En la mesa que había justo delante del despacho de Simon Whelan se sentaba Mara Stokes. Cualquiera que hubiera pasado por delante de ella habría creído que la muchacha estaba sumida en alguna tarea de lo más relevante y crucial para la empresa —con la mirada fija en unos papeles y el cejo fruncido, nada parecía poder desconcentrarla—, pero se habría equivocado. Mara no estaba leyendo nada ni remotamente relacionado con su trabajo, ni con su jefe, ni con su empresa. No, Mara estaba repasando las notas que había tomado sobre el sueño tan inquietante que la había sorprendido la noche anterior. Durante años, el sueño se había mantenido inalterable, siempre igual de etéreo y surrealista, e igual de reconfortante. ¿Por qué había cambiado? ¿Por qué precisamente entonces? ¿Y quiénes diablos eran Claire y el guardián?
La vibración de su móvil la alejó de tales inquietudes.
—Tío Ronan —lo saludó sorprendida—, ¿pasa algo?
—No, no pasa nada. Sólo quería asegurarme de que estabas bien.
Aunque a Mara le gustó el gesto, también la desconcertó; su tío no solía tener esos detalles.
—Y también quería pedirte algo —continuó él.
Ah, eso sí tenía sentido.
—Lo que quieras, tío.
—¿Te acuerdas de cuando te conté que Royce Whelan había matado a tus padres?
—Por supuesto, cómo quieres que lo olvide —replicó, molesta por la insinuación.
—¿Y te acuerdas de cuando me pediste alguna prueba? —prosiguió Ronan Stokes con dureza. A los quince años, Mara había creído a pies juntillas lo que le había contado su tío, pero unos meses después de conocer a Simon, y de que un día lo oyera hablar de su padre, le preguntó a Ronan si tenía pruebas de que el fallecido Royce Whelan estaba detrás de la muerte de sus padres.
—Sí. —Mara se avergonzaba de haber dudado de su tío, pero no podía evitarlo.
—Un amigo mío ha conseguido una copia del informe policial de la escena del crimen. Te lo mando a la BlackBerry.
Mara notó que su móvil vibraba al recibir el archivo.
—Léelo.
Ronan colgó sin despedirse y ella no tardó ni medio segundo en abrir el documento. Tal como le había anticipado su tío, se trataba del primer informe policial que se realizó del asesinato de sus padres, y en él se señalaba que en la escena del crimen —su casa— se habían encontrado las huellas dactilares de Royce Whelan y de tres individuos más pendientes de identificar. Si eso era así, ¿por qué la policía no arrestó a Royce? Por lo que le había contado su tío, al padre de Simon ni siquiera lo interrogaron. ¿Por qué?
El teléfono volvió a vibrar.
—¿Ahora me crees?
—Siempre te he creído, tío —dijo, tratando de contener las lágrimas.
—No es verdad.
—¿Por qué has tardado tanto tiempo en conseguir este informe?
—El policía que se ocupó del caso se encargó personalmente de hacerlo desaparecer, y a mi contacto le ha llevado todo este tiempo encontrarlo.
—Comprendo. —Respiró hondo—. ¿Cuándo regresas?
—Todavía no puedo. Maldita sea, estoy impaciente por hacerle pagar a Whelan lo que le hicieron a mi pobre hermana, pero tengo que quedarme unos días más aquí. Si fuese ahora… No, tengo que quedarme.
—Tío —dudó un instante—, yo también quiero vengarme, pero en esa época Simon era sólo un niño y su padre ni siquiera está vivo. —Se había jurado no hacerlo más, y sin embargo seguía rechazando la idea de hacerle daño a Simon.
—Quizá en esa época fuera un niño, pero siempre ha estado al tanto de las actividades de su padre. Siempre ha sabido que Royce Whelan había matado a gente inocente y ha seguido protegiendo el nombre de la familia. Si no me crees —añadió—, lee el segundo documento.
Con dedos inseguros y el corazón en un puño, Mara abrió el segundo archivo; estaba repleto de información muy detallada acerca de los múltiples sobornos que Simon Whelan pagaba mensualmente a ciertos miembros del departamento de policía y de justicia. Sobornos que habían empezado cuando su padre estaba vivo.
—Mara, ¿estás bien, Mara? —Simon le colocó una mano en el hombro y la joven se asustó tanto que pensó que incluso iba a desmayarse—. ¿Qué ocurre? ¿Estás bien? —le preguntó mirándola a los ojos.
—Sí, gracias, señor Whelan —contestó, aferrándose al odio que estaba floreciendo en su interior—. ¿Quería algo?
—Creía que por fin habías decidido llamarme Simon —señaló él con una media sonrisa. Y como si estuviera nervioso, que lo estaba, se metió las manos en los bolsillos—. Quería preguntarte si te gustaría venir a cenar conmigo esta noche.
Mara abrió su agenda antes de responder:
—No tenemos nada pendiente, señor Whelan.
—No, no, Mara. Yo… a mí me gustaría cenar contigo. Tú y yo. Sin más. No sería una cena de trabajo.
—Entonces no, señor Whelan.
Que rechazara su invitación no fue lo que más le dolió, sino el modo en que lo miraba. Con destellos de odio.
—Mara… —Levantó una mano para apartarle un mechón de pelo del rostro, pero consiguió detenerse antes de hacerlo. Si de algo estaba seguro, era de que ella no quería que la tocara, a pesar de las ganas que él tuviera de hacerlo—. ¿Qué pasa?
—No pasa nada, señor Whelan. ¿Necesita algo más? —Lo fulminó con la mirada, pero él se resistió a irse—. Le recuerdo que, hace poco, obligó a que todos sus directivos asistieran a un curso sobre acoso sexual.
Simon retrocedió como si lo hubiera abofeteado.
—Discúlpeme, señorita Stokes —farfulló—. No era mi intención ofenderla. Yo creí que… —Tomó aire—. Da igual, es evidente que estaba equivocado —terminó, aunque se le revolvieron las entrañas.
Mara fingió que se concentraba de nuevo en su trabajo, y no volvió a levantar la cabeza hasta que él se hubo encerrado en su despacho. Lo del acoso sexual había sido un golpe bajo, pero fue lo único que se le ocurrió para no lanzársele encima y exigirle que le dijera la verdad.
Simon se acercó al pequeño mueble bar que había en su despacho y se sirvió una copa. Igual que la noche anterior, tenía que encontrar el modo de calmar al guardián. Las bruscas respuestas de Mara, sumadas al frío y al desprecio que emanaban de sus ojos, lo habían afectado mucho más de lo que parecería lógico.
Vació la copa y se sirvió otra, que bebió de un trago. Se había pasado una hora entera pensando en la carta de Ewan y al final había llegado a la conclusión de que tenía que dejar atrás a María y a Naomi y tratar de conocer a alguien que pudiera hacerlo feliz. La primera mujer que le vino a la mente —la única en realidad— fue Mara, así que por fin se había atrevido a pedirle una cita. No como su jefe, sino como un hombre cansado de la soledad. Y ella le había dicho que no. Y lo había mirado como si fuera un ser repugnante.
Vació otra copa, cogió la caja con las muestras de sangre y se fue a su casa. Con el día que llevaba, quizá tuviera suerte y lo atropellara un autobús. «No te hagas ilusiones —le dijo la voz del guardián, riéndose—, todavía eres inmortal». Lo que faltaba, ahora hablaba consigo mismo. Genial.
Mara vio que la puerta de Simon volvía a abrirse y se preparó para otro enfrentamiento, pero cuando él se fue sin despedirse siquiera no se sintió aliviada —lo que habría sido lo más lógico—, sino que el nudo que tenía en la garganta se le hizo todavía más grande. Negó la sensación y volvió a leer los archivos que le había mandado su tío, pero ahora con detenimiento.
«Y eso que creía que las cosas no podían empeorar», pensó Simon mirando la luna llena que presidía el cielo aquella noche. Apretó el marco de la ventana hasta que los nudillos se le quedaron blancos y sintió que las vértebras de su espalda crujían entre sí. Él, a diferencia de su primo Ewan, siempre había asumido su naturaleza de guardián y, desde pequeño, cuando empezó a sentir que éste se despertaba, le dio la bienvenida. Había aprendido a dominar su fuerza, a darle la libertad justa y necesaria cada noche de luna llena, y a escuchar sus consejos. Excepto en lo de Naomi, recordó. La noche en que Simon le pidió que se casara con él, el guardián afloró a la superficie con una brutalidad inusual y casi desgarró a Simon de dolor. Esa noche, se la pasó en el bosque que rodeaba la mansión de sus padres, peleándose con los árboles y gritando hasta desahogarse. Cuando amaneció, tenía los nudillos completamente destrozados, la espalda y el torso llenos de arañazos y le dolía la garganta.
La única otra vez que el guardián agonizó tanto fue cuando Simon asumió que María había muerto. El día en que dejó de sentirla creyó morir, y a partir de entonces siguió vivo pero con parte de su alma, su mejor parte, muerta. Y ahora que por fin se había atrevido a creer que quizá se había equivocado con María, que quizá había depositado demasiadas esperanzas en una niña que había conocido casi una vida atrás, cuando se había atrevido a pedirle a Mara que saliera a cenar con él, ella lo había rechazado. «Y me ha mirado como si fuera un monstruo».
Sí, esa noche iba a resultarle muy difícil controlar los instintos del guardián. Podía sentir los colmillos alargándosele en la encía superior. El pulso aminorando. No, no iba a poder controlarlo. Tenía que salir de allí. Por comprensivos que fueran sus vecinos, seguro que alguno llamaría a la policía si lo oían aullar o lanzar la mesa contra la pared —que era lo que tenía ganas de hacer. Oyó de nuevo el crujir de las vértebras de la nuca y supo que no tenía tiempo que perder. Con un gesto casi inconsciente, cogió la caja con los dos viales de sangre que le había mandado Ewan y las llaves. Sabía adónde tenía que ir.
De camino al apartamento de Simon, Mara se repitió mil veces que iba allí para terminar de una vez por todas con aquella angustia. Se había pasado el día repasando el informe policial y los comprobantes de los sobornos en busca de algo, lo que fuera, que le proporcionara una explicación; y no lo encontró. Royce Whelan había matado a sus padres y Simon, que estaba al tanto del crimen, lo había encubierto. Ella se había quedado huérfana, se había criado en un internado sin el cariño de sus padres. Sola. Había crecido rodeada de soledad, y las únicas muestras de cariño que había recibido se las había proporcionado su tío Ronan. Un hombre consumido por las ansias de vengarse por la muerte de su hermana. Mara no había tenido baile de fin de curso, ni tampoco ninguna Navidad, ni había aprendido a hacer galletas, o a pescar. No, a lo largo de su infancia y adolescencia, lo único que había hecho había sido escuchar a su tío diciéndole que no tenía nada por culpa de los Whelan, y que tenían que vengarse de Royce Whelan y de toda su familia.
Si Mara permitía que su tío Ronan se enfrentara a Simon, seguro que alguno de los dos, o los dos, acabarían muertos. Y ella no podía perder a nadie más. Así que no le quedaba más remedio que enfrentarse sola a Simon. Iría a buscarlo y le exigiría que se entregara a la policía. Pero si él se negaba… Tocó la pistola que llevaba en el bolsillo de la gabardina. Su tío se la había comprado al cumplir los dieciocho. Una Glock 26 no era lo que ella había esperado recibir como regalo, pero fue el único que tuvo, y Ronan también le enseñó a utilizarla. Había sido uno de los pocos veranos que habían pasado juntos, lástima que hubiera sido en la inquietante mansión de lord Ezequiel, su misterioso jefe.
Respiró hondo. Ella no había disparado jamás a nadie, sólo a dianas y a unas latas, pero si Simon se negaba a decirle la verdad y a cooperar con ella, lo haría. El temblor de sus dedos la contradijo y bajó del coche en el que había estado esperando. Él salió del edificio en el que estaba su lujoso apartamento, e iba tan concentrado que ni siquiera la vio en la otra acera. Parecía alterado, pensó Mara, y optó por seguirlo. Quizá pudiese pillarlo in fraganti, pagando algún soborno, o cometiendo algún otro delito.
Simon llegó a la zona más antigua del muelle de Nueva York y se dirigió al local de Kieran. No había visitado el refugio de su antepasado desde su divorcio, pero el guardián estaba a punto de tomar las riendas y necesitaba ir a un lugar donde pudiera estar tranquilo. Buscó las llaves y abrió la puerta. No encendió la luz, los ojos ya se le habían transformado y podía ver perfectamente en la oscuridad. El local de Kieran consistía en un espacio diáfano en el que apenas había dos sofás y una mesa. En el sótano, había un pequeño laboratorio que, si a Simon no le fallaba la memoria, era donde habían trabajado su padre, Dominic y Tom Gebler, el padre de María. En la parte trasera, en el garaje, seguía aparcado el Range Rover de Royce. El padre de Simon adoraba ese coche, y su hijo todavía no se había atrevido a sacarlo de allí, no fuera a ser que Royce lo riñera desde el más allá. Sonrió al pensar en tal sentimentalismo y el guardián se calmó un poco al recordar los buenos momentos que la familia Whelan había pasado con ese coche. Una madera crujió detrás de él y Simon se volvió de golpe y mostró los colmillos.
Mara.
Gracias a los dioses que estaban a oscuras y ella no podía verlo bien.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, ocultando de nuevo los caninos en las encías.
Ella levantó el brazo derecho y lo apuntó con una arma.
—Tú mataste a mis padres.