13

El lento acercamiento de la vieja Arca no intimidó al análogo de materia. Aun así, Cinco estaba programado para ser prudente y observó la cosa con atención.

Cinco disponía de tiempo de sobra para observar. Cuando la pequeña flota de estrellas inició su vuelo sin rumbo —literalmente sin rumbo, pues no se dirigía a ninguna parte, simplemente se alejaba de todo—, Cinco tenía muy poco que hacer.

Eso no constituía un problema. Cinco no se aburría. Era muy hábil en no hacer nada. Simplemente, esperó en aquel planeta que se enfriaba, observando cómo palidecía la estrella mientras las partículas gravitatorias que arrastraban el cúmulo le agotaban la energía. Cinco no tenía muchos «sentimientos», pero sí experimentaba una satisfacción general por haber cumplido la primera parte de la misión. A veces se preguntaba si habría una segunda parte. «Preguntarse», para Cinco no implicaba preocupación, especulación ni evaluación de posibilidades; se parecía más a un termostato autorregulado que constantemente comprueba la temperatura de sus procesos, o un corredor bursátil que echa una ojeada a un fajo de pedidos antes de marcharse, para cerciorarse de que ninguno quede sin ejecutar. Cinco sabía que Wan-To le haría saber si necesitaba algo más.

Cinco no estaba «sorprendido», pero sí «alerta para entrar en acción» cuando detectó la presencia de un artefacto alienígena cerca del planeta.

Cinco sabía qué hacer. Sus órdenes incluían instrucciones para protegerse de cualquier amenaza; cuando la cosa disparó una parte de sí misma contra la superficie del planeta, Cinco reajustó algunas de sus fuerzas y lanzó andanadas de plasma de alta temperatura contra el objeto en órbita y contra la cosa más pequeña que penetraba en la atmósfera. Cuando estuvo seguro de que ambas habían dejado de funcionar, Cinco desplegó una tanda de gravifotones para alejar al objeto mayor, y lo puso en una órbita elíptica que lo mantendría a prudente distancia.

Quedaba la parte que había entrado en la atmósfera de Nebo.

A todas luces era demasiado pequeña y primitiva para constituir un peligro. Cinco cogió al objeto que caía en una red de graviescalares y lo bajó a la superficie de Nebo para examinarlo.

Descubrió que el objeto era hueco y contenía algunos objetos extraños que se movían por cuenta propia. No eran de metal. Estaban formados por blandos y húmedos compuestos de carbono, y se comunicaban con sonidos acústicos.

Casi parecían vivos.

Eso representaba un problema para el homúnculo llamado Cinco. Sus instrucciones no habían previsto una situación tan exótica. Si se atrevía a establecer contacto con Wan-To, podría pedirle instrucciones.

Ese contacto tardó en llegar, porque Wan-To no pensaba con frecuencia en Cinco.

Wan-To estaba preocupado. No le gustaba hablar con sus hermanos y rivales, pues corría el riesgo de revelar algún dato estratégico a quien no debía. Pero quería hacer algo interesante.

Sus miles de millones de años de tedio le habían inducido a crear muchos entretenimientos, y uno de ellos era maravillarse. En este sentido, se parecía a esos seres humanos de los que jamás había oído hablar: era insaciablemente curioso.

Una de las cosas que lo maravillaban (como a los humanos) era el universo donde vivía. Wan-To era más afortunado que los humanos en ese aspecto. Podía ver mejor y más lejos que ellos.

Desde luego, Wan-To no podía «ver» sin mediaciones fuera de su propia estrella, porque los comprimidos iones y fragmentos nucleares del centro no permitían que entrara luz externa.

Habría resultado más fácil atisbar a través de láminas de plomo que ver a través de ese denso plasma.

Pensándolo bien, los astrónomos humanos no están en mejor situación. La parte de ellos que se maravilla es el cerebro humano, y el cerebro no puede ver nada. Necesita órganos externos —los ojos— para atrapar los fotones de luz. Ni siquiera los ojos «ven» realmente. Perciben tal como la antena de TV «ve» a Johnny Carson moviendo el lápiz en la pantalla. El ojo humano sólo registra la presencia o ausencia de fotones en cada uno de sus bastoncillos y conos, y comunica esa información, por medio de las neuronas y sus sinapsis, a esa parte del cerebro llamada córtex visual. Allí las imágenes de los bastoncillos y conos se reconstituyen en patrones, punto por punto. La «visión» es un esfuerzo conjunto de los recolectores de fotones, los reconocedores de formas y las partes cognitivas de ese húmedo terrón de células blandas con el cual piensa el ser humano. Lo mismo, en cierto modo, ocurría con Wan-To.

No es sorprendente que el cerebro de Wan-To, muchísimo mayor, alcanzara a percibir mucho más.

Los ojos de Wan-To no tenían el aspecto de ojos humanos. No se parecían a nada; eran simplemente las nubes de partículas, sensibles a todo tipo de radiación, que flotaban fuera de la fotoesfera de la estrella.

A veces le preocupaba tenerlos allí, porque eso implicaba un riesgo. Las nubes detectoras no constituían una parte natural de las estrellas, y uno de sus colegas podía captar la presencia de ellas… y así percibir la presencia de Wan-To. Pero los «ojos» eran tan frágiles y tenues que no resultaban fáciles de detectar. De cualquier modo, Wan-To carecía de alternativas porque necesitaba los ojos para sobrevivir; a fin de cuentas, siempre debía estar alerta, para su defensa y para sus potenciales ventajas. Así que ese pequeño riesgo valía la pena. Le traía la gran recompensa de ayudarle a aplacar su permanente picazón de curiosidad. Así que Wan-To estaba muy complacido, durante largos períodos de tiempo, atisbando la gran extensión cósmica que lo rodeaba y tratando de comprender qué significaba, al igual que esos humanos que jamás había encontrado.

Wan-To no era totalmente ciego a los colores, incluso menos que todos los seres humanos, dadas las limitaciones físicas de sus células y la costumbre de vivir en el fondo de un pozo de aire turbio. No estaba limitado a las frecuencias ópticas. Sus ojos percibían todas las radiaciones electromagnéticas. La diferencia entre los rayos X y el calor le resultaba inferior a la diferencia que perciben los humanos entre el naranja y el azul. Mientras la energía acudiera en fotones de cualquier tipo, Wan-To la registraba.

Eso era muy útil para su mente inquisitiva, a causa del fenómeno del corrimiento al rojo; pues a la larga sólo este fenómeno le indicaba a qué distancia y cuánto tiempo atrás se encontraba lo que él veía.

Wan-To había comprendido que el universo se expandía mucho antes de que Henrietta Leavitt y Arthur Eddington lo dedujeran. Lo hizo de la misma manera. Observó que las líneas brillantes y oscuras de la luz, generadas por elementos ionizados de galaxias distantes, no congeniaban con las líneas del cielo de las galaxias cercanas.

Los humanos las llamaban «líneas de Fraunhofer», y descendían con la distancia. Wan-To no las llamaba así, desde luego, pero sabía qué eran. Se trataba de la luz que un elemento dado producía siempre a una frecuencia determinada cuando uno de sus electrones brincaba a otra órbita alrededor del núcleo atómico. También sabía qué significaba el corrimiento al rojo. Era el efecto Doppler (aunque él no lo llamaba así), causado por el alejamiento del objeto. Cuanto más se corría al rojo, con mayor velocidad se alejaba el cuerpo.

Wan-To había tardado muy poco tiempo (quizás un par de millones de años, apenas un parpadeo) en llenar todas las lagunas de su comprensión y advertir que cuanto más veloces eran los objetos, más alejados estaban. ¡De modo que el universo se expandía! Todo se alejaba de todo lo demás, por todas partes. Como Wan-To sabía que al mirar un objeto a mil millones de años luz de distancia estaba contemplando un pasado de mil millones de años, comprendía que estaba observando la historia del universo.

Todo estaba dispuesto en capas acumuladas, separadas no sólo por el espacio, sino también por el tiempo. Lo que Wan-To percibía en las inmediaciones eran galaxias semejantes a la suya. Contenían miles de millones de estrellas, y mostraban estructuras reconocibles. En general giraban lentamente alrededor de sus centros de gravedad, como las espirales de M-31 en Andrómeda. Algunas albergaban feroces fuentes de radiación en el núcleo, sin duda inmensos agujeros negros. Algunas resultaban relativamente plácidas. Pero en esencia todas se parecían.

Pero eso sólo ocurría con la «capa» reciente. Más lejos las cosas cambiaban.

En un corrimiento al rojo de 1 (seis mil millones de años después del Big Bang, cuando el universo tenía sólo la mitad del tamaño actual, la época del nacimiento de Wan-To), la mayoría de las galaxias parecían haber concluido la etapa de formación de estrellas. Más lejos y antes, las nubes gaseosas aún se apelotonaban en cúmulos que se comprimían sometiéndose a fusión nuclear y se transformaban en estrellas.

En corrimientos al rojo de 3 había cuásares. Allí nacían las galaxias. En el corrimiento al rojo 3, todos los objetos se alejaban de él a casi nueve décimos de la velocidad de la luz y se acercaba el punto donde no se vería nada más porque se aproximaban al «límite óptico», el límite de la distancia y velocidad a la cual el objeto retrocedía, a tal velocidad que la luz jamás llegaría a Wan-To. Y el tiempo que él registraba se acercaba a la era del Big Bang.

Ésa era una región muy interesante. Allí, en las más alejadas capas concéntricas del universo, hallaba el dominio de los borrones azules, los diminutos, tenues y azules objetos que debían de ser galaxias recién nacidas, decenas de miles de millones, tan alejadas que ni siquiera los pacientes ojos de Wan-To lograban discernirlas en formas definidas.

Los borrones azules proponían varios enigmas a la curiosa mente de Wan-To. El primero y más fácil de resolver consistía en por qué los borrones azules eran de ese color. Wan-To halló la respuesta. La luz azul que él recibía provenía de la línea más brillante generada por el átomo de hidrógeno cuando se excita. (A veces esta línea se llamaba línea Lyman-alfa, en honor del primer científico humano que la estudió con detalle, pero Wan-To no le daba este nombre.) En su origen, esa línea no era visible para los ojos humanos; estaba en el extremo del ultravioleta. Pero en un corrimiento al rojo 3 o 4 terminaba por parecer azul.

La mayor pregunta era qué había más allá de los borrones azules. Y —Wan-To lo reconocía con fastidio— eso era algo que no podría descubrir con la vista. No sólo por la distancia, que llegaba al límite óptico, sino porque no existiría nada para ver. Mientras las nubes de gas que formaban galaxias no sufrieran un colapso, no emitían radiación.

Wan-To se movió en su tibio y acogedor núcleo, muy descontento de que las leyes naturales le impidieran averiguarlo todo. ¡Tenía que haber algún modo! Si no de ver, al menos de deducir. Existían todo tipo de pistas, si tan sólo tuviera el ingenio para comprenderlas…

Entonces llegó la llamada que lo interrumpió.

¡Qué fastidio! Para colmo, no tenía el menor interés en hablar con sus hermanos.

Pero entonces comprendió, atónito, que la llamada no procedía de un hermano. Era esa despreciable inteligencia inferior, su Copia de Materia Número Cinco, que había tenido el increíble descaro de llamarlo.

Incluso el vasto intelecto de Wan-To tardó un rato en comprender lo que Cinco intentaba decirle. No, insistía Cinco, el objeto que había destruido no era una de esas cosas de materia inanimada como los cometas o asteroides. Era un artefacto. Tenía propulsión. Contaba con su propia fuente de energía, la cual, había determinado Cinco, provenía de algo que era muy raro en el universo inanimado.

La energía del artefacto derivaba de la antimateria.

¡Antimateria! Wan-To se quedó atónito. Ni siquiera Wan-To había experimentado personalmente la presencia de la antimateria, aunque desde luego había comprendido tiempo atrás que podía existir y que en raras ocasiones se producía en dosis ínfimas y fugaces. Sin embargo, eso no era lo más sorprendente. Aún más extraño era el informe de Cinco acerca de esas entidades pequeñas e independientes —compuestas de materia— que habían descendido a la superficie del planeta en un contenedor lanzado por el artefacto grande. Y todavía estaban allí.

Wan-To olvidó el resentimiento que le había causado el descaro de Cinco al llamarlo. Esta novedad resultaba demasiado interesante.

Carecía de importancia, desde luego. Esas criaturas diminutas y limitadas no podían afectar los intereses de Wan-To, por no mencionar que había en ellas algo que Wan-To encontraba desagradable, extraño, repugnante. No le resultaba fácil comprender cómo podían estar vivas.

Desde luego, los humanos se habrían enfrentado a las mismas dificultades para comprender a Wan-To. Las razones habrían sido similares, aunque de signo inverso. El universo perceptivo de las criaturas de materia como los seres humanos era newtoniano; el de Wan-To era relativista y cuántico. La perspectiva newtoniana resultaba tan instintivamente ajena a Wan-To como la mecánica cuántica para los humanos, porque él mismo podía considerarse un fenómeno cuántico. Ni siquiera las partículas más estrafalarias le resultaban extrañas, porque constituían su estofa y su hábitat. Las examinaba tal como un bebé humano investiga sus propios dedos, y de la misma manera, con todos sus sentidos, tal como el bebé que se los mira, se los toca, los flexiona e intenta ponérselos en la boca.

Pero cuando esas partículas perdían velocidad y sus energías se estancaban —cuando se congelaban en «materia» sólida—, le resultaban muy desagradables.

Le parecía extraño que su análogo de Nebo no compartiera este rechazo hacia esas cosas asquerosamente sólidas. Peor aún. Esas eran las cosas pequeñas y activas que se habían presentado sin previo aviso en la superficie del planeta, y el doble admitía humildemente que no las había destruido, sino que las ayudaba a sobrevivir.

—Pero acabas de decirme que dañaste al objeto donde venían —objetó Wan-To con incredulidad.

—Sí, en efecto, y también lo alejé de mí —confirmó el doble—. Pero eso fue porque contenía antimateria y generaba fuerzas que podían haber puesto en peligro mi misión. Estas criaturas más pequeñas son inofensivas.

—No sirven para nada —rezongó Wan-To. El doble guardó un respetuoso silencio. Wan-To caviló un instante—. ¿Estás seguro de que el objeto que contiene antimateria no presenta ningún problema?

—Por supuesto. Ahora está en una órbita que lo mantendrá alejado de este planeta y no tiene capacidad para cambiar esa órbita. —El doble titubeó, luego continuó humildemente—. Tú me has enseñado a ser curioso. Estas cosas de «materia viviente» resultaban interesantes. ¿Continúo observándolas?

—¿Por qué no? —accedió Wan-To, e interrumpió la conversación. Ese doble era un estúpido. Wan-To decidió que nunca más haría una copia de materia; resultaba aburrido hablar con ellas.

Se preguntó por un instante por qué el doble se molestaba con esas cosas, luego olvidó el asunto.

Wan-To nunca pensó que incluso el doble podía desear algún tipo de compañía. Wan-To nunca había oído hablar de «mascotas».

Sin embargo, la soledad de Wan-To no cesaba, y cuando su núcleo reverberó con la llamada de uno de sus «parientes» menos amenazadores, Pooketih, Wan-To respondió.

—Dime, Pooketih —dijo—, ¿alguna vez has encontrado seres hechos de materia?

—No, Wan-To —respondió Pooketih, pero luego, para sorpresa de Wan-To, añadió—: Pero Floom-eppit sí, creo. Podrías preguntárselo a él.

Wan-To calló un instante. Sabía que no podía preguntarle nada a Floom-eppit porque hacía tiempo que Floom-eppit no respondía a las llamadas de nadie. Una de las primeras bajas, sin duda.

—Cuéntame qué dijo Floom-eppit —ordenó.

—Lo intentaré, Wan-To. Fue sólo una mención, cuando nos preguntábamos por qué estallaban tantas estrellas. Comentó que se había topado con seres vivos hechos de materia en uno de los objetos sólidos que rodeaban la estrella donde residió por un tiempo. Dijo que lo molestaban, así que se mudó.

—¿Simplemente se mudó?

—Bueno —murmuró Pooketih—, desde luego fulminó esa estrella. Los consideraba una molestia y resultó fácil deshacerse del problema. —Pooketih vaciló—. Wan-To, he tenido un pensamiento. ¿Es posible que cuando Floom-eppit fulminó esa estrella uno de nosotros lo considerase un acto hostil?

—¿Quién sería tan estúpido? —preguntó Wan-To, pero conocía la respuesta.

También la conocía Pooketih.

—A algunos de nosotros nos hiciste muy estúpidos, Wan-To —observó—. Tal vez uno de nosotros pensó que otro intentaba matarlo. ¿Por qué uno de nosotros supondría eso, Wan-To?

Wan-To reflexionó. Parecía una pregunta seria. ¿Se escondería cierta malicia detrás de ella?

No sabía cuánta astucia tendría Pooketih. Sin duda Pooketih no era uno de los miembros más listos de la tribu de Wan-To. Cuando creó a Pooketih, Wan-To ya había detectado inquietantes signos de insolencia en Haigh-tik, Gorrrk y Mromm. Sin duda la insolencia constituía la primera etapa de la insurrección.

Era muy probable, había pensado Wan-To, que uno de esos milenios tuviera que tomar medidas contra ellos. Así que al crear a Pooketih y sus últimos retoños, optó por no legarles parte de sus conocimientos y de su afán competitivo. (Sin embargo, incluso lo poco que les había legado quizá bastara para representar un peligro.)

—Nada en el universo puede causarnos daño, salvo nosotros mismos —comentó cautamente Wan-To—. Supongo que el conocimiento de que puedes ser destruido por alguien puede impulsarte a pensar en acabar con él primero… así razonan ciertas mentes.

—¿Así razona mi mente, Wan-To?

—No a propósito —dijo hurañamente Wan-To.

—¿Y la tuya?

Wan-To titubeó y casi pensó en revelar la verdad a Pooketih. Pero la cautela anuló este impulso.

—Yo te he creado —señaló—. Os he creado a todos vosotros porque deseaba vuestra compañía. Os echaría de menos si os fuerais.

—Puedes crear a otros —objetó Pooketih con tristeza. Sin duda. Wan-To guardó silencio. Pooketih continuó con pesadumbre:

—Era tan agradable cuando generaste mis patrones. ¡Yo sabía tan poco! Todo lo que me decías era una grata sorpresa. Recuerdo la vez que me contaste cómo era tu estrella, y lo diferente que era de la mía.

De pronto Wan-To se inquietó.

—Ésa era otra estrella —se apresuró a decir—. Después me mudé.

—Oh sí, también yo, varias veces. ¡Pero eso resultaba tan interesante, Wan-To! Ojalá me contaras de nuevo más cosas.

Wan-To se sintió definitivamente incómodo.

—No quiero hablar de eso ahora —respondió con brusquedad.

—Entonces, háblame de otra cosa —suplicó Pooketih—. Cuéntame, por ejemplo, por qué algunos grupos de estrellas han cambiado repentinamente de curso alejándose de nosotros.

Wan-To ya no se sentía incómodo. Ahora estaba convencido de que Pooketih, a su manera estúpida e inocente, buscaba una información que no debía tener.

—Ah —exclamó con voz taimada—, claro que sería interesante saberlo, Pooketih. Quizá puedas averiguarlo. Inténtalo, Pooketih, y luego explícamelo.

Wan-To puso fin a la conversación y reflexionó. ¿Era posible que Pooketih tuviera cierta astucia, a pesar de todo?

Con pesar, Wan-To decidió que debía despachar a Pooketih. Claro que eso no resultaría fácil, porque el mismo Wan-To no estaba a salvo. Cuando estallaron cinco estrellas consecutivas de su propio tipo, con masas estelares de 0,94 a 1,12, Wan-To tuvo miedo por primera vez en su larga vida.

La semejanza entre esas estrellas y la suya no podía ser una coincidencia. Alguna de sus copias había deducido ciertas características de la estrella de Wan-To y había iniciado una campaña sistemática de destrucción. Alguien disparaba contra él con fuego de sondeo.

Siempre le quedaba la alternativa de la fuga. Podía abandonar su estrella y mudarse a otra. Podía escoger una estrella improbable, como una enana roja, o una de esas perecederas Wolf-Rayet. Ninguna de las dos resultaba atractiva como morada permanente. La estrella enana era demasiado sofocante, la enorme estrella joven, inestable en exceso. Pero ésa era exactamente la razón por la cual nadie lo buscaría allí.

El problema consistía en llegar allí. Debía abandonar el refugio de su estrella y lanzarse como patrón puro de energía, desnudo y desprotegido como un crustáceo terrícola al cambiar de caparazón, para cruzar el vacío interestelar. El peligro no duraría mucho. Resultaría difícil localizarlo. Era muy probable que llegara al final del viaje y pudiera ocultarse antes de que sus hermanos detectaran su presencia. Las probabilidades de supervivencia eran por lo menos de cien contra uno.

Una probabilidad sobre cien era demasiado riesgo. Sobre todo, pensó complacido Wan-To, porque aún tenía algunos ases en la manga.

Por un tiempo Wan-To estuvo muy atareado. Estaba preparando otra copia de sí mismo.

La práctica, pensó Wan-To, contribuía a la perfección. Esta vez haría la persona que necesitaba, sin rasgos potencialmente peligrosos. Además extirpó con sumo cuidado ciertos recuerdos; esta copia jamás le causaría problemas.

Para ello, Wan-To tuvo que escrutar cada parte de sus depósitos de memoria. Copiar un patrón aquí, tachar otro allá; era como un experto en informática tratando de adaptar un programa de control de tráfico aéreo para defensa contra misiles balísticos. Tardó mucho, pues había millones de años de recuerdos en los depósitos de Wan-To, y durante todo ese tiempo Wan-To no podía permitirse interrupciones. Así que canceló la mayoría de sus sistemas de observación, enmudeció las llamadas de sus parientes e incluso cerró la comunicación con el doble del planeta Nebo. (En cierto sentido, esto fue una lástima, pero Wan-To lo ignoraba.) Se consagró por completo a la construcción del nuevo ser, y cuando hubo terminado sus patrones, lo activó con orgullo y esperanza.

El nuevo ser se movió y miró alrededor.

—¿Quién eres? —preguntó. Y, casi al mismo tiempo—: Más importante aún, ¿quién soy yo?

—Yo soy Wan-To, a quien amas y deseas bien —le reveló Wan-To—. Tu nombre también es Wan-To.

—¡Pero no podemos usar ambos el mismo nombre!

—Sin embargo, así es —le informó Wan-To—. Desde luego, entre nosotros utilizaremos otro nombre, de lo contrario todo sería muy confuso. Así pues, entre nosotros… te llamaré «Viajero».

—No me parece un nombre apropiado —se quejó Viajero—. ¿Eso significa que voy a alguna parte?

—Qué inteligente eres —exclamó Wan-To con orgullo—. Sí. Abandonarás esta estrella y te instalarás en otra, lejos de aquí.

—¿Por qué?

—Porque ninguna estrella tiene tamaño suficiente para nosotros dos —explicó Wan-To—. ¿No te sientes sofocado? Yo, sí. Seremos mucho más felices cuando tengas tu propia estrella.

Viajero caviló.

—No me siento feliz, sólo confundido —se lamentó—. ¿Por qué, Wan-To? ¿Por qué no recuerdo para qué me has creado?

—Aún eres muy joven —replicó Wan-To—. Por supuesto, todavía estás aprendiendo. Tendrás que ir a una estrella propia para desarrollarte bien, y lo harás de inmediato.

—¿De verdad? —gimió la copia—. ¡Pero, Wan-To, me sentiré solo!

—¡En absoluto! —exclamó Wan-To—. Ésta es la mejor parte, Viajero. Verás, en cuanto te marches, activarás tus sistemas de comunicación… ¿Sabes dónde están?

—Sí —confirmó la copia al cabo de un momento—. Los he encontrado. ¿Lo hago ahora?

—¡No, no! —se apresuró a decir Wan-To—. ¡No ahora! Cuando estés en camino. Llamarás a todos tus nuevos amigos, quienes ansían conocerte, Haigh-tik, Pooketih y Mromm. Simplemente les dirás: «Hola, habla Wan-To.»

—¿Sólo eso? —preguntó dubitativamente la copia.

—No —añadió juiciosamente Wan-To—. También les informarás exactamente de dónde estás. Encontrarás esta información en tus archivos. Luego, Viajero, y esto es lo más importante, luego te olvidarás de que existo. Tú serás Wan-To.

—No sé cómo hacerlo —gimió la copia.

—No tienes que hacerlo —le aseguró Wan-To—. Verás que ya me he encargado de ello. Cuando dejes esta estrella, no recordarás nada acerca de ella ni de mí. Y luego —prometió pomposamente Wan-To— tus nuevos amigos te dirán cuanto necesites saber. Ellos responderán a todas tus preguntas. Ve ahora, Viajero. Te deseo una feliz travesía.

Cuando el último sensor le informó acerca del estallido de un vector de bosones a pocos años luz de distancia, Wan-To comenzó a sentirse más tranquilo. El señuelo los había engañado. La destrucción de estrellas G-3 cesaría.

Ahora sólo debía esperar a que los demás se hubieran exterminado. Tal vez mucho tiempo.

Como Viktor y Reesa, en otro tiempo y otro lugar, Wan-To ignoraba cuánto duraría la espera.