12

El viaje hasta Nebo era largo, ciento veinte penosos días, un período difícil para cualquier grupo de gente condenado a la mutua compañía. La travesía fue sombría para Viktor.

Una negra preocupación comenzó a abatirlo cuando abandonaron la órbita baja de Nuevo Hogar del Hombre. Empeoró, Primero fue la radio: las sorprendidas, frenéticas, furibundas llamadas que llegaban desde la superficie. Resultó incómodo cuando Edwina empezó a suplicarle, y se agravó aún más cuando su hermana pasó el micrófono a la pequeña Tanya. Esa vocecita dulce, preocupada y plañidera sonaba desgarradora. «¿Mamá? ¿Papá Jake? ¿Papá Viktor? ¿Por qué no volvéis a casa?» Reesa se refugió en un compartimiento oscuro y vacío, y lloraba desconsoladamente cuando Viktor la encontró. Luego se encerró en sí misma, negándose a hablar. Además, Reesa no era la única. Todos tenían dudas; todos se mostraban irritables y quisquillosos. Cuando el capitán Rodericks condujo el Arca a su órbita de aparcamiento alrededor de Nebo y la nave de descenso estuvo preparada para llevar un grupo a la superficie, casi nadie hablaba con nadie.

En su negra nube de preocupación, Viktor seguía dándole vueltas a esa decisión, repitiéndose las mismas preguntas. ¿Los niños los necesitaban realmente en casa? Bien, claro que sí, pero… ¿Y la gente, los necesitaba allá? ¿Acaso no tenían el deber de acompañarlos, compartiendo las secuencias de aquella imprevista, inexplicable y nueva calamidad que quizá amenazara la supervivencia misma de la colonia? Bien, quizá fuera así, pero…

¡Pero estaban haciendo lo necesario! Debían averiguar lo que sucedía en Nebo, ¿o no?

Además, aunque no lo consiguieran, si todo se reducía a una locura criminal, era demasiado tarde para esas preguntas. No podían retroceder.

El otro aspecto de la nube negra de Viktor eran sus desdichadas relaciones con Reesa. Algo había salido muy mal. En esos ciento veinte días no hicieron el amor ni una sola vez. Desde luego, no podían gozar de intimidad en esa nave despanzurrada. Por otra parte, el capitán Rodericks (quien tomaba como artículo de fe que sólo una tripulación atareada era una tripulación feliz, por ridícula que resultara la palabra «feliz» en esas circunstancias) había elaborado, con el respaldo del capitán Bu, una compleja rutina de ejercicios y prácticas de emergencia, y todos acababan exhaustos. Sin embargo, Reesa ni siquiera hablaba con Viktor. La situación resultaba aún más inaceptable porque su esposa sí hablaba con otras personas, y una de ellas era Jake Lundy. A todas las dudas y aprensiones de Viktor se sumaba algo de lo que nunca se habría creído capaz. Estaba celoso.

Cuatro personas bajarían a la superficie de Nebo en la nave de descenso. Nadie se ofreció pero tampoco rehusó nadie. Lo echaron a suertes.

Jake Lundy resultó ser uno de los elegidos. Viktor no se alegró, pero tampoco sufrió demasiada angustia.

—Estaremos preparados para todo —había declarado el capitán Rodericks, y prácticamente lo estaban. Contaban con planes para cualquier contingencia que se pudiera imaginar. Se inventaron emergencias. Se diseñaron planes para afrontarlas. Todos los días, en ocasiones más de una vez al día, sin previo aviso, había un ejercicio a bordo. Una y otra vez la tripulación ensayó lo que debía hacer en caso de repentina pérdida de aire (calzarse el casco sobre el traje ya puesto), corte de energía (baterías de emergencia constantemente recargadas), muerte repentina o incapacidad de cualquier tripulante (sustitutos para cada puesto, todo el mundo entrenado para hacer todo).

—¿Qué demonios cree usted que ocurrirá? —preguntó Viktor, harto y fatigado.

Rodericks meneó la cabeza y ordenó:

—¡Adelante! ¡Practicad de nuevo cómo reparar esa filtración! El modo de afrontar las emergencias consiste en preverlas de antemano, sólo así es posible sobrevivir.

Cuando no realizaban ejercicios agotadores, aprovisionaban la cápsula de descenso. Eso no resultaba fácil, porque en el Arca no quedaban muchos suministros, pero se despojaron de todo para que la cápsula llevara lo necesario. Equipo de comunicaciones. Equipo de grabación (el capitán Bu incluso desmanteló el viejo cuaderno de bitácora para que lo colocaran a bordo de la pequeña nave). Ropa fresca, ropa de abrigo. No sabían qué encontrarían. Alimentos secos de las antiguas raciones de emergencia. Alimentos frescos (recién descongelados) de las cápsulas de la sección criónica. Esa era una de las principales tareas de Viktor: rescatar todo lo que pareciera comestible en las viejas cápsulas (¡qué extrañas le parecían, qué diferentes de las del Mayflower! Y semejaban vainas, apiladas en pasillos que no eran más fríos que el resto de la nave. ¡Qué pésimo modo de diseñarlas!). Luego añadieron sacos plásticos con agua, linternas, contadores Geiger, visores infrarrojos, cámaras, todo lo que se pudiera desprender de los recursos de la vieja nave y de las pertenencias personales de los tripulantes. Todo fue a bordo. Incluidos cuatro rifles. El capitán Rodericks los sacó de un depósito olvidado, no porque nadie esperara encontrar nada a que disparar, sino porque el capitán Rodericks insistió.

Por fin llegaron. La cápsula estaba atiborrada. Sólo restaba efectuar el lanzamiento.

Durante la larga travesía, los sensores del Arca se habían concentrado en un solo blanco, el planeta que pensaban invadir. Lo que los tripulantes del Arca descubrieron en la superficie del planeta misterioso dependía de cómo lo mirasen. Había poco que ver a través de los enlaces de fibra óptica de los telescopios externos. La capa de nubes se interponía: blanca y chata de día, negra y opaca cuando la órbita los llevaba al lado nocturno del planeta, excepto por algunas manchas donde algo rutilante lanzaba un resplandor rojizo contra las nubes.

Los instrumentos les proporcionaban muchos más datos. Hacía tiempo que detectaban emisiones en gran escala en la superficie: rayos gamma, rayos X, estática de radio. Los sensores infrarrojos mostraban las claras fuentes calóricas debajo de las nubes. El radar era el más útil de todos. El diagrama de radar cobraba más detalle cada día. Las imágenes se desplegaban como hologramas y mostraban varias estructuras de bordes cortantes. Eran objetos chatos y anchos que parecían edificios, y también objetos con forma de trompa, como el altavoz de un antiguo fonógrafo acústico, todas aparentemente orientadas hacia el sol que se enfriaba. Había estructuras metálicas semejantes a caparazones de tortuga, y de dos clases. Algunas aparecían rodeadas por protuberancias semejantes a antenas, otras por conglomerados puntiagudos de metal espiralado, como pararrayos Art Deco.

Los sensores no detectaban ningún movimiento. Nada parecía efectuar ninguna acción física en la superficie de Nebo. El capitán Rodericks, al insistir en el uso de las armas, argumentó que debía haber alguna forma de vida allá abajo. ¿De qué otro modo explicarían las máquinas? ¿Se podían haber construido solas? Sin embargo, no detectaban indicios de los movimientos que se asociaban con la vida, sobre todo con la vida civilizada y tecnológica: nada similar a camiones, aviones, trenes, nada que recordara algo que pudiera albergar a quien hubiera construido las estructuras de metal. No había el menor indicio de algo que viviera ni se moviera.

No obstante, cuando Viktor estudió el radar dijo:

—Aunque no los vemos, creo que tiene usted razón, capitán Rodericks. Es evidente que hay alguien allá abajo. —Y luego añadió—: Mi padre tenía razón.

—¿Tu padre tenía razón en qué? —ladró el capitán—. ¿Sabes qué son esas cosas?

Viktor apartó la vista de la pantalla.

—No sé qué son —replicó, dominando su mal genio—, pero veo lo que hacen. Mi padre siempre pensó que Nebo y los acontecimientos astronómicos estaban relacionados. ¡Salta a la vista que lo están! Mire esas antenas. ¡Todas apuntan hacia el sol!

Jake Lundy se levantó. Miró de soslayo a Viktor y se acercó a estudiar la proyección.

Luego se volvió con una sonrisa. No era una sonrisa de alegría sino de alivio, la sonrisa de alguien que ha resuelto una duda difícil.

—Creo que eso decide el primer lugar de aterrizaje. Investigaremos esos objetos.

En la penúltima órbita celebraron una cena de despedida para los cuatro elegidos. No comieron manjares. Los alimentos venían de los antiguos depósitos criónicos del Arca, donde se habían guardado por su valor como especímenes biológicos, no para gourmets epicúreos. Pero lograron preparar un guisado de maíz y guisantes, y el plato fuerte consistió en el último ejemplar de una especie de oveja enana, asada.

El capitán Bu pronunció una breve y reverente plegaria. No hubo vino ni tampoco mucha conversación. Una vez Bu apartó los ojos del plato y dijo, para nadie en particular:

—La cápsula tiene que regresar. De lo contrario no tendremos medios para descender a la superficie de Nuevo Hogar del Hombre.

Jake Lundy rió.

—¿Qué pasa, capitán? ¿Teme que lo dejen abandonado en el Arca, por llevarse la nave? —Eso era obviamente lo que pensaba Bu, así que Jake se encogió de hombros y cambió de tema—. Es una lástima —comentó, mascando una chuleta—. Ninguna de estas razas vivirá ahora en Nuevo Hogar del Hombre.

La pequeña Luo Fah, que también había sacado uno de los cuatro puestos del sorteo, se levantó.

—No tengo hambre —declaró—. ¿Tenemos que esperar otra órbita más? ¿No podemos lanzar la cápsula ahora?

De pronto los hechos se precipitaron. Los cuatro se levantaron. Algunos se desperezaron. Otros bostezaron. Algunos se frotaron la barbilla, o estrecharon la mano de los demás. Lundy, tras echar una rápida e indiferente mirada a Viktor, abrazó a Reesa y la besó. (No fue ella quien lo provocó, pero tampoco opuso la menor resistencia, según observó Viktor.) Luego desfilaron lentamente hasta la cápsula y la cerraron. Viktor y otros dos cerraron las compuertas internas y se replegaron a la sala de control, donde el capitán Rodericks se comunicaba por radio con la cápsula mientras observaba la proyección del curso. El pequeño punto que era el Arca se arrastraba sobre la faz del planeta Nebo. El capitán Bu carraspeó, mirando en torno, y se puso a orar en voz alta.

—Dios Todopoderoso, juez omnipresente y eterno amo de todos nosotros, te ruego que cuides de nuestros amigos, que se embarcan en esta peligrosa misión a tu servicio…

—¡Lanzamiento! —gritó el capitán Rodericks. La nave se sacudió ligeramente y la cápsula partió.

Por el micrófono de la radio, la neutra voz de Jake Lundy comunicaba regularmente la distancia, la altitud y la velocidad. En el radar de navegación, la cápsula aparecía como una mancha roja y brillante que se rezagaba. Cuando abandonó la sombra de Nebo, los instrumentos ópticos también la detectaron, un destello metálico hundiéndose en la atmósfera de Nebo. Todos observaban, el capitán Rodericks encorvado sobre los controles, el capitán Bu con los ojos fijos en los tubos de fibra óptica, todos los demás contemplando las pantallas de pared.

Viktor sintió que Reesa le cogía la mano.

No respondió. No se apartó, pero dejó la mano floja.

Ella se volvió para mirarlo.

—¿Hay algún problema? —preguntó.

Él conservó su mutismo. Ni siquiera se dignó mirarla. Clavaba los ojos en la pantalla.

—Vamos, Viktor —instó ella con voz huraña—. ¿Estás ofendido porque di un beso de despedida a Jake Lundy? ¡Demonios! ¡Su vida peligra! ¡Habría besado al mismo Rodericks si hubiera ido él!

Viktor la miró de soslayo.

—¿También habrías ido a un rincón a cuchichear con Rodericks todo el tiempo?

—¡Viktor! ¿De qué demonios hablas? ¿Estás celoso?

—Pensé que eras mi esposa, no la de Jake.

—¡Soy tu esposa, qué diablos! No te pertenezco. ¡Pero por supuesto que soy tu esposa!

—Se supone que una esposa es fiel al marido —señaló Viktor—. Tú conviniste en ello.

—¡Viktor! —protestó ella con furia—. ¿Qué crees que hacíamos? Él quería hablar con alguien… ¿Quién mejor que yo? Oh, Viktor, eres un hombre obsceno y desconfiado. No quiero hablar de ello ahora. No deseo hablar contigo. Tendremos que arreglarlo después.

—Ya lo creo —refunfuñó Viktor. Pero ninguno de los dos sabía cuándo llegaría ese «después».

Bu soltó un grito de alarma y furia que los distrajo de la discusión.

—¡La cápsula ha recibido un impacto! —exclamó, y los demás también gritaron. De pronto todo se alborotó.

Las comunicaciones por la radio de la cápsula cesaron de golpe, y un gorjeo violento llenó los micrófonos.

En la pantalla fosforescente parpadeó una intensa luz rojiza que llegaba de la superficie del planeta, más brillante de lo que jamás habían visto en una pantalla, tan intensa que el aparato se desconectó en una autodefensa automática.

El Arca se sacudió como arrollada por un camión.

El capitán Bu, que miraba por el periscopio de fibra óptica, chilló de dolor cuando el intolerable resplandor le dio en los ojos sin pasar por ningún filtro electrónico. La voz metálica del sistema de advertencia de la nave gritó a espaldas de Viktor: Control de sensores perdido. Control de sensores perdido. Control… Al mismo tiempo, otra voz de máquina, más profunda y tranquila, anunció: Controles de impulsores fuera de servicio, mientras una tercera exclamaba: Disfunción de sistemas.

Todos los sistemas de emergencia del Arca anunciaban problemas al mismo tiempo. Otro crujido, y otro, y el Arca se bamboleó. Todos echaron a volar mientras otra alarma gritaban ¡Descenso de presión de aire!

Sin duda era cierto. En alguna parte se oía el chillido del aire que escapaba. A Viktor le zumbaban los oídos. Le dolieron los pulmones hasta que exhaló, y cuando trató de inhalar estaba jadeando. Sentía una presión tenue pero temible detrás de los ojos.

Reesa estaba tratando de ayudar al gimiente y deslumbrado capitán Bu.

—¡Alguien nos está disparando! —resolló—. ¡Cielos! ¡Esa pobre gente de la cápsula! ¡Jake nunca regresará!

Incluso en este instante de terror, Viktor le oyó pronunciar ese nombre.

—Pongámonos los trajes espaciales —exclamó Viktor, y luego se maldijo. ¿Qué trajes espaciales? Todos habían ido a la superficie con la patrulla de aterrizaje.

El capitán Bu conservó la cabeza a pesar del terrible dolor. Se cubrió los ojos lastimados con las manos y gritó órdenes, instrucciones, pidiendo que le informaran de lo que sucedía.

Había un procedimiento metódico para los episodios de pérdida de aire. El ejercicio suponía que toda la tripulación estaría presente para pegar los autoadhesivos y activar las puertas herméticas, y además estaba preparado para un Arca muy diferente, un Arca que no existía desde hacía décadas, un Arca con todas las piezas intactas. Al haber arrancado tantos componentes de la nave, para quemarlas en los reactores de antimateria o lanzarlas a la superficie de Nuevo Hogar del Hombre, muchos espacios de almacenaje se habían perdido o desplazado, y el inesperado ataque de Nebo empeoraba los daños. Los compartimientos donde se guardaban los autoadhesivos de reparación ya no existían.

Por otra parte, ya no importaba. Los autoadhesivos no bastarían. El Arca no sólo estaba agujereada, sino desgarrada por las descargas. La sección del casco donde estaban montados los instrumentos ópticos habían volado; la nave estaba tan ciega como el capitán Bu. En otra parte había estallado el combustible del impulsor. La quilla se había combado en el centro; las puertas herméticas ya no eran tales. La única parte que aún conservaba cierta integridad era el viejo compartimiento congelador. Jadeando en la atmósfera cada vez menos densa, Reesa y Viktor arrastraron al maltrecho capitán por la compuerta que conducía al sector criónico y la cerraron.

—¡Espera! —exclamó Viktor—. ¿Qué hay de Rodericks y los demás?

—¿No lo has visto? ¡Están muertos! ¡Cierra esa compuerta! —exclamó Reesa. Viktor la trabó justo a tiempo. El aire del sector criónico era escaso, pero al menos la presión permanecía estable.

—Si esos disparos dieran en la antimateria… —susurró Reesa, sin terminar la oración.

Si quien les disparaba desde la superficie atacaba de nuevo y acertaba en el compartimiento de antimateria, ya nada importaría. No quedaba mucha antimateria en la cámara de combustible del Arca, pero si eso se soltaba, la nave se transformaría en una nube de iones.

Reesa se volvió hacia el ciego Bu, mientras Viktor paseaba inquieto por el compartimiento, buscando algo sin saber qué. ¿Un arma? El atacante estaba en la superficie. Nadie había soñado que el Arca necesitaría alguna vez armas de largo alcance.

Y nadie había soñado que algo intentaría matarlos desde la superficie de Nebo. Viktor se preguntó si algún tripulante de la cápsula habría sobrevivido. Lo más probable era que todos hubieran muerto y que pronto Reesa, Bu y él mismo corrieran la misma suerte.

Entonces tuvo una idea. El Arca sí tenía un arma contundente…

Regresó hacia Reesa, quien trataba de encontrar algo para vendar los abrasados ojos de Bu Wangzha.

—¡Nosotros podemos hacer saltar la antimateria! —exclamó.

Reesa se volvió para mirarlo.

—La radiación —explicó Viktor—. Si soltamos la antimateria, la radiación borraría medio planeta.

Reesa lo miraba con incredulidad, pero no tuvo que responder. El capitán Bu habló.

—Suéltame, Reesa —pidió, con voz normal. Se incorporó, las manos sobre los ojos destruidos. Aspiró un instante y dijo—: Viktor, no seas tonto. En primer lugar, estamos aislados de los controles. No hay aire allí. Y de cualquier modo no debemos hacer estallar el planeta.

Viktor apartó los ojos de aquellas espantosas cuencas oculares.

—¡Al menos los lastimaríamos! —bramó.

Bu meneó la cabeza.

—No podríamos destruir todo el planeta. A lo sumo demostraríamos que somos peligrosos, y entonces quizás ellos decidirían que las gentes de Nuevo Hogar del Hombre deben pagar por nuestro acto. ¿Cómo podrían defenderse contra alguien que tiene esos haces láser?

—¿Cómo podrían defenderse ahora? —se burló Viktor.

—No muy bien —concedió Bu—, pero mejor que nosotros aquí. El aire no durará para siempre, y no hay modo de escapar de este lugar.

—¡Así que estamos muertos! —rugió Viktor.

Bu le clavó los ojos ciegos. Viktor eludió esa mirada, pero el capitán sonreía.

—Si estás muerto —declaró—, bien puedes estar congelado.

—¿Qué?

—Los congeladores aún funcionan, ¿verdad? Aunque esté ciego, creo que puedo congelaros a los dos.

—¡Capitán! —jadeó Reesa—. ¡No! ¿Qué le ocurriría a usted?

—Exactamente lo que nos ocurrirá a todos si no hacemos nada —manifestó con calma el capitán Bu—. Congelados, tendréis una oportunidad de sobrevivir hasta… —Se encogió de hombros—. De sobrevivir un tiempo, al menos. No os preocupéis por mí. Es deber del capitán ser el último en partir… y de todos modos, yo tengo fe. El Señor prometió la salvación y el júbilo eterno en el cielo. Sé que Él decía la verdad. —Hizo una mueca de dolor, y luego habló con voz urgente—. ¡Pronto! Sacad las cajas de preparación y el resto del equipo de congelación, y mostradme dónde está todo. Si vosotros comenzáis, creo que podré terminar la tarea al tacto.

—¿Está seguro? —preguntó Reesa dubitativamente, pero Viktor le cogió el brazo.

—Si él no logra hacerlo, ¿qué podemos perder? —preguntó—. Tenga, Bu. Aquí está el perfusor, éstas son las salidas de gas…

Entonces dejó que ese hombre ciego realizara su trabajo a tientas, mientras el casco de la vieja nave vibraba con nuevos estallidos o los chorros de los cohetes de dirección. Era la única oportunidad que tenían, aunque no muy prometedora. Todo andaba mal, muy mal…

Y andaba mal, peor aún, cuando abrió los ojos legañosos y doloridos y vio a una mujer pelirroja con capucha negra. Sólo comprendió que era su esposa cuando ella dijo:

—De acuerdo, Viktor, ¿puedes levantarte?

—Tú no eres el capitán Bu —musitó Viktor.

—Claro que no —sollozó ella—. ¡Oh, Viktor, despierta! Hace siglos que el capitán Bu murió, que todos murieron. Han transcurrido cuatrocientos años.