Simon entró en su apartamento y, enfadado, lanzó las llaves sobre el mueble de la entrada. Le había dicho a Mara que la acompañaba a su casa. Quería acompañarla. Necesitaba acompañarla y asegurarse de que estaba bien, pero no, la señorita Stokes rechazó su ofrecimiento y aceptó el del maldito detective Cardoso.
Respiró hondo tres veces y se encaminó hacia el mueble donde guardaba el whisky. Sabía que beber no era la solución, pero estaba tan furioso que si no se calmaba daría rienda suelta al guardián, que saldría en busca de pelea. Y él ya no hacía esas cosas, o eso fue lo que se dijo mientras vaciaba la copa de un trago. Volvió a respirar y llenó de nuevo la copa para vaciarla también al instante. Le dolían las costillas, pero seguro que tras una ducha de agua caliente se sentiría mucho mejor. Fue a la cocina para dejar la copa sucia, y cuando se disponía a ir hacia el cuarto de baño, sus pies lo guiaron hasta la chimenea. Allí, sus ojos fueron a parar a la última fotografía que tenía con su padre.
Cogió el marco y acarició la imagen con el pulgar de la mano con que lo sujetaba. La foto era del día de la boda de Simon. Sí, de todas las estupideces que había cometido en su vida, sin duda casarse con Naomi era la peor de todas. Por suerte, ella no aparecía en la fotografía, sólo estaban Simon y Royce sentados a una de las mesas, cuando el banquete ya había terminado. Padre e hijo llevaban desabrochados los botones del cuello de la camisa, y Simon, sin la americana del chaqué, estaba sentado con la silla al revés y los antebrazos apoyados en el respaldo. Royce sujetaba un vaso de whisky en una mano y con la otra gesticulaba. Ninguno de los dos se percató de que el fotógrafo captaba aquel instante tan íntimo, pero Simon le estaría eternamente agradecido. Royce Whelan murió cuatro meses después, justo el mismo día en que se cumplía un año de la muerte de Molly, su esposa. Simon siempre le agradeció a su padre que se esforzara para quedarse con él más tiempo, pues ambos sabían que, cuando un guardián pierde a su alma gemela, no tarda en seguirla.
Se quedó mirando la foto y recordó lo que Royce estaba diciéndole en aquel instante: que estaba cometiendo el peor error de su vida y que jamás sería feliz con Naomi. Cuánta razón había tenido, pensó Simon, ojalá le hubiera escuchado; se habría ahorrado los meses de peleas continuas y un divorcio carísimo. Casarse había sido una estupidez, y no había servido para que el abismo de soledad que había en su interior menguara lo más mínimo. Al contrario, cada vez que tocaba a Naomi iba a peor, hasta que llegó un momento en que no pudo soportarlo. Y ella, por supuesto, lo compensó acostándose con todos los hombres que se cruzaban en su camino y despilfarrando hasta que las inagotables tarjetas de crédito de Simon echaron humo.
Conoció a Naomi en uno de los locales de moda de Nueva York. Por suerte, de eso hacía ya cinco años, y tres desde su divorcio. Ella era la hija menor de un destacado banquero, y su vida consistía en asistir a todas las fiestas importantes de la ciudad. Era guapísima, poseía un cuerpo escultural que en absoluto era natural, y sabía cómo utilizarlo. A decir verdad, Simon seguía sin comprender qué lo había atraído de ella.
«Sí, sí que lo sabes», le susurró el guardián que habitaba en su interior. El guardián se había puesto alerta tras la explosión y, al parecer, había decidido acompañarlo en aquel viaje por sus recuerdos. Simon se había fijado en Naomi porque era lo más distinto a María que pudo encontrar; o mejor dicho, era el tipo exacto de mujer en el que María nunca se habría convertido de no haber muerto.
La noche que Simon conoció a Naomi era el aniversario de la desaparición de María, y él estaba borracho, pues era la única manera de superar ese maldito día. Sabía que no era normal sentir aquella desesperación por haber perdido a una mujer que jamás llegó a existir, pero era incapaz de sobreponerse. Durante su adolescencia, trató de fijarse en otras chicas, pero siempre que alguna le llamaba la atención era porque tenía algún rasgo similar a María. «María tenía los ojos de ese color avellana. María tenía esa sonrisa. María. María».
Ya más mayor, cuando sus amigos, la mayoría humanos, hablaban de sexo, él no entendía nada. Sí, como ejercicio no estaba mal, pero nunca había sentido el abandono o la obsesión que algunos decían haber experimentado. Dentro de su mediocre vida sexual, la mejor de todas había sido Naomi… y por triste que pareciera, por eso se casó con ella. Naomi era una experta en la cama, se conocía todos los trucos y, durante un breve instante, Simon pensó que quizá, si seguía con ella, ambos terminarían por enamorarse el uno del otro. Nada más lejos de la realidad.
Naomi lo utilizaba sexualmente. Según ella, nadie la satisfacía como él, pero cuando Simon empezó a dejarla a un lado, no tardó en buscarse otro compañero de cama más predispuesto. Aquella primera noche en la discoteca, Naomi lo sedujo, aunque él jamás se escudó tras esa frase, siempre fue ella la que lo persiguió.
Se acostaron esa misma noche, y en medio del alcohol y la relativa euforia sexual, Simon creyó que por fin había encontrado a alguien con quien compartir su vida. Se casaron meses más tarde; las prisas se debieron en parte a que él quería asegurarse de que su padre estuviera presente, y, tras la muerte de su madre, sabía que no tenía demasiado tiempo. Por otra parte, Naomi se encargó personalmente de agilizar las cosas. Ella era una niña rica, pero su fortuna no podía compararse con la de los Whelan, y no quería correr el riesgo de que Simon se le escapara de entre las manos.
Durante los pocos meses que duraron los preparativos, e incluso el mismo día de la boda, Royce trató de disuadirlo. Le dijo que cometía un error casándose con una mujer que no sólo no era su alma gemela, sino que carecía totalmente de alma y de bondad. Una parte de Simon siempre supo que su padre tenía razón, pero otra estaba harta de estar sola. Estaba harto de echar de menos a un fantasma, harto de que nadie lo tocara, de que nadie lo quisiera. El problema fue que Naomi resultó ser una pésima elección, y el guardián se encargó de hacérselo pagar con creces.
Simon jamás se había sentido tan desgarrado por dentro, tan perdido, como cuando estaba casado. Era como si todo su ser se opusiera a estar con aquella humana tan frívola y vacía. Y para sumar ironía al asunto, a Naomi, que por suerte nunca había estado al tanto de la verdadera naturaleza de Simon, le daba igual. Pronto las diferencias entre ambos fueron más que evidentes, irreconciliables, según la sentencia de divorcio, y los dos siguieron distintos caminos; y aunque a Simon le costó una verdadera fortuna, era sin duda el dinero mejor gastado de toda su vida. Lástima que su padre hubiera muerto antes de verlo divorciado.
Naomi ya no era su esposa, pero por desgracia seguía apareciendo de vez en cuando por su vida. Básicamente para pedirle más dinero, o para insultarlo, o para tratar de seducirlo. Los motivos de esas visitas eran múltiples y variados, pero él nunca caía en la trampa. Y, a pesar de lo que aparecía en las revistas, distaba mucho de ser un mujeriego. A decir verdad, no había estado con una mujer desde la última vez que se acostó con Naomi, y de eso hacía ya mucho tiempo. Había llegado a la conclusión de que, si bien podía pasar un rato agradable, ningún tipo de sexo compensaba la sensación de vacío que lo embargaba al terminar. Era un sentimiento horrible, a veces incluso se retorcía físicamente de dolor y terminaba vomitando. Apenas podía acercarse a una mujer, y mucho menos tocarla. Pero con Mara era distinto.
Suspiró y pasó el pulgar por el rostro de su padre. Ojalá estuviera allí para darle consejo. Lo echaba de menos, y a su madre también, pero entre padre e hijo había existido una relación muy especial. Siempre que Simon estaba confuso, acudía a Royce, y nunca lo había estado tanto como en ese momento.
Había estado convencido de que María, aquella dulce y tímida niña, habría terminado por convertirse en una mujer increíble… y en su alma gemela. Tras su desaparición, todavía le costaba asumir que de verdad había muerto. Simon se pasó años convencido de que en su interior podía sentirla, de que su guardián sabía sin ninguna duda que estaba viva y esperándolo en alguna parte. Pero una noche de luna llena, cuando tenía veintisiete años, tuvo una pesadilla horrible y se despertó empapado de sudor y con lágrimas en los ojos. María estaba muerta. Ya no podía sentirla. ¿Por qué entonces? ¿Por qué? Se pasó una semana entera encerrado en su apartamento. Su madre estaba desesperada y su padre terminó por echar la puerta abajo. Dentro, encontró a Simon completamente abatido, borracho, casi ausente, con la mirada perdida y aferrado a una fotografía de él con María. Royce no dijo nada y se limitó a abrazarlo y a llevarlo hasta la cama, donde lo acostó. Luego se tumbó a su lado y llamó a Molly para decirle que estaba bien. Esa noche, su padre le contó la historia de Ricardo Ponce de León, el guardián fundador del clan español.
Historia de Ricardo Ponce de León
Diario de los guardianes
Corría el año 1477 cuando Ricardo, noble caballero de la corte de los Reyes Católicos, fue llamado a palacio. Convencido de que su presencia era requerida para comentar alguna cuestión relativa a sus tierras o sus navíos, acudió a la cita sin temor alguno, pero le bastó con cruzar el umbral de la residencia de los monarcas para saber que aquél no era un encuentro cualquiera. En la antesala del trono estaba el marqués de Montemar, un hombre despreciable que colaboraba frecuente y apasionadamente con la Inquisición, tribunal que Ricardo repudiaba. No, la presencia del marqués no era casual.
Ricardo saludó a los reyes con respeto y esperó a que le explicaran el motivo de su llamamiento.
—Maese Ponce de León, os hemos pedido que vinierais porque tenéis que casaros.
De todas las cosas que a Ricardo se le pasaron por la cabeza de camino a palacio, el matrimonio ni siquiera se le había ocurrido. De hecho, se quedó tan sorprendido que, saltándose cualquier norma de protocolo imaginable, preguntó:
—¿Qué habéis dicho, majestad?
El rey se limitó a sonreír y se lo explicó:
—Dentro de dos semanas, vais a casaros con Catalina, la hija mayor del marqués de Montemar. Será una buena alianza para ambos.
Ricardo iba a decirle al monarca que él no necesitaba, ni quería, tal alianza, pero las siguientes palabras de la reina lo silenciaron.
—Con vuestro matrimonio, estoy convencida de que vuestra hermana podrá por fin regresar a la corte.
Magdalena, su hermana pequeña, llevaba un año encerrada en un convento por culpa de un escándalo sin ningún fundamento. Todos la echaban mucho de menos, y si no la sacaban pronto de aquella cárcel terminaría muriendo. Y la reina le estaba diciendo que si él se casaba con la tal Catalina, Magdalena podría regresar y que contaría con el apoyo de la corona.
—Gracias, majestad —respondió Ricardo.
Acto seguido, se abrieron las puertas y entró el marqués llevando consigo a una joven casi a rastras.
—Ponce de León —dijo el rey—, os presento a la dama Catalina.
Ésta lo fulminó con la mirada, pero hizo la reverencia de rigor y luego, unas damas de la corte se la llevaron de allí.
Ricardo abandonó el palacio horas más tarde, comprometido y furioso con el mundo. Él no quería casarse, y menos con una niña rica y malcriada que seguramente estaba embarazada de otro. Ricardo no se lo había dicho a nadie, pero siempre había soñado con enamorarse y formar una familia. Quería ser un buen hijo y un buen hermano, pero lo que más deseaba en su corazón era ser esposo y padre. Y ahora ya nunca podría ser así. Se casaría, pero ya no sería con la mujer que él eligiera. Y ninguno de los estaba enamorado.
Ricardo y Catalina no volvieron a verse hasta el día de la boda, y durante la ceremonia se limitaron a repetir los votos. La única alegría que tuvo él fue ver a su hermana Magdalena, sonriendo y sentada de nuevo entre los suyos. Terminaron los festejos y Ricardo y Catalina se retiraron a sus aposentos, donde la joven le dirigió la palabra a su esposo por primera vez.
—Lo siento —le dijo con la cabeza gacha.
—¿Cuándo nacerá el bebé? —preguntó él como si no la hubiera oído.
—¿Bebé? —Tardó unos segundos en comprender lo que insinuaba—. ¡No estoy embarazada!
Ricardo enarcó una ceja, incrédulo.
—Ya, seguro que eres virgen. —Él nunca hablaba así a las mujeres, pero ya que lo habían obligado a cargar con aquélla, creía tener derecho a desahogarse.
—¿Y tú, eres virgen?
—¡Una dama no habla de esas cosas! —exclamó indignado.
—Si una dama no habla de esas cosas, mi querido esposo, ¿cómo quieres que te conteste? —Ella abandonó su postura recatada y lo miró desafiante.
—Mira, Catalina, es obvio que los dos estamos cansados, así que lo mejor será que nos acostemos.
—No pienso meterme en la cama contigo —sentenció ella, todavía ofendida porque Ricardo la creyera de costumbres ligeras. En los días previos a la boda, Catalina había averiguado muchas cosas acerca de su marido: que era un hombre honesto, increíblemente astuto para los negocios, y que a su padre el marqués no le gustaba lo más mínimo. Y con esa poca información empezó a enamorarse un poco de él.
—Ni yo tampoco, señora —respondió Ricardo firme.
Catalina sintió un nudo en la garganta, pero disimuló. Seguro que él se habría enterado de su interés por la medicina y también creería que era una bruja. Seguro que sentía asco hacia ella, o desprecio. Si al menos poseyera un ápice de la belleza de su hermana pequeña, podría tratar de seducirlo, pensó Catalina, pero en seguida desechó la idea. Atónita, vio como Ricardo cogía una almohada y unas sábanas y se tumbaba en el suelo. Cuando por fin pudo reaccionar, caminó hasta la cama y se acostó en ella.
Después de su peculiar noche de bodas, Ricardo insistió en mantener las distancias y se centró como siempre en sus tierras y en su familia, pero poco a poco, Catalina fue haciendo notar su presencia. Por las mañanas, la encontraba sentada a una mesa, repasando las tareas del día con el ama de llaves. Por la tarde, salía a pasear con un cesto que regresaba lleno de hierbas, y por las noches leía o escribía en un cuaderno mientras él descansaba en el salón. Durante las primeras semanas, intercambiaron sólo las frases de rigor, pero el interés de Catalina por su gente y sus tierras parecía sincero, así que Ricardo empezó a contarle cosas, hasta que un día, de golpe, se dio cuenta de que ya se las contaba sin que ella tuviera que preguntarle nada. Otra cosa que notó fue que todos los miembros de su casa, así como muchos aldeanos, saludaban afectuosamente a Catalina y le daban las gracias. Un día, después de que una mujer se le abrazara llorando, Ricardo no pudo resistir más:
—¿A qué ha venido eso? —le preguntó.
—A nada —respondió ella, colocándose un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Te ha dado las gracias mil veces —insistió él.
—Le preparé un jarabe para su hijo pequeño.
—¿Y?
—Hasta ayer estaba postrado en la cama, y ahora está correteando por el campo.
—Vaya. ¿Entiendes de hierbas?
—Un poco.
A Ricardo le habría gustado seguir hablando con Catalina, en especial después de ver lo guapa que estaba sonrojada, pero uno de sus hombres fue a buscarlo y tuvo que irse.
Días más tarde, oyó cómo un par de campesinos comparaban a su esposa con un ángel del cielo, y se sintió muy orgulloso de ella. Muy orgulloso y algo celoso, tanto que esa noche trató de sacar el tema de las camas separadas, pero Catalina le dijo que comprendía perfectamente la situación y que podían seguir así para siempre.
Ante su negativa, Ricardo sintió todavía más curiosidad por su complicada esposa, y mucha más atracción. Pero nada parecía funcionar con ella, y él volvió a mantener las distancias.
Catalina tenía el corazón roto. Estaba enamorada de su esposo, pero éste no quería ni tocarla. Sí, Ricardo había sido muy delicado con el tema, e incluso un día le había insinuado que, a modo de agradecimiento por su vinculación con los aldeanos, estaba dispuesto a yacer con ella. Pero Catalina no quería que la tocara por obligación, ni por gratitud, quería que la tocara con pasión, con amor. Y eso era imposible. Su propio padre la había repudiado por bruja.
Pasaron los meses, y al castillo de los Ponce de León llegó el rumor de que el Tribunal de la Inquisición iba a ir a sus tierras. Ricardo lo descartó por absurdo, pero una tarde, mientras estaba en el campo, Luis, el hijo del ama de llaves, apareció gritando.
—¡La señora, quieren llevarse a la señora!
Ricardo montó en su caballo y cabalgó como alma que lleva el diablo. Entró furioso en el salón y lo que presenció casi le parte el alma. Había cuatro hombres armados, vestidos con el uniforme de la Inquisición; dos retenían a sus sirvientes, uno estaba sentado en una silla, esperándolo, y el cuarto sujetaba a Catalina por el cuello mientras le apretaba una daga en el costado.
—Hemos venido a llevarnos a su esposa —le informó el que estaba sentado.
—Por encima de mi cadáver —respondió él sin dudarlo, y desenvainó la espada.
—Maese Ponce de León, de todos es sabido que no hay afecto entre usted y ella.
Ricardo se acercó al hombre sin inmutarse.
—Duermen en dormitorios separados —añadió el hombre—. Le comprendo, a mí también me daría asco acostarme con una bruja.
Ricardo desvió la mirada hacia Catalina un segundo y vio que el comentario le hacía daño. ¿Eso era lo que pensaba su esposa?
—Cállese, y lárguese de aquí —ordenó.
—Lo lamento mucho, pero no podemos satisfacerle, señor. Verá, nos vemos en la obligación de quemar a una bruja noble de vez en cuando. Y su esposa ya nos eludió una vez.
Vaya, al parecer el marqués, en un gesto inesperado, había tratado de salvar a su hija mayor casándola con Ponce de León.
—Fuera de mi casa ahora mismo —repitió Ricardo.
—Caballeros, me temo que el señor Ponce de León necesita que le recuerden quién está al mando.
Tras esas palabras llenas de desprecio, todos, excepto el que retenía a Catalina, se abalanzaron sobre él. Ricardo luchó como no lo había hecho nunca y, a pesar de que lo hirieron gravemente, consiguió matarlos a los tres. El cuarto lanzó a Catalina al suelo y fue a por el noble. Los dos hombres se enzarzaron en una violenta pelea, y cuando el inquisidor levantó una daga para clavársela en el corazón, Catalina trató de ocupar su lugar, pero Ricardo vio el gesto a tiempo y fue él quien cubrió el cuerpo de su esposa con el suyo. La daga se le hundió en el omoplato derecho. Una herida mortal que lo enfureció tanto, que le dio las fuerzas suficientes para darse media vuelta y quitarle la vida al hombre que le había robado la suya.
Ricardo se desplomó en el suelo y, con su último aliento, le susurró a Catalina que la amaba. Ésta le repitió entre sollozos que ella también, y su llanto fue tan desgarrador que consiguió despertar a los dioses.
Los dioses llevaban tiempo observando a Ricardo Ponce de León. Era un hombre poco corriente, discreto y defensor acérrimo de la justicia. Siempre había demostrado valentía, pero la pelea de esa noche dejaba claro que incluso estaba dispuesto a morir por otra persona; por la mujer a la que amaba. Un hombre así sería sin duda un gran guardián, y con una esposa como Catalina, seguro que sus descendientes serían unos guardianes legendarios. Así que, con su esposa todavía llorando encima de él, Ricardo volvió a la vida y la besó por primera vez.
Simon devolvió la foto a la repisa y continuó su camino hacia el cuarto de baño. Sabía por qué su padre le había contado esa historia aquella noche. Era su modo de decirle que, a veces, uno encuentra el amor donde menos lo espera, y que éste necesita tiempo para crecer, para madurar, hasta convertirse en algo eterno. Simon comprendía perfectamente el significado de esa historia, y por ello precisamente había cometido el error de casarse con Naomi. Su problema, pensó al meterse bajo la ducha, no era no haberle dado tiempo al amor, sino que lo había encontrado demasiado joven, y lo había perdido. Y ahora no tenía más remedio que conformarse. Quizá lo mejor sería que no volviera a intentar estar con nadie.