Sebastian se llevó una mano al cuello y tocó la marca que le identificaba como soldado del ejército de las sombras. De todos los errores que había cometido a lo largo de su vida, aquél era probablemente el peor de todos. Aunque en su defensa tenía que decir que si no hubiera aceptado el ofrecimiento del señor de las sombras, habría muerto. Y lo más triste era que, a fecha de hoy, todavía no sabía cuál de las dos cosas era peor: la muerte o saber que parte de su alma pertenecía al infierno.
Todo sucedió hacía cuatro años. Él y su equipo fueron destinados a Iraq. Sebastian formaba parte de un cuerpo de élite que no recibía ningún nombre hortera de esos que salen en las películas. Ese grupo era inclasificable, inexistente para el mundo, y letal. Su misión consistía en hacer desaparecer a un grupo de empresarios que estaban financiando varias células militares, y, desde el principio, Sebastian tuvo el presentimiento de que era una trampa. Y lo fue, la peor de todas. Cuando entraron en la casa en la que supuestamente estaban escondidos sus objetivos, unos hombres armados hasta los dientes se abalanzaron sobre ellos, que no estaban preparados para enfrentarse a aquellas criaturas de dientes afilados. Cuando los hubieron reducido, los ataron a unas sillas y uno de ellos, el que obviamente ostentaba el rango superior, les ofreció un trato: si Sebastian y sus hombres accedían a convertirse en soldados de algo llamado el ejército de las sombras, no sólo los dejarían vivir, sino que les otorgarían una fuerza y poder inimaginables. Si no, morirían, pero antes los servirían de comida a sus perros: unos enormes dogos negros de ojos inyectados en sangre.
El primero que tuvo que elegir fue Sam Bradley, que dijo que no, y tan pronto como la palabra salió de su boca, uno de los perros le arrancó la yugular de un mordisco. El segundo, Martin Fisher, aceptó el trato, y el tipo de uniforme sonrió encantado. Luego, se puso en pie y le disparó a Martin en el estómago. Acto seguido, se mordió la muñeca y, cuando ésta le empezó a sangrar, la acercó a los labios de Martin y lo obligó a beber.
A esas alturas, Sebastian estaba convencido de que habían sido secuestrados por una panda de locos fanáticos y que todos acabarían muertos, pero un par de minutos más tarde, Martin empezó a tener convulsiones y cuando éstas terminaron abrió los ojos… Sebastian todavía no sabía cómo. Pero era como si Martin hubiese dejado de ser él y se hubiera convertido sólo en un cascarón.
Entonces le tocó el turno a él y, aunque le gustaría poder decir que había elegido morir, no fue así. No había sobrevivido a los abusos de su padre para terminar muerto en medio del desierto. Ni hablar. A él no le dispararon, otro de los soldados del ejército de las sombras le hundió un puñal en la femoral y luego le ofreció también su sangre. Sebastian bebió y perdió el conocimiento. Cuando se despertó, a diferencia de Martin, seguía recordando quién era y qué había hecho. Y al instante empezó a arrepentirse.
Los primeros meses fueron horribles, la sed de sangre lo había hecho enloquecer en más de una ocasión, y una noche, después de presenciar varias atrocidades y de participar en una de ellas, decidió quitarse la vida. Cerró los ojos y recordó la paz que sintió al tomar por fin la decisión de poner punto final a su existencia. Esperó a que todos se durmieran y subió al tejado con una pistola. Se sentó y esperó. Respiró hondo y se acercó el cañón a la sien. Y entonces apareció Elliot Montgomery.
—No lo hagas —le dijo, al tiempo que le sujetaba la muñeca.
Él ni siquiera lo había oído acercarse.
—Tú no sabes lo que soy. Lo que he hecho. Lo que tengo que hacer —se limitó a decir Sebastian.
—Sí lo sé. —Elliot cogió la pistola y con la otra mano se apartó el cuello de la camisa—. A mí también me convirtieron. Me llamo Elliot —se presentó—. Ven conmigo. No va a ser fácil, pero podemos huir de aquí y superar esto. Hay más como nosotros.
—¿De verdad? —Sebastian, que hasta entonces se había sentido completamente solo, pensó que quizá no era así.
—Tenemos que irnos cuanto antes. Ellos no se tomarán nada bien perder a un soldado como tú, pero si de verdad estás dispuesto a luchar contra lo que sientes, creo que nosotros podemos ayudarte.
—¿Cómo…?
—¿Cómo he sabido lo que estabas a punto de hacer? —Elliot terminó la pregunta por él—. Hace días que os estamos vigilando. Por desgracia, el único de tu equipo que ha sobrevivido con la mente intacta eres tú.
Oyeron un ruido proveniente del piso inferior.
—Vamos —lo apremió Elliot—, no tenemos mucho tiempo.
Sebastian volvió a tomar una decisión vital, y esta vez fue la adecuada, porque a partir de ese día se dedicó a luchar contra los perversos instintos que corrían por sus venas y los aprovechó para hacer el bien. Llevaba ya un tiempo en Nueva York y gracias a Elliot y al resto de los soldados rebeldes podía sentirse orgulloso de sí mismo, pero a pesar de todo no se había visto capaz de ir a ver a Simon. Su amigo lo había acusado de querer ser un héroe, y él había terminado por convertirse en un villano. Y lo peor de todo era que, aunque Simon no se lo había contado, ahora Sebastian sabía que era un guardián.
Dios, su vida parecía sacada de un cómic y ya no le extrañaba lo más mínimo. Elliot Montgomery le contó qué era el ejército de las sombras y cuál era su finalidad, y también le habló de la existencia de los guardianes. La historia de por sí era fascinante, y cuando Elliot le dijo que los Whelan eran uno de los clanes más poderosos, Sebastian supo que jamás podría volver a ver a Simon.
Montgomery también le explicó que en Europa había más hombres como ellos: soldados del ejército que habían huido de sus filas y que querían recuperar su humanidad. Ahora estaban tratando de organizarse y, cuando lo consiguieran, saldrían a la luz.
Sebastian ya no se hacía ilusiones, pero pensó que por una vez estaría bien que las cosas llegaran a buen puerto. Se frotó de nuevo la marca y pensó en la llamada de Simon. Su amigo no sabía nada de todo aquello, y lo había llamado para pedirle ayuda. Pues bien, iba a dársela, y cuando todo terminara le contaría la verdad.
—¿A quién has llamado? —preguntó Mara sin dejar de mirar el paisaje—. ¿A uno de tus esbirros?
—Yo no tengo esbirros —respondió Simon—. Eso os lo dejo a ti y a tu tío.
—Ya te he dicho que esos hombres no iban conmigo.
—Claro, y por eso no te han tocado ni un pelo. —Apretó el volante—. Mira, será mejor que te calles.
—¿O qué? ¿Me matarás con esas horribles garras de acero, o con esos colmillos? Eres un monstruo.
El guardián se retorció de dolor.
—Monstruo, crees que soy un monstruo. ¿Y los soldados del ejército de la sombra qué son? ¿Niños cantores de Viena? —Esperó unos segundos—. Veo que no te sorprende oír su nombre. Por todos los dioses, ¿desde cuándo estás con ellos?
—Yo no estoy con nadie. Mi tío y yo…
—Eso, háblame de tu tío.
Ella volvió a quedarse en silencio y Simon siguió conduciendo. Un par de horas más tarde, notó que las heridas no dejaban de sangrarle y que empezaba a marearse, así que cuando avistó un motel se dirigió hacia él.
—Nos quedaremos aquí a pasar lo que queda de noche —le dijo a Mara—. Pórtate bien o te dejaré encerrada en el coche.
No sería capaz de hacerlo, pero ella no lo sabía y Simon aprovechó esa ventaja. Buscó un abrigo que había visto en la parte trasera y se lo puso para ocultar la sangre. Bajó del coche, se colgó el petate en el hombro que no tenía herido y cojeó hasta la puerta del acompañante. Abrió y cortó la brida con una navaja. Cuando Mara estuvo de pie delante de él, la miró a los ojos:
—¿Llevas el móvil encima?
—No —mintió ella.
—¿Por qué será que no te creo? —Simon la cacheó y si se detuvo más de la cuenta en recorrerle la cintura o las piernas no se dio cuenta—. Aquí está.
Le sacó el teléfono del bolsillo trasero de los vaqueros y lo metió dentro del petate. Pensó en romperlo, pero quizá podría resultarle útil. Tiró de Mara hacia la entrada.
—Vamos.
El tipo de recepción, que debía de haber visto gente con mucho peor aspecto del que Simon y Mara tenían, ni siquiera se inmutó, y les entregó la llave de una habitación sin hacer ninguna pregunta fuera de las habituales. La habitación que les había dado, en la planta baja y, a petición de Simon cerca del parking, era horrible. La colcha de las camas, dos individuales, era un retablo de manchas y la moqueta parecía radioactiva. A pesar de todo, Mara estaba tan cansada que pensó que probablemente sería capaz de dormir en el suelo.
Simon se dirigió al cuarto de baño y al entrar dejó el petate en el suelo. Seguía reteniendo a Mara por la muñeca y se detuvo al lado del radiador.
—Siéntate —le dijo, y le ató la muñeca con otra brida de plástico que luego pasó por el radiador.
—Te arrepentirás de esto —farfulló Mara.
«Ya me arrepiento».
—Tengo que curarme las heridas —dijo Simon al ponerse en pie—. Y ducharme.
Al comprender que ella estaría en el baño mientras él hacía ambas cosas, Mara sintió un sofoco y algo más que no se atrevió a calificar.
—Si pudiera confiar en ti, te dejaría sola en la habitación —prosiguió él quitándose el abrigo—. Pero ambos sabemos que no es así. —Hizo una mueca de dolor—. Así que —extendió los brazos—, te aconsejo que cierres los ojos.
«Ciérralos, por favor, si me miras perderé el poco control que me queda».
—Como si fuera a mirarte —contestó ofendida—. Del único modo que quiero verte es entre rejas —añadió antes de volverse y clavar los ojos en un par de baldosas que distaban mucho de estar limpias.
Simon suspiró aliviado y se quitó el jersey y la camisa. Las dos prendas estaban empapadas de sangre, y las guardó en una bolsa de plástico para tirarlas más tarde. Sacó el botiquín del petate y lo abrió; contenía lo indispensable para curar las heridas más básicas, pero tendría que apañarse con eso. Los guardianes eran inmortales hasta que encontraban a su alma gemela, y Simon no tenía claro si había pasado ya al bando de los humanos. Una parte de él estaba convencido de que María, Mara, era su alma gemela, pero otra empezaba a tener sus dudas. El guardián necesitaba estar cerca de ella para poder asegurarse, y estaba claro que dicho acercamiento no iba a producirse. «Por ahora».
Preparó las tijeras, las vendas, el alcohol, y unos sobres que contenían un preparado químico que ayudaba al proceso de cicatrización. En el botiquín había también analgésicos, antipiréticos y… un pequeño vial con sangre. Seguro que era de su madre, pensó Simon. Cuando un guardián se volvía mortal y pasaba a ser vulnerable, lo único que podía impedir que muriera en caso de resultar gravemente herido era beber sangre de su alma gemela. Seguro que Molly se había empeñado en que su padre llevara un poco de la de ella.
Simon cogió el vial y lo miró con envidia. Sus padres se habían amado mucho, y lo que más quería él en el mundo era una relación como aquélla, pero a juzgar por cómo María lo miraba, o mejor dicho, evitaba mirarlo, no creía que llegara a tenerla jamás. Guardó de nuevo el pequeño vial y se desabrochó los pantalones; la herida del muslo lo estaba matando. Ojalá le sirviera la sangre de cualquiera, pensó al sentir una punzada de dolor, pero no era así. Si no podía beber de su alma gemela, fuera quien fuese, tendría que conformarse con las medicinas tradicionales. En El libro negro de los guardianes había leído la historia de un guardián que sobrevivió bebiendo de su propia sangre, pero terminó por volverse loco. Se quedó en calzoncillos, y aunque María seguía dándole la espalda no se atrevió a desnudarse del todo. Se metió en la ducha y allí se quitó la última prenda. Abrió el grifo del agua caliente y apoyó la frente contra la pared.
María no se atrevió a darse la vuelta hasta que oyó correr el agua. Había tratado de mantenerse indiferente. Se había repetido una y otra vez que aquel hombre, aquel monstruo, era hijo de quien había asesinado a sus padres. Por todos los santos, si acababa de verlo matar a tres tipos con sus propias manos y ni siquiera se había inmutado. Y todas esas patrañas acerca de que de pequeños se conocían habían sido un truco muy cruel. Ojalá fuera verdad lo que había insinuado. Ojalá ella de pequeña hubiera tenido a alguien con quien jugar, alguien a quien amar. Pero no. Mara se había criado sola en un lujoso internado, y él se había inventado todo aquello para atormentarla, para hacerla dudar de su tío, que al fin y al cabo era el único que la había cuidado.
Cerró los ojos y apretó los párpados con fuerza, y lo único que consiguió fue ver la mirada de Simon cuando ella le disparó. Se lo veía triste, perdido, en vez de distante y decidido, como había estado durante el trayecto hasta aquel horrible motel. No, no se dejaría engatusar, se repitió, pero abrió los ojos y todos esos propósitos se desvanecieron igual que el vapor que se escapaba por arriba de la cortina de la ducha. Dios, la silueta de Simon la dejó sin aliento.
Estaba de perfil, con los brazos levantados y las palmas apoyadas contra la pared de delante. Mantenía la cabeza agachada para que el agua le resbalara por la nuca y le recorriera la espalda. Permanecía completamente inmóvil, y de no ser por el calor que parecía emanar de su piel habría creído que era una estatua. Hipnotizada, Mara le recorrió el cuerpo con los ojos. Empezó por la frente, una frente despejada que siempre había admirado, y luego descendió por la nariz y los labios. A través de la cortina no podía distinguir si tenía los ojos abiertos o cerrados, pero su imaginación decidió que debían de estar cerrados. Mara se pasó la lengua por los labios y cuando se dio cuenta de lo que había hecho se sonrojó, pero no dejó de mirar a Simon. Siguió con el recorrido, que ahora la llevó hasta el cuello y los hombros, que tenía tensos por la postura. Su torso parecía ocupar toda la minúscula ducha…
—Deja de mirarme —dijo Simon entre dientes. Estaba tan excitado que si ella lo miraba un segundo más no podría contenerse. No querría contenerse.
—Yo…
—Deja de mirarme.
—No puedo —respondió Mara, y tan pronto lo dijo supo que era verdad. Por nada del mundo podría dejar de mirar a Simon. No sabía por qué, y después de lo sucedido esa noche no estaba segura de que quisiera saberlo.
Él abrió la cortina de la ducha y se le enfrentó magníficamente desnudo. Lo primero en que se fijó ella fue en que tenía el pecho cubierto de un vello negro y suave, y apretó los puños de tantas ganas como tenía de tocarlo. Y lo segundo es que tenía varias heridas que no dejaban de sangrar.
—Cierra los ojos y deja de mirarme —le ordenó, aunque más bien sonó a súplica, y dio otro paso hacia ella.
Apenas los separaban unos centímetros y Mara levantó la mano que no tenía esposada para tocarle el muslo.
Él cerró los ojos y apretó los dientes. Era la primera vez que ella lo tocaba, y que lo hiciera piel contra piel lo quemó por dentro. El guardián rugió y Simon sintió que le sacudía las entrañas. Ahora ya no podía seguir negándolo.
Con un dedo, Mara le recorrió el muslo herido muy, muy despacio. Y se detuvo justo encima de la herida.
—¿Te duele? —le preguntó.
—Sí —respondió él, aunque no se refería a la puñalada—. Tócame. —Tragó saliva—. Por favor.
Ella detuvo la mano y levantó la cabeza, que hasta ese momento había mantenido inclinada. Y lo que vio hizo que le diera un vuelco el corazón. Simon tenía los ojos cerrados y mantenía los puños fuertemente apretados a los costados. Todo él temblaba del esfuerzo que estaba haciendo para no moverse. Y era más que evidente lo excitado que estaba. Mara nunca había visto a un hombre en ese estado. Y nunca se había imaginado capaz de despertar tal deseo en ninguno. Debería sentirse horrorizada, pensó, estaba atada a un radiador, en el baño de un motel perdido en medio de una carretera. El hombre que la retenía era un mentiroso y un asesino, y ella tenía ganas de tocarlo. Dios, ¿qué demonios le pasaba?
Simon notó que había detenido la caricia, y abrió los ojos para ver qué sucedía. Se había esforzado mucho en no asustarla, pero era consciente de que, en su estado, su aspecto debía de ser algo intimidatorio. Las miradas de los dos se encontraron y al ver las dudas y los miedos que rebosaban los ojos de ella, él levantó una mano y le acarició el pelo.
—María —susurró con la voz rota, y la joven, aunque durante un segundo movió el rostro en busca de la caricia, se tensó al instante.
—Me llamo Mara.
Simon apartó la mano y la dejó caer a un lado al tiempo que daba un paso atrás.
—Está bien, Mara. Deja de mirarme o te aseguro que la próxima vez que salga de la ducha sucederá algo muy distinto.
Furioso por haber bajado de nuevo la guardia, Simon se metió bajo el agua y se enjabonó el cuerpo y el cabello lo más rápido que pudo. Quería eliminar cualquier rastro de sangre —y de las caricias de ella— de su ser. De la erección que tenía entre las piernas no pudo hacerse cargo. Supuso que a Mara le estaría bien merecido que se masturbara allí mismo, pero no quiso cruzar esa línea, y le bastó con pensar en la cara de desprecio con que lo había mirado en el local de Kieran para que se le pasaran las ganas. Más o menos.
Mara ya no lo miraba, lo sabía porque ya no sentía sus ojos encima, pero sabía que también estaba excitada. Cuando el guardián afloraba a la superficie, se le agudizaban todos los sentidos, incluido el olfato, y un guardián podía distinguir el olor del deseo de su alma gemela. Y con ese pensamiento, volvió a excitarse al máximo.
Agotado y resignado a acostarse en ese estado, cerró el grifo y salió de la ducha. Mara había vuelto a fijar la mirada en la pared, y parecía fascinada con el dibujo de las cenefas. Él no se vistió y se quedó sólo con una toalla envuelta en la cintura. Se dijo a sí mismo que lo hacía porque tenía que curarse la herida del muslo, pero ni siquiera él se creyó tal mentira.
—Yo también quiero ducharme —dijo ella.
Simon giró el rostro y no pudo evitar sonreír.
—Ningún problema. Te ayudaré a desnudarte —se ofreció.
—Ni hablar. Quiero ducharme sola —pronunció la última palabra con énfasis.
—Ni hablar —la imitó él—. O te duchas aquí conmigo o no te duchas. Tú eliges.
Simon sabía que podía atar la brida a la cañería del agua y permitir que se duchara sola, pero después de todo lo que había soportado que le hiciera ella esa noche —disparo incluido—, supuso que se merecía verla desnuda.