Tres años más tarde…
A la familia Whelan les encantaba pasar parte de sus vacaciones en Escocia, donde vivían los miembros del clan Jura, a los que consideraban primos hermanos, y con los que siempre coincidían como mínimo cuatro veces al año. Liam Jura, uno de los guardianes más respetados de la historia, era uno de los mejores amigos de Royce Whelan; en realidad, dado que Royce había perdido a su padre a muy temprana edad, Liam había sido para él una especie de mentor. Y por eso Royce y su familia visitaban Escocia con frecuencia; para que los nietos de Liam, Ewan y Daniel, conocieran a su primo Simon.
Y en esa ocasión, María también iba a acompañarlos.
Después del asesinato de sus padres a manos del ejército de las sombras, Royce y Dominic decidieron que lo mejor para la pequeña sería que también la dieran por muerta. Dominic certificó su fallecimiento y ni la policía ni nadie del hospital se lo cuestionaron. Royce tampoco tuvo ningún problema a la hora de hacer desaparecer su propio rastro en lo sucedido aquella horrible noche, y se aseguró de que en todos los periódicos apareciera la trágica noticia de la muerte de un brillante científico junto con su mujer y su bebé.
María había pasado casi seis meses en el hospital, registrada con otro nombre, por supuesto. Gracias a la sangre de Simon, que había ido a verla cada día, la pequeña había engañado a la muerte, pero su recuperación había sido muy lenta. Dominic se había pasado horas repasando todas las anotaciones de Tom respecto al informe del proyecto Ícaro, pero tal como le había dicho a Royce, nadie había conseguido terminarlo con éxito. A lo largo de esos eternos seis meses, María había sufrido diversas recaídas, había pasado de tener fiebre alta a estar completamente helada, y lo único que había conseguido calmarla cada vez había sido la presencia de Simon. Tanto Royce como Molly estaban orgullosos y encantados con la conducta de su hijo, que hasta entonces había sido un niño muy rebelde y despreocupado. Y quizá siguiera siéndolo, excepto cuando estaba con María. La miraba con una intensidad que a Molly le erizaba la piel. Se sentaba a su lado y sujetaba la delicada y diminuta mano de la pequeña en la suya y le daba pequeños besos. Le hablaba como si ella pudiera entenderlo, y le contaba los cuentos que a él más le gustaban: las leyendas de los guardianes. Una noche, Simon había insistido en quedarse a dormir allí, y ni siquiera Dominic, al que, tras salvar a María, Simon idolatraba, había conseguido convencerlo de que se fuera. Royce le había dicho a su hijo que no pasaba nada porque se fuera a casa, que al día siguiente la niña seguiría allí y podría volver a cuidarla, a lo que él había respondido que no, que esa noche era importante. Que María lo necesitaba.
A la mañana siguiente, cuando Dominic fue a visitar a la pequeña, se la encontró sentada en la cama jugando con los mechones del pelo de Simon, que se había quedado dormido. Y en menos de una semana casi se había recuperado del todo.
A pesar de la impresionante mejora, los Whelan siguieron siendo muy precavidos con ella y no se atrevieron a alejarla demasiado de Dominic y de su hospital. Hasta que Simon los convenció de que se la llevaran con ellos a Escocia.
Llevaban una semana en el castillo de los Jura y Royce seguía teniendo la sensación de que alguien los vigilaba. La primera vez que detectó la presencia de unos ojos observándolos estaban en el aeropuerto; los guardianes podían teletransportarse, e incluso llevar con ellos a un humano, pero no habían querido arriesgarse con María, y Simon se había pasado todo el vuelo mareado, pero sujetando la mano de la niña, que lo miraba con adoración. Al llegar al castillo, hizo partícipe a Liam y a Robert de sus sospechas, y padre e hijo se pusieron también alerta.
Liam, Robert y Royce, junto con Ewan y Daniel, salieron a pescar. Simon no quiso acompañarlos porque no quería dejar sola a María, así que Molly y Alba, la esposa de Robert, decidieron también quedarse y preparar algo especial para la cena. Algo digno de acompañar todos los peces que traerían del río.
—Mamá, María y yo vamos a pasear por el jardín —le dijo Simon a Molly—. Quiero enseñarle el pozo de los deseos.
—De acuerdo, pero tened cuidado. Y no tardéis demasiado, tu padre regresará en seguida.
—A mí también me gusta pasear junto al pozo —apuntó Alba—, parece sacado de un cuento de hadas. Pero no estoy segura de que conceda deseos. ¿Tú qué deseo vas a pedir, María?
—Yo sólo quiero a Simon —y apretó los dedos con los que se aferraba al niño de trece años—, y un perrito blanco que se llame Puzzle.
Molly y Alba se quedaron sin habla; Nina, la madre de María, tenía un perro blanco con ese nombre, al que degollaron los asesinos antes de entrar en la casa de los Gebler aquella noche.
—Vámonos, María —dijo Simon tirando de ella—, si no, no tendremos tiempo.
Hasta que los dos niños hubieron salido de la casa, Molly no se atrevió a hablar.
—¿Crees que se acuerda del perro?
—Espero que no —respondió Alba—. Espero que no.
Ajenos a esa conversación, Simon y María fueron paseando hasta el pozo. Iban riéndose; él no cejaba en su empeño de hacer sonreír a la niña, y ella nunca estaba tan contenta como cuando estaba a su lado. Ninguno de los dos era consciente del peligro que los acechaba.
Había tardado mucho tiempo en dar con ella, pero al final había valido la pena esperar. Esperar y seguir vigilando a Dominic Prescott y a los Whelan. Hacía ya más de un año que había descubierto que María Gebler seguía viva, pero hasta entonces los guardianes la habían custodiado noche y día, haciendo imposible que pudiera acercarse a ella. Jeremiah Claybourne era un hombre paciente y muy ambicioso, y, al fin, lo primero iba a resultar imprescindible para satisfacer lo segundo. El proyecto Ícaro había pasado de ser una de las joyas de los guardianes a caer en el olvido, pero ni él ni el señor del ejército de las sombras lo habían olvidado. Seguro que si conseguía demostrar que Ícaro era viable, lord Ezequiel lo compensaría generosamente por ello. Eternamente incluso, y el único modo de demostrar eso era con María Gebler. Si aquella niña de tres años que había viajado con los Whelan a Escocia era el mismo bebé que un soldado del ejército había apuñalado dos años y medio atrás, entonces el bueno del doctor Prescott no había utilizado técnicas estrictamente humanas para curarla.
Tom Gebler, el científico que había estado detrás del proyecto Ícaro, y Royce Whelan habían estado a punto de descubrir los planes de Claybourne. Aunque estaban muy lejos de averiguar el verdadero motivo que se escondía detrás de todo, Jeremiah no había querido correr ningún riesgo, y mandó asesinar al humano, convencido de que de ese modo Whelan se daría por advertido y cejaría en su empeño. Y así había sido. Pero por desgracia, el guardián también había decidido clausurar el proyecto Ícaro, y eso era algo que Claybourne no podía permitir. Había estado a punto de tirar la toalla, pero cuando uno de sus esbirros oyó una conversación entre dos enfermeras del hospital hablando del extraño tratamiento que el doctor Prescott le estaba administrando a una niña de apenas un año, le dio un vuelco el corazón. O así habría sido de haberlo tenido.
Ahora, por fin la tenía al alcance de la mano. No podía creerse que, después de tantas dificultades, lo tuviera tan fácil. La niña estaba sola con aquel niño larguirucho que la acompañaba a todas partes. Y aunque este niño fuera descendiente de una legendaria estirpe de guardianes, no era rival para él, un comandante del ejército de las sombras y el primer humano al que convertirían en mucho tiempo… Si conseguía demostrar su valía. Claybourne tiró de la correa del perro del infierno que se había llevado con él. Detrás de él iban dos soldados, listos para entrar en acción. Buscó el silbato que le colgaba del cuello y sopló, con lo que el perro extendió los colmillos y salió corriendo hacia los niños. Lo siguieron los soldados, mientras él se quedaba esperando, oculto junto a un árbol.
Simon vio al perro justo a tiempo, y empujó a María al suelo. El animal le mordió el brazo, pero no le atravesó la piel, aunque sí lo retuvo e imposibilitó para la lucha.
—¡Corre, María! —gritó asustado.
—No —balbuceó ella.
—¡Corre! —Con la mano que tenía libre, le dio un puñetazo al animal en el hocico.
Los dos hombres llegaron en ese instante, y uno sujetó a Simon por el cuello mientras el otro cogía a la niña en brazos.
—¡No! —gritó Simon—. ¡Suéltala!
El soldado desenfundó un puñal y Simon aprovechó para morderle el otro brazo. El hombre lo soltó, pero acto seguido le dio un golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente. María se quedó mirando a Simon sin poder dejar de llorar.
—Vamos, no tenemos tiempo para esto —le dijo el soldado que retenía en brazos a María al otro cuando vio que su compañero se acercaba al niño con el puñal—. Es un mocoso —añadió con desprecio.
Al otro no parecía importarle esa distinción, pero el ruido de alguien acercándose sí que lo convenció y se fueron de allí corriendo y llevándose a la niña.
—¡Simon! —exclamó Royce asustado al encontrar a su hijo inconsciente al lado del pozo.
Suerte que al final había decidido hacer caso a su instinto y habían regresado antes de tiempo; ya que de haber seguido pescando, quizá no habría llegado a tiempo de salvar a Simon, y entonces su vida sí que no hubiera valido la pena.
—María —farfulló el niño sacudiendo la cabeza—, se la han llevado.
Robert y Liam corrieron hacia el castillo para asegurarse de que allí no había sucedido nada y para dar instrucciones a sus hombres.
Todos los guardianes del clan Jura, así como los de muchas familias vecinas, buscaron a María durante días sin obtener ningún resultado.
Simon se culpaba de todo; de que la hubiesen llevado a Escocia, de haber ido a pasear junto al pozo, de no haber sido capaz de defenderla. De todo. No importaba cuántas veces le dijeran que no era culpa suya, que no habría podido hacer nada, él seguía culpándose. No dormía, no comía, se pasaba el día, y la noche, buscándola. Y el cruel destino quiso que fuera él quien encontrara la prueba irrefutable de la muerte de María.
Estaba inspeccionando por enésima vez los acantilados cuando algo captó su atención. En una roca había una tela, o eso parecía desde la distancia, así que bajó hasta allá sin importarle demasiado los arañazos que se hizo en las manos y en las rodillas, y fue a buscarla. Era el vestido de María, y estaba completamente empapado de sangre. Simon lloró durante horas abrazado a él, y cuando creyó que ya no le quedaban lágrimas, y sólo después de jurarse que no volvería a llorar hasta que encontrara a la niña y pudiera derramar lágrimas de alegría, regresó al castillo. Tal como él había previsto, tanto su padre como Liam y Robert Jura llegaron a la conclusión de que María había muerto, y dejaron de buscarla. El clan Jura y los Whelan al completo lloraron su pérdida, y de regreso a Nueva York, Royce y Molly guardaron una pequeña foto de la pequeña en la urna que contenía las cenizas de sus padres. Simon lo observó todo como desde fuera de su propio cuerpo, y nunca, ni una sola vez, pronunció la frase: «María está muerta». Incluso prohibió a sus padres que lo dijeran. Él iba a encontrarla, aunque tardara toda la eternidad, porque sin ella no había nada, sólo oscuridad.