—Hola, tío Ronan. Ahora iba a llamarte.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
Ronan estaba sentado en una silla en medio de la cocina. No había encendido ninguna luz, pero por el cristal de la puerta trasera entraban los primeros rayos del amanecer.
—Tienes que parar esto. Royce Whelan no mató a mamá —le dijo sin rodeos. Caminó hasta donde estaba él y se le plantó delante con los brazos en jarras—. Tienes que confiar en mí. Los Whelan son inocentes.
—¿Cómo lo sabes? Por Dios, Mara, ¿te acuestas con él una vez y ya crees que es un santo? Es el truco más viejo del mundo.
—No es ningún truco. Simon es inocente. Y su padre también —contestó furiosa—. Tú mismo me dijiste que te habías peleado con mamá y que llevabais años sin hablaros. ¿Cómo sabes que papá y Royce no eran amigos?
—No lo sé —reconoció Ronan—. Yo sólo sé que Nina, mi preciosa hermana, murió por su culpa.
—No. Mamá murió porque papá y los guardianes estaban trabajando en un proyecto secreto que preocupaba mucho a lord Ezequiel.
—¿De qué diablos estás hablando? ¿Qué tiene que ver Ezequiel con todo esto? Él fue quien te encontró.
—¿Ezequiel? —A María se le puso la piel de gallina al escuchar esa forma tan familiar de referirse a él—. ¿Y cómo es que fue él quien me encontró? ¿Cuándo?
Ronan se mordió la lengua al ver que había metido la pata.
—¡Tío! —se acercó a él—. ¡Dime la verdad!
—Ezequiel me llamó para decirme que te había encontrado.
—¿Cuándo?
—Cuando tenías más de tres años —confesó Ronan avergonzado.
—Por Dios, tío, ¿acaso no ves que él fue quien me secuestró y me arrancó del hogar de los Whelan?
—Mara, yo… —Se frotó el rostro—. Es imposible. Ezequiel no haría algo así. Y yo, yo siempre te he querido.
—Lo sé, tío, Ronan. —Apartó otra silla de la mesa y se sentó a su lado—. Pero creo que nos han utilizado.
—Dios —suspiró él agotado—. No puede ser, Ezequiel me dijo que tenía pruebas. Me dijo que después de que yo le contara lo del asesinato de tu madre se quedó muy afectado, y que le había pedido a uno de sus hombres de confianza que te buscara por todo el mundo.
Mara sabía que entonces no tenía tiempo de contarle toda la historia a su tío, así que se centró en lo que de verdad era importante.
—Tenemos que ayudar a Simon. Llama a lord Ezequiel y dile que no está aquí, que me ha dejado plantada. Invéntate algo, lo que sea, pero que no vengan a buscarlo.
—No puedo. —Su tío tragó saliva.
—Claro que puedes —insistió Mara.
—No, señorita Stokes —dijo una voz oculta entre las sombras—. Me temo que tu tío ya no puede hacer nada. ¡Cogedla!
—¡No, me prometiste que a ella no iba a pasarle nada! ¡Me lo prometiste! —Ronan se interpuso entre su sobrina y los soldados del ejército de las sombras, que se detuvieron a la espera de recibir nuevas órdenes de su señor.
—¿Y me creíste? Mira que eres inocente, Ronan, aunque supongo que eso es lo que más me gusta de ti —dijo lord Ezequiel—. ¡Cogedla! Y si el señor Stokes quiere hacerse el héroe, matadlo.
De los seis soldados que había allí armados hasta los dientes, Mara reconoció a uno de la noche en el muelle; a los otros no los había visto nunca. Bueno, al menos moriría sabiendo lo que se sentía al hacer el amor con la persona amada, y con la tranquilidad de saber que su tío no le había mentido a sabiendas.
Simon abrió los ojos en el preciso instante en que María recibió el primer golpe. Mataría con sus propias manos a quien fuera que se hubiera atrevido a pegarle. Se vistió en cuestión de segundos y se preparó para la pelea más importante de su vida. Corrió hacia la cocina, pues de ahí provenían los gritos, y cuando entró creyó morir. Tres soldados del ejército de las sombras tenían rodeada a María, que trataba de defenderse con un cuchillo de cocina. Inconsciente en el suelo, con una herida muy profunda en la cabeza, estaba Ronan Stokes y a sus pies había dos soldados más. El sexto era un viejo conocido suyo, el líder del grupo que los había atacado en el muelle. Pero las figuras más espeluznantes de todas estaban de pie fuera de la casa, ocultas entre las sombras del jardín que se insinuaba tras el cristal de la puerta. La más alta debía de pertenecer a lord Ezequiel, que lo miraba todo desde la distancia, dispuesto a dar las órdenes pertinentes. La otra le recordó a Simon a la de un zombi; parecía humano, pero por el modo en que se movía no debía de serlo. Y lord Ezequiel lo llevaba atado con una correa.
Gracias a que ahora era el guardián el que estaba en posesión de sus sentidos, Simon pudo oír lo que Ezequiel le decía a esa criatura.
—Ve a por él —le ordenó al quitarle la correa.
Y en menos de un segundo, aquella cosa derribó la puerta de la cocina.
—¿Claybourne? —Simon no podía creer lo que estaba viendo. Aquel monstruo era Jeremiah Claybourne, aunque, a juzgar por el vacío de sus ojos, era evidente que el prometido de Naomi hacía tiempo que ya no estaba en aquel cuerpo.
—No me digas que no es un detalle entrañable —se burló Ezequiel—. Claybourne quería ser inmortal, y yo necesitaba una nueva mascota. Me temo que lo de los experimentos no se me da tan bien como a tu padre, pero ya mejoraré. ¡Cogedlos! —gritó furioso el señor de las sombras—. A la odisea la quiero viva, y con el guardián… si queréis, antes podéis jugar un poco con él. Pero ¡que llegue entero a la isla!
Así que María era una odisea, pensó Simon. Cuando todo aquello terminara, tendría una larga charla con sus primos escoceses; los guardianes no podían seguir así. Tenían que ponerse al día de las criaturas que habitaban la tierra.
—María, ¿estás bien? —le preguntó haciendo un análisis mental de la situación.
—Sí. Lo siento, Simon. Siento…
—Ahora no —la interrumpió él. Cuatro soldados del infierno se le estaban acercando, y también lo estaba haciendo Claybourne. Los otros dos soldados estaban yendo hacia María—. Ve con ellos —le ordenó, y al ver que ella lo miraba horrorizada, añadió—: Confía en mí, iré a buscarte.
Ezequiel se río a carcajadas.
—Vosotros los guardianes y esa tontería de las almas gemelas. Nunca dejaréis de sorprenderme. Vamos, lleváosla de aquí —les dijo a los dos que tenían a María—. Y vosotros no os entretengáis demasiado.
Los soldados la arrastraron hacia fuera y ella miró a Simon para despedirse con la mirada. Él oyó abrirse y cerrarse las puertas de un coche y supo que no tenía tiempo que perder; tenía que huir de allí antes de que el vehículo se alejara demasiado. Se quedaron a solas, y los cuatro soldados fueron los primeros en atacar, liderados por Demetrius, que demostró ser un guerrero cruel y sin escrúpulos. Claybourne esperaba su turno igual que un perro fiel, pero con el rabillo del ojo, Simon podía ver que le goteaba sangre de las encías y que tenía unas garras afiladas como cuchillos. Consiguió noquear a los dos primeros soldados, pero recibió varias heridas de ambos y una de ellas le sangraba profusamente. Entonces lo atacó el tercero, y Simon empezó a marearse. Demetrius lo miraba con una maléfica sonrisa en los labios, y el guardián se prometió que aguantaría lo suficiente como para borrársela de la cara para siempre. La pelea lo estaba agotando. En un descuido, recibió una patada en el esternón que lo mandó contra la pared de la cocina. Casi perdió el conocimiento, pero lo recuperó a tiempo de ver que Demetrius y el otro soldado iban a por él. Esquivó sus golpes, pero Demetrius lo apuñaló por la espalda. No iba a morir, así no. Y mientras se estaba maldiciendo a sí mismo, oyó que alguien derribaba la puerta principal.
—Cariño, ya estoy en casa.
¿Sebastian? Sí, aquélla era sin duda la voz de su amigo, pensó Simon antes de verlo aparecer, acompañado por el detective Oliver Cardoso. No entendía nada, pero cuando vio que ambos desenfundaban unas semiautomáticas, dejó de cuestionarse su presencia allí.
—Te dije que no me gustaba que trajeras animales a casa —dijo Bastian al volarle la cabeza a uno de los soldados del ejército.
—No te hagas el gracioso y dispara —lo riñó Oliver.
Los dos recién llegados se hicieron cargo de los soldados que quedaban, pero la criatura que antes había sido Claybourne escapó por la puerta trasera. Sebastian corrió a ayudar a Simon, que estaba sentado en el suelo, improvisando un vendaje para una herida que tenía en un costado, y el detective se arrodilló junto a Ronan Stokes, para ver si tenía pulso.
—Está vivo —dijo—, pero tenemos que llevarlo a un hospital cuanto antes.
—Id vosotros —contestó Simon poniéndose en pie—, yo tengo que salvar a María.
—¿Acaso no has visto el aspecto que tienes? —le preguntó Sebastian—. Así no salvarás a nadie.
Simon se plantó delante de su amigo y le respondió mirándolo a los ojos.
—Tengo que salvar a María. Abajo, en el laboratorio, hay unas muestras de sangre. Si me pasa algo…
—No digas estupideces —lo interrumpió Sebastian.
—Si me pasa algo —prosiguió él apretando los dientes para controlar el dolor—, dáselas a mi primo Ewan.
—Está bien.
Simon cojeó hasta el armario de la cocina y cogió las llaves de una moto. Sus primas tenían varias, siempre con el depósito lleno y perfectamente equipadas para circular por la nieve y el hielo.
—Bastian, me alegro de verte —dijo antes de salir—. Gracias por traer a la caballería.
—De nada, y ahora lárgate. Y tú decías que yo tenía complejo de héroe.
Simon vio con el rabillo del ojo cómo el detective Cardoso levantaba del suelo a Ronan Stokes y, ayudado por Sebastian, lo llevaba hasta un coche que había aparcado fuera. Ojalá llegaran a tiempo al hospital, no quería que María perdiera a su tío.
Llegó al garaje y montó en la primera moto. Por suerte, había cogido las llaves adecuadas y la puso en marcha en el acto. Salió a toda velocidad y siguió las rodadas del coche en el que se habían llevado a María. No tardó en dar con él y aceleró hasta pegarse al parachoques trasero. Alargó las garras de la mano derecha y las clavó en el metal. Saltaron chispas por todos lados, pero Simon no se soltó y se subió al maletero, y de allí al techo del vehículo. El conductor, probablemente otro soldado del ejército, dio sin éxito un par de golpes de volante para quitárselo de encima. Simon hundió ambas garras en la placa del techo y lo reventó cual lata de sardinas. Recibió un disparo en el hombro y otro en el muslo. Tenía tantas heridas, que ya no sabía si le quedaba alguna parte del cuerpo ilesa. El dolor era lo de menos, lo único que importaba era salvar a María. Desde el techo, o lo que quedaba de él, alargó una mano y agarró por el cuello al soldado que había disparado. Lo zarandeó un poco y lo lanzó fuera del coche. El conductor no tuvo más remedio que frenar para no volcar, y Simon aprovechó para abrir la puerta y matarlo. Luego, sacó a María de la parte trasera y comprobó que lord Ezequiel no estaba por ninguna parte.
—No está —dijo ella, nerviosa—. Me ha susurrado al oído que nunca encontraría a Claire y se ha desvanecido en el aire. Desátame las manos. —Le enseñó las muñecas—. Simon, yo… ¡Cuidado!
Le estaba cortando las cuerdas con las que le habían atado las muñecas cuando su grito lo puso de nuevo en alerta.
Se volvió, pero no lo suficientemente rápido como para esquivar el zarpazo de Claybourne. Sus garras no sólo le abrieron la piel, sino que también lo quemaron por dentro. Jamás había sentido un dolor tan acuciante. Simon extendió sus propias garras, a pesar de que al lado de las de aquella criatura parecían de juguete, y lo atacó, pero sólo parecía ser capaz de arañarlo. Ninguna herida lo debilitaba. Claybourne levantó el labio superior en una mueca espeluznante y fue directo a la yugular de Simon. Éste se lo quitó de encima, pero la bestia le mordió antes el brazo. Ya no podía más. Había perdido demasiada sangre.
—Vete, María.
Aquella escena, tan similar a la del ataque y secuestro de cuando era pequeña, la hizo recuperar todos sus recuerdos. Pero no sólo eso, también despertó algo en su interior, una presencia que quizá había sentido ya en algún momento de su vida y que ahora era innegable. Nada ni nadie iba a volver a separarla de Simon. Jamás.
—No —dijo decidida.
—Vete, María. Por favor —suplicó él al sentir que el monstruo le había clavado las garras en la espalda para retenerlo allí y poder seguir devorándolo.
—No, Simon. —Caminó furiosa hasta Claybourne y lo empujó—. Suéltalo.
El animal no se inmutó, y María sintió que le quemaban las palmas de las manos y, al levantarlas, vio que tenía en ellas una especie de bolas de luz blanca. Dirigió las manos hacia la criatura y volvió a advertirla.
—He dicho que lo sueltes.
No lo hizo, y María vio que Simon estaba a punto de desmayarse, así que cerró los ojos un instante y respiró hondo. Centró toda su energía en las palmas de sus manos y lanzó aquellas bolas de luz hacia la cosa, que salió volando por los aires y estalló en mil pedazos. Luego, María corrió hacia Simon y lo acunó en sus brazos. Estaba muy débil.
—Bebe, Simon.
—No —dijo él casi sin voz—, ese monstruo puede haberme infectado. —Mientras Claybourne bebía de él, Simon se dio cuenta de que las encías le sangraban, así que no podía descartar la posibilidad de una infección. Y no iba a permitir que María enfermara por su culpa.
—Tú me salvaste una vez a mí, de modo que ahora me toca salvarte a ti. Además, sin ti no querré seguir viviendo. Así que bebe. —Se mordió la muñeca con los pequeños colmillos que le habían reaparecido junto con la luz blanca—. Por favor.
A Simon ya no le quedaban fuerzas para hablar, pero cuando María le puso la muñeca en los labios, se aferró a ella y bebió, aunque estaba demasiado débil y no logró succionar lo suficiente.
—¡No! —exclamó ella asustada—. No te mueras.
Él consiguió abrir un poco los ojos y susurró:
—Te amo.
María se puso furiosa.
—Ah, no, eso sí que no. No voy a permitir que te mueras, ¿me oyes, Simon Whelan? —le gritó con lágrimas corriéndole por las mejillas—. Tengo que llevarte a un hospital. —Lo dejó tumbado con cuidado en el suelo y corrió hacia la carretera. Por suerte, en aquel instante apareció un coche.
—Tú debes de ser María —le dijo un hombre misterioso—. Yo soy Dominic, Dominic Prescott.
—Gracias a Dios —suspiró ella, aliviada—. Tenemos que llevar a Simon a un hospital. Ha perdido mucha sangre.
Dominic bajó del coche en seguida y la ayudó a tumbar a Simon en los asientos traseros. Ella también se subió detrás y Dominic pisó el acelerador.
—Háblale —le dijo a María—, recuérdale que tiene algo por lo que vivir.
—No te mueras, Simon —le dijo ella, acariciándole la barba que le había ido creciendo a lo largo de aquellos días—. No te mueras. Te amo. —Le cayó una lágrima que fue a parar a la mejilla de él—. Te amo.
Simon seguía sin moverse, pero María notaba que el corazón todavía le latía, y se aferraba a aquel signo de vida como a un clavo ardiendo. Cerró los ojos y pensó en las únicas personas que quizá podrían ayudarla: sus padres. «Papá, mamá, sé que estáis ahí. Ayudadme, por favor. Ya os perdí a vosotros, si lo pierdo a él no podré soportarlo. Por favor, tenéis que ayudarme. Simon no se merece morir, él estaba protegiéndome, y yo, yo le amo. Todo esto es culpa mía. —María habría jurado que sintió que alguien le acariciaba el pelo—. Mamá, todavía no sé qué soy o qué se supone que tengo que hacer, pero te juro que haré que te sientas orgullosa de mí. Aprenderé todo lo que sea necesario para ser una buena odisea, creo que así me ha llamado lord Ezequiel, y prometo que os sentiréis orgullosos de mí. Decidle a quien sea que esté allí arriba, que Simon tiene que quedarse conmigo. Le debo todos mis besos. Necesito que se quede conmigo. Por favor».
Llegaron al hospital y Dominic saltó del coche y fue en busca de unos enfermeros. Se identificó como médico, título que poseía entre muchos otros, y les dijo que el paciente había sido atacado por unos osos y había perdido mucha sangre. Dominic consiguió incluso entrar en el quirófano, y cuando salió, unas horas más tarde, María estaba esperándolo nerviosa, sentada en una silla de plástico blanco.
—Simon está bien. Saldrá de ésta.
Y en ese preciso instante, ella sintió que sus padres la abrazaban.