base química. Requerían un influjo de gases (Cinco no lo denominaba «respiración», pero comprendía esa necesidad por la turbación que había revelado Luo cuando él le arrebató la máscara). Así que decidió observar a los otros por un tiempo.

Cinco se mostró prudente. Cuando detectó radiación electromagnética no natural procedente de la cápsula, decidió que no podía permitirla, pues ignoraba el propósito. Así que destruyó el transmisor de radio de la cápsula con una descarga rápida y controlada. Eso constituyó una desgracia para el hombre que transmitía, porque la descarga le quemó la cara. Pero no fue tan malo para Jake Lundy, porque Cinco comprendió que debía tener más cuidado con esas criaturas.

Cinco no tenía emociones. Cinco tenía órdenes. Eran mandamientos tallados en piedra. No los podía infringir, pero era una lástima que no incluyeran instrucciones para tratar con esas criaturas de materia sólida y sus artefactos.

Cinco resultó además muy ingenioso. Podía tratar de aprender las cosas que ignoraba. Siempre era posible —razonaba— que en algún momento Wan-To llamara de nuevo y deseara información acerca de los visitantes inesperados.

Así que les permitió vivir. Encontraba fascinante observarlos. Cinco advirtió con interés, cuando las quemaduras de la víctima empezaron a sanar, que parecían tener sistemas incorporados de reparación, como el mismo Cinco. (Pero ¿por qué los dos anteriores no habían logrado recomponerse?) A medida que Cinco aprendió más sobre las necesidades de las criaturas, les brindó las cosas que parecían necesitar, al menos de las clases que guardaban en el vehículo. Cuando dedujo que también necesitaban agua —observando con cuánto cuidado la racionaban en su cautiverio—, fabricó ese líquido. Cuando descubrió que necesitaban «comida» —lo cual llevó más tiempo, y los dos sobrevivientes casi habían muerto cuando Cinco llegó a esta deducción—, se enfrentó a más dificultades, pero Cinco había investigado la composición química de las cosas que comían los especímenes, y de los excrementos que llevaban al exterior para enterrar. A Cinco no le resultaba imposible crear diversas materias orgánicas para ofrecerles; e incluso advirtió que estaban dispuestos a «comer» algunas de ellas.

Lamentablemente para Jake y su compañero, eso fue bastante tarde.

Cinco advirtió que las cosas andaban mal para los especímenes. Se movían con mayor lentitud y debilidad. A veces permanecían quietos largo tiempo. Pasaban mucho rato emitiendo vibraciones sonoras, pero ese hábito se hizo menos frecuente, al igual que la costumbre de emitir esas mismas vibraciones ante un instrumento metálico. (Cinco investigó el instrumento, pero sólo parecía crear análogos magnéticos de esas vibraciones en un carrete de cinta metálica, así que lo devolvió con pocos daños.)

Cinco se preguntaba por qué no se copiaban a sí mismas para tener seres nuevos y jóvenes de su especie que los sustituyeran. La idea lo atraía. Eso le daría un suministro permanente de esos juguetes; Cinco podría investigarlos detalladamente durante mucho tiempo, ofreciéndoles retos y recompensas para ver cómo actuaban.

Por desgracia, cuando el último sobreviviente dejó de moverse y el cuerpo se empezó a hinchar, Cinco tuvo que admitir que ambos especímenes habían muerto. ¡Y ni siquiera habían hecho copias de sí mismos!

Cinco no lo comprendía. Al doble ni siquiera se le ocurrió pensar que ambos eran varones.

Pocos cientos de años después, cuando los especímenes se habían disuelto en polvo, Cinco recibió otra sorpresa.

El doble no había recibido noticias de Wan-To, porque el corrimiento relativista había desacoplado su par Einstein-Rosen-Podolsky, y Cinco empezó a preguntarse si no debía probar otro sistema de comunicación. Quizá Wan-To procuraba llamar, por ejemplo, mediante taquiones.

Así que empezó a escuchar con mayor atención en las frecuencias taquiónicas, e incluso en las improbables frecuencias electromagnéticas. No oyó nada que procediera de una fuente estelar, excepto el incesante siseo del hidrógeno, el parloteo del monóxido de carbono y los murmullos de las otras moléculas excitadas de las fotoesferas estelares y las nubes de gas. Nada que fuera artificial.

Hasta que comprendió que había una señal artificial en las frecuencias de radio. Se parecía a la que le había inducido a destruir la radio de la cápsula, y procedía de ese mismo sistema solar. Venía de un planeta. Cinco se quedó sorprendido. Un ser humano habría tenido la misma reacción si un árbol le hubiera hablado.

El doble no tenía ni idea de qué mensajes se transmitían en esas extrañas señales, pero cuando localizó la fuente, echó un vistazo más detallado en las frecuencias ópticas y dio un respingo.

La nave que había atacado comenzaba a moverse de nuevo mediante su propia energía. ¡La estaban secuestrando!

Al descubrirlo, Cinco sintió la tentación de desencadenar las fuerzas que habían destruido el Arca. De haber sido humano, habría tenido los dedos sobre el botón. Como era sólo un doble de materia, Cinco carecía de dedos; pero los generadores que producían el láser de rayos X empezaron a refulgir y a acumular potencia.

Pero no se dispararon.

Cinco retuvo la orden. Dudaba. Ojalá hubiera podido pedir instrucciones a Wan-To.

Cinco repasó sus órdenes. No encontró ninguna alusión útil a los seres de materia sólida. Cinco sólo tenía órdenes de arrancar ese grupo de estrellas de su vecindario y llevarlo lejos. Lo había hecho. Ya no tenía más instrucciones.

Cinco intentó hacer algo para lo cual no estaba programado: trató de decidir por cuenta propia si sus instrucciones incluían una finalización del proceso. La energía de las estrellas las impulsaba con creciente celeridad, con incrementos de velocidad cada vez menores, hacia el límite de la velocidad de la luz.

¿Debía permitir Cinco que aceleraran para siempre? ¿O al menos que lo intentaran? La tasa de aceleración descendía constantemente ahora, en forma asintótica, pero convergía hacia c.

De lo contrario, ¿cuándo debía detenerla? Si la detenía, ¿qué haría a continuación?

Cinco no tenía respuestas a estas preguntas. Tendría que usar su propio razonamiento, pero un error podía despertar la cólera de Wan-To.

Cinco estaba desesperado, pero no tanto como para correr ese riesgo. Todavía no.