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Wan-To no era humano, pero él (aunque bien podríamos llamarle «ello», «él» es un pronombre apropiado) lo habría expresado de otra manera. Wan-To habría dicho que era humano como mínimo. Desde luego, tenía todas las características humanas que Wan-To habría considerado importantes, si hubiera sabido que existía la raza humana. Era fuerte e inteligente. Tenía una mente inquisitiva, es decir, una mente científica. Tecnológicamente hablando, pues, Wan-To era un artículo de primera.

También ostentaba ese rasgo típicamente humano tan poco frecuente entre criaturas como las tarántulas o las termitas: un magnífico sentido del humor. Como humorista no era sutil; se parecía a esos graciosillos que te aplastan un pastel en la cara o te quitan la silla al sentarte. Pero lo mismo sería aplicable a muchos seres humanos.

Además, Wan-To era un individuo extraordinariamente competitivo (un rasgo muy humano). Wan-To quería ser el mejor de su especie. Como mínimo ambicionaba eso. A veces, cuando las cosas se ponían difíciles con sus únicos «amigos», deseaba ser el único.

Desde luego, Wan-To era todas estas cosas de una manera no exactamente humana, pero eso no lo habría inmutado. Habría afirmado que su manera era la mejor.

El lugar donde vivía Wan-To no era exactamente un «lugar», pues Wan-To era una criatura dispersa: el interior de una estrella G-3 de tamaño mediano que no se detectaba a simple vista desde la superficie de la Tierra. No siempre había vivido allí. Desde luego no había «nacido» allí ni en las cercanías, pero ésta es otra historia, que ni siquiera Wan-To conocía bien. Wan-To podía moverse con facilidad cuando lo deseaba. Había hecho las maletas para mudarse con tanta frecuencia como cualquier habitante urbano de Estados Unidos. Vagaba de estrella en estrella, y una vez, tiempo atrás, se había mudado mucho más lejos. Pero, al igual que un neoyorquino que dispone de un apartamento de alquiler controlado, procuraba quedarse quieto. Las mudanzas eran un fastidio. Además resultaban peligrosas. Le disgustaba salir al espacio interestelar, alejarse de aquel amigable calor de varios millones de grados y de la presión de su estrella. En esas ocasiones se quedaba desnudo y expuesto, como un cangrejo que se oculta mientras le crece el nuevo caparazón. Al abandonar una estrella se sentía vulnerable a los depredadores, que lo intimidaban porque en cierto modo formaban parte de sí mismo.

Wan-To disfrutaba de su estrella. La conocía tan íntimamente como un hombre conoce su dormitorio. Habría podido recorrerla fácilmente en la oscuridad, si hubiera habido oscuridad. Los astrofísicos humanos le habrían envidiado este conocimiento directo. Para un astrónomo humano, confeccionar un modelo del interior de una estrella era un ejercicio de observación, deducción o adivinanza. Los humanos no podían ver el interior de una estrella. Cuanto más trabajaban en ello, mejores eran sus conjeturas. Pero Wan-To no necesitaba conjeturar. Él sabía.

Pero eso no es todo lo que una persona de la Tierra habría envidiado a Wan-To. Llevaba una vida bastante entretenida (al menos, cuando no lo dominaba el pánico). Para Wan-To, vivir en una estrella era divertido. En cualquier estrella que ocupara, siempre podía hallar una satisfactoria variedad de ambientes. Incluso podía encontrar una amplia gama de «climas», y tenía toda clase de partículas para divertirse, aunque algunos elementos eran más escasos que otros. Por ejemplo, si se tomara una muestra al azar de un millón de átomos de la estrella de Wan-To, una buena mezcla de todos sus componentes, sólo uno de esos átomos sería el elemento argón. Dos o tres átomos serían de aluminio, calcio, sodio y níquel; dieciséis corresponderían a azufre; treinta o cuarenta resultarían silicio, magnesio, neón y hierro. Tal vez se hallarían ochenta o noventa átomos de nitrógeno, cuatrocientos de carbono, casi setecientos de oxígeno. (Si se tomara una muestra mayor o si se contara cada átomo de la estrella, sin duda se encontrarían muchos otros elementos. En realidad se encontrarían todos los demás elementos, desde el berilio hasta los transuránicos. Inevitablemente, algún fenómeno de fusión creaba por lo menos algunos de todos los átomos posibles en el interior de la estrella de Wan-To. Pero todos los elementos nombrados —cada elemento que jamás existió, excepto dos— aún sumarían menos de 2000 átomos en esa muestra de un millón.)

El resto de la muestra consistiría en sólo esos dos elementos pesados, aunque no en proporciones iguales. Se encontrarían 63 000 átomos de helio, y el resto, 935 000 átomos de ese millón, correspondería al hidrógeno. La estrella de Wan-To era como un martini bien seco. El hidrógeno era la ginebra; el helio, el chorrito de vermut; y el resto, contaminantes salidos de la aceituna, la pajita y la copa.

Había muchas de estas cosas en el denso núcleo central de Wan-To, y si se cansaba de jugar con ellas, no tenía por qué quedarse en el núcleo. Podía recrearse en toda la estrella, que tenía un millón y medio de kilómetros de diámetro, con cien regímenes diferentes. Podía «ambular» de una «habitación» a otra de esa «casa» y pasar un tiempo en las capas exteriores, incluso la fotosfera; aventurarse (con prudencia, porque eran estremecedoramente difusas) en la corona y las partes más próximas del viento solar; cabalgar en los borbotones de gases calientes que creaban manchas solares y motas de color.

Esa parte de la estrella de Wan-To formaba la zona de convección y en algunos sentidos era lo mejor de todo. La zona de convección era la capa de la estrella donde el simple transporte mecánico sustituía la radiación para permitir el escape de energía desde el núcleo de la estrella. En los primeros cuatro quintos de su escape desde el núcleo a la superficie, un fotón de energía viajaba en forma puramente radiactiva. No exactamente en línea recta, desde luego; botaba de partícula en partícula, como una pelota en una máquina tragaperras. Pero en un quinto del trayecto hacia la superficie, la presión disminuía y permitía que los gases se agitaran de forma convectiva, así que esto se llamaba zona de convección. El calor del núcleo seguía luego hasta la superficie transportado en celdas de gas caliente, como la ráfaga térmica de un sistema de calefacción por aire. Parte del gas se elevaba a la superficie y emitía radiación de nuevo, de forma que lanzaba el calor al espacio. Otra parte se enfriaba y caía de nuevo. En la zona de convección, Wan-To retozaba libremente, dejándose arrastrar por las celdas de convección cuando le placía, transformando sus trayectorias en divertidas marañas cuando le parecía más interesante. ¡Oh, había un millón de sitios para jugar dentro de una estrella!

Por lo demás, el núcleo tampoco resultaba aburrido. Aun allí abundaba la variedad. Si Wan-To decidía que el centro estaba demasiado caliente (llegaba a quince millones de grados), en la parte superior había lugares más fríos. Disfrutaba de las sensaciones físicas que ofrecía el interior de la estrella. Las variadas tasas de rotación (los polos más lentos que el ecuador, el núcleo más rápido que la superficie) y las vibrantes líneas de campo magnético que se rizaban bajo la superficie y a veces brincaban sobre ella producían manchas solares, que eran para Wan-To lo que un jacuzzi para un guionista de Hollywood.

Para Wan-To, pues, esa estrella era una mansión con muchas secciones. Aclaremos, sin embargo, que Wan-To no se movía cuando «iba» de un sitio al otro. En cierto sentido siempre estaba en todos los lugares simultáneamente. Se trataba en cierto modo de prestar más atención a un lugar que a otro, como un adicto a la televisión con una pared llena de pantallas, cada cual sintonizada en un canal, mira ya una, ya la otra.

Incluso una estrella G-3 mediana es un lugar vasto, y los fragmentos de Wan-To estaban separados por miles de kilómetros. Wan-To permanecía unido mediante la red de neutrinos que le servían a modo de neuronas. Sólo los neutrinos podían cumplir esa función, pues nada más se movía libremente en el sofocante y apretado interior de la estrella; pero eso bastaba. Los neutrinos funcionaban sin problemas.

Wan-To estaba compuesto de esa extraña sustancia que se llama plasma. El plasma no es materia ni energía, pero en parte es ambas cosas; es la cuarta fase de la materia (después de la sólida, la líquida y la gaseosa) o la segunda fase de la energía. En opinión de Wan-To, era simplemente el material que conformaba a los seres inteligentes. (Nunca había oído hablar de «seres humanos», y en cualquier caso tampoco le habrían interesado.) A veces, algunos colegas (o hijos, o hermanos: eran un poco las tres cosas) de Wan-To sospechaban que alguna clase de inteligencia podría haber surgido de otras cosas, como la materia sólida. A veces Wan-To lo pensaba también, pero estaba convencido de que esas criaturas no podían ser muy importantes, pues una entidad de «materia» no podía significar gran cosa a escala cósmica. No, el hogar lógico para un ser realmente sensitivo, como él, era el compacto núcleo de plasma en el corazón de una estrella.

Era una lástima, a juicio de Wan-To, que existieran tantas estrellas.

Aunque sólo una pequeña fracción había alcanzado el estado «viviente» —y sólo porque él o uno de los demás había inducido ese estado—, a veces habría preferido ser el único.

A Wan-To no le desagradaba la compañía. Le complacía, y mucho, pero no le gustaba pagar el precio. Comprendía que había cometido serios errores al satisfacer su anhelo de compañía. Había sido una necedad crear hermanos. Había sido una idea necia la primera vez que se hizo, mucho tiempo atrás y muy lejos, aunque Wan-To estaba seguro de que en ese caso él había sido uno de los creados.

Aun así, Wan-To entendía cómo se había sentido su desdichado progenitor, porque nadie era feliz estando totalmente solo. Crear compañeros no había funcionado bien en esa ocasión. Los que había creado él ya no resultaban buena compañía, pues pocos de ellos se atrevían a comunicarse con los demás en la inestable situación actual. A pesar de todo, era una idea atractiva. Sólo que la próxima vez lo realizaría de otra manera. Estaría bien, pensaba, tener cerca más seres de su especie, siempre que los demás fueran un poco menos fuertes, menos listos y menos competitivos que él.

De lo contrario, resultaban peligrosos.

Las estrellas viven largo tiempo. También Wan-To viviría largo tiempo: podía durar mucho más que la mayoría de las estrellas y se proponía conseguirlo, se proponía vivir lo más cerca posible de una eternidad.

Pero ese plan no dependía sólo de Wan-To. Los compañeros que él había creado tenían su propia opinión acerca del tema. En ese preciso instante, por lo menos uno de ellos estaba dispuesto a liquidarlo.