Cuando Mara regresó con los cafés y una bolsa llena de bollos de la cafetería del motel, Simon estaba esperándola sentado en una de aquellas horribles sillas con fundas de plástico. Si salía con vida de allí, jamás volvería a ir a un hotel que no tuviera como mínimo tres estrellas, aunque había de reconocer que el café le supo a gloria. Mara parecía preocupada, pero al mismo tiempo se comportaba con naturalidad, como si se hubiera despertado toda la vida al lado de Simon y fueran una pareja más disfrutando de una excursión de fin de semana.
«Quizá está tranquila porque sabe que pronto se deshará de mí —pensó Simon—. O tal vez ha aprovechado el rato que ha estado fuera para llamar a su tío desde un teléfono público y le ha dicho que no piensa entregarme».
Bebió el último sorbo de café que le quedaba en el vaso de cartón y se puso en pie. Echó un vistazo a la habitación; jamás se habría imaginado que el primer día que bebería sangre de su alma gemela lo haría en un sitio como aquél, y se colgó el petate del hombro. Mara recogió las servilletas y los vasos en una bolsa y lo tiró todo en la papelera que había en el cuarto de baño. Cuando salió, él ya la estaba esperando en la puerta.
Montaron en el Range Rover y estuvieron un rato en silencio. Simon porque necesitaba pulir los detalles del plan que había empezado a tejer, y Mara porque no conseguía comprender lo que le estaba sucediendo. Por una parte, quería creer en su tío; Ronan la había criado y siempre había sido bueno con ella. Por otra, estaba desesperada por creer a Simon, y cada vez que ganaba esta parte, le daba un vuelco el corazón al recordar que le había dicho a su tío que se lo entregaría a lord Ezequiel. «Tengo que encontrar a Claire y ayudarla; mamá me lo pidió. Sí, pero también podría pedirle ayuda a Simon».
—Si no nos encontramos con más sorpresas —dijo él iniciando la conversación—, esta noche llegaremos a Vancouver.
—¿Qué crees que eran esas cosas? —le preguntó ella.
—No lo sé, nunca había visto nada igual. ¿Y tú? —Fingió indiferencia, pero esperó atento la respuesta.
—¿Yo? ¡No, por supuesto que no! —exclamó ofendida de que él creyera que se relacionaba con seres como aquéllos—. Hasta hace unos días, lo más interesante que me había sucedido era perder el metro. —Se quedó pensativa unos instantes—. Y mis sueños —se atrevió a decir.
—¿Qué sueños? —Simon contuvo el aliento. No podía creer que le tuviera esa confianza y al mismo tiempo fuera capaz de traicionarlo. Quizá había cambiado de opinión. Seguro que sí.
—Nada, no son más que tonterías —dijo, algo arrepentida de haber sacado el tema.
—Mara, estás hablando con un hombre que tiene garras de acero y colmillos —recalcó él.
—De acuerdo. Está bien. —Tomó aire antes de continuar—. A menudo, sueño con mis padres; siempre estamos en un jardín en el que ellos están paseando. Se los ve tan contentos. Yo me acerco y me siento en el regazo de mi madre, y ella me susurra cosas al oído.
—¿Qué tipo de cosas?
—Cosas —respondió Mara, y por suerte Simon dejó de insistir—. Hasta ahora, no le había dado demasiada importancia, pero en los últimos sueños mi madre está encerrada entre unos árboles y tiene cara de estar muy asustada. Me pide ayuda, me dice que tengo que ayudarla, y… —Se pasó las manos por la cara—. No sé, no puedo quitarme de encima la sensación de que era real.
Simon apretó el volante. Había oído hablar de las odiseas, unas criaturas mágicas que se comunicaban a través de los sueños. Él siempre había creído que no existían, que eran sólo una leyenda, pero si no lo eran… Dios, si Nina Gebler era una de esas criaturas mágicas, entonces María también lo era. Y no sólo eso, por las venas de ésta no corría únicamente la sangre de su padre y de su madre, también lo hacía la de Simon, que era un guardián. Si él había conseguido atar cabos, era imposible que lord Ezequiel no lo hubiera hecho también; y éste no iba a dejar escapar a María de entre sus garras.
—Simon, ¿te pasa algo? —le preguntó ella al ver que no decía nada.
Simon se había quedado en silencio, pero lo que más preocupó a Mara fueron sus ojos; se le habían puesto negros de golpe, y le temblaba un músculo de la mandíbula.
—Nina, tu madre, ¿de dónde era?
—De Boston.
—¿Estás segura?
—Claro que estoy segura. Mi tío me contó que él y mi madre se criaron allí después de que mi abuela falleciera.
—Y tu abuela, ¿de dónde era?
—De Grecia, ¿por qué?
A Simon se le erizó el vello de la nuca. La abuela de Mara era griega, lo que significaba que su madre y ella también. Y, según la leyenda, allí era donde habían nacido las primeras odiseas.
—Por nada, simple curiosidad. ¿Ésos son los únicos sueños que has tenido?
—Sí, la verdad es que sí. —Se sonrojó. La única cosa similar a los sueños que le había sucedido fue cuando creyó que podía leerle a él la mente mientras se besaban, y no iba a decirle tal cosa.
—Creo que sé a qué pueden deberse los sueños —comentó Simon—, pero antes de contarte mis sospechas me gustaría asegurarme de algo. Y antes quisiera explicarte lo que sucedió en Escocia.
Si Mara no había llamado a su tío para cambiar de planes, seguramente los soldados de lord Ezequiel aparecerían por la mañana para llevárselo, y antes de que eso pasara, quería que ella supiera la verdad sobre su pasado.
—¿Qué sucedió en Escocia?
—Te lo contaré cuando lleguemos. ¿De acuerdo? —Ladeó la cabeza para mirarla a los ojos.
—De acuerdo.
Simon volvió a fijar la vista hacia adelante y dio por terminada la conversación.
La leyenda de Gala
Diario de los guardianes
En el principio de los tiempos, vivía en el Peloponeso una joven espartana llamada Gala. Su prometido y sus hermanos eran guerreros temidos a lo largo y ancho del mar Mediterráneo, y ella y el resto de las mujeres defendían orgullosas la aldea siempre que ellos se ausentaban. Pero Gala siempre había querido ser algo más, ella sabía que en su pueblo las mujeres jugaban un papel importante, vital incluso, pero sentía la necesidad de ir más allá de su rol de consejera.
Dice la leyenda que el pueblo de Gala fue atacado en medio de la noche por unas criaturas infernales que no lucían los colores de Atenas sino los del mismo demonio. Los hombres estaban lejos y allí sólo quedaban los ancianos, los niños y las mujeres. Todos cogieron las armas, y los que perecieron lo hicieron con honor.
Gala se ocupó de esconder a los niños en el bosque que había detrás de la aldea, y después de asegurarse de que estaban a salvo, cogió su espada y fue en busca de aquellos monstruos que amenazaban con destrozar su futuro. Llevaba años entrenando a escondidas de su padre y su prometido, imitando los movimientos que tantas veces les había visto hacer a ellos. A esos entrenamientos furtivos se habían unido dos de sus mejores amigas, Melisande y Naevia, y ahora esas dos mujeres también se encontraban en la plaza del pueblo, luchando contra los demonios. Entre las tres decapitaron a varios, y al resto los dejaron lo bastante mutilados y malheridos como para entorpecer sus movimientos. Pero ellas no eran rivales para aquellas criaturas y las tres recibieron sendas heridas mortales.
Gala, Melisande y Naevia yacían en un charco de su propia sangre cuando una cegadora luz blanca apareció frente a las tres. De esa luz salió una mujer bellísima, tanto, que incluso dolía mirarla. La mujer se dirigió hacia ellas, pero antes se detuvo y levantó una mano en dirección a los demonios sanguinarios que todavía seguían allí. De su palma surgió una bola de fuego que los lanzó por los aires, eliminándolos de la faz de la tierra. La mujer sonrió satisfecha y se arrodilló junto a las tres espartanas que estaban al borde de la muerte.
Cuenta la leyenda que la mujer de luz blanca era una diosa, una de los Cinco Grandes, y que convirtió a Gala, Melisande y Naevia en odiseas, guerreras defensoras de la paz y de la luz, fieles compañeras de armas de los guardianes de Alejandría y grandes consejeras. Pero nunca ningún guardián ha conocido a ninguna. Según la historia ancestral, cuando los guerreros espartanos regresaron a la aldea sólo encontraron a los niños, y una niña les dijo que todos habían muerto. Quizá las odiseas vieron algo que las impulsó a ocultarse, quizá no llegaron a existir nunca. O tal vez siempre han estado allí, ayudándonos desde las sombras.
Simon miró hacia el asiento del copiloto y comprobó que Mara seguía durmiendo. Ella debió de sentir que la miraba, porque abrió los ojos y parpadeó un par de veces hasta conseguir enfocar la vista.
—Lo siento, he vuelto a quedarme dormida —le dijo.
—No pasa nada. Estamos a punto de llegar.
Mara desvió la vista hacia las manos de él y algo que vio, o mejor dicho, que no vio, le llamó la atención.
—¿No llevabas anillo de casado?
Simon se miró el dedo, que carecía de la marca del anillo.
—No, nunca llegué a ponérmelo. A Naomi no le gustaban las alianzas, en el sentido más amplio de la palabra, y yo supongo que siempre tuve la sensación de que no debía llevarlo.
—¿Por qué?
—El guardián no se lo hubiera tomado demasiado bien. Naomi no era mi alma gemela. —Expresó en alta voz lo que era una obviedad. Y no hizo falta que añadiera: «Lo eres tú»—. No debería haberme casado con ella.
—¿Por qué lo hiciste?
—Buena pregunta —suspiró Simon—. Supongo que me cansé de estar solo y, no sé, pensé que si le daba una oportunidad a alguien, quizá podría llegar a ser feliz.
—¿Y funcionó?
—Nada más lejos de la realidad. Con Naomi me sentía más solo que sin ella. Era como si el guardián no pudiera soportar tenerla cerca. No es que defienda a Naomi, ni mucho menos: mi querida esposa me fue infiel y se interesó más por mis cuentas corrientes que por mis sentimientos, pero la verdad es que nunca tuvo ninguna posibilidad. Y yo lo supe desde el principio.
—Seguro que no todo fue malo. —Mara no sabía por qué sentía la perversa necesidad de averiguar cómo había sido la vida de casado de Simon. Quería asegurarse de que él no había sido feliz con otra, y que eso le importara tanto la tenía desconcertada.
—Todo, absolutamente todo. A mi padre nunca le gustó, y tampoco a Sebastian, o a mis primos. Como te he dicho, sólo se interesó por mi dinero y por el prestigio social que mi nombre pudiera proporcionarle. Nunca fue mi compañera, ni siquiera en la cama.
—¿No te acostaste con ella? Lo siento —añadió en seguida—, no es asunto mío.
«Sí que lo es», pensó Simon.
—Sí que me acosté con ella —respondió él—, y supongo que en aquel entonces el sexo no me pareció mal, pero ahora…
—¿Ahora qué?
—Ahora que sé cómo es, ni siquiera me acuerdo de lo que pasó cuando me acosté con Naomi.
Mara sintió un gran alivio al oír esas palabras, y se sonrojó hasta la punta de las orejas.
—Estamos llegando —dijo Simon al girar hacia la derecha para meterse en un camino de árboles—. Ya que tú me has preguntado acerca de Naomi, a mí también me gustaría preguntarte una cosa.
—Claro. —Si le preguntaba acerca de su pasado sentimental, iba a responderle en menos de un segundo: no tenía. Mara nunca había tenido ninguna relación duradera, ni esporádica, con ningún hombre.
—Todas esas pruebas que dices tener contra mí y mi padre, ¿de dónde las has sacado?
No, no era la pregunta que esperaba.
—Mi tío me las mandó, me dijo que se las había enviado un contacto que tenía en la policía.
—¿Y no te parece sospechoso que aparezcan precisamente ahora? Tú sabes mejor que nadie que en la empresa están pasando cosas raras, y, en Londres, los guardianes han tenido que enfrentarse a una situación muy grave. ¿No te parece mucha casualidad?
—Quizá —convino Mara—, pero no veo qué relación puede tener una cosa con la otra.
—Según tu tío, ¿cómo murieron tus padres? —Se volvió hacia ella y vio que cerraba los puños y se mordía el labio inferior—. Comprendo que te resulte doloroso hablar del tema, y si no quieres…
—No, quiero contártelo. —Respiró hondo—. Necesito saber la verdad, y tú eres la primera persona que conozco, aparte de Ronan, que puede ayudarme a encontrarla.
«Yo soy la única persona que puede contarte la verdad —pensó Simon—. Tu tío miente, aunque todavía no sé muy bien por qué».
—Ronan me contó que mi madre se enamoró de mi padre en cuanto lo vio. Al parecer, él y mi padre nunca se gustaron y por eso se distanció de mi madre.
Simon supuso que si Nina era una odisea, debió de presentir que Ronan terminaría por hacerle daño y por eso se alejó de él.
—Mis padres se mudaron a Nueva York —prosiguió Mara, ajena a sus pensamientos—, y allí mi padre conoció al tuyo y empezó a relacionarse con gente peligrosa.
Si por gente peligrosa se refería a los guardianes, el tal Ronan andaba muy equivocado.
—Una noche, tu padre entró en mi casa con tres tipos más y los mató a ambos. —Tragó saliva—. En el informe de la policía dice que encontraron sus huellas por toda la casa. Yo era muy pequeña, y mi tío no podía hacerse cargo de mí, así que contrató a la señora Rubens para cuidarme. Y ya conoces el resto; ella murió en un accidente de coche y mi tío vino a buscarme al hospital.
—¿Cómo empezó a sospechar de mi padre? —preguntó Simon, intrigado por la cronología de los hechos.
—Al parecer, se enteró de que mi padre tenía contacto con el tuyo, y cuando lo mataron no tuvo ninguna duda de que había sido Royce Whelan.
—Tu tío trabaja en Alaska, ¿no es así?
—Sí, ¿por qué?
—¿Le has preguntado alguna vez qué hace allí, quién es su jefe?
—Por supuesto. Ronan está especializado en yacimientos petrolíferos y la empresa para la que trabaja está contratada por el gobierno.
—La empresa pertenece a lord Ezequiel —reveló Simon—. No me mires así, yo también tengo contactos.
—¿Qué insinúas con eso?
—Insinúo que quizá os han utilizado.
—¿Por qué?
—Mira, no debería haber empezado esta conversación en el coche. Lo mejor será que esperemos a continuarla en casa. Faltan sólo unos minutos. —Ella lo fulminó con la mirada y Simon añadió—: Piensa en lo que te he dicho. Por favor.
Mara fijó la vista en el paisaje e hizo lo que le pedía. Poco después, el coche se detuvo frente a una impresionante mansión presidida por una hilera de olmos centenarios.
Helipuerto de la policía de Nueva York
—Recuérdame por qué he accedido a acompañarte hasta Canadá en misión oficial —le dijo Oliver Cardoso a su antiguo alumno mientras ambos se subían a un helicóptero. Sólo iban ellos dos. Antes de ganarse la placa de detective, Cardoso había servido en las fuerzas especiales y era un piloto experimentado, y Sebastian Kepler sabía hacer prácticamente de todo, aunque nadie en el gobierno admitiría en voz alta haberlo entrenado. Nadie excepto Oliver, claro está.
—Has accedido porque no puedes resistirte a un buen misterio. Y porque me lo debes —respondió Sebastian, colocándose los cascos de copiloto.
—Está bien —accedió Oliver haciendo lo mismo—, pero más te vale que tu amigo Whelan esté de verdad en peligro. Odiaría haber sacado a esta preciosidad para nada. —Dio unos golpecitos al cuadro de mando.
—Simon corre peligro, pero si mis sospechas son ciertas, todos lo corremos.
—Ah sí, me olvidaba de tu teoría sobre la conspiración para alterar la distribución de petróleo en Estados Unidos y crear el caos en la economía mundial. Tendrías que haber sido escritor.
—Sabes que lo que digo tiene sentido, si no, no estarías aquí.
—Odio que tengas razón. Debí de pegarte un tiro cuando nos conocimos.
—Luke no lo habría permitido —dijo Sebastian, y al ver que a Oliver se le apagaba la luz de los ojos se arrepintió de haber hecho el comentario—. Lo siento.
—No pasa nada —le aseguró el detective—. Ya hace más de dos años que murió; debería haberme acostumbrado.
—No creo que nadie pueda acostumbrarse a perder al amor de su vida —contestó Sebastian, apretando la rodilla de su antiguo instructor para consolarlo.
Oliver y Luke habían sido pareja durante casi veinte años. Se conocieron cuando ambos estudiaban en la academia militar y se enamoraron casi al instante. Debido a la política de secretismo en torno a las relaciones homosexuales, mantuvieron la suya oculta durante mucho tiempo, pero nunca se separaron. Cuando se licenciaron, buscaron empleos que les permitieran salir del armario y ser felices juntos sin tener que esconderse. Oliver entró en el cuerpo de policía de Nueva York, y en su primer día de trabajo fue a ver a su superior, el capitán Collins y le dijo que vivía con un hombre y no como compañeros de piso. El capitán, que por suerte todavía seguía siendo su jefe, lo miró y le dijo que le importaba un rábano y que saliera a patrullar. Oliver no habría podido pedir mejor respuesta. Por su parte, a Luke siempre le había gustado la naturaleza, así que terminó trabajando en el cuerpo de bomberos de la ciudad.
Sebastian fue uno de los pocos invitados a la boda de la pareja, y uno de los cientos que asistió al funeral de Luke, que perdió la vida en un brutal incendio.
—Gracias —dijo Oliver, al que todavía le sorprendía recibir muestras de cariño de alguien tan rudo como Sebastian Kepler.
—Deberías tratar de conocer a alguien —sugirió éste—. Dos años es mucho tiempo.
—¡No te oigo! —contestó al poner en marcha las hélices.
—¡Pues tenemos micros! —se río Sebastian, feliz por haber conseguido animar a su amigo.
—Te propongo una cosa —dijo el detective al despegar—. Si sales con una chica más de dos semanas, a la tercera nos vamos a cenar los cuatro: tú, yo, la señorita perfecta, y el señor maravilloso. ¿Hecho?
—Hecho. —Bastian aceptó el reto. Saldría con una chica durante tres semanas, aunque sólo fuera para que Oliver volviera a darle una oportunidad a la vida. Él, por su parte, ya la había perdido. Ahora, lo único que podía hacer era tratar de ayudar a sus amigos, y si no llegaban a tiempo a Canadá, quizá perdiera a uno de los mejores.
Simon entró en la casa antes que Mara y le pidió que esperara en el coche. No creía que hubiera nadie esperándolos, pero no quería correr ningún riesgo. Ella no le había contado nada acerca de la visita de su tío en el granero, pero él seguía teniendo la esperanza de que lo escuchara y le dijera la verdad. Y de que decidiera estar a su lado en vez de entregarlo a su peor enemigo. Tras asegurarse que no había nadie y encender las luces, fue a buscarla al coche.
—Bienvenida a mi humilde morada —le dijo al cogerla de la mano.
—Es preciosa —susurró ella maravillada.
—Sí, la verdad es que sí. A mi madre le encantaba venir aquí.
La acompañó dentro y fue directo a los dormitorios que había en el piso superior. Dejó el petate en el que él ocupaba siempre cuando iba allí de visita y guio a Mara hasta otro contiguo; uno que solía ocupar una de sus primas.
—Creo que en el armario y los cajones encontrarás ropa de tu talla. Yo tengo que hacer una cosa, en seguida vuelvo. Siéntete como en casa —añadió, ya desde el pasillo.
Bajó al sótano e introdujo el código que abría la puerta blindada del laboratorio. Una vez allí, dejó la caja que contenía los dos viales con sangre que le había mandado Ewan encima de la mesa y encendió las luces y los distintos equipos. Hacía tiempo que no utilizaba ninguno, pero era como ir en bicicleta, o eso esperaba. Cogió una pipeta y extrajo un poco de sangre de cada vial que colocó en distintas placas, y entonces empezó el protocolo de pruebas.
Iban a tardar un rato, y Simon supuso que bien podría aprovechar para contarle el resto de su historia a Mara, pero para ello, antes tenía que encontrar una cosa. Empezó a abrir cajones. Tenía que estar en alguna parte, pues su padre siempre guardaba en el laboratorio una copia de todo. Tenía que estar allí.
Por fin. La carpeta con la información relativa al proyecto Ícaro. Dentro había una foto de los tres hombres que lo habían llevado a cabo: Tom Gebler, Dominic Prescott y Royce Whelan. La foto fue tomada el día que obtuvieron los primeros resultados positivos, y se los veía a los tres abrazados y sonrientes. Si Mara creía que alguno de esos hombres había sido capaz de matar a uno de los otros, es que lord Ezequiel la había influenciado más de lo que el propio Simon estaba dispuesto a admitir. Cerró el archivador de la mesa de su padre y dejó las máquinas trabajando. Antes de salir, cogió otra foto que había encima de la mesa que presidía el laboratorio; una en la que estaban él y María de pequeños.
Si eso no conseguía hacerla recordar, temía que nada pudiera hacerlo.