Cuando Viktor abrió completamente los ojos, quiso cerrarlos de nuevo. Incluso el largo sueño de los congeladores era mejor que aquel manicomio. Reesa, trémula y llorosa, trató de explicárselo todo.
—Vamos a aterrizar en Nuevo Hogar del Hombre. Estas gentes nos encontraron y nos descongelaron…
Luego se presentó un hombre con kilt, barbado y huraño.
—Si quieres llevarlo a tierra, despiértalo, ¿oyes? ¡No hay tiempo que perder!
Y después aparecieron «estas gentes». Viktor atinó a separar los párpados pegajosos para distinguirlas. No conocía a nadie. Todos eran extraños, y su aspecto tampoco le resultaba familiar. Estaba el hombre alto de tez olivácea que usaba el kilt, con el pecho y las piernas desnudos a pesar del frío. Había otro hombre sin barba, el cabello rubio cortado a lo paje, con un jersey hasta las rodillas que dejaba ver pantalones rojos y ceñidos. Reesa llevaba un atuendo negro que evocaba ropa deportiva: pantalones de algodón, blusa, una capucha que le tapaba casi toda la cara. Otra mujer vestía una prenda similar, aunque en vez de negra era de rayas grises y blancas, como un uniforme carcelario.
—¿Quiénes son «estas gentes»? —graznó Viktor.
El rostro de Reesa desapareció, y el semblante feroz y hostil del hombre barbado la reemplazó.
—Soy Mirian —gruñó el hombre—, y hemos salvado tu indigna vida. Has permanecido congelado aquí durante cientos de años.
—Te advertí que los dejáramos así —intervino la mujer con rayas de convicto.
Mirian no le prestó atención.
—Estás despierto —le espetó a Viktor—, y bajarás con nosotros.
—¿Bajar? —murmuró el aturdido Viktor—. ¿Bajar adónde? —Sin embargo nadie le respondió. Había unas diez personas en el sector criónico, y todas se apresuraban a preparar una cápsula para el descenso. Reesa se le acercó con una de esas prendas negras en la mano.
—Ponte esto —suplicó—. ¡Si no estás preparado nos dejarán aquí!
—¿Dejarnos aquí? —Viktor parpadeó—. Entonces, ¿por qué se han molestado en salvarnos?
El hombre llamado Mirian soltó una carcajada huraña.
—Oh, no hemos venido a salvaros. Necesitamos esta nave. Ni siquiera sabíamos que estabais aquí. Abrimos este cajón buscando algo para comer.
—Debimos dejarlos congelados —insistió la mujer—. ¿Qué haremos ahora?
—Vamos a lanzarlos abajo —gruñó el hombre del kilt—. A Mirian también. Él los despertó, él se los llevará, antes que nos causen más problemas.
—¡Yo, no! —gritó Mirian—. ¡Formo parte de este equipo, Dorro!
—Bajarás con ellos —rugió el hombre del kilt—, porque yo lo ordeno. Soy el capitán.
—Vosotros, los del Gran Transporte, sois todos iguales —se mofó la mujer, y se volvió para terminar de preparar las correas de la cápsula.
Viktor miró inquisitivamente a su esposa. Ella meneó la cabeza, ayudándole a anudar las correas del «traje deportivo».
—Me despertaron hace media hora, Viktor. Sé tanto como tú. Querían el Arca, aunque no sé si es por el combustible de antimateria, para reaprovisionar los generadores del Mayflower, o para usarla en la exploración del sistema solar…
—La gente de la República Popular no pierde el tiempo en «exploraciones» —manifestó glacialmente el hombre del kilt.
—Bien, lo que sea. Y las cosas no andan tan bien en Nuevo Hogar del Hombre, según dicen.
Viktor alzó una mano implorante.
—No lo entiendo —dijo.
—Oh, Viktor —gruñó su esposa—. Bien, al menos entiende una cosa: estamos vivos.
Esa parte, al menos, era indiscutible. Mientras terminaba de vestirse, Viktor se dijo que estar vivo, contra todo lo esperado, constituía de por sí una maravilla. ¿Maravilla? No, casi un milagro: congelados sin microondas, sin el líquido oxigenante de perfusión, sólo calor crudo. Pero su cuerpo parecía responder. Pensó un instante en el moribundo y ciego capitán Bu, quien les había dado generosamente una oportunidad de vida esperando una recompensa en el cielo. Gracias a Dios que Bu era un cristiano que había nacido de nuevo, pensó Viktor. Sin esa fe en una recompensa celestial, no habría estado tan dispuesto a ser el sacrificado.
A Viktor se le ocurrió una pregunta.
—¿Qué hay de la Tierra? —preguntó—. ¿Han enviado más naves?
Mirian se volvió boquiabierto y se echó a reír.
—¿La Tierra? —exclamó, y los demás también rieron.
Viktor los miró asombrado.
—¿He dicho algo gracioso? —preguntó compungido.
Mirian se acarició la barba clara, mirando alrededor para ver si alguien más respondía.
—Hace cientos de años que no tenemos noticias de la Tierra —gruñó al fin—. Venga, meteos en la cápsula; es hora del lanzamiento. Y olvidad la Tierra.
¡Olvidad la Tierra!
Eso era imposible. Mientras Viktor intentaba someter sus crujientes músculos a las contorsiones necesarias para entrar en la cápsula, colocarse el arnés y sujetarse, no sólo no olvidaba la Tierra, sino que evocaba todos los recuerdos que había acumulado en la infancia. Las olas rompiendo contra las costas del Pacífico, las blancas nubes en el cielo azul, el calor del desierto, los grandes pinos de California… El mundo… ¿Habría desaparecido? Por un instante no pudo pensar, porque las compuertas se cerraron con un chirrido y experimentó una brusca sacudida cuando la cápsula se desprendió de la nave madre. Había una ventanilla. Era diminuta, y no estaba en la mejor posición para que él mirase, pero logró tener un atisbo de lo que debía ser el orgulloso planeta de Nuevo Hogar del Hombre.
¡Todo había cambiado! Había pocas nubes, pero resultaban difíciles de distinguir porque casi todo era blancura. El Gran Océano ya no era un ancho mar azul. Estaba helado como el Océano Ártico de la Tierra y, como en el Ártico, no había un límite definido entre el mar y la costa. Todo era hielo.
—¡Preparados para retroimpulso! —gritó Mirian.
El súbito martillazo de los cohetes magulló el cuerpo de Viktor. Eso fue sólo el principio. Los bofetones de la entrada en la atmósfera duraron una eternidad. Al fin cesaron. Iniciaron la caída, columpiándose bajo los paracaídas de vela lumínica.
Viktor cerró los ojos. Ya no se le pegaban cuando parpadeaba, pero podía sentir las legañas en las comisuras, y los fragmentos de suciedad y piel muerta en el cuerpo. Todo sucedía deprisa. Aún no había aceptado la idea de que le disparasen desde el planeta Nebo, y de pronto esto. Era más de lo que podía digerir.
Algo muy brillante le penetró en los párpados cerrados.
Los abrió a tiempo para distinguir una mancha de luz incandescente que alumbraba el interior de la cápsula. Todos desviaron la vista. La cosa brillante había centelleado apenas un segundo.
—Por Dios —exclamó Viktor—. ¿Eso era el sol?
Mirian se volvió coléricamente.
—¿El sol? Claro que no. ¿Estás loco?
—Entonces, ¿qué era? —insistió Viktor.
Mirian lo observó atónito un instante. Luego meneó la cabeza.
—Claro, me olvidaba de que eres nuevo. No sabes nada, ¿verdad? Dicen que no siempre estuvo allí. —Se meció cuando la cápsula cabeceó en medio de una ráfaga de viento, al aproximarse al suelo—. ¡Preparaos para aterrizar! —gritó. Luego se dirigió a Viktor—: Esa cosa brillante era lo que llaman el «universo».