5

Mara se despidió del detective Cardoso y entró en su apartamento. Cerró la puerta con rapidez, asegurándose de no olvidar ningún cerrojo, y se apoyó contra ella. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Simon herido y mirándola como si necesitara abrazarla. Y ella también había tenido ganas de abrazarlo, por eso había rechazado su ofrecimiento de acompañarla a casa y había aceptado el del atractivo detective.

«Todo se debe al estrés postraumático —se dijo—, a la adrenalina de haber estado en medio de aquella explosión. ¿Y por qué diablos te metiste en el almacén?»

¿Qué había sucedido? Los hombres del ejército de las sombras solían ser muy precisos, y ninguno se atrevería a poner en peligro a la sobrina de Ronan Stokes, general del ejército y asesor personal de lord Ezequiel.

Todavía recordaba la primera vez que vio a su tío; ella tenía cinco años y se despertó aturdida en una cama de hospital. Ronan acababa de llegar a la treintena y se lo veía abatido allí sentado, en aquella silla tan incómoda y dándole la mano. En pocas palabras, le explicó que había estado muy enferma, y cuando Mara preguntó por sus padres le dijo que habían muerto. Hasta unos años más tarde no supo que tanto su padre como su madre habían sido asesinados por el clan Whelan.

Ronan nunca ocultó que no se sentía capacitado para cuidar de una niña, era físico nuclear y se había pasado media vida en un centro de investigación de Alaska, así que la mandó a estudiar a un carísimo internado, en Suiza. Iba a visitarla, pero siempre mantenía las distancias con sus profesores y el resto de los alumnos, incapaz de entablar la más mínima conversación con nadie. Por eso mismo, a Mara siempre la había sorprendido que alguien tan reservado y estudioso como su tío tuviera una amistad tan estrecha con una criatura que no pertenecía a este mundo y su ejército de soldados sin alma. De pequeña, creía que lo que él le contaba acerca de esos hombres era pura fantasía, pero con el paso del tiempo vio que era verdad. Y al cumplir los quince, el mismo día en que le explicó cómo fallecieron sus padres, Ronan le reveló también qué papel jugaba el ejército de las sombras en sus vidas. «Sin ellos nunca te habría encontrado —le dijo—. Y los necesitamos para poder vengarnos».

Y Mara quería vengarse. Quería vengarse de aquellos que le habían arrebatado a su familia, de los que la habían dejado huérfana y la habían obligado a crecer en un internado, sin el cariño de sus padres. Sí, Ronan se había asegurado de proporcionarle una educación, la mejor que se podía pagar con dinero, pero no la había abrazado de noche, ni le había explicado cuentos, ni nada. Mara no quería ser desagradecida, pero a veces no sabía cómo tratar a su tío. Sabía que él la quería, en más de una ocasión se había quedado mirándola con lágrimas en los ojos y le había dicho que era igual que su madre, pero cuanto más se fue vinculando al ejército de las sombras, más se fue ensombreciendo su carácter.

Mara nunca había visto a lord Ezequiel en persona, pero sí que había oído su voz y eso le había bastado para ponerle los pelos de punta; y también había coincidido en alguna ocasión con otro de los asesores de Ezequiel, cuando éstos se reunían con su tío, y no le gustaba el modo en que la miraban. Espeluznante.

Se apartó de la puerta y se dirigió a la cocina. Se prepararía un té y se metería en la cama; seguro que por la mañana todo habría vuelto a la normalidad. Sonó el teléfono y se asustó.

—¿Estás bien? —le preguntó su tío cuando descolgó.

—Sí —respondió ella sin cuestionarse cómo sabía él lo de la explosión; seguro que alguien del ejército de las sombras lo había puesto al tanto de lo sucedido.

—¿Por qué te metiste en el almacén? —le preguntó enfadado.

Qué extraño, pensó Mara, Ronan nunca perdía la calma.

—Quería asegurarme de que Whelan se hallaba dentro —mintió sin saber muy bien por qué—. Vi salir a los soldados y temí que fuera detrás de ellos. —Como excusa no estaba mal—. ¿De dónde han salido esos tipos?

—No te preocupes por ellos, ya no volverán a meter la pata —le aseguró su tío—. No deberías haber corrido ese riesgo —la riñó—. Estamos muy cerca de conseguirlo, Mara.

—Lo sé, tío.

—En fin, no pasa nada. ¿Sabes si Whelan sospecha algo?

—No, no tiene ni idea de lo que está sucediendo. Sabe que alguien de sus empresas lo ha traicionado y cree que tiene que ver con el clan Talbot. Todo está saliendo a la perfección, tal como planeaste.

—¿Mañana volverás a verle?

—Por supuesto.

—Perfecto, ya sabes lo que tienes que hacer —le recordó Ronan—. Yo todavía tardaré unas cuantas semanas en regresar, llámame si sucede algo. —No añadió que tenía a alguien vigilándola. No hizo falta.

—Claro, tío.

—Descansa, Mara, y no lo olvides, estamos muy cerca.

Ronan Stokes colgó el teléfono y Mara sintió un extraño escalofrío en la espalda. Su tío nunca había sido cariñoso con ella, y estaba obsesionado con vengarse de los Whelan. Al principio, solía concentrar toda aquella ira en la figura de Royce Whelan, pero tras la muerte de éste, hacía unos cuantos años, se obsesionó con Simon. Mara estaba muy lejos de defenderlo, pero en el poco tiempo que llevaba trabajando para él, había descubierto que era un hombre muy inteligente, trabajador y que se preocupaba mucho por sus empleados. Quizá flirteara más de la cuenta con ella, pero Simon Whelan lo sabía casi todo acerca de las personas que trabajaban a su alrededor, y si alguna tenía un problema, se ofrecía para solucionarlo sin esperar nada a cambio. Y eso no encajaba con la descripción que su tío Ronan le había hecho del heredero del clan Whelan.

Un día, antes de que su tío partiera de nuevo hacia Alaska, trató de sacar el tema, pero cuando insinuó que quizá Simon no tuviera nada que ver con su padre, Ronan la fulminó con la mirada y le dijo que no fuera estúpida, que seguro que estaba fingiendo con el único objetivo de llevársela a la cama. A Mara la afectó mucho que su tío la insultara de ese modo, y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando vio que Ronan apretaba los dedos de una mano para no caer en la tentación de pegarle. Así que, decidida a no defraudar a su tío, se autoconvenció de que Simon no era tan bueno como aparentaba. «Sólo está fingiendo», se repitió una y otra vez. Pero nada evitó que entrara corriendo en el almacén cuando creyó que podía estar atrapado dentro.

—Estás cansada, Mara —dijo en voz alta, y con movimientos mecánicos se preparó una taza de té y se sentó en el sofá.

Cerró los ojos convencida de que no podría dormirse, pero en cuestión de segundos su cuerpo se relajó y su mente viajó a aquel jardín que sólo visitaba en sueños.

En el sueño, Mara tenía tres o cuatro años y caminaba por el jardín más bonito que había visto nunca; parecía un bosque, pero no, sabía que era un jardín. Su madre y su padre estaban sentados en un banco de piedra, hablando, sonriéndose el uno al otro. Ella se acercaba a los dos y su padre, cariñoso, le ponía una flor en el pelo. Luego, su madre la cogía en brazos y la sentaba en su regazo, y empezaba a contarle un cuento. Un cuento precioso acerca de unas hadas que vivían en un castillo encantado y que cuidaban de los humanos. La reina de las hadas se llamaba Claire, y gracias a ella y a sus amigas el mundo vivía en armonía.

A Mara le encantaba ese sueño y cuando tenía la suerte de poder visitarlo no quería despertarse. En él podía sentir los dedos de su padre acariciándola, oír la melodiosa voz de su madre, respirar el aroma del mar. Y siempre terminaba igual, con su madre dándole un beso en la frente y diciéndole que todo iba a salir bien. Mara se movió incómoda en el sofá, algo iba mal en el sueño; notó que su madre se tensaba y entrelazaba los dedos con los de ella.

Tienes que buscar a Claire —le susurró su madre al oído—. Confía en el guardián.

Mara trató de preguntarle a qué se refería, pero un trueno desgarró el cielo del jardín onírico y se despertó.

Tenía la espalda empapada y la respiración entrecortada. Y cuando levantó las manos, comprobó que le temblaban. Se puso en pie y caminó hacia el secreter que tenía en su dormitorio, y de un cajón sacó un cuaderno y anotó las palabras de su madre. ¿Buscar a Claire, a una hada? ¿Qué era un guardián? Lo mejor sería que no hiciera caso, seguro que eran sólo divagaciones fruto del cansancio. Sí, sería eso. Fue al cuarto de baño, abrió el grifo del agua caliente de la ducha y se metió debajo del chorro, y a pesar de que se repitió una y otra vez que sólo había sido un sueño, no pudo quitarse de encima la sensación de que había visto a sus padres de verdad.

Recién duchada y con un pijama limpio, Mara se acostó y volvió a quedarse dormida. Si tenía suerte, quizá volviera a soñar.

Simon llegó a las oficinas a primerísima hora de la mañana. El portero del edificio, que obviamente se había enterado de la explosión de la noche anterior, lo miró como si estuviera viendo a un fantasma… o a un loco. Para no delatar su condición de guardián, Simon fingió que le seguían doliendo las costillas y la cabeza, y tuvo un convincente ataque de tos. A decir verdad, guardián o no, había tenido mucha suerte; si alguna de aquellas vigas le hubiera atravesado un órgano vital, sólo habría podido regenerarse bebiendo sangre de su alma gemela. Y Simon no tenía. Ni tendría jamás, pensó al apretar el botón del ático en el ascensor. Respiró hondo y alejó esos pensamientos negativos de su mente; había llegado el momento de seguir el consejo de su padre y darle tiempo al amor. Y tenía que dejar de pensar en María.

—Buenos días, señor —lo saludó uno de los empleados del turno de noche al cruzarse con él por el pasillo.

El grupo tenía intereses en todo el mundo, así que en las oficinas siempre había alguien trabajando. Algunos de sus empleados eran guardianes, y al resto los elegían con esmero, así que el hecho de que alguien pudiera traicionarlo le dolía por partida doble; primero, por haber estado tan ciego y no haber sabido reconocer a un mentiroso, y segundo, por las consecuencias que dicha traición pudiera tener para todos. Una cosa era el espionaje industrial —el grupo ostentaba y gestionaba múltiples patentes industriales millonarias—, y otra que saliera a la luz pública la existencia de los guardianes.

A lo largo de la historia, los guardianes de Alejandría habían tenido que enfrentarse en más de una ocasión a la amenaza de ser descubiertos. Eran muy pocos los humanos que sabían de ellos y nunca eran personas cualesquiera, como el caso de Tom y Nina Gebler, o el de Mitch Buchanan y Julia Templeton, el mejor amigo y la esposa de Ewan Jura. Cuando los guardianes encontraban a su alma gemela, eran incapaces de mentirle, por eso siempre le contaban a su pareja qué eran y las obligaciones que conllevaba serlo. Simon nunca se lo contó a Naomi, nunca sintió la necesidad de hacerlo. El guardián siempre le había dejado claro que no tenía ningún problema en mentirle a aquella arpía sin corazón. Con ese último pensamiento, Simon entró en su despacho y se dirigió directamente al ordenador. Empezaba a estar harto de sufrir accidentes y de que sucedieran cosas extrañas en sus empresas.

Unos meses atrás, después de regresar de su viaje por Europa, creó un archivo oculto en el que iba anotando todo lo que sucedía, las pistas que creía encontrar, y sus diferentes teorías. La primera anotación hacía referencia a Berlín y a la aparición de un grupo de jóvenes muertos por sobredosis de una droga sin identificar y la posterior desaparición de los cadáveres de esos mismos jóvenes. La segunda estaba relacionada con lo que le sucedió en Praga; Simon estaba en un bar frecuentado por guardianes cuando oyó una conversación de lo más interesante. Dos esbirros de Rufus Talbot, el guardián líder del clan de los Talbot, estaban fanfarroneando acerca del lanzamiento de una nueva droga de resultados espectaculares.

Luego, había asimismo una recopilación de lo sucedido en Inglaterra. En Londres, también había aparecido muerta una joven por sobredosis. Ésta, de nombre Stephanie, trabajaba en Vivicum Lab, los laboratorios propiedad de Rufus Talbot, y la mejor amiga de la chica, Julia Templeton, la ahora esposa de Ewan Jura, estaba convencida de que era imposible que Stephanie se hubiera drogado. Simon repasó rápidamente los documentos que le había enviado Ewan. Tras una operación encubierta en la que su primo casi pierde la vida y la cordura, los Jura, con la ayuda de Mitch Buchanan, habían descubierto y desmantelado el plan de Talbot. Éste pretendía fabricar una droga capaz de causar adicción en los guardianes y cuyo uso prolongado los convertiría en marionetas sin voluntad que obedecerían ciegamente a cualquiera que les proporcionara más.

Para diseñar la sustancia tóxica, Talbot y sus esbirros habían secuestrado a Dominic Prescott, uno de los pocos guardianes centenarios que existían, y lo habían sometido a miles de pruebas. Ewan y Mitch consiguieron rescatar a Dominic a tiempo, aunque, según le había contado su primo, el guardián desapareció luego de inmediato.

El laboratorio de Vivicum Lab voló por los aires y con él toda la LOS —así habían denominado a la droga— que existía, y Julia, gracias al cuaderno que Stephanie le había mandado antes de morir, consiguió eliminar toda la documentación relativa a dicha sustancia.

Desde entonces, en Inglaterra todo parecía estar volviendo poco a poco a la normalidad, excepto que Dominic seguía sin aparecer y que Mitch se estaba comportando de un modo muy extraño; de Daniel, el otro primo de Simon, tampoco sabían nada. A todo eso, había que sumarle lo sucedido en Japón, el accidente que había sufrido él mismo con los frenos del Maseratti y los robos en sus almacenes portuarios. ¿Estaría todo relacionado, o eran hechos aislados que sólo ponían de manifiesto que su sistema de seguridad no era tan infalible como creía? El timbre del teléfono interrumpió sus divagaciones.

—¿Sí?

—Señor Whelan —era el portero del edificio—, ha venido el detective Cardoso.

—Dígale que suba.

—En seguida, señor.

—Gracias. —Simon colgó y tuvo el presentimiento de que el tal Cardoso iba a ser un hueso duro de roer.

Unos minutos más tarde, Oliver Cardoso, vestido con un impecable traje gris y con mirada suspicaz, entraba en su despacho.

—Buenos días, señor Whelan —lo saludó y le tendió la mano—. Veo que se ha recuperado muy rápido.

Él le estrechó la mano con fuerza. «Sí, un hueso duro de roer. Y sarcástico, además».

—Llámeme Simon, detective.

—Oliver —ofreció el otro a cambio.

—¿En qué puedo ayudarte, Oliver? —le preguntó Simon.

—Mis artificieros encontraron esto en el almacén. —Colocó encima de la mesa una bolsa de plástico que contenía lo que quedaba de la bomba—. Es un detonador.

—¿Y?

—Este detonador no existe. No lo fabrica nadie. —Buscó la mirada de Simon antes de continuar—. Es un prototipo militar. —Hizo otra pausa—. Quiero saber quién diablos anda detrás de ti, que está dispuesto a utilizar tecnología de última generación para borrarte del mapa.

Vaya, al parecer el detective frío y educado había desaparecido para dar paso a aquel hombre rudo y sin censura.

—No tengo ni idea —respondió él a la defensiva.

—Mira, no me importa lo más mínimo si evades impuestos, o si tienes montada una gran estafa, pero no permitiré que haya alguien rondando por mi ciudad con equipo armamentístico de última generación.

—Ni yo —afirmó rotundo Simon, su naturaleza de guardián no se lo permitiría—. No sé quiénes son, pero llevo meses tratando de averiguarlo. —Supuso que una verdad a medias era el menor de los males, y Oliver se relajó un poco.

—¿El atentado de ayer no fue el primero? —Lo fulminó con la mirada y se pasó las manos por el pelo—. Mierda. ¿Por qué no avisaste a la policía?

—Tal como te dije ayer —lo miró a los ojos—, no quería molestar.

—Cuéntame qué pasó las otras veces. —Oliver Cardoso sacó su cuaderno del bolsillo—. Todo.

—Nuestros almacenes han sufrido distintos allanamientos. Toma. —Abrió un cajón y le pasó una carpeta—. Aquí tienes las fotos que tomaron las cámaras de seguridad y la información relativa a los edificios. Al principio, creímos que nos habían robado, pero después de hacer inventario de los destrozos comprobamos que no se habían llevado nada.

—Deduzco que, hasta ayer, ninguno de los almacenes había salido volando por los aires.

Oliver cogió la carpeta y empezó a hojear los papeles que contenía. Anticipándose a que podía suceder algo así, Simon le había pedido a Mara que la preparara días antes.

—Y hace unas semanas, mi coche se quedó sin frenos. Cuando lo llevé al taller, me dijeron que los habían cortado.

—¿Y a ti no te sucedió nada?

—Tuve suerte.

—Ya veo. —Cerró la carpeta—. ¿Esto es todo? —le preguntó escéptico.

—Sí, esto es todo.

Se sostuvieron la mirada durante unos segundos.

—Está bien. —Cardoso fue el primero en ceder—. Me llevo esto y les diré a mis hombres que lo revisen, pero…

—Si averiguo algo más, llamaré a la policía.

—Más te vale.

El detective se levantó y abandonó el despacho de Simon, y éste, que había apagado el ordenador antes de que llegara su visita, volvió a encenderlo para seguir leyendo sus anotaciones. Cogió un bloc y escribió las fechas de los robos y las de los accidentes para ver si encontraba algún patrón, una costumbre heredada de su padre. Nada. Hizo lo mismo con las direcciones, tampoco. Mezcló ambos datos y tampoco tuvo suerte. Golpeó la mesa con el lápiz. Tenía que haber algo. Se levantó y caminó hacia la ventana y, durante unos minutos, dejó la mirada fija en el edificio de enfrente. La última planta estaba vacía. Vacía. Corrió a su escritorio y buscó entre los documentos. Sí, ¿cómo no se había dado cuenta antes?