12

Veo que no quieres ducharte —dijo Simon, concentrándose de nuevo en la herida que se estaba limpiando con alcohol. Una vez estuvo satisfecho con el resultado, se la cubrió con una gasa. Ésa era sólo la primera de una larga lista—. Tampoco estás tan sucia —apuntó, señalando la camisa llena de polvo y los vaqueros rotos de cuando él la había tirado al suelo para protegerla—, y quizá mañana también podamos pararnos a descansar.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mara enfadada.

—Ya lo verás. Creo que me afeitaré. —Buscó en el botiquín, pero no encontró ninguna cuchilla, y no pensaba utilizar las del motel—. O quizá no. —Se curó otra herida, la del disparo de ella, y notó que había empezado a cicatrizar.

¿Qué significaba eso? ¿Que Mara no era María, o que su cuerpo todavía no la había identificado como a su alma gemela? La verdad era que estaba demasiado cansado para seguir pensado en todo ello. Necesitaba dormir y recuperarse. Satisfecho de cómo le había quedado el vendaje del hombro, buscó uno de los sobres con polvos químicos cicatrizantes para la herida del muslo.

Mara seguía castigándole con su silencio, y él lo agradeció. Levantó un poco la pierna y apoyó el pie descalzo en la ducha. Apartó la toalla y vio que la herida seguía sangrando profusamente. Sí, no tenía más remedio que echarse aquellos malditos polvos. Abrió el sobre con los dientes y, sin darse tiempo a pensarlo, los echó encima del corte. El escozor le recorrió todo el cuerpo como una lengua de fuego, y tuvo que apretar los dientes para no gritar de dolor. Con una mano, seguía echándose los polvos que habían quedado en el sobre, y con la otra se sujetaba en el baño, con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos. La herida desprendió humo y Simon olió el distintivo olor de la piel quemada, pero poco a poco el dolor fue remitiendo y sólo le quedó la sensación de que su muslo empezaba a sanar. Bajó despacio el pie al suelo y volvió a respirar. Abrió el grifo y se salpicó la cara para recuperarse. Y al darse media vuelta, vio que Mara lo estaba mirando y, aunque ella seguro que no lo reconocería, se la veía preocupada.

—¿Seguro que no quieres ducharte? —le volvió a preguntar.

—¿Vas a dejar que lo haga sola?

—No —le respondió sincero. Aunque él estuviera dispuesto a concederle tal deseo, el guardián no se lo permitiría.

Volvieron a mirarse a los ojos y, sorprendiéndolos a ambos, Mara cedió:

—Está bien. —Levantó las manos en señal de rendición—. Quiero ducharme, y si no sales de aquí podré añadir el abuso a tu lista de delitos.

Simon la fulminó con la mirada y no se dignó contestar. Cogió el petate del suelo y se lo llevó al dormitorio. Segundos más tarde, regresó al cuarto de baño y dejó una camiseta limpia junto a la ducha. Él seguía llevando la toalla alrededor de la cintura. Habría podido vestirse, pero había visto a Mara recorriéndole el torso con la mirada fingiendo no hacerlo, así que decidió seguir como estaba.

—Tienes que quitarme esto —dijo ella levantando el brazo que tenía esposado.

Simon se acercó —más de lo necesario— y soltó la brida, y acto seguido se la pasó por su muñeca.

—¿Qué haces? —preguntó Mara con los ojos abiertos de par en par.

—Así no irás a ninguna parte —se limitó a decir él.

—¿Pretendes que me desnude y me duche esposada a ti? —Lo vio asentir y lo insultó—: Eres despreciable.

—Después de acusarme de encubrir a un asesino y de sobornar a la policía, eso es casi un cumplido. Vamos, estoy cansado y quiero acostarme.

—Pues suéltame y deja que me duche en paz —sugirió ella, fulminándolo con la mirada.

—No insistas, Mara.

Ella tomó aire y cuando lo soltó volvió a insultarlo. Intentó desabrochar los botones de la camisa, y tras cinco o seis intentos fallidos, se tragó el orgullo y dijo:

—No puedo.

—Utiliza las dos manos —sugirió él haciéndose el tonto.

—Eres despreciable —repitió Mara, pero hizo lo que le decía, arrastrando la de Simon detrás.

—Eso ya lo has dicho.

Ambos ocultaban bajo su enfado el deseo que la proximidad de sus cuerpos despertaba en el otro. Durante cinco segundos, Simon se mantuvo inmóvil, dejando que se desabrochara sola los botones, pero cuando la mano le quedó encima del corazón de Mara y notó lo rápido que le latía, ya no pudo contenerse más.

Ella tenía la cabeza inclinada, y la mirada fija en los cinco botones blancos de su camisa, y cada vez que movía la mano esposada y sentía la piel de Simon rozándose con la suya se le encogía el estómago. Cómo era posible que sabiendo lo que sabía de aquel hombre tuviera ganas de abrazarlo, besarlo, tocarlo… Él dio un paso y se colocó justo delante de ella. Tenía la respiración entrecortada, Mara lo notó al ver cómo se le movían los abdominales. Vio que levantaba muy despacio la mano libre y cerró los ojos. Pasó un segundo, y toda una eternidad, y de repente sintió que le acariciaba la mejilla y le apartaba el pelo de la cara. Luego, igual de despacio y permitiendo que ella sintiera que le temblaba el pulso, Simon le acarició el labio. Mara se estremeció y él también.

El guardián bajó la mano hasta llegar al escote donde estaban las de ella, aferradas a un botón como si fuera un escudo. Simon colocó los dedos encima de los suyos y le acarició los nudillos hasta que sintió que se relajaban, y entonces le apartó las manos y empezó a desnudarla. Desabrochó los botones uno a uno y, al hacerlo, le iba acariciando la piel del esternón con las yemas de los dedos. Ninguno de los dos dijo nada, negándose a reconocer la intimidad que se estaba tejiendo entre ambos. Al llegar al último botón, Simon separó los dos extremos de la tela y cuando vio la cicatriz recordó el horrible ataque que María había sufrido de pequeña. Le deslizó la prenda por los brazos, y al final le quedó colgando por encima de las muñecas que tenían esposadas. A Simon le molestaba, así que, sin pensarlo dos veces, tiró con fuerza de la tela hasta que la rompió. El ruido de la ropa al rasgarse logró que Mara abriera los ojos y tomara conciencia de lo que estaba sucediendo, pero él la besó antes de que el cerebro de ella pudiera negar lo que su corazón deseaba.

Ese beso, a diferencia del primero, prendió fuego al instante. Simon le capturó el labio inferior entre los dientes y después se lo recorrió lentamente con la lengua. Mara levantó la mano que no tenía atada a la de él y la colocó sobre el pecho de Simon, justo encima del corazón. Su piel desprendía tanto calor que incluso quemaba, y ella jamás se había sentido atraída hacia nadie con aquella intensidad. Él se quedó sin respiración cuando notó que lo tocaba, y durante un instante creyó que iba a apartarlo, pero no lo hizo.

Mara dejó allí la mano y movió un poco los dedos para sentir cómo los músculos de él se flexionaban bajo la caricia. Colocó la otra mano, la esposada, en la cintura de Simon y se sujetó a él, que hizo lo mismo con ella. Existían cuatro puntos de contacto entre los dos: las manos en la cintura, la otra mano de ella en el torso de él, los labios que no dejaban de besarse, y las caderas que, inconscientemente, habían acercado el uno al otro.

Simon la estaba besando, consumiendo, le recorría el interior de la boca una y otra vez, deteniéndose sólo para darle pequeños mordiscos en el labio. La mano que tenía en su cintura la retenía pegada a él y Mara podía sentir la fuerza controlada que corría por sus venas. Con la otra mano, Simon le sujetaba el rostro, y poco a poco la fue deslizando hasta la nuca para enredarse en su pelo.

Mara no permanecía pasiva: al contrario, le devolvía el beso con una pasión que hasta entonces ella misma desconocía poseer. Era como si le ardiera todo el cuerpo y sólo tocándolo a él pudiera aliviar ese calor que amenazaba con consumirla.

Simon le soltó el pelo y, tras otro beso en el que se aseguró de memorizar su sabor, se apartó de sus labios y se centró en su cuello. Podía sentir cómo se le alargaban los colmillos, pero sabía que todavía no tenía derecho a realizar algo tan íntimo como beber de ella, y se conformó con rozarle la piel de la curva del cuello con las afiladas puntas. Mara apretó la mano que tenía encima del torso de él y gimió de placer. Simon estaba tan excitado que la toalla que llevaba atada a la cintura estaba adquiriendo una forma de lo más absurda. Le acarició la espalda y notó que se le ponía la piel de gallina. Iba a quitarle el sujetador, pero entonces ella le mordió el cuello y Simon perdió la capacidad de razonar. La abrazó y la atrajo más a él, algo que segundos antes le habría parecido imposible, y deseó poder meterse bajo su piel; así nunca, nadie, podría separarlos. Abrió un poco las piernas y colocó a Mara en medio, y al notar el tacto de los pantalones decidió que tenían que desaparecer. Quería sentirla de los pies a la cabeza. Bajó la mano hasta la cintura de los vaqueros y buscó los botones. Tiró de ellos con tanta fuerza que estuvo a punto de romper las costuras, y cuando se los hubo desabrochado, deslizó una mano dentro. Y al sentir el calor de su entrepierna, Simon gimió de placer.

Por muchas veces que hubiera soñado con aquel encuentro, nada lo había preparado para saber qué sentiría al comprobar que María también lo deseaba. Era una sensación embriagadora, algo por lo que merecía la pena vivir. Y morir, pensó, al recordar que había estado a punto de perderla años atrás. Si así hubiera sido, jamás habría conocido ese placer. Ese pensamiento, la gratitud que lo inundó al darse cuenta de que era María y no otra la que estaba entre sus brazos, lo hizo caer de rodillas. La cogió por las caderas y deslizó los pantalones hasta quitárselos. Luego, se abrazó de nuevo a ella y apoyó la mejilla contra su ropa interior. Si no estuviera tan desesperado por hacerle el amor, seguramente se habría echado a llorar, y cuando sintió que ella le pasaba una mano por el pelo y susurraba su nombre, una lágrima escapó de sus ojos.

—Simon —repitió Mara en voz baja.

Él levantó la cabeza y permitió que sus miradas se fundieran la una con la otra. Ella le dibujó el pómulo con un dedo y el guardián reconoció a la mujer que llevaba toda la vida esperando. Se inclinó y le besó el ombligo con reverencia, le recorrió el estómago con la lengua y respiró profundamente para impregnarse de su esencia. Con la mano que no tenía esposada a Mara, le acarició la parte posterior de una pierna, y al llegar a la rodilla deshizo el camino.

Ella podía sentir la agitada respiración de él en su sexo y seguro que Simon notaba lo excitada que estaba. La mano de éste siguió subiendo y se detuvo al llegar a la ropa interior. Le recorrió la parte superior de las braguitas con suma lentitud, y cada milímetro de piel que tocaba prendía fuego a su paso. Su incendiario dedo índice terminó su camino debajo del ombligo de Mara, encima del diminuto lacito rosa que decoraba la sencilla prenda de algodón. Ella aguantó la respiración, incapaz de comprender la intensidad del deseo que estaba sintiendo, dudando entre… Él la besó justo por encima de la tela y le derritió las rodillas y las dudas.

Se quedó de rodillas delante de él y aprovechó para besarlo. Simon le devolvió el beso y le dio otro que amenazó con consumirla. Al apartar los labios, atrapó de nuevo los de Mara entre los dientes, y esta vez ella pudo sentir claramente las puntas de los colmillos. Abrió los ojos y se encontró con los de Simon completamente negros… y recordó lo que había visto en el local del puerto. No sabía qué era aquel hombre, y sin embargo había dejado que la desnudara, que la besara.

Simon no podía dejar de tocar a María. Por fin comprendía aquella sensación de vacío que lo había embargado desde su infancia: la echaba de menos. Había tenido la suerte de encontrar a su alma gemela de niño, y luego el destino le había infligido el más cruel de los castigos y se la había arrebatado de las manos. Simon había tenido que crecer sin ella, había tenido que sobrevivir a su muerte sin llegar a saber jamás si todo era fruto de su imaginación. Ahora por fin lo sabía. Y necesitaba recuperar el tiempo perdido. Necesitaba darle todos los besos que no le había dado, todas las caricias. Todo. Hacer el amor por primera vez en el suelo del baño de un motel no era romántico, y sin duda Mara se merecía algo mejor, pero Simon no estaba dispuesto a dejar de besarla el tiempo suficiente como para levantarse e ir al dormitorio. Le recorrió el pecho a besos, dibujándole el esternón con la lengua y siguió hasta el ombligo. Allí se agachó para poder besárselo de nuevo y luego detuvo los labios encima de las braguitas. Él nunca se había fijado en la lencería de las mujeres con las que se había acostado, pero en aquel preciso instante decidió que no había nada más erótico que la ropa interior blanca. Sujetó un extremo de la prenda con los dedos y la enormidad de lo que estaba a punto de hacer lo sobrecogió.

—María —susurró con voz ronca.

«María. Está convencido de que soy aquella niña. O eso es lo que quiere que crea», contratacó otra voz dentro de la cabeza de Mara.

—No —respondió ella, asustada por lo que estaba sintiendo, pues durante un breve instante había creído ser realmente la niña de los recuerdos de Simon—. No soy María.

Esa frase, pronunciada con tanta determinación, detuvo a Simon.

—No soy María —repitió ella—. Soy Mara.

Él cerró los ojos y respiró hondo varias veces. Mara notó que los dedos con que le sujetaba el extremo de las braguitas iban aflojándose hasta que soltó la prenda por completo. Los dos seguían de rodillas en el suelo, pero Simon echó la cabeza hacia atrás para poder mirarla.

—No eres María. —Hizo una pausa—. Y a pesar de todo me estabas besando. —No sabía qué era lo que lo molestaba más, que Mara siguiera sin recordar su pasado, o que sin recordarlo estuviera dispuesta a acostarse con él. Simon había estado con demasiadas mujeres que no eran María, y no quería seguir haciéndolo; aunque en esa ocasión el cuerpo fuera el adecuado, quería que el alma también lo fuera—. No eres María y me estabas tocando —le echó en cara ofendido—. Estabas permitiendo que te tocara.

—Yo… —La reacción de él la sorprendió, pero la sorpresa pronto dejó paso al enfado—. Has sido tú el que no ha dejado que me desnudara sola. Y quien me ha arrastrado hasta aquí sin decirme ni una palabra.

Furioso consigo mismo por haber permitido que las cosas llegaran tan lejos, y con ella por haberlo obligado a recordar que todavía no había encontrado a su alma gemela, al menos no del todo, Simon se puso en pie y tiró de Mara para que hiciera lo mismo. Sin decirle una palabra, se acercó la muñeca en la que llevaba la brida a los labios, extendió los colmillos y la rompió.

—¿Qué diablos eres?

Simon cogió la camiseta, echó un rápido vistazo al baño para asegurarse de que sólo había una toalla pequeña, y comprobó que no había ninguna ventana o vía de escape.

—Dúchate.

Le dio la espalda a Mara, que seguía atónita de pie frente a la ducha, y se dirigió hacia la puerta.

—Y en cuanto a qué soy —añadió al girar el picaporte—, cuando recuerdes quién eres tú, te lo contaré. No cierres la puerta.

Se alejó del baño y fue a vestirse. Del petate sacó una muda de ropa interior limpia, una camiseta y un jersey negros, así como unos vaqueros. Se puso los calzoncillos y la camiseta, y el resto lo dejó preparado para el día siguiente. Para Mara eligió la camiseta que le pareció más pequeña, pero en cuanto a los vaqueros y la ropa interior —que jamás lograría olvidar— tendría que ponerse lo mismo. Ya vestido, furioso y todavía excitado, se sentó en la cama. Por todos los dioses, si no llegaba pronto a Vancouver y encontraba el modo de que Mara recordara que era María, terminaría por volverse loco. Y no sólo eso, tenía que averiguar qué diablos hacían aquellos soldados del ejército de las sombras en el local de su antepasado. «Sí, y hallar la manera de que el guardián se calme», pensó al sentir que se le revolvían las entrañas. Los guardianes no se tomaban nada bien que sus almas gemelas los rechazaran.