Quinn Sorricaine-McGann no sólo fue la primera hija «legítima» de Viktor y Reesa —la apodaron «Nab», por «Nada bastarda»— sino también la última. Reesa se recuperó casi por completo, pero ya no podría tener hijos. Aun así, teniendo en cuenta las perspectivas futuras de Nuevo Hogar del Hombre mientras crecía la pequeña Quinn, ni Reesa ni Viktor estaban seguros de querer otro. Nuevo Hogar del Hombre ya no era un paraíso. Saltaba a la vista que se estaba enfriando. La estación de siembra del Continente Sur se había acortado, y eso representó el fin del trigo de primavera y de la soja de maduración larga. El día ya no era uniforme, ni siquiera en la colonia: ya no se usaban pantalones cortos y camisas todo el año, sino jerséis y zapatos, y si no hubiera sido por el torrente de agua geotérmica que surgía de las fuentes —cada vez más cada año, pues los colonos preveían la creciente necesidad de energía y calor—, las casas se habrían helado.
Los cielos nocturnos habían sufrido cambios funestos. Las estrellas se habían desplazado y cambiado de color: en una dirección aparecían blanco-azuladas, en la otra amarillo-rojizas, y en el medio se distinguía una franja creciente donde las únicas estrellas eran el puñado que viajaba con ellos.
El día en que Quinn cumplió trece años —aproximadamente siete años terrícolas—, su padre acababa de regresar de Isla de Navidad con un cargamento de evacuados; el Archipiélago ya no era apto para la vida de los seres humanos. Viktor ansiaba llegar allí para el cumpleaños, pero las borrascas los habían retrasado. Fue un viaje espantoso: altas olas, trescientos refugiados apiñados en un espacio destinado a menos de la cuarta parte, y la mayoría mareados todo el tiempo.
Cuando entraron en Puerto Hogar estaba nevando, y toda la ciudad aparecía cubierta de blanco.
Se dirigió deprisa a su casa, y encontró a Quinn haciendo un muñeco de nieve en compañía de su tía Edwina. Ahora Edwina era una mujer adulta con su propia familia. Se besaron, pero Viktor estaba malhumorado.
—No esperaba verte aquí —dijo. Cuando Edwina se casó con Billy Stockbridge, el discípulo de Pal, ambos habían emigrado al Continente Sur, donde se necesitaban obreros para abrir fuentes geotérmicas.
—Clausuraron el proyecto —explicó Edwina—. A juzgar por el clima, no habría producido energía a tiempo para salvar ninguna de las cosechas.
Viktor asintió. El Continente Sur había sido la primera zona habitada de Nuevo Hogar del Hombre en sentir los efectos del sol que se enfriaba. El invierno llegaba pronto. Los vastos labrantíos eran fértiles como siempre, pero una helada tenía efectos devastadores.
—¿Dónde está Reesa?
—No cojáis frío —advirtió Edwina a Quinn y sus hijos, quienes asintieron sin apartar los ojos de sus labores—. ¿Reesa? Oh, Jake vino a buscarla hace un par de horas. Están siguiendo el curso de repaso de papá; supongo que Billy también está allí.
Viktor frunció el ceño. Desde luego, había que catalogar a Jake Lundy en alguna categoría. ¿Amigo de la familia? Bien, una parte de la familia, pues también era padre de una hija de Edwina. (El hombre era demasiado activo, pensó Viktor.) Era normal que visitara a la hija, pero Viktor ignoraba que de nuevo pasaba tiempo con la madre de la hija.
—¿Qué curso de repaso? —preguntó.
—El curso sobre navegación espacial. No, esta vez no es astrofísica. Dije navegación. Están usando a los viejos entrenadores.
—¿Para qué? —preguntó Viktor, sorprendido.
—¿Para qué puedes usarlos sino para practicar navegación espacial? —respondió su desconcertada hermana—. Pero no me preguntes a mí. Tú sabes de eso más que yo, y es sólo una idea de papá.
El tono desdeñoso hizo parpadear a Viktor. Edwina siempre había sido la preferida de su padre. Siempre había tomado partido por Pal Sorricaine para oponerse a Viktor, quizá porque había sido demasiado pequeña para comprender lo que ocurría cuando murió su madre.
—Pensé que te gustaban las ideas de papá —apuntó Viktor con tacto—. Aunque no sé qué es ésta.
—No me concierne, ¿verdad? —replicó ella con indiferencia—. Creo que los niños deberían entrar. Viktor, celebraremos el cumpleaños de Quinn al atardecer. Calculo que a esa hora habrán regresado todos. Pero te agradecería que te llevaras a los niños hasta entonces, para que pueda preparar las cosas.
—Claro —dijo Viktor, aún clavándole una mirada inquisitiva.
Ella se sonrojó y dijo airadamente:
—Oh, qué diablos. Pueden hacer lo que quieran, pero no tiene que gustarme. ¿De qué sirve? ¡Todo lo que ocurre es obviamente voluntad de Dios!
Viktor deseaba averiguar de qué trataba el «curso de repaso» de su padre, pero era el cumpleaños de Quinn y eso tendría que esperar. Como buen padre/tío, llevó a Quinn y a los tres niños de Edwina a pasear por su nave amarrada ante el muelle.
Fue una de sus mejores ideas. Los niños estaban fascinados. Reinaba un tufo insoportable en las bodegas, donde las cuadrillas trabajaban con empeño para limpiarlas después del problemático viaje y apenas empezaban a eliminar el hedor, pero los niños sólo reaccionaron con quejas risueñas ante los malos olores. Luego los llevó a la sala de máquinas, donde las turbinas de hidrógeno suministraban energía para que los rotores giraran contra el viento. Allí el olor era distinto, aceite y metal caliente, y las grandes máquinas resultaban muy atractivas para los niños.
Viktor estaba disfrutando tanto como los pequeños, pero no estaba demasiado tranquilo. No era sólo que Reesa anduviera imprevistamente en buenas relaciones con Jake Lundy. Sentía una irritación menor, claro, pero Viktor no estaba realmente celoso. Ni siquiera se trataba de que las perspectivas de la colonia fueran sombrías y empeoraran, hacía tiempo que todos habían tenido que aceptar esta perspectiva. Lo que más preocupaba a Viktor era su hermana menor, Edwina. Saltaba a la vista que Edwina se sentía atraída por un nuevo culto que se estaba propagando en Nuevo Hogar del Hombre. El culto no consistía exactamente en una religión, o al menos no en una religión convencional. Era una combinación de las diversas sectas, un credo más místico que religioso: sus acólitos parecían creer que lo que había causado el estallido y luego el desplazamiento de las estrellas, y el enfriamiento del sol, era Dios, o al menos un poder sobrenatural, y que no debían contrariarlo. Viktor sabía que eso había causado algunas escenas tormentosas en el matrimonio de Edwina. Billy opinaba que si no frustraban esa voluntad o lo que fuere, todos morirían; Edwina consideraba que si eso deseaba la Divinidad, todo estaba bien.
No sólo el clima empeoraba en Nuevo Hogar del Hombre. Todo lo demás también se estaba agriando.
Cuando llevó los niños de vuelta a la casa de Edwina, Reesa ya estaba allí, ayudando a decorar la mesa con adornos de papel. Tenía compañía. Billy, Pal Sorricaine y Jake Lundy tomaban una copa en un rincón del salón. Reesa saludó a Viktor, pero se dedicó principalmente a los niños.
—Ve a asearte —ordenó a su hija—. No debes ver nada de esto hasta que esté preparado, de todos modos. —Luego le sopló un beso a Viktor.
No era un beso muy entusiasta. Viktor advirtió que Jake Lundy los observaba y se sintió ligeramente incómodo.
—¿Puedo ayudar? —preguntó, no sólo ofreciendo sus servicios sino haciendo un tácito reproche a los otros hombres.
—Ya ayudaste llevándote a los niños —observó Reesa distraídamente—. ¡Oh, los regalos! Iré a casa a buscarlos. Quítate el abrigo, Viktor. Billy te servirá un trago, si quieres.
La bebida era aguardiente con zumo de manzana. Viktor dirigió una mirada severa a su padre. Pal Sorricaine meneó la cabeza.
—Sólo zumo, Viktor —se defendió, alzando el vaso—. Pruébalo si quieres, ahora no puedo permitirme el lujo de beber. Hay mucho que hacer.
—¿Qué, exactamente? —preguntó Viktor—. ¿A qué viene esto de dar cursos de repaso sobre navegación espacial? ¿Aun piensas que te dejarán llevar una nave a Nebo?
—Deberían —replicó su padre con seriedad—. Aún recibimos radiaciones anómalas de allí, y estoy seguro de que se relaciona con lo que ha ocurrido… empezó al mismo tiempo que todo lo demás, y no me parece una coincidencia.
Hizo una pausa para encender un purito.
—Pero no me dejarán, desde luego —concluyó.
No tenía que explicar por qué; el tema se había debatido largamente. La mayoría de los colonos pensaban que era un derroche de sus escasos recursos. No se podía usar el Nuevo Mayflower, porque era la fuente de energía de microondas, e incluso el Nueva Arca podía ser necesario para otra cosa en algún momento. Por otra parte, muchos profesaban ese necio sentimiento anticientífico: las gentes de la «voluntad divina», como Edwina.
—De todos modos —señaló Billy Stockbridge—, tendremos que conseguir algún nuevo combustible para los generadores de microondas. La antimateria del Mayflower se está agotando. Sin la energía de microondas estamos perdidos.
—Pero ahora cavamos más pozos geotérmicos —objetó Viktor.
Billy se encogió de hombros.
—Quizá cuando todos los pozos se hayan cavado y todos los generadores estén instalados no necesitemos microondas, pero faltan años para eso. Así que desmantelaremos el Arca. —Viktor parpadeó sin comprender—. Para obtener combustible —explicó Billy—. En la Nueva Arca todavía hay residuos de antimateria. Podemos arrastrar el Arca para unirla en órbita con el Mayflower y transferir su combustible para sumarlo al del Mayflower.
—Demonios —exclamó Viktor, olvidando el vaso que tenía en la mano. Sin embargo tenía su lógica, siempre que a uno no le importara correr riesgos. Desde luego, la transferencia del combustible de reserva sería una tarea dura y peligrosa. Manipularían el resto del suministro de antimateria del Arca, letal y extraordinariamente delicada, de modos que nunca se habían intentado; pero si el proyecto funcionaba, Puerto Hogar contaría con más años de vida, aunque el sol se siguiera enfriando.
—¿De verdad se hará? —preguntó a su padre.
Pal Sorricaine asintió.
—El proyecto ya está aprobado. Estamos fabricando más combustible de oxígeno-hidrógeno para el viejo transbordador, y la nave aún funciona. Desde luego, no se ha usado desde hace años, desde la última rotación de tripulantes…
Viktor no le dejó concluir.
—Quiero ir —declaró.
—Lo suponía —asintió su padre—. También quieren ir el capitán Bu y el capitán Rodericks —era el comandante original de la Nueva Arca— y, naturalmente, Billy, Jake y Reesa. Pero necesitaremos por lo menos veinte voluntarios. Estaremos allí por lo menos seis meses, y luego…
—¿Y luego qué? —preguntó Viktor.
Su padre lo observó reflexivamente, Jake y Billy desviaron la mirada.
—Y luego —continuó su padre— quizá podamos pasar a otras cosas importantes. Aquí viene Reesa, así que comencemos esta fiesta. Billy, ¿sabes tocar Cumpleaños feliz con la guitarra?
El lanzamiento fue escalofriante y brutal, pero los llevó allá. Luego empezó el trabajo duro.
Hacía más de treinta años locales que Viktor no pisaba el Nuevo Mayflower. Los músculos, acostumbrados a vivir en el planeta, habían olvidado las aptitudes para operar en microgravedad. Chocó varias veces contra las paredes y los techos hasta que aprendió a controlar sus movimientos.
En la precipitación del descenso, los colonos no habían dejado la nave en orden; luego las reducidas tripulaciones que permanecieron a bordo tenían que cuidar de los generadores magnetohidrodinámicos y no habían perdido mucho tiempo en el aseo. La basura se diseminaba por todas partes fuera del pequeño espacio que había ocupado la dotación. Fragmentos de muebles, papeles inservibles. Comida estropeada. Incluso, en el congelador, un caballo muerto, momificado tiempo atrás pero nauseabundo cuando uno se acercaba. El transbordador dejó a doce tripulantes allí para que empezaran a preparar los sistemas de combustible del Mayflower para el reaprovisionamiento. Luego Viktor y otros catorce enfilaron en órbita baja hacia el Arca.
Abajo se desplegaba el paisaje de Nuevo Hogar del Hombre. Ya no era azul. La mayor parte se había vuelto blanco, y no sólo por las nubes. Los océanos más cercanos al polo ya habían empezado a congelarse. Algunos lagos de montaña se habían transformado en glaciares, y grandes borrascas azotaban la mayor parte del Gran Océano. Viktor y Reesa contemplaron los nubarrones que envolvían a Puerto Hogar en otra tormenta invernal. La ciudad ya había empezado a atrincherarse: resultaba más fácil mantener el calor bajo tierra que ante los feroces vientos de la superficie.
—Espero que Edwina mantenga abrigados a los niños —murmuró Reesa.
A sus espaldas, Jake Lundy comentó benévolamente:
—Es buena madre, Reesa, aunque ahora tenga ideas raras. De todos modos, cuando terminemos esto habrá energía en abundancia… al menos durante un tiempo.
Nueva Arca estaba aun en peores condiciones que el Mayflower. La tripulación no había tenido ningún motivo para dejar una nave habitable. Los generadores de potencia interna aún funcionaban, alimentados con el hilillo de energía que necesitaban mediante la escasa fracción de antimateria que quedaba en las máquinas. Así, durante todos esos años de abandono, la nave había permanecido por encima del punto de congelación. Los refrigeradores del Arca, con sus intactas reservas de organismos y cultivos celulares, aún se conservaban en buenas condiciones, pero faltaba iluminación. Los colonos del Arca habían arrancado casi todos los tubos de luz, junto con todo lo que se pudiera extraer de la nave, para utilizarlos en Nuevo Hogar del Hombre. Incluso los impulsores de posición estaba operativos. Todos suspiraron de alivio al comprobarlo, pues de otra manera la tarea de transferir combustible habría sido mucho más penosa.
En realidad, en la cámara principal y los impulsores auxiliares quedaba energía suficiente para trasladar al Arca por todo el sistema solar, si alguien hubiera querido hacerlo.
El motor no rezongó cuando lo conectaron para ir al encuentro del Mayflower. Escupió torrentes de plasma como si las máquinas sólo se hubieran usado días antes por última vez. El Arca enfiló hacia el Mayflower, y las cuadrillas iniciaron la dura faena de cortar los tabiques interiores y desmantelar con cuidado los imanes que mantenían el combustible de antimateria en su sitio.
No había margen para errores. Si se permitía que la antimateria tuviera el más leve roce con la materia normal, siquiera por un instante, la explosión resultante la habría desperdigado por completo, y los habitantes de Nuevo Hogar del Hombre habrían visto una enorme estrella radiante en el firmamento antes de quedar deslumbrados por el resplandor.
Los capitanes Bu y Rodericks y los tres oficiales ingenieros supervivientes de ambas naves —Wilma Granczek había muerto al dar a luz a su cuarto hijo en el Archipiélago— iniciaron la delicada tarea de trasladar el combustible.
No fue fácil. Cuando se diseñó el Arca, no se había tenido en cuenta tal eventualidad. No sólo debían trasladar el combustible, sino las restricciones magnéticas que impedían su contacto con todo lo demás, además del casco de acero que rodeaba a los campos captores y la fuente energética que alimentaba los campos y los mantenía en funcionamiento.
No había manera de trasladar esa mole a través de las compuertas. Tuvieron que practicar un boquete en el flanco del Arca para sacarlo todo, mientras la otra tripulación abría un agujero del mismo tamaño en el casco del Mayflower.
En el exterior de la nave, aferrado por cables, Viktor empuñaba el gran soldador de plasma, con Jake Lundy al costado.
No lo había planeado así. No buscaba la compañía de Lundy. Teniendo en cuenta las posibilidades, resultaba más conveniente que Lundy estuviese en el exterior con él y no dentro con Reesa, aunque de todos modos no habrían podido hacer gran cosa en los estrechos confines de la parte habitable del Arca. A pesar de todo, ya se estaba hartando de la compañía de Jake Lundy. Por un momento Viktor llegó a pensar que no sería tan terrible que los cables de Lundy se rompieran y el hombre se perdiera en el espacio para no regresar. Incluso pensó lo fácil que sería apuntar mal el soldador, que ahora mordía el duro acero del casco, para quemar los cables de Lundy…
Pero no lo imaginaba en serio, o al menos eso se dijo. Su matrimonio con Reesa transcurría con placidez; estaban acostumbrados el uno al otro; compartían el amor por los niños y los hábitos de doce años. En cualquier caso, él nunca estaba celoso de Reesa, como lo había estado, por ejemplo, de la incomparable Marie-Claude Stockbridge.
Miró alrededor para apartar la mente de estos asuntos. Desde el exterior de la nave distinguía Nuevo Hogar del Hombre. No le gustaba mirar allá; la blancura que se extendía en los polos era hielo, algo que Nuevo Hogar del Hombre jamás había visto. Observar los temibles cielos era aún peor. El sol todavía era el objeto más brillante, pero se advertía mucho más opaco. El carbón cereza de la enana parda, Nergal, era casi igualmente brillante, pero los demás planetas de ese sol habían palidecido con el astro primario. Las once estrellas normales aún brillaban como de costumbre. ¡Pero eran tan escasas! El resto del universo, que se separaba en grandes cúmulos azules y rojos, se había transformado en algo maravilloso, extraño y perturbador.
Se alegró cuando terminaron el turno y estuvieron de vuelta en el interior, aunque allí tampoco disfrutaban de muchas comodidades. El transbordador estaba demasiado atestado para dejar espacio para lujos o alimento; aunque por suerte los congeladores del Arca aún tenían sus provisiones de animales helados. A pesar de ello, uno llegaba a hartarse de comer armadillo, murciélago o cabra.
Cuando hubieron despanzurrado el interior del Arca, quedaba poco que hacer hasta que la nave completara su lento trayecto hacia su hermana más joven.
—Pudimos haber usado los impulsores principales —se quejó el capitán Bu.
—No los necesitamos —protestó el capitán Rodericks—. Hay energía suficiente en los impulsores auxiliares. De cualquier modo, Bu, esta nave es mía, así que lo haremos a mi modo.
—El modo lento —se mofó Bu.
—El modo seguro —declaró Rodericks—. ¡Habla de otra cosa!
Pero las otras cosas de que debían hablar no resultaban alentadoras. Las noticias de Puerto Hogar indicaban que la comunidad se estaba atrincherando bajo tierra, donde el suelo constituiría el mejor aislamiento contra los fríos vientos; las fábricas de ropa hacían todo lo posible para producir cazadoras, guantes y gorras de lana, cosas que jamás se habían necesitado en Nuevo Hogar del Hombre.
Además, hacía frío dentro del Arca. Bu deseaba cortar la energía de los congeladores y usarla para caldear su pequeño habitáculo, pero el capitán Rodericks se negó. Sus razones eran simples:
—Algún día podemos necesitar lo que hay en esos congeladores. De cualquier modo, es mi nave.
Así que se acurrucaban en la sala de control y pasaban el tiempo observando cómo se acercaba el Mayflower y contemplando, a través de pantallas y tubos de fibra óptica, ese cielo escalofriante.
—¡Mirad esas estrellas! —dijo Furhet Gaza, el experto en soldaduras.
—¿Qué estrellas? —preguntó Reesa.
—¡Nuestras propias estrellas! Las que no tienen corrimiento espectral. No son más opacas, ¿verdad?
—No lo parecen —dijo cautamente Billy Stockbridge—. ¿Por qué?
—Bien —declaró Gaza—, quizá cometemos un gran error. ¡Quizá no debiéramos estropear nuestras naves! Quizá debiéramos traer a todos de vuelta a bordo y enfilar hacia una de ellas.
Billy Stockbridge le dirigió una mirada de desdén, pero fue el capitán Rodericks quien exclamó airadamente:
—¡Qué tontería, Gaza! Lo que dices es imposible. Ante todo, ahora hay demasiada gente en Nuevo Hogar del Hombre; no cabríamos en lo que ha quedado de esta vieja nave. En segundo lugar, ¿cómo podríamos traer a todos? No tenemos una flota de mil transbordadores para transportarlos.
—Es peor aún, capitán —intervino Billy Stockbridge.
Furhet Gaza le dirigió una mirada hostil.
—¿Peor? —preguntó.
—Ni siquiera sabemos si esas otras estrellas tienen planetas —sugirió Viktor, pero Billy meneó la cabeza.
—Tampoco es eso. No importa si tienen planetas; no nos servirían. He observado esas estrellas. También están palideciendo. Es sólo que nosotros las vemos tal como eran hasta hace seis años, y no parecen muy distintas. Sin embargo, han cambiado, Gaza. Y de todos modos…
Se interrumpió.
—¿Y de todos modos qué, Stockbridge? —urgió el capitán Rodericks.
Billy se encogió de hombros.
—De todos modos —continuó—, tenemos un uso mejor para el combustible que haya quedado en el motor.
—¿Quieres sacar el combustible de la unidad impulsora también? Pero eso es difícil, Stockbridge; hemos convenido en que sólo trasladaríamos las reservas. Allí está la mayor parte, de todos modos… energía suficiente para alimentar los generadores del Arca durante cinco o diez años más, con suerte. No necesitamos dificultarnos aún más la tarea.
Billy frunció los labios.
—Es verdad —se limitó a decir.
Además de la interminable tarea de cortar metal y preparar el combustible para el traslado, el trabajo más arduo era permanecer con vida, es decir, buscar comida en los congeladores del Arca. Viktor fue con Jake Lundy cuando le tocó el turno. No pensó por qué; simplemente se ofreció, aunque desde luego no fue para impedir que Reesa se le adelantara.
Aún se sentía tenso en presencia de Lundy, mientras que su compañero parecía muy relajado. Había realizado antes esa tarea, y se mostró cordial y tolerante cuando Viktor intentó sacar uno de los cajones y no consiguió manejar la agarradera, muy diferente de las que había visto en el Mayflower.
—Déjalo en manos de un experto —se ofreció Lundy afablemente, haciendo una demostración: un giro y un tirón.
—Muy bien —masculló Viktor cuando el cajón se deslizó hacia el exterior. Se requería un experto para manejar los congeladores del Arca, porque a juicio de Viktor estaban mal diseñados. Los del Mayflower eran una generación posteriores, y por tanto mejores. En el Mayflower, sensatamente, la sección de congeladores se había mantenido a temperaturas que oscilaban entre la ambiente y la del gas líquido, mientras que en el Arca se apiñaban cajones de compartimientos refrigeradores en cámaras con el aspecto de un depósito de cadáveres.
Viktor se limitó a mirar mientras Lundy abría el cajón. Nubes de vapor blanco brotaron mientras él palpaba con los gruesos guantes.
—Demonios, Viktor —exclamó con repugnancia—. ¿No miraste las etiquetas? Esto no sirve, a menos que quieras comer muestras de esperma de mamíferos pequeños.
—¿Qué etiquetas? —preguntó Viktor.
Lundy lo miró con paciencia y cerró el cajón. Pasó el dedo por las placas de un par de cajones adyacentes para sacar la escarcha.
—Aquí tienes —suspiró—. Esto servirá. Tiene huevos de tortuga y… veamos… Pescado, supongo. Sostén el saco mientras lo abro.
Extrajo con cuidado los objetos de plástico sellado, imposibles de identificar bajo la capa de escarcha que ya se formaba sobre ellos, y los puso en el saco.
—Con esto bastará por ahora —dijo cuando el saco estuvo medio lleno. Selló el resto del contenido del cajón y se volvió, dispuesto a irse. Advirtió que Viktor lo miraba—. ¿Ocurre algo? —preguntó cortésmente.
Viktor titubeó. Luego, impulsivamente, preguntó:
—¿Quieres explicarme qué sucede?
Lundy lo miró de hito en hito, se volvió, limpió distraídamente la placa de la puerta.
—No sé de qué hablas.
—¡Claro que sabes! Se lo pregunté a Reesa, pero ella no quiere contármelo. Tampoco Billy. ¡Pero sé muy bien que hay algún secreto! Al principio creí…
Viktor titubeó. No quería reconocer lo que había pensado al ver que Reesa y Lundy cuchicheaban. No quería mencionar los celos. A fin de cuentas, no eran celos, sólo una gran curiosidad.
—Creí muchas cosas —concluyó—, pero ninguna tiene sentido.
—¿Qué cosas?
—¡No lo sé! ¡Por eso pregunto! —Decidió hacer una pregunta audaz—: ¿Se trata de Nebo, por casualidad? Sé que Billy siempre tuvo la idea de que debíamos ir allá. La heredó de mi padre, desde luego. Pero es descabellada.
—¿Por qué piensas que es descabellada? —preguntó Lundy, en una actitud interesada y nada defensiva.
—Pues, porque lo es. ¿Qué podríamos hacer si llegáramos allá?
—Intentaríamos averiguar algo acerca de esas anómalas lecturas de radiación, ante todo —respondió Lundy con seriedad.
—¿Por qué?
—Eso es lo que la gente querría averiguar en Nebo —respondió Lundy con aire tenso—. No sé qué. Sólo sé que algo ocurre allá, y podría ser importante.
—Pero… —Viktor meneó la cabeza—. ¿De qué serviría? Aunque los demás os permitieran llevar el Arca hasta allá… No se puede ver nada a través de la capa de nubes.
—Tenemos el radar —observó Lundy—. Y si eso no bastara, podríamos… —Titubeó, y al fin concluyó—: Podríamos enviar una partida a la superficie de Nebo para averiguar.
—Pero nuestra misión es trasladar combustible al Mayflower, no ir de paseo allá para satisfacer la curiosidad de alguien.
—Estamos cumpliendo esa parte de la misión. Cuando la hayamos cumplido, aún quedará combustible en el Arca. No podemos transferir esa parte. Una vez que ha llegado al motor, resultaría muy peligroso. Así que primero terminaremos lo que hemos venido a hacer, y luego celebraremos una votación.
—¿Para qué? ¿Para llevar el Arca a Nebo?
Lundy se encogió de hombros.
—¿Y cuánto tiempo hace que urdís este plan? —preguntó Viktor.
—Desde que Reesa lo sugirió —respondió Lundy. ¡Reesa!
Viktor lo miró boquiabierto. Lundy continuó—: La pregunta es si vas a cerrar el pico hasta que hayamos terminado la transferencia de combustible.
—No lo sé —respondió Viktor con abatimiento.
Pero al final mantuvo la boca cerrada. No dijo una palabra. Comió lo que habían llevado —el pescado tenía demasiadas espinas, pero los huevos de tortuga, asados, estaban deliciosos— y entretanto observaba a su esposa preguntándose qué otras sorpresas le reservaba.