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El quinto doble de Wan-To no tenía nombre. No era tan importante. Wan-To lo denominaba simplemente Copia de Materia Número Cinco. Sin embargo, Cinco era muy importante para los restos de la especie humana en Nuevo Hogar del Hombre, pues era quien se había instalado en el abrasado planeta que los habitantes de Hogar denominaban Nebo.

Aunque Cinco era diminuto, primitivo y estúpido según los haremos de Wan-To, su capacidad le permitía obedecer todo lo que Wan-To ordenara. Incluso era capaz de deducir cuestiones que Wan-To nunca se había molestado en resolver.

Hay una anécdota humana que describe muy bien esta situación. El problema: un teniente militar humano tiene la tarea de erigir un mástil de diez metros cuando dispone sólo de una cuerda de siete metros y carece de máquinas para ese propósito. ¿Qué hace? La respuesta: llama al suboficial de más graduación y le ordena: «Sargento, suba ese mástil».

Así que cuando Cinco recibió sus órdenes, puso en marcha su ingenio para cumplirlas.

Tenía que empezar desde cero. Carecía de experiencia en ese ambiente exótico (no contaba con ninguna experiencia, excepto las que Wan-To le había implantado en la memoria). No se dejó amedrentar por las extrañas características de ese «planeta». (¡Materia sólida! ¡Y «atmósfera»! Cinco comprendía bien el concepto de gas, pero esos gases resultaban increíblemente fríos, con poco más de novecientos Kelvin.) Luego, la tarea de manipular materia no era fácil. Existían muchas clases de materia. Estaban esas cosas llamadas «elementos» y todas sus combinaciones moleculares y variaciones isotópicas y relaciones interactuantes. Un trabajo desagradable, sin duda. Pero alguien debía realizarlo. Así lo había decretado Wan-To.

Lo primero que Cinco tuvo que hacer, valiéndose de su control de las fuerzas magnéticas y electrostáticas, y su limitado (pero adecuado) suministro de partículas gravitatorias, fue una simple excavación. Arrancó gran cantidad de materia —un revoltijo lleno de cosas que Cinco no necesitaba— de la superficie del planeta (y de algunos lugares bastante alejados de la superficie) para descomponerla en los ladrillos básicos que necesitaba; llamémosles «filones». Para separar los diversos materiales útiles de los filones, inventó lo que los humanos habrían llamado un espectrómetro de masa: la materia vaporizada atravesaba un cedazo de fuerzas que arrancaban los átomos, según su peso y características, y los depositaban de uno en uno (pero con gran rapidez) en «receptáculos de almacenaje», hasta que Cinco estuvo preparado para unirlos en las combinaciones y formas que necesitaba. ¡Y necesitaba muchas! Precisaba antenas para localizar y sintonizar las estrellas cercanas que debía arrastrar consigo. Debía contar con cámaras para encerrar las fuerzas que las movieran; necesitaba sensores para cerciorarse de que se movieran adecuadamente, además de otra clase de antena para comunicarse con su amo Wan-To.

Por otra parte lo necesitaba todo deprisa, pues Wan-To no era paciente. Wan-To daba por sentado que su doble, Cinco, se movía con toda premura. Cinco se esforzaba en hacerlo. No porque temiera un castigo. El corazón de un animal no palpita porque su amo se enfadará si se detiene; palpita porque ésa es su función.

Las raras ocasiones en que Wan-To se molestaba en llamar para enterarse de cómo iban las cosas, Cinco no tenía miedo. Sólo era feliz de informar que cumplía con su tarea.

En pocas palabras, lo que Cinco debía hacer, en un planeta que no tenía nada, era crear todo un complejo industrial. Le llevó varias semanas, pero antes que se hubieran enfriado los moldes de la última antena de guía, ya había comenzado a comunicarse con una de las once estrellas escogidas. No era difícil para Cinco, a fin de cuentas una copia (aunque muy abreviada) del mismo Wan-To.

Cinco no quería formular preguntas. (Wan-To no lo había programado para preguntar, sólo para realizar el trabajo.) Así que Cinco tuvo que tomar varías decisiones por su cuenta. Wan-To le había ordenado que acelerara ese pequeño grupo de estrellas. Bien, eso significaba acelerar por lo menos un planeta con ellas, a saber, el planeta donde él estaba. Pero ¿qué hacer con los demás planetas, satélites y cuerpos menores?

Cinco reflexionó largo tiempo y al fin decidió ir a lo seguro y llevárselo todo. Desde luego, eso dificultaba un poco más la tarea. Ahora no debía desplazar sólo una docena de cuerpos. Eran aproximadamente medio millón, incluidos todos los asteroides y cometas de cierto tamaño.

Se trataba de una tarea intimidatoria, pero Cinco permaneció impertérrito. Cinco era capaz de hacer toda clase de trabajos intrincados y difíciles, aunque no era muy perspicaz al escoger el modo de llevarlos a cabo.

De vez en cuanto Wan-To se comunicaba con su análogo material superviviente. Cinco no podía considerarse muy buena compañía, pero conversar con él tenía sus ventajas. La más importante era que esa conversación era segura, porque Cinco era un pelele. Nunca amenazaría a Wan-To.

El reverso de la moneda era que hablar con un análogo material resultaba muy aburrido. Ante todo, era tediosamente lento. El análogo de materia tardaba una eternidad en formar una frase. Además, ¿qué podía opinar esa cosa parsimoniosa y rudimentaria?

La respuesta a esta pregunta era: «Poco».

Al principio, Wan-To había mostrado cierto interés en los informes, sobre todo los que se transmitían como «imágenes». Wan-To no era muy hábil con las imágenes. Sus percepciones operaban en nueve dimensiones espaciales (aunque seis de ellas eran sólo vestigios) y una representación plana que no le servía de gran cosa. Además, las cosas con límites definidos escaseaban en la experiencia de Wan-To, especialmente cuando no fluían ni fluctuaban. (¡Cuánto estancamiento había en la materia!) Para Wan-To había representado un interesante enigma atribuir significado a todos los datos visuales que comunicaba el análogo de materia. Una vez que se acostumbró a la idea de «formas» y «bordes», se preguntó: «¿Para qué sirven todas esas cosas "sólidas"?» ¿Por qué esos grandes y brillantes artilugios que construía Cinco y que barrían los horizontes mientras giraba el planeta, apuntaban siempre hacia la pequeña estrella? («Acumuladores de energía», informó el análogo al amo. ¡Pero qué extraño era eso, extraer energía desde el exterior de la estrella!) ¿Por qué esas formas en espiral cuyas metas convergían en un punto, más allá del planeta más lejano de la estrella? (Eran las guías para el flujo de graviescalares que arrastraba todo el grupo.) ¿Por qué esa estructura larga y cuadrangular? ¿Por qué las cúpulas? ¿Por qué las estructuras subterráneas? (Eran necesarias, arguyó humildemente Cinco. Proporcionaban refugio a las máquinas de materia que contenían las fuerzas que realizaban el trabajo. Era el modo en que él podía cumplir su misión.)

Desde luego, Wan-To había dejado los detalles de la misión al juicio de su doble de materia. Wan-To no podía entretenerse con esos detalles. El análogo de materia tenía instrucciones de crear un pozo de gravedad para que allí cayeran —eternamente— esa estrella y sus cuerpos auxiliares, y no le había indicado específicamente cómo. Las instrucciones del teniente eran que lo hiciera, y el sargento lo había hecho.

Ese entretenimiento pronto perdió interés. Al cabo de algunas preguntas Wan-To empezó a hartarse de las respuestas. Poco antes de que Wan-To decidiera cortar la comunicación con el doble y buscar algo más sugerente, formuló la pregunta decisiva:

—¿Y las estrellas de tu grupo? ¿Alguna ha sobrevivido?

—Casi todas —informó Cinco—. Dos fueron dañadas hace tiempo, pero desde entonces no se han producido ataques.

Wan-To no respondió. Eso era lo que esperaba. Estaba a punto de cortar la comunicación, sin siquiera molestarse en despedirse, cuando la copia de materia hizo el equivalente de un carraspeo cortés. Humildemente comentó que se había topado con un pequeño fenómeno inesperado. En los archivos de datos que le había transferido Wan-To, nada sugería que pequeños fragmentos de materia pudieran organizarse en grupos que parecían estar —bien, ¿de qué otra manera expresarlo?— más o menos vivos.

Durante largo tiempo, después de extraer al doble hasta el último dato que poseyera acerca de esa nueva especie de «vida», Wan-To yació inquieto en su núcleo de plasma, maravillándose ante la interesante novedad. ¡Vaya rareza! A juzgar por las observaciones del análogo, esas cosas «vivientes» eran pequeñas y, rudimentarias (los taxonomistas humanos habrían pensado en musgos, bacterias, invertebrados, algunas plantas con flores), y desde luego insignificantes en un sentido amplio.

La palabra adecuada, pues, era «interesante». Desde luego, carecía de importancia. No había manera de que esas cosas pudieran afectar la vida de Wan-To o sus semejantes.

Pero le extrañaba que en sus miles de millones de años de vida Wan-To jamás se hubiera cruzado con semejante cosa.

En efecto, rara vez se dignaba examinar algo relacionado con la materia. ¿De qué servía? Y por cierto, concedía Wan-To, él era bastante joven, considerando su expectativa de vida. No era culpa suya. El universo apenas tenía el doble de la edad de Wan-To, aunque él ya había resuelto que sobreviviría durante ese número de veces elevado a una considerable potencia (y, si tenía suerte, sobreviviría con el universo). La vida de la materia era muy transitoria, naturalmente. También era nueva en el escenario, pues calculó a ojo de buen cubero (aunque Wan-To no habría comprendido esta expresión) que esa vida de materia tardaba bastante en surgir por azar.

Pero ahora comprendía cómo había ocurrido. Sólo se necesitaban algunas combinaciones aleatorias de partículas que, por pura casualidad, resultaban tener aptitudes organizativas y reproductivas.

Probablemente se parecían a los mismos acontecimientos aleatorios que, como bien sabía, habían provocado su propia existencia.

En realidad, esos acontecimientos no habían provocado la existencia de Wan-To, sino de sus predecesores. Pero esa distinción carecía de relevancia. El predecesor de Wan-To (un ser tan solitario que ni siquiera se había molestado en darse un nombre) había creado una réplica casi exacta de sí mismo al hacer a Wan-To, y Wan-To guardaba casi tantos recuerdos como su «padre».

Sin embargo, no eran muchos. Al margen de cualquier otra consideración, el proto-Wan-To no era muy listo en aquella época. ¡A fin de cuentas era un bebé! Toda su red abarcaba apenas doscientos o trescientos mil millones de partículas en total, y ninguna estaba totalmente integrada con las demás. Pero a medida que se volvía más listo y curioso a través de los eones, había cavilado mucho sobre este acontecimiento.

Mientras su galaxia (la anterior, la que Wan-To había abandonado cuando se volvió inhabitable) giraba sobre su eje, el borde de uno de sus brazos espiralados atravesó una «onda de densidad» y un puñado de gases ionizados se comprimió ante el estremecedor contacto.

Eso fue sólo el principio. No creó al predecesor de Wan-To. Sólo posibilitó el siguiente paso.

Ese paso se produjo cuando una estrella de tipo raro llegó al final de su vida de combustión de hidrógeno. Era una estrella enorme, así que consumió el oxígeno con mucha rapidez. Luego, cuando la mayor parte del oxígeno se transformó en helio, agotó su mejor combustible de fusión y se enfrentó con problemas.

La estrella podía continuar quemando el helio para transformarlo en elementos aún más pesados. Pero se requerían cuatro núcleos de hidrógeno para construir uno de helio, así que cuando se llegaba al helio quedaba sólo un cuarto de combustible. Peor aún, la combustión de helio no proporciona tanta energía, y esa vieja estrella se estaba quedando, precisamente, sin energía. La necesitaba para mantener la forma, pues sólo la presión del tremendo calor interno impedía que la inmensa presión de las capas externas aplastara el núcleo.

Cuando al fin se agotó la energía del hidrógeno, sufrió un colapso.

Esa masa descomunal cayó: «como una piedra», habría dicho un humano, pero con mucha más velocidad, con un impacto mucho más vasto, que cualquier piedra jamás caída en la Tierra. Dio contra el núcleo, estrujándolo desde todas partes simultáneamente. El núcleo se comprimió y explotó. Cuatro quintos de la masa de la estrella saltaron al espacio en ese gran estallido, con torrentes de rayos X y gamma y neutrinos, irradiando un calor de diez billones de grados y una luz deslumbrante; y esa feroz masa energética atravesó el espacio hasta chocar con la compacta masa de gas que albergaba al aún inexistente predecesor de Wan-To.

Se trataba de lo que los astrónomos de la Tierra habrían llamado una «supernova». Los humanos también se habían preguntado cómo comenzaban las cosas, y habían deducido que su propio sol y la mayoría de los otros habían nacido de esa manera. Rara vez veían una verdadera supernova —y menos en su propia galaxia— porque los seres humanos no vivían el tiempo suficiente. Sabían, sin embargo, que esos acontecimientos se producían, una y otra vez, cientos de millones de veces en cada galaxia.

Pero por lo general no engendraban a criaturas como Wan-To.

La supernova que engendró al predecesor de Wan-To no era Tipo I ni Tipo II. Era de esa clase poco frecuente que los astrónomos de la Tierra denominaban «supernova Urtrobin», por el astrónomo soviético que había descubierto la primera de su especie en una oscura galaxia de la constelación Perseo. Las supernovas Urtrobin no comienzan con una estrella supergigante, de veinte a cien veces tan masiva como el Sol de la Tierra. Para una supernova Urtrobin, ese rarísimo objeto celeste, se requiere una estrella de dos mil masas solares.

No hay muchas estrellas así. Muchos astrónomos de la Tierra se negaban a creer en la existencia de esos objetos mastodónticos, hasta que comenzaron a calcular los efectos relativistas y comprendieron que éstos la hacían posible. Pero cuando se produce el colapso de semejante estrella, su explosión no dura sólo unos meses. Tarda un año en alcanzar su máximo esplendor. Luego tarda décadas en disiparse en la oscuridad.

La voluta de gas del antepasado de Wan-To fue comprimida y estrujada con uno de esos martillazos divinos. Con eso bastó. El antepasado nació.

Ese acontecimiento, que afectaba una magra colección de gases ionizados, era rarísimo en el universo. No se podrían haber formado muchos seres así en los doce mil millones de años transcurridos desde el Big Bang.

Wan-To habría creído que su infortunado padre había sido el único, si no hubiera observado la devastación de algunas galaxias distantes y comprendido que eran obra de criaturas como él.

No quería que nadie devastara su galaxia actual. Mudarse resultaba un fastidio.