16

Disponer de una nueva vida, incluso en el helado y depauperado Nuevo Hogar del Hombre del 432 D.D. —después del Desembarco— era maravilloso, o podría haberlo sido. Tenía sus inconvenientes.

La principal desventaja era la ausencia de Reesa, a quien mantenían alejada de Viktor excepto para encuentros fugaces. La echaba de menos. Pensaba en todas las cosas que deseaba comentar con ella. Entablaba conversaciones imaginarias con Reesa, y en general se relacionaban con sus quejas sobre la comida, la vivienda, las tareas que le habían asignado. (Ni siquiera en sus fantasías pensaba en decirle simplemente que la amaba.) Y era casi como hablar con ella realmente, porque le resultaba fácil imaginar sus respuestas:

—Deja de quejarte, Viktor. Estábamos muertos. Después de eso, todo es un paso adelante.

Y cuando él objetaba que no estaban muertos del todo, sólo congelados, ella alegaba:

—Para mí era como estar muertos. Muertos durante cuatrocientos años. Recuérdalo, Viktor. Tal vez las cosas mejoren después. Tal vez nos den una habitación para nosotros.

—Tal vez me liberen de la faena de juntar mierda —rezongó Viktor—. Pero quién sabe cuándo.

Pero no resultaba tan consolador como hablar con la verdadera Reesa, y además las palabras que lo carcomían eran cuatrocientos años. Aunque fueran años de Nuevo Hogar del Hombre, de cualquier forma que se calculara, eran dos siglos de la Tierra. Media docena de generaciones humanas. ¡Varias vidas! Excepto Reesa, todas las personas que había conocido estaban muertas, ausentes, disueltas y olvidadas. Nunca regresaría a sus amigos, pues habían muerto. Los que echaría de menos, los que había amado, incluso aquellos de quienes podía prescindir, como Jake Lundy, quien debía de ser una pizca de polvo en alguna parte del planeta Nebo. No importaba quiénes: todos se habían ido. Cada relación de su vida anterior había terminado. Toda conversación que se hubiera propuesto entablar quedaría en el silencio. Todos los que habían constituido el ámbito de su existencia habían pasado a la historia.

Nunca podría regresar a ellos. Ni a su familia.

Eso era lo peor. Pensar en ello le causaba retortijones de dolor que le hacían gruñir. (Los que juntaban excrementos con él lo miraban asombrados.) Nunca vería de nuevo a Yan ni a Shan ni a Tanya. Ni a la pequeña Quinn. Todos habían crecido, envejecido y muerto cientos de años atrás. Se habían ido, y en ninguna parte del universo había nada que pudiera llenar el vacío que dejaba esa pérdida.

Estar vivo cuando todos los seres queridos habían muerto, comprendió Viktor, era como estar muerto también.

Con semejante peso sobre los hombros, las molestias de la vida cotidiana debían haberle parecido triviales, pero no era así.

Viktor sabía que no lo habían escogido especialmente para infligirle una vida de penurias. Todos llevaban una vida de penurias. No había vidas fáciles. Nuevo Hogar del Hombre estaba totalmente congelado; los pocos miles de seres humanos supervivientes luchaban por una existencia precaria en túneles subterráneos; la vida de todos era una lucha y una desesperanzada ansia de algo mejor.

Pero esas personas tampoco habían escogido a Viktor y Reesa para hacerles favores. Esas dos nuevas bocas que alimentar, no previstas ni deseadas, recibían la peor vivienda, la peor comida y los peores trabajos.

En otra época habría sido distinto. ¿Acaso no eran especiales?

Mientras Viktor realizaba a regañadientes lo que bien podía llamarse un «trabajo sucio», reflexionaba sobre la injusticia de la situación. Tenían que haber sido celebridades. Cuando los primeros exploradores marítimos europeos llevaron salvajes a su patria para exhibirlos ante las testas coronadas y sus improvisados científicos —gentes como los hawaianos y los tongan, los bosquimanos y los amerindios de las costas de Virginia—, los desconcertados aborígenes habían tenido al menos el placer de convertirse en el centro de la fascinada atención. Divertían a sus anfitriones. Todos se apiñaban para admirarlos.

No todo era placer en esa vida, desde luego. Los salvajes se habían acostumbrado a que los palparan y pincharan, a que los observaran azorados y los interrogaran. No tenían más intimidad que animales de zoológico. Pero con suerte, meses o años después, tras atiborrarse de comidas malsanas, tras aprender los civilizados vicios del juego y la bebida, y si no habían contraído la tuberculosis o la viruela… entonces, quizá, les permitían regresar a sus hogares, a un mundo de distancia.

Viktor y Reesa no gozaron de esa suerte. No había afabilidad en los saludos que recibían; y no tenían un hogar al cual regresar.

Para ser más exactos, ya habían regresado a su hogar. Los túneles y cavernas donde vivían sus captores estaban en el mismo lugar donde antes se alzaba Puerto Hogar. Al menos la mayoría de ellos. Las salas centrales, la planta energética con su incesante emisión de calor geotérmico, los congeladores que ella alimentaba, todo estaba en la ladera que empezaba a cubrirse de casas cuando el sol de Nuevo Hogar del Hombre comenzó a perder brillo. La mayor de las «ciudades» subterráneas —perteneciente a la secta que llamaban Santa Iglesia Apocalíptica Católica del Gran Transportador— estaba debajo del centro de Puerto Hogar. Los «transportadores» no eran la única tribu (o nación, o religión: un enclave aparte en que estos pocos hombres habían insistido en separarse) más o menos independiente. Allahabad y los reformistas vivían a lo largo de la costa, al oeste de la ciudad vieja.

Los populares (se llamaban a sí mismos República Popular, aunque Viktor no entendía exactamente cuál era su religión) habían cavado sus conejares bajo la bahía, que ahora era hielo sólido desde el fondo hasta arriba.

No sólo había cambiado la geografía. El hogar de Viktor y Reesa, el mundo donde habían vivido, había desaparecido para siempre.

Los habitantes del túnel no derrochaban luz en la granja de setas —ésa era una de las principales razones para sembrar setas—, y cuando Viktor se presentó a trabajar, anduvo a tientas en la pestilente oscuridad hasta que los ojos se le acostumbraron.

Odiaba esa tarea. Tenía razones para odiarla, pero no tenía alternativa. En Nuevo Hogar del Hombre nadie estaba en paro. Todos tenían trabajo, durante largas horas de cada día, excepto uno a la semana. En ocasiones tenían días libres. Los transportadores no trabajaban los domingos; los reformistas, los sábados; la gente de Allahabad, los viernes, pues sus religiones se lo prohibían; y los populares habían elegido el martes, porque, aunque no tenían una verdadera religión, sentían la obsesiva necesidad de cerciorarse de que ninguno gozara de privilegios que ellos no pudieran compartir.

Viktor y Reesa se consideraban casos especiales. En cuanto se determinó que no sólo no pertenecían a ninguna de las cuatro sectas (y que ni siquiera habían oído hablar de ellas antes de ser congelados), fueron incluidos en la recién inventada categoría de personas sin estado y sin derecho a ningún día libre. Además recibían las tareas que ningún adulto quería.

Viktor había considerado intolerable su aburrimiento en el largo vuelo del Arca hasta Nebo. Ahora lo evocaba casi con añoranza, pues su trabajo como recolector de excrementos era mucho peor. Nada se desperdiciaba en Nuevo Hogar del Hombre, ni el trabajo ni los excrementos. Cuando una persona de la colonia hacía sus necesidades, tenía que seguir un procedimiento estricto: la orina iba a un recipiente, la materia fecal a otro. La orina se procesaba para usar la urea como fertilizante de nitrógeno para los cultivos subterráneos. La materia fecal se transformaba en el elemento más importante del suelo donde se sembraban los cultivos.

Viktor fue destinado a la planta baja. Le encomendaron la desagradable tarea de desparramar el excremento fresco en una caverna hedionda, en cuya superficie crecían setas y donde gusanos y escarabajos buscaban alimento. No estaba solo en la tarea. Reesa no lo acompañaba —se los mantenía separados hasta el momento en que el Consejo de los Cuatro Poderes decidiera el destino de ambos— pero había otros cuatro peones, uno de cada secta. Ninguno tenía más de ventidós años locales. Mooni-bet y Alear, un musulmán de Allahabad y un reformista de la beligerante secta cristiana protestante, recogían gusanos y escarabajos para alimentar a los pollos de los criaderos. Debían corretear por las cenagosas capas de excremento y capturar a esas criaturas con herramientas similares a cucharas. Mordi, la chica del Gran Transporte, y Vandot, el chico de la República Popular, cosechaban setas, lo cual era aún más fácil. Y a Viktor le quedaba la dura tarea de palear. Los cargamentos frescos de estiércol se debían desparramar sobre los campos para que crecieran las setas. Cuando habían producido algunas cosechas y envejecido lo suficiente como para fertilizar otras cosas, esas secciones se cargaban en carretillas, se trasladaban y se mezclaban con tierra para las cavernas iluminadas donde se cultivaba grano.

Lo más desagradable no era el trabajo, ni siquiera el tufo ni la hostilidad de los niños con quienes Viktor trabajaba. Era no saber. Había muchas cosas que ignoraba. No sabía dónde estaba Reesa, ni qué era esa luz deslumbrante que llamaban el «universo». (Aunque empezaba a tener extrañas sospechas sobre eso; había efectos relativistas en marcha.) En un nivel más inmediato, ni siquiera sabía qué se decidiría sobre su futuro y el de Reesa, y ninguno de sus compañeros quería hablar.

No era sólo con él. Tampoco hablaban mucho entre sí. La hostilidad de los adultos de las cuatro sectas eran compartida por los niños, quienes trabajaban en adusta concentración. Pero los niños son niños, y no pueden guardar silencio continuamente.

Debían llevar los gusanos, escarabajos y setas que recogían a los criaderos de aves o los depósitos de comida. Un día, cuando tres de los niños estaban fuera de la cámara de excrementos, trasladando el material recogido a su destino, la niña de Allahabad se acercó a Viktor.

—Hola —saludó él, forzando una sonrisa—. ¿Quién eres?

—Soy Mooni-bet —respondió ella, mirando temerosamente la puerta. Luego susurró—: ¿Es verdad? ¿De veras estuviste en la vieja Tierra? ¿De verdad viste La Meca?

Viktor la miró sorprendido.

—¿La Meca? No, claro que no. Recuerdo bastante bien California y un poco de Polonia… pero era pequeño como tú cuando me fui. Antes de abandonar la Tierra, no había viajado mucho.

Ella lo miró con ojos desorbitados.

—¿Viste California? ¿Dónde vivían las estrellas de cine y los jeques del petróleo?

—No recuerdo jeques ni estrellas de cine —confesó Viktor, divertido, casi conmovido por el candor de la niña—. Salvo en televisión, pero supongo que tenéis viejas cintas de esas cosas.

—No miramos las imágenes grabadas —murmuró la niña con tristeza—. Salvo cuando trabajamos en los campos de habichuelas… allí los transportadores tienen pantallas, pero no debemos mirarlas.

La niña había dejado de atrapar bichos y lo estudiaba con curiosidad. Viktor se apoyó en la pala, consciente de que esta oportunidad no se repetiría.

—Dime, Mooni-bet, ¿sabes dónde trabaja mi esposa? —Ella meneó la cabeza—. ¿O si nos darán una habitación propia?

—Eso está en manos del Consejo de los Cuatro Poderes —explicó la niña—. Debes preguntar a tu supervisor.

—Le he preguntado —rezongó Viktor. El supervisor era el transportador llamado Mirian. No era un hombre comunicativo, y parecía odiar a Viktor, quien tal vez representaba otro deber desagradable—. Él sólo me dice que espere.

—Claro que sí. Es lo correcto. Tal vez el Consejo de los Cuatro Poderes delibere sobre tu situación cuando se reúna.

—¿Y cuando será eso?

—Oh, se reúnen todos los días, excepto los festivos. Se reúnen los lunes, miércoles y jueves. Pero no sé cuándo llegarán a tu caso. Tienen muchos problemas importantes entre manos, pues los populares y los reformistas están en sobrecarga. —Bajó la voz en un susurro, mirando alrededor como si comentara una travesura—. No entiendo nada de eso, pero todo está en manos de Alá.

—Claro —convino Viktor. Al ver que ella se marchaba, intentó prolongar el contacto—: Mooni-bet, dime otra cosa, por favor. Esa cosa brillante en el cielo…

—El universo, sí —dijo ella, asintiendo alentadoramente.

—A eso me refiero. ¿Por qué lo llamáis el universo?

—Así se llama, ¿verdad? Así lo llaman los almuecines. No sé por qué. Yo pensaba que el universo estaba todo alrededor, pero afirman que eso ya no es verdad.

Viktor parpadeó.

—¿Ya no es verdad?

La niña meneó la cabeza.

—No sé qué significa, sólo es lo que adoramos en las devociones. Dicen que la vieja Tierra está allí, junto con todo lo demás. —Hizo una pausa y añadió—: Mi padre dijo que cuando él era niño era mucho más brillante. Tampoco sé qué significa eso, sólo… —Se interrumpió y se alejó. Susurró por encima del hombro—: ¡Ellos regresan! ¡No hables más conmigo, por favor!

—¿Por qué no? —preguntó Viktor—. ¿No podemos hablar mientras trabajamos?

—Nosotros no hablamos —susurró ella, mirando con ansiedad a los niños que regresaban.

—Pero yo, sí —objetó Viktor, sonriendo.

Los tres niños se detuvieron en la puerta, escandalizados.

—¡Denunciaré esto! —amenazó el niño con el kilt de la República Popular.

Viktor se encogió de hombros.

—¿Qué hay que denunciar, Vandot? Yo sólo hablaba; a fin de cuentas, no me ordenaron que guardara silencio. Si no deseas escuchar, pues no escuches. Pero yo estuve en la Tierra, y hablaré de cómo era la Tierra hace mucho tiempo, cuando yo era niño…

Y eso hizo, paleando el estiércol, mientras los recolectores de setas y escarabajos se acercaban para escuchar. Se miraron entre sí con desconfianza, sabiendo que desobedecían las reglas, aunque no las infringieran directamente: Mordi, la niña del Gran Transporte, estaba especialmente inquieta, porque pertenecía a la misma comuna que Viktor. Pero claro que escuchaban. ¿Cómo podían evitarlo? Viktor les hablaba de los atascos del tráfico en las ciudades, del oleaje en Malibú, del vuelo en aviones supersónicos que cruzaban océanos en una hora. Y de la experiencia de volar de estrella en estrella, cuando el Mayflower era una nave poderosa. Y de la vida en la colonia cuando aterrizó el Mayflower, y de las travesías por el Gran Océano bajo el cálido sol, y de paseos al sol en verdes prados…

Al cabo, ellos también empezaron a hablar. A fin de cuentas, sólo eran niños.

Aun los esclavos tenían que comer, y al fin Vandot anunció que el día de trabajo había concluido. Como Mordi debía hacer un encargo, Viktor siguió a la niña Mooni-bet por los túneles, hasta las cavernas de los transportadores. Allí ella estaba nerviosa, entre los enemigos de su pueblo, ataviados de negro. Se alegró de abandonarlo en la entrada del comedor de adultos y se apresuró a marcharse por sus túneles; al entrar, Viktor se topó con Mirian, el supervisor. El hombre tenía mal ceño. Eso no desalentó a Viktor, pues era su expresión habitual.

—Estuve preguntando por esa mancha brillante que llamáis el universo —le dijo—, pero los niños con quienes trabajo no saben gran cosa sobre ello. ¿Puedo preguntar…?

No concluyó, porque Mirian le clavó una mirada hostil.

—No —zanjó Mirian, persignándose.

—¿No qué? —protestó Viktor.

—No, aquí no comentamos ese tema. No sé nada acerca de ello, ni deseo saber nada.

—De acuerdo —espetó Viktor, con repentina furia—, entonces dime qué sabes. ¿Cuándo podremos mi esposa y yo tener una habitación propia?

Mirian lo miró con hostilidad.

—¡Una habitación propia! —repitió, alzando la voz para que los demás oyeran el sarcasmo—. ¡Quiere una habitación propia!

—¡Pero tengo derecho! —insistió Viktor—. Ni siquiera sé dónde está Reesa.

—Se alberga con los musulmanes en Allahabad, pues ellos no están con sobrecarga —le informó Mirian.

—Sí, lo sé, pero lo que quiero saber…

—¡Lo que quieres saber no te incumbe! En cualquier caso, no quiero hablar contigo de ello, no hasta que el Consejo de los Cuatro Poderes imparta sus órdenes.

—¿Por qué tienes que ser tan brusco?

—¿Qué derecho tienes a quejarte? —rezongó Mirian—. ¡Nos debes la vida! ¡Y yo estoy pagando por la caridad de revivirte!

Viktor se quedó asombrado.

—¿Pagando?

—Yo debería estar en esa nave, realizando mi verdadero trabajo. Pero como me culpan por revivirte, me enviaron a esta mísera… —Calló y miró en torno para segurarse de que nadie hubiera oído sus quejas. Cerró la boca de golpe y se alejó. Se sentó en un banco entre otros dos, dejando bien claro que no le dejaba espacio a Viktor.

Viktor se sentó a otra mesa, pero los extraños que tenía al lado también se negaban a hablar. Viktor suspiró y se concentró en el guisado de maíz y judías. Al menos, reflexionó, los niños le habían dado cierta idea de la organización política y las costumbres del nuevo Nuevo Hogar del Hombre. Las cuatro sectas trabajaban juntas en necesidades comunes. Las cámaras del Consejo de los Cuatro Poderes eran comunes y se mantenían aparte de las viviendas de las sectas. Lo mismo ocurría con la mayoría de las cavernas productoras de alimentos, aunque Allahabad insistía en criar aparte a sus aves y gerbos, por razones de dieta, y la República Popular prefería no compartir los campos de cereales y judías con los demás. (No eran «campos», desde luego. Se trataba de tramos de túneles donde la luz artificial alimentaba plantas que crecían hidropónicamente; y la austera dieta de los populares era menos variada y menos sabrosa que las comidas de las otras tres comunidades.) Las cavernas congeladoras, donde tiempo atrás habían almacenado a los animales que ya no podían mantener con vida, también se compartían, aunque ya no conservaban muchos alimentos. (Los niños no querían hablar de los congeladores, por razones que al principio Viktor no comprendió.) La planta geotérmica era común, al igual que los bancos de datos. Las cuatro comunidades compartían beneficios y responsabilidades, aunque no había muchas responsabilidades, pues los constructores originales habían efectuado un buen trabajo. Las cuatro facciones no tenían más remedio que mantener esas posesiones comunes; si la planta energética fallaba, todos morirían en un día.

Pero las sectas permanecían aparte la mayor parte de sus vidas. Los transportadores se casaban con transportadores, los musulmanes con musulmanes, los ciudadanos de la República Popular no se casaban con nadie, pues no creían en el matrimonio, pero hacían el amor (en ocasiones dirigidos por sus líderes) con su propia gente. Por otra parte, las cuatro comunidades procuraban no tener muchos hijos, cada cual a su modo, porque apenas había alimentos, calor y espacio para los dos mil doscientos seres humanos que habitaban Nuevo Hogar del Hombre.

Desde luego, sus maneras de controlar la población diferían según la comunidad. Cuando Viktor las averiguó, sintió asombro, cuando no repulsión. Los reformistas y musulmanes practicaban sexo no procreativo, a menudo la homosexualidad. Los ciudadanos de la República Popular intentaban la abstinencia, con varones y mujeres bien separados excepto ciertas noches designadas, cuando una pareja que había merecido los favores del estado recibía autorización para cohabitar. Y los transportadores, por así decirlo, atacaban el problema desde el otro extremo. La religión les impedía quitar la vida, excepto en la guerra. Por esa razón no usaban anticonceptivos ni practicaban el aborto; tenían muchos hijos y luego podaban la población adulta, o al menos cuasiadulta; si un niño del Gran Transporte lograba sobrevivir a su revoltosa adolescencia, tenía buenas oportunidades de una muerte natural, sesenta o setenta años locales después.

Lo que hacía el Gran Transporte era liberarse de los delincuentes; y había muchos delincuentes. En esa comunidad existían doscientos ochenta delitos estatutarios punibles con la pena máxima. Sumaba un delito por cada dos personas de la comunidad, y la sentencia se dictaba a menudo.

Esa sentencia no era la muerte, o no exactamente. La ejecución era otro pecado prohibido. Tenían una manera mejor. Ponían a los delincuentes en el congelador.

Era una suerte para el Gran Transporte que se dispusiera de tanto espacio libre en los congeladores. Ante todo, eran muy grandes, y los habían ampliado cuando Nuevo Hogar del Hombre se enfrió demasiado para albergar vida en el exterior, y decenas de miles de cabezas de ganado fueron sacrificadas y congeladas. Los congeladores tenían sus propias líneas independientes con la planta geotérmica; eran totalmente automáticos y funcionarían durante siglos.

Pero esto causaba fricciones entre las comunidades, porque el Gran Transporte estaba llenando los congeladores.

Había muchos otros conflictos. Los transportadores detestaban que incluso los no creyentes profanaran el sabbath. Los musulmanes perdían los estribos cuando veían a alguien bebiendo alcohol; los populares se enfurecían constantemente ante los «lujos» pecaminosos y derrochadores de los otros tres grupos, y los reformadores odiaban a todos los demás.

Allí intervenía el Consejo de los Cuatro Poderes. Por lo general, se aseguraba de que las fricciones no se intensificaran. El sistema funcionaba bastante bien. Hacía casi dieciocho años que no se libraba una guerra.

Viktor durmió mal esa noche, en su barraca, con cuarenta varones solteros del Gran Transporte que moqueaban, roncaban y murmuraban en sueños; el siguiente día de odioso trabajo no fue mejor que el anterior.

Los niños incluso parecían arrepentidos de su indisciplinada conducta. Cuando Viktor preguntó a Mooni-bet si había visto a Reesa, la niña agachó la cabeza. Miró alrededor para ver si alguien escuchaba, luego susurró:

—Estamos en sobrecarga, Viktor. La han trasladado a la República Popular.

Cuando Viktor intentó preguntar a Vandot, el niño de la República Popular protestó:

—Estamos aquí para trabajar, no para charlar como fanáticos religiosos.

—¡Cuida la boca! —rugió la niña reformista.

—Sólo digo la verdad —masculló Vandot—. En cualquier caso, no sé nada de tu esposa, Viktor. No es cosa mía. Ni tuya; porque tu deber es recompensarnos por haberte revivido sacándote del… —Titubeó, pues no deseaba pronunciar la palabra—. Por haberte revivido —concluyó—. Ahora ponte a trabajar.

Viktor no respondió. No era porque se lo hubiera ordenado un niño. No sabía qué responder a semejantes palabras. Era verdad que estaba vivo. Es decir, su corazón latía, sus ojos veían, su vientre digería. Incluso sus genitales parecían estar en buenas condiciones, o al menos pensaba que lo estarían si le permitían estar con Reesa el tiempo suficiente, con la intimidad necesaria.

¿Pero eso era «vida»?

Era una especie de vida, pero Viktor se resistía a creer que jamás disfrutaría de una vida diferente. Ésa no era su vida.

Su vida había transcurrido en un Nuevo Hogar del Hombre muy diferente, con otros amigos, otra familia, otro trabajo. Sobre todo el trabajo. El trabajo para Viktor Sorricaine nunca había significado una tarea a la que dedicaba horas para subsistir. El trabajo de Viktor había sido una profesión. Posición. Destreza. Era el eje de su vida. El era su trabajo. Y Viktor Sorricaine no se podía reconocer como alguien que paleaba excrementos humanos. ¡Era piloto! Más aún, era al menos un aficionado, gracias a los discursos de su padre, en cosas tales como astrofísica, precisamente la persona que estas gentes necesitaban para investigar el escalofriante fantasma del cielo que llamaban el universo. Eso era Viktor Sorricaine.

De lo cual se deducía que este abatido peón no era el verdadero Viktor Sorricaine, y que esa vida no le pertenecía.

Cuando Mooni-bet se le acercó mientras recogía escarabajos, él le habló sin bajar la voz.

—Tengo una queja, Mooni-bet —le dijo—. Aquí soy un desperdicio. Tengo aptitudes que se deberían aprovechar.

La niña lo miró desesperada.

—Por favor —susurró, mirando por encima del hombro.

—Pero es importante —insistió Viktor—. La cosa que llaman el universo. Es preciso entenderla, y yo tengo formación científicia…

—¡Cállate! —gritó el niño popular, acercándose—. ¡Estás perjudicando el trabajo!

—Cualquiera puede hacer este trabajo —alegó Viktor, absteniéndose de señalar que aun unos niños tontos podían realizar esa tarea.

—Todos debemos trabajar —exclamó Vandot con voz quebrada. Se frotó las manos en el kilt manchado, atisbando a los demás en la penumbra. Mordi, la niña del Gran Transporte, desvió la mirada, pero cuando contempló a Viktor tenía un aire culpable. Vandot sentenció, en un alarde de virtud y virilidad—: Lo más importante es la supervivencia. Y lo más importante de eso es la comida. Cállate y prepara ese terreno.

Supervivencia, pensó Viktor consternado. Claro que sí. Ésta era la principal regla del juego.

Era natural que la estructura social de estas gentes se hubiera sometido a normas rígidas. Esa rigidez significaba un patrón de supervivencia. Los esquimales de la Tierra, en un clima mucho más templado, habían desarrollado insólitas instituciones sociales para afrontar una vida brutal. Claro que los esquimales habían resuelto el problema de otra manera —sin leyes estrictas, sin un severo gobierno central, sin castigos (mientras que estas gentes parecían fanáticas del castigo)—, pero los esquimales habían arrancado desde otra posición. No tenían tradiciones arraigadas sobre gobiernos y religiones. Habían llegado a un crudo medio ambiente sin ese legado cultural.

Las gentes de este nuevo Nuevo Hogar del Hombre, a juicio de Viktor, eran autoritarias en política y fanáticas en religión. Llevaban vidas lamentables, austeras y reglamentadas en las cavernas, bajo los peñascos de hielo que otrora fueron la ciudad de Puerto Hogar. Tenían algunas cosas en funcionamiento, de lo contrario ni siquiera habrían sobrevivido. Aunque el sol había palidecido, los fuegos interiores del planeta aún ardían. Las fuentes geotérmicas producían calor para mantener habitables sus madrigueras, e incluso energía para alimentar sus pequeñas fábricas y congeladores. El suministro no abundaba. La energía no hubiera bastado para mantener con vida a decenas de miles de habitantes.

Pero no quedaban tantas personas con vida. Ni en Nuevo Hogar del Hombre ni en ninguna parte.

Cuando Vandot, a regañadientes, anunció que habían terminado la labor del día, Viktor trató de limpiarse la mugre de las manos. Buscó a Mordi, deseando acompañarla hasta la residencia del Gran Transporte, pero la niña ya se había marchado.

Qué lástima, pensó Viktor irritado. Estaba seguro de que sabría orientarse, pero a fin de cuentas ella podía haber esperado…

Sí, había esperado.

Estaba fuera de la caverna, con aire asustado pero resuelto, junto al supervisor, Mirian.

—Te niegas a cooperar, ¿eh? —rezongó Mirian—. Lo que Mordi informó era cierto. No sólo no cumples con tu tarea, sino que molestas a los demás.

Viktor miró a la niña con rencor. Ella se encogió de hombros con desdén y dio media vuelta para marcharse.

—De acuerdo —suspiró Viktor—. Has sido claro. Ahora comamos algo.

—¡Comer! —gruñó el supervisor—. Tendremos suerte si cenamos esta noche, y todo gracias a ti. Debo llevarte ante el Consejo de los Cuatro Poderes para una audiencia. ¡Vamos!

Parecía absurdo interrogar a Mirian cuando el hombre se negaba a hablar. Viktor lo intentó de todos modos, pero no se sorprendió cuando Mirian meneó la cabeza y señaló una hilera de cazadoras.

Era la primera vez que Viktor salía al exterior.

Mientras avanzaban entre las lomas en medio de una helada tormenta, alzó los ojos y descubrió la cosa que más le intrigaba: el «universo». Era como un sol, pero mucho más brillante que cualquier sol, un punto puro y blancoazulado que encandilaba desde el cielo.

Intentó imaginar cómo su pequeño grupo de estrellas había podido acelerar tanto y hasta tan lejos que ahora estaban recibiendo la luz de todos los cuerpos del universo. ¡Debían de desplazarse casi a la velocidad de la luz! Ojalá hubiera alguien a quien preguntar, alguien con quien hablar…

Pero mientras estaban en el exterior, el frío impedía hablar, y luego, cuando llegaron a la caverna apartada donde se celebraban las reuniones del Consejo de los Cuatro Poderes, Víctor olvidó sus preguntas sobre el extraño fenómeno. Allí le aguardaba una inesperada alegría.

Reesa estaba allí.

Era la primera vez que estaban juntos en las dos semanas transcurridas desde el descenso, y cuando Viktor la vio sentada en la estrecha y desnuda sala de espera, escoltada por sus «anfitriones» de la República Popular, experimentó una inesperada emoción, una sensación placentera. ¿Qué era? Lo pensó, mientras la abrazaba ante los gruñidos amenazadores de los populares, y decidió que era amor.

Lo comprendió maravillado. Ese pensamiento era nuevo en él. Reesa era su esposa. Había sido su amiga, su placer, su compañera… en cierto modo había significado un accesorio útil en su vida; pero nunca había comprendido que llegó a centrar su vida en ella, en la clásica tradición del amor monógamo. Esa suerte de fijación romántica estaba reservada para Marie-Claude Stockbridge.

Viktor se sorprendió al comprender que ni siquiera había pensado en Marie-Claude desde su regreso a la vida en ese infierno helado.

—¿Estás bien? —susurró.

—Estoy bien —dijo ella—. He cuidado pollos y gerbos. ¡No creerías lo que les dan! Bichos, gusanos…

—Oh, claro que te creo —le aseguró Viktor, titubeando. ¿Debía hablarle de su trabajo, o de la estremecedora verdad que ansiaba compartir? La soltó, mirándola con preocupación. Reesa no tenía buen aspecto, parecía consumida por la ansiedad.

No obstante, el impulso de decirle la verdad triunfó.

—¿Recuerdas esa mancha brillante… el universo? ¿Sabes qué significa? Significa que de algún modo, y no me preguntes cómo, nuestro sistema solar y los de las inmediaciones surcan el espacio a velocidades relativistas. Viajamos con tal rapidez que estamos casi alcanzando la luz que nos precede. Y… —Calló, parpadeando ante la expresión de Reesa—. ¿Qué ocurre?

—Continúa, Viktor. Me decías que las estrellas se mueven casi a la velocidad de la luz… la nuestra y las otras once, ¿verdad?

Él la miró boquiabierto.

—¿Lo sabías?

—Me lo contaron los populares. Afirman que ha sido así durante trescientos años, excepto que antes eran más brillantes que ahora.

—Demonios. Si esta gente lo sabe, ¿por qué los transportadores no me lo dijeron?

Ella lo miró distraídamente un instante.

—Olvidé que estabas con los transportadores —suspiró al fin—. Ellos no creen en eso. Es decir, no creen en preguntarse acerca del porqué. Se rigen por su Biblia. Si algo no consta en el Tercer Testamento, no quieren mencionarlo.

—Pero… —Viktor calló. ¿Qué se podía decir? Ardía de rabia por dentro, pero no quería abrumar a Reesa con su cólera contra esas gentes y su locura, sobre todo cuando ella miraba desdichadamente el vacío.

Viktor comprendió que su esposa tenía algo más en mente.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Los populares te han tratado mal?

Ella lo miró sorprendida.

—No peor que a los demás.

—Entonces, ¿qué te pasa?

Ella lo miró inexpresivamente, meneó la cabeza.

—Es sólo… —Titubeó—. Es sólo que me sigo preguntando…

—¿Qué?

—Me pregunto si Quinn tuvo una vida feliz —añadió Reesa, y no pudo decir más.

Transcurrió un largo rato hasta que se abrió la cámara del Consejo y Mirian salió.

Se acercó a ambos.

—Se os otorga asilo —declaró a regañadientes—. El Consejo acaba de tomar su decisión.

—¡Pero pensé que compareceríamos ante ellos! —exclamó Viktor.

Mirian lo miró con curiosidad.

—¿Por qué el Consejo querría semejante cosa? ¿Qué diríais que ellos no sepan ya, por la transcripción de vuestro interrogatorio?

—¡Quería hablar del universo! —gritó Viktor—. Mi padre era astrofísico, yo aprendí de él. Eso que se ve en el cielo significa que nuestro grupo de estrellas está viajando casi a la velocidad de la luz, y deseo ayudar a deducir por qué.

Mirian se puso gris de repente.

—Cierra la boca —jadeó, mirando alrededor—. ¿Quieres volver al congelador? La mayoría de nosotros estamos en sobrecarga… si la planta energética orbital no arranca pronto nos veremos en grandes aprietos. Valora tu buena fortuna, Viktor. El Consejo piensa que ambos podéis ser útiles en el lanzamiento de los cohetes para la transferencia de combustible… un privilegio que no merecéis. ¡No lo eches a perder blasfemando!