Simon subió al piso principal y oyó un ruido en la cocina. Fue hacia allí sigilosamente, listo para entrar en acción, pero bajó la guardia al ver que tan sólo era Mara, abriendo y cerrando armarios.
—Lo siento —dijo ella al ver que él la había pillado con las manos en la masa—. No quería curiosear, pero es que tardabas y he pensado que quizá… —No sabía cómo reaccionar después de aquella conversación en el coche. Carraspeó—. He pensado que quizá podría preparar té.
—Las teteras están ahí. —Le señaló un armario—. Y el té aquí. —Abrió un cajón—. Yo calentaré el agua, tú ve a por la tetera y las tazas.
Cuando la infusión estuvo lista, Simon llevó la bandeja con todos los utensilios al salón y la dejó encima de la mesita que había delante del sofá. Luego, se acercó a la chimenea y cogió unos cuantos troncos de la cesta de mimbre para encender un fuego. La casa no estaba especialmente fría, pero así tenía una excusa para no hablar y enfrentarse a Mara. Quizá las cosas no estuvieran precisamente bien entre los dos, pero al menos la incertidumbre le permitía mantener viva la esperanza.
«Vamos, Simon, nunca has sido un cobarde. Dile la verdad y acaba con este pesar de una vez por todas», le exigió el guardián.
—Siéntate, Mara, por favor.
Hasta entonces, ella no se había dado cuenta de que, exceptuando aquel momento de pasión en la cama, Simon no había vuelto a llamarla María. Era raro, y no le gustaba.
—Tú me has contado lo que crees que sucedió tras la muerte de tus padres. Ahora deja que yo te cuente lo que pasó.
Le dio la fotografía que había encontrado en la carpeta.
—¿Qué es esto? —preguntó ella al cogerla con dedos temblorosos.
—Mírala. —Esperó a seguir a que Mara obedeciera—. El de en medio es tu padre, a su derecha está Dominic Prescott, otro guardián del que luego te hablaré y al que le debes en parte tu vida, y el de la izquierda es mi padre. Mírala y dime si crees que estos hombres no habrían estado dispuestos a morir los unos por los otros. Mírala y dime si de verdad crees que mi padre —señaló el joven rostro de Royce— pudo haber matado al tuyo y a tu madre y dejarte a ti al borde de la muerte.
Ella sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. La amistad que se profesaban los tres hombres de la fotografía era palpable incluso a través del papel y del tiempo. Acarició el rostro de su padre y vio que estaba temblando. Sólo lo había visto en sueños. Era la primera vez que tenía una imagen suya. Su tío, dado que se había peleado con su madre, no tenía ninguna. Era muy guapo, y parecía llevarse muy bien con los otros dos hombres. Royce era una versión algo reducida de Simon, aunque también era muy alto; pero era menos corpulento, y tenía los ojos de otro color. Y Dominic Prescott parecía un ser muy especial, desprendía una calma y serenidad que no tendría ningún asesino.
—Yo… —Tragó saliva—. ¿Cómo murieron mis padres?
Simon trató de no dar saltos de alegría. Era la primera vez que la veía dispuesta a escuchar el relato de aquella horrible noche, y no quería cometer ningún error. Ni precipitarse en sus conclusiones.
—Mi padre conoció al tuyo cuando ambos trabajaban en el hospital central de Nueva York, donde también trabajaba Dominic, y pronto los tres se hicieron muy amigos. No sé qué vieron en tus padres, recuerda que yo sólo era un niño en esa época, pero decidieron contarles la verdad acerca de los guardianes y de sus poderes, por llamarlo de alguna manera. Tom, Royce y Dominic estaban convencidos de que si conseguían aislar el ADN de los guardianes podrían encontrar un medicamento capaz de regenerar células muertas o perjudiciales para los humanos. Más o menos. Su intención era dar con esa fórmula y regalarla al mundo para erradicar todo tipo de enfermedades. Se reunían en secreto porque no querían que ningún laboratorio farmacéutico se enterase de sus avances, y porque no querían llamar la atención de lord Ezequiel.
—¿Qué pinta lord Ezequiel en todo esto?
—Él y su ejército de las sombras se alimentan de la maldad humana, de la debilidad, de la avaricia, y desde el principio de los tiempos los guardianes hemos sido los únicos que nos hemos interpuesto en su camino. Ellos siempre han tratado de quitarnos de en medio, y en esa época varios clanes de guardianes sufrieron ataques por sorpresa y hubo algunas bajas. Además, al hospital en el que trabajaban nuestros padres llegaron unos marineros muy enfermos que murieron al cabo de unos días en circunstancias muy extrañas. Se dijo que era un virus tropical, pero mi padre y el tuyo no se lo tragaron y empezaron a investigar. Las pruebas los llevaron hasta el ejército de las sombras. Recibieron amenazas, y todos se andaban con mucho cuidado, pero es evidente que no con el suficiente. —Hizo una pausa y la miró. Mara se aferraba a la fotografía con dedos temblorosos, y se mordía el labio inferior—. Si quieres —sugirió Simon—, podemos dejarlo para más tarde.
—No, sigue, por favor. Estoy bien —le aseguró.
—De acuerdo. Una noche, mi padre había quedado con el tuyo en las oficinas del centro de la ciudad, y cuando Tom se retrasó tuvo un mal presentimiento y corrió hacia vuestra casa; pero fue demasiado tarde. Vivías en una casa de las afueras, rodeada por una preciosa verja blanca, así que nadie acudió a ayudaros. Cuando Royce llegó, vio que tres soldados del ejército de las sombras habían entrado y os estaban atacando. Mató al primero y corrió a ayudar a tu madre, que estaba contigo, protegiéndote. A ése también lo mató, y entonces oyó un disparo. Tu padre se había ocupado del tercero, pero él también resultó gravemente herido. —Simon vio que a Mara le resbalaba una lágrima por la mejilla, pero siguió. Tenía derecho a saberlo todo—. Tom le pidió a mi padre que se ocupara de ti, que hiciera lo que fuese necesario para salvarte. Royce lo habría hecho de todas formas, pero tienes que saber que los últimos pensamientos de tu padre fueron para ti y para Nina. —Simon le relató lo que le había contado su padre.
—¿Y mi madre? —preguntó Mara sin levantar la cabeza—. ¿Murió en el acto?
—Después de que tu padre falleciera, Royce corrió al lado de Nina y la encontró todavía con vida. Te tenía envuelta en una manta taponándote una herida. La cicatriz que tienes en el costado. Le pidió a mi padre que te salvara y te hiciera feliz. —Y Royce Whelan, el gran guardián, había muerto convencido de que no había sido capaz de cumplir su promesa, pensó Simon apesadumbrado—. Mi padre me dijo que tu madre no murió hasta asegurarse de que él te tenía en brazos.
—¿Yo también estaba muy malherida?
—Estabas al borde de la muerte. Habías perdido mucha sangre y apenas tenías pulso. Royce te metió en el coche y condujo como un loco hasta el hospital en el que trabajaba Dominic. Éste te operó de urgencia, pero le dijo a mi padre que no ibas a sobrevivir. Y entonces, los dos tomaron una decisión muy arriesgada para tratar de salvarte la vida.
—¿Qué hicieron?
—Tal como te he dicho, tu padre, el mío y Dominic estaban trabajando en un proyecto. El proyecto Ícaro. Éste se encontraba todavía en una fase muy inicial, pero tu padre tenía la teoría de que la sangre de un guardián que todavía no se hubiera transformado por completo tenía el poder de regenerarse a sí misma con una fuerza y rapidez asombrosas. Según esa misma teoría, si se le realizaba una transfusión con dicha sangre a alguien muy enfermo o al borde de la muerte, cabía la posibilidad de que la sangre del guardián regenerase la de la otra persona y que ésta se curara. No conozco los detalles exactos, el proyecto Ícaro se cerró a partir de ese incidente y nunca nadie lo ha reabierto, pero mi padre le suplicó a Dominic que lo intentara contigo.
—¿Y de quién es la sangre que me pusieron? —le preguntó con las lágrimas resbalándole por el rostro, a pesar de que sabía la respuesta con absoluta certeza.
—Mía.
Simon no pudo aguantarlo más y corrió a su lado para abrazarla. Mara se derrumbó por completo y lloró desconsolada contra su pecho. Por eso sentía aquella conexión tan poderosa con él, estaban unidos del modo más íntimo posible.
—Cuando llegué al hospital y te vi en aquella cama, supe que haría lo que fuera para que te pusieras bien. Me pasé día y noche sentado a tu lado, leyéndote, cantándote. Tú sólo parecías descansar si yo también estaba en la habitación, así que no me moví de tu lado hasta que te curaste. Dominic y mi padre dijeron que había sido un milagro, y creo que se asustaron un poco, y por eso clausuraron el proyecto. Pero a mí me daba igual, lo único que me importaba era que estabas viva —confesaba todos aquellos sentimientos con la pasión y el dolor acumulados por los años de separación. Él también estaba llorando, y no le importó. Por primera vez en su vida eran lágrimas de alegría. María estaba viva y entre sus brazos. Mara había derribado los muros que los separaban. Le acunó el rostro en las manos y la apartó un poco para poder mirarla a los ojos—. Yo… te he echado tanto de menos.
—Y yo a ti, Simon —respondió ella, y al ver que él la miraba atónito, susurró—: Me acuerdo. —Se secó una lágrima con el dorso de la mano—. Me acuerdo de los cuentos que me leías, de pasear por el jardín de los Jura en Escocia, de ver Annie contigo.
—María.
—Me acuerdo del día en que ese hombre me secuestró, de que te hizo daño. —Le acarició los pómulos preocupada.
—No, eso ya no importa. Lo único que importa es que estás aquí. Conmigo.
—Oh, Simon, mis padres… ¿Por qué? —Lloró de rabia y de dolor, y él la estrechó entre sus brazos mientras le acariciaba la espalda.
María fue tranquilizándose poco a poco, y Simon creyó que se había quedado dormida, algo comprensible, después del llanto. Pero cuando le apartó el pelo de la cara vio que seguía despierta. Sus miradas se encontraron y reconocieron por fin lo que significaban el uno para el otro. El tiempo y el universo se detuvieron, y María fue la primera en moverse. Besó a Simon con todo el amor que todavía no era capaz de comprender ni de expresar en palabras, y él debió de entenderla, porque respondió con la misma intensidad. Las manos de él, que minutos atrás habían tratado de acariciarla, ahora le estaban prendiendo fuego, recorriéndole la espalda con fervor. María deslizó las suyas por debajo de la camiseta de Simon, desesperada por tocarlo y sentirlo piel contra piel. Tiró del extremo de la prenda y él comprendió el mensaje y se la quitó. Su torso era sin duda una de las cosas más bellas que ella hubiese visto, y colocó ambas manos encima para poder sentir cómo los músculos vibraban bajo sus dedos. Él cerró los ojos y apretó los dientes en un intento de controlar el deseo, y ella decidió inclinarse y darle un beso en los pectorales, justo encima del corazón, para ver si así lo hacía enloquecer. Simon la sujetó por los hombros, la apartó un poco y esperó a que lo mirara a los ojos.
—María —susurró.
—¿Sí?
Al ver que respondía al nombre con el que él siempre había soñado, sonrió.
—Te necesito —le dijo.
—Y yo —reconoció ella, pasándole el dedo por el tatuaje, que ahora le parecía más grande que el día anterior—. Es precioso.
—¿Sabes qué significa? —le preguntó Simon besándola en el cuello y quitándole la camiseta al mismo tiempo.
—Me dijiste que no significaba nada —contestó casi sin aliento.
—Mentí. —Le sonrió pegado a su piel y le lamió el hueco de la clavícula—. Significa que el guardián por fin ha encontrado a su alma gemela.
—Simon.
Tras esa confesión, éste tomó las riendas y cogió a María en brazos para tumbarla delante de la chimenea, encima de una alfombra antigua que su madre había hecho traer de Irlanda. Simon tenía los ojos completamente negros y los colmillos extendidos y ella nunca había visto a un hombre tan atractivo. A pesar de la fuerza que emanaba de todo su ser, la tocaba como si fuera la criatura más delicada del mundo y la hacía sentir bella y poderosa al mismo tiempo. Simon se pasó la lengua por el labio superior justo antes de inclinar la cabeza y darle otro beso. Mientras la consumía con la lengua, deslizó las manos hacia abajo y le desabrochó los pantalones. Luego, se puso en pie de un salto y se quitó los suyos antes de seguir desnudándola a ella. Se colocó de rodillas entre sus piernas y le quitó primero una pernera de los vaqueros, y después otra, y con la lengua recorrió el mismo camino que recorría la tela. Cuando la tuvo en ropa interior, María oyó cómo Simon aguantaba la respiración.
—Eres preciosa —dijo con adoración.
—Tú también —susurró ella, y consiguió hacerlo sonreír.
—No digas tonterías.
—Siempre me encantó tu sonrisa —dijo María levantando una mano para acariciarle la comisura de los labios—. Bésame.
—Como desees.
Él se inclinó y, a partir de aquel beso, las palabras fueron innecesarias. La besó y le dio uno de aquellos mordiscos en el labio inferior que a ella tanto le gustaban, y luego empezó su descenso por el cuello y los pechos. No pasó por alto ni una curva, ni una peca, y le arrancó suspiros y gemidos de placer sin descanso. Simon se comportaba como si su propio disfrute no importara, su único objetivo era satisfacer a su alma gemela. Se detuvo en el sujetador y María arqueó un poco la espalda para que se lo desabrochara, pero él la empujó con delicadeza hacia abajo y sonrió. Le dio un beso en cada pecho. Se los lamió y atormentó con sus dientes, y cuando María creía estar a punto de enloquecer de deseo, Simon cogió la prenda con los colmillos y tiró de ella. María jamás había visto algo tan sexy. Él lanzó el sujetador roto a un lado y no dio tregua a su amada. Le recorrió todas y cada una de las costillas con los labios y después fue bajando hasta el ombligo. Allí volvió a detenerse y una súplica escapó de la garganta de ella.
—Simon, por favor.
Simon sabía lo que su alma gemela le estaba pidiendo, él también se moría por hacerle el amor, pero antes quería descubrir el sabor de su placer. Había bebido su sangre, la había besado y la había acariciado, pero todavía no había sentido su sabor en los labios y ya no podía esperar más. Levantó las manos, que tenía en las caderas de María, y buscó sus braguitas. Se apartó lo suficiente como para poder mirarla a los ojos, y el gozo y deseo que vio en ellos casi lo tumba. Se las quitó con cuidado, temeroso, nervioso incluso. No era la primera vez que la veía desnuda, pero quería grabarse aquella imagen de María desnuda en la mente. La luz del fuego le hacía resplandecer la piel, y era como si las llamas bailasen sobre sus pechos y su ombligo. Simon dio las gracias a los dioses por haberle concedido el honor de poder amar a una mujer como aquélla, y les prometió, a ellos y a sí mismo, que sería digno de ella. María vio que él estaba emocionado, y se apoyó en los antebrazos para poder incorporarse un poco.
—Simon, cariño, ven aquí.
Era la primera vez que ella utilizaba una palabra cariñosa para referirse a él, y Simon no supo si fue eso o no, pero en ese instante se rindió por completo a sus instintos y al amor que llevaba años tratando de apagar. De rodillas, en medio de los muslos de María, se agachó para darle otro delicado beso en el ombligo y luego dibujó un húmedo brazo de fuego con su lengua hasta llegar a su sexo. Podría pasarse la eternidad entera besándola y nunca se cansaría de su sabor y de escuchar los gemidos de placer que conseguía arrancarle con sus besos. Con cada movimiento de su lengua, con cada respiración, María se excitaba más y más, y Simon la guio hasta el orgasmo con la pericia y el anhelo de un hombre que había nacido para amarla.
María gritó su nombre al alcanzar el orgasmo, y enredó los dedos de una mano en el pelo de él, para que pudiera sentir el alcance del placer que le estaba dando. Tardó varios minutos en recuperar el aliento y cuando lo hizo y abrió los ojos, vio que Simon se había tumbado a su lado para mirarla.
—Hazme el amor —le pidió.
—Con toda mi alma —respondió él, y se movió para colocarse encima de ella.
Simon no recordaba haber estado nunca tan excitado, y sabía que lo que iba a suceder entre los dos no podría compararse con nada. Su cuerpo había esperado ese momento toda la vida, y, aunque se sentía a punto de tener un orgasmo con sólo mirarla, al mismo tiempo le habría gustado encontrar la manera de prolongar aquella sensación para siempre.
María levantó las rodillas para que tuviera más espacio y le acarició el rostro con una mano. Simon parecía quedarse sin aliento cada vez que ella lo tocaba con ternura, y se juró que si encontraba el modo de salir de aquello con vida, le demostraría a diario que nadie se lo merecía más que él. Al notar su palma en la mejilla, ladeó la cabeza y le dio un beso. Su erección estaba justo en el sexo de ella, y había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad para detenerse allí.
—Te amo, María —confesó, y no esperó a que ella le respondiera, pues no estaba seguro de que le dijera lo que quería oír. Pero él sí estaba seguro de lo que sentía, y pasara lo que pasase al amanecer, Simon jamás se arrepentiría de haber amado a María aquella noche.
Se hundió en su interior y cerró los ojos para no perderse. En el universo había pocas cosas perfectas, pero lo que estaba sucediendo entre los dos era una de ellas. María y Simon habían nacido para ese momento, para amarse, para complementarse. Ella arqueó la espalda y el gesto le permitió a él penetrarla un poco más. Por todos los dioses, el placer que emanaba del cuerpo de María lo envolvía por completo. Sentía cómo las paredes de su sexo temblaban cada vez que él se movía, y juntos emprendieron una danza que los hizo enloquecer de deseo a ambos.
Ella levantó los brazos y le recorrió la columna vertebral con las uñas de una mano, mientras le enredaba la otra en el pelo de la nuca. Simon se estremeció de gusto, y cuando esa primera mano llegó a sus nalgas que movía con cada embestida gimió de placer.
—Tócame —suplicó María—, por favor.
Él, que estaba apoyado sobre sus manos para que ella no tuviera que soportar su peso, cambió ligeramente de postura y se apoyó sólo en el antebrazo izquierdo. Deslizó la mano derecha hasta encontrar los pechos de María, y se los acarició hasta que ella giró la cabeza para dejar su cuello al descubierto.
—Bebe, cariño —le pidió de nuevo con voz sensual.
Simon no tenía armas para defenderse de aquel ataque y se rindió a sus instintos. Cuando sus colmillos le atravesaron la piel, tardó unos segundos en comprender la enormidad de lo que estaba sucediendo. Estaba dentro de María, de su alma gemela, y estaban haciendo el amor al mismo tiempo que la sangre de ella le humedecía los labios. El orgasmo que lo arrolló fue demoledor. Nació en lo más profundo de su alma y se extendió por todo su cuerpo, hasta que no hubo lugar para nada más excepto para el amor que sentía por la mujer que tenía en brazos.
María sintió que Simon se estremecía y eso bastó para que ella alcanzara también el clímax, pero de repente notó algo extraño. Se pasó la lengua por las encías y notó, ¿colmillos? Sí, tenía un par de colmillos. No tan largos y afilados como los de él, pero colmillos al fin y al cabo. Y tenía muchas ganas de morderle. Necesitaba morder a Simon y beber de su sangre. Sólo con pensarlo se excitó más de lo que ya estaba, e, incapaz de contenerse y convencida de que hacía lo correcto, los hundió en el hombro de él.
Simon estaba terminando un orgasmo cuando otro igual de intenso y mucho más poderoso lo engulló de repente. Podía sentir los dientes de María en su cuello. Lo había mordido, y no sólo eso, estaba bebiendo su sangre. Sus cuerpos se estaban fundiendo el uno con el otro de un modo ya irreversible. María formaba parte de él y él de ella, y esa unión no podrían romperla ni los dioses ni el hombre. Sintió cómo el sexo de María temblaba junto al suyo y se precipitaba hacia un orgasmo tan demoledor como el de él. Ambos seguían con los labios pegados al cuello del otro, bebiendo, entregándose por completo. Juntos cabalgaron las últimas olas de aquel orgasmo y se quedaron dormidos abrazados.
María fue la primera en despertarse y, con mucho cuidado, se apartó de Simon, que incluso dormido seguía reteniéndola en sus brazos. Se sentó en la alfombra y miró al hombre que le había devuelto su vida y su pasado. No podía entregarlo a lord Ezequiel. Se moriría sin él. Se puso en pie, notando en los huesos la frenética actividad de las pasadas horas, y se vistió. Caminó hasta un espejo que había en una de las paredes del salón y se miró los dientes. Los colmillos habían desaparecido, pero todavía notaba el sabor de la sangre de Simon en sus labios. Debería estar asustada, o como mínimo escandalizada, pero no lo estaba. Seguro que aquello tenía que ver con lo que le habían hecho de pequeña, o con cualquier otra cosa. Fuera lo que fuese, con él a su lado podía enfrentarse a todo, y seguro que juntos lo averiguarían. Ahora lo que tenía que hacer era encontrar el modo de hablar con su tío y detener a lord Ezequiel. Se vistió, tapó a Simon con una manta que había encima del sofá y abandonó el salón para buscar un teléfono.
Pero al llegar a la cocina le dio un vuelco el corazón. Era demasiado tarde.
—Hola, Mara.