Nueva York, en la actualidad
Simon colgó el teléfono. Se había pasado media hora hablando con Ewan, y quizá habrían seguido un poco más si a su primo no lo hubiera interrumpido Julia, la mujer que por fin había logrado convencerlo de que asumiera su naturaleza de guardián. Ewan sería un gran líder, pensó Simon, el mejor en muchos siglos. Sería todo un honor poder estar a su lado.
Los meses anteriores habían sido trascendentales para los guardianes de Alejandría. Después de eliminar a Rufus Talbot, sólo una cosa estaba clara: él no era el cerebro de aquella operación, lo que dejaba únicamente una opción posible. Una temible y aterradora: el ejército de las sombras había vuelto. Tras pasarse siglos oculto, lord Ezequiel, o alguno de sus seguidores, estaba dispuesto a tomar de nuevo las riendas del mal y a hacerse con tantas almas como le fuera posible. Mientras en Inglaterra los guardianes del clan Jura trataban de averiguar hasta dónde había conseguido llegar Rufus Talbot en su perverso afán por enriquecerse y ganarse el respeto de su padre, en Nueva York, Simon seguía preocupado por los constantes fallos en su sistema de seguridad y por una serie de operaciones financieras que no parecían tener ningún sentido, pero que no dejaban de sucederse.
—Señor Whelan —dijo una voz a su espalda. Una voz que siempre conseguía ponerle la piel de gallina.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que me llames Simon? —preguntó, con la frente apoyada contra el ventanal de su oficina.
—Una más, señor Whelan —dijo Mara Stokes, su secretaria, pero esta vez a Simon le pareció que ella había sonreído.
—¿Ha sucedido algo? Es muy tarde, y creo recordar que te he dicho que te fueras a casa. —Sacudió la muñeca en busca de su reloj—. De eso hará ya más de dos horas.
—Me lo ha dicho, señor, pero he decidido no hacerle caso.
Sí, ahora sí había sonreído, pensó Simon, y se dio media vuelta. Mara estaba más cerca de lo que había creído, o sentido. Llevaba aquel estúpido moño al que tanto cariño le había cogido él, y las gafas de montura gatuna que la hacían parecer sacada de una película de los años cincuenta. Y como si ella supiera que Simon se la imaginaba como una de las pin-up de esa época, se empeñaba en utilizar una agenda de cuero rojo y aire retro que él podía oler a distancia. Porque siempre olía a ella.
—¿Y a qué se debe tal acto de desobediencia, señorita Stokes? —Utilizó el tratamiento formal a modo de cumplido.
—Uno de los almacenes del muelle ha dado signos de actividad. No se han disparado las alarmas, pero no tengo constancia de que a fecha de hoy tuviéramos ningún envío —explicó la joven.
—¿Has llamado a los de seguridad, a la policía?
—No, usted me dijo que si sucedía algo fuera de lo normal no hiciera nada sin consultárselo, y he creído que…
—Has hecho bien, Mara —la interrumpió Simon, dirigiéndose ya hacia la salida.
—No pensará ir usted mismo al puerto, ¿verdad? —le preguntó ella, saltándose el rígido distanciamiento que se obligaba a mantener siempre con él.
—Por supuesto. Estoy harto de no saber qué es lo que está sucediendo en mi propia casa —contestó, mientras cogía el abrigo—. Y si mando a la policía o a la seguridad portuaria, quienes sean se largarán antes de que pueda interrogarlos.
—No puede ir solo.
—Por supuesto que puedo. —Simon no tenía intención de decirle que le bastaba con sus manos, mejor dicho, sus garras, para ocuparse de unos tipejos, pero tampoco quería que creyera que era un estúpido—. Iré allí, y si veo que la situación es peligrosa, llamaré de inmediato a seguridad.
—Le acompaño —se sorprendió diciendo.
Durante un breve instante, a Simon le tembló la mano con la que sujetaba el picaporte, pero en seguida recuperó la compostura.
—Está bien —suspiró resignado. Si algo había aprendido de Mara Stokes en el tiempo que llevaba trabajando para él era que no servía de nada llevarle la contraria. Y ésa era sin duda una de las cosas que más le gustaba de ella. Y su sonrisa, y su mirada, y aquellas curvas…
—Señor Whelan, ¿está bien? —preguntó la joven interrumpiendo sus pensamientos.
—Claro. Cuando quiera, señorita Stokes. —Le abrió la puerta e hizo una pequeña reverencia.
Llevaban diez minutos en el coche y Mara todavía no sabía por qué había decidido acompañar a Simon al muelle. Se suponía que al enterarse de que había alguien rondando por uno de los almacenes de las empresas Jura-Whelan, él iría a comprobar los monitores de la sala de seguridad y luego saldría furioso hacia el local que frecuentaban los esbirros que el clan Talbot solía utilizar en Nueva York. Pero no, para variar, Simon no había reaccionado como era de esperar y la había creído a pies juntillas.
«Eso es lo que querías, ¿no? —le preguntó con sorna la voz de su conciencia—, querías que confiara en ti».
Sí, Mara quería ganarse su confianza, quería saberlo todo de él para poder destruirlo, dejarlo sin nada, igual que Simon había hecho con ella. Entonces, ¿por qué estaba allí sentada, sin poder dejar de mirarlo?
Llegaron al muelle y él apagó las luces del coche sin darle ninguna explicación. Mara no pudo evitar sonreír con disimulo. Si ella fuera la chica normal y corriente que Simon creía que era, eso sin duda le habría parecido de lo más extraño. Al fin y al cabo, los humanos no pueden ver en la oscuridad, y mucho menos conducir. El motor se detuvo y Mara dejó de fingir que estaba cautivada por las pocas estrellas que titilaban en el cielo.
—Quédate aquí, Mara. Lo digo en serio. —Y para dar más énfasis a sus palabras, la miró fijamente y le abrochó de nuevo el cinturón de seguridad que ella se había soltado—. Toma mi móvil. —Le entregó un teléfono de última generación que tenía conexión vía satélite. Era un prototipo del que no disponían aún ni siquiera los militares—. Siempre tiene cobertura, así que si ves algo extraño, lo que sea, dale a esta tecla.
—¿Y qué pasará? —preguntó Mara aceptando el aparato.
—Que llegará la caballería —contestó él, y se apartó y salió del coche sin mirar atrás. Su silueta pronto se difuminó en la oscuridad.
Simon se acercó con sigilo a la nave, que en apariencia estaba vacía. Se coló en el interior a través de una ventana y se dispuso a investigar. Algo no iba bien.
Mara estaba sentada en el coche cuando vio emerger del almacén a dos soldados del ejército de las sombras. Uno llevaba un objeto entre las manos. ¿Qué podía ser? Parecía un detonador. Su cerebro todavía no había terminado de asimilar lo que acababa de pensar, cuando una explosión irrumpió en el silencio de la noche. Sin pensarlo, sin dudarlo, sin cuestionarse siquiera qué estaba haciendo, se soltó el cinturón y corrió en busca de Simon.
El almacén había saltado en mil pedazos. Simon tenía astillas clavadas en la espalda y le escocían los ojos, por no mencionar lo mucho que le costaba respirar, pero seguía vivo, y lo estaba porque, por suerte, sus instintos de guardián se habían puesto alerta segundos antes de que aquel soldado de las sombras apretara el maldito detonador. Los muy imbéciles sabían que no bastaría con una explosión para matarlo, pero estaba convencido de que lo único que habían pretendido era deshacerse de las pruebas que pudiera haber en la nave y entorpecer su persecución. Y lo habían logrado. Simon tardaría varios días en recuperarse de aquellas heridas, quizá incluso una semana. El método más eficaz para que un guardián se curase de cualquier herida era bebiendo sangre de su alma gemela, pero dado que él carecía de ella, no tendría más remedio que esperar.
Furioso consigo mismo por haber actuado tan precipitadamente y sin tomar ningún tipo de precaución, se abrió paso por entre las vigas, que seguían ardiendo. Se había comportado como un novato, algo nada propio de él. Y había dejado a Mara sola en el coche, pensó de repente, y frenético, intentó acelerar su avance. Si le había sucedido algo… No pudo terminar el pensamiento, pues un pedazo de techo que había sobrevivido a la explosión se le desplomó encima.
Mara se detuvo en seco al oír el estruendo que causó el techo al desprenderse, pero el aturdimiento sólo le duró unos instantes y siguió buscando a Simon sin dejar de gritar su nombre. Cada vez le costaba más respirar y los bomberos seguían sin aparecer; si no salía de allí en pocos minutos, terminaría por desmayarse. Tropezó y sintió un alivio indescriptible al comprobar que con lo que había topado era con el brazo de Simon. Apartó la viga partida por la mitad que éste tenía oprimiéndole el pecho y los restos que le cubrían la cabeza.
—¡Simon!, ¡Simon! Despierta, por favor. —Lo sacudió. Primero con cuidado, pero al ver que no reaccionaba, lo hizo luego con más fuerza—. ¡Señor Whelan! —insistió, y se dijo que las lágrimas que le resbalaban por las mejillas se debían al humo.
—Simon —farfulló él—, me gusta más Simon.
Mara sonrió y siguió quitándole cascotes de encima.
—Si quiere que vuelva a llamarlo Simon, señor Whelan, tiene que ayudarme a sacarlo de aquí.
Mara le sonrió otra vez, pero en esta ocasión algo impreciso y hermoso brilló en las profundidades de sus ojos, y Simon sintió algo de calor en el corazón que se le había helado años atrás, con la muerte de María. No, ahora no tenía tiempo de pensar en ella, tenían que alejarse de allí cuanto antes.
—A sus órdenes, señorita Stokes. —Le costó un poco ponerse en pie, pero lo consiguió justo a tiempo de evitar que otra viga aterrizara sobre su torso.
Los dos juntos, él cojeando y ella tosiendo casi sin parar, salieron de lo que quedaba del almacén, y un par de bomberos fueron corriendo a su encuentro.
Simon, sentado en una camilla, y tras convencer a un atónito enfermero de que no necesitaba su ayuda, se quedó mirando a Mara. Una mujer como ella se merecía a alguien mucho mejor que él, pero como no tenía intención de dejar escapar a la primera mujer que le interesaba de verdad desde hacía muchos años, sólo le quedaba una salida: cambiar y convertirse en un hombre, en un guardián, al que ella pudiera amar.
Mara seguía con la mascarilla de oxígeno puesta y no podía dejar de preguntarse por qué había ido a salvar a Simon si lo que más quería en este mundo era verlo muerto. Por suerte, un enfermero se acercó en ese momento para comprobar cómo estaba y de ese modo le ahorró tener que enfrentarse a lo que había sucedido. El enfermero, un joven muy amable que a muchas mujeres les parecería atractivo, le quitó la mascarilla y la auscultó.
—¿Está bien? —preguntó Simon haciendo caso omiso del otro enfermero que lo perseguía para abrigarlo con una manta.
—Tendría que sentarse —trató de ordenarle éste—, tengo que mirarle ese corte que tiene en la frente.
—¿Ella está bien? —insistió Simon.
—La señorita Stokes está bien —le respondió, comprendiendo que no conseguiría nada de él hasta satisfacer su curiosidad—. Sólo ha inhalado un poco de humo. Quizá toserá un poco esta noche, pero mañana ya estará totalmente recuperada. En cambio usted…
—Yo estoy bien —afirmó Simon, aunque estaba pálido y alguna de las heridas seguía sangrándole, por no mencionar el par de costillas rotas que seguro que tenía y estaba tratando de ocultar.
—Siéntese, señor Whelan —le pidió Mara con voz ronca por el humo.
—Simon —insistió él, pero obedeció—. Antes me has llamado Simon.
El enfermero aprovechó su cambio de postura, y de actitud, y se apresuró a suturarle la herida.
—No tendría que haber entrado solo —empezó a decir Mara, pero tuvo un ataque de tos.
—Chsst —la hizo callar Simon, cariñoso—. Ya me reñirás mañana. —Esperó a que el enfermero terminara de coserle la ceja y le preguntó—: ¿Podemos irnos?
—Sí, aunque usted tendría que pasar la noche ingresado, pero con lo que me ha costado convencerlo para que se sentara, no voy a pedírselo. Asegúrese de no estar solo, y si se marea o vomita vaya a un hospital.
—No se preocupe. —Le habría gustado aprovechar esa excusa para pedirle a Mara que se quedase con él, pero no lo hizo—. No estaré solo —mintió.
—Entonces, por nosotros pueden irse. Iré a preguntarle al detective Cardoso si quiere hablar antes con ustedes —dijo el otro enfermero, que parecía más experimentado en esas situaciones que el primero.
El detective Cardoso, un latino de unos cuarenta años, se acercó a Simon.
—Señor Whelan —le tendió la mano para saludarlo—, ¿cómo se encuentra? Soy el detective Oliver Cardoso, ¿puede decirme qué ha sucedido? —Sacó un cuaderno del bolsillo interior de la americana y un bolígrafo.
—Llámeme Simon, detective. La señorita Stokes me avisó de que nuestro sistema de seguridad había detectado la presencia de alguien en uno de nuestros almacenes y vine a asegurarme de que todo estaba bien.
—¿Por qué no llamó a la policía?
—Estaba convencido de que sólo se trataría de unos vagabundos, y no quise molestarles con esa nimiedad.
El detective tomó nota, pero a juzgar por cómo enarcó una ceja, quedó claro que no se creyó la educada respuesta de Simon.
—Comprendo. ¿Vio a alguien antes de la explosión?
—No —respondió él, y Mara jugueteó nerviosa con la manta. No quería tener que mentirle a la policía, pero tampoco iba a delatar a los hombres de su tío. Los soldados que habían colocado aquella bomba habían hecho una auténtica chapuza.
Cardoso levantó la vista y dejó de escribir.
—Mis hombres buscarán restos del explosivo entre los escombros —le explicó—. Llámeme si se le ocurre algo. —Le dio una tarjeta—. Yo iré a verlo dentro de un par días.
—Lo estaré esperando, detective.