10

Después de echar un polvo con Naomi, que había resultado ser una grata sorpresa en la cama, Jeremiah fue a su despacho en busca del móvil. Llamó a Demetrius, uno de los soldados más sanguinarios y más obedientes del ejército, y le explicó, paso a paso, lo que quería que hiciera esa noche.

En la corta pero fructífera conversación que había mantenido con su prometida durante el trayecto de regreso a su mansión, Naomi había tenido el detalle de contarle que Simon, cuando quería pensar o estar solo, se escondía en un local casi vacío que la familia Whelan poseía en la parte vieja del muelle de Nueva York.

—Él siempre creyó que yo no lo sabía. El muy idiota —le explicó Naomi, muy orgullosa de sí misma—. Pero después de que desapareciera por tercera noche consecutiva, pensé que tenía una amante y contraté a un detective para que lo siguiera. Si Simon me hubiera sido infiel, habría tenido que pagarme una auténtica fortuna, según nuestro contrato prematrimonial. Cuando el detective me entregó las fotografías, pensé que eran lo más patético que había visto jamás. Simon no tenía ninguna aventura, sencillamente iba a ese sitio mugriento para no estar conmigo.

En cuanto soltó tal perla, a Jeremiah se le pasaron todas las ganas de sexo, que se convirtieron en ansias de planear su próximo movimiento. Pero como sabía perfectamente que Naomi no iba a tolerar nada bien que la ignorara, optó por acostarse con ella del modo más eficiente y rápido posible, y luego se centró en lo que de verdad era importante: capturar a Simon Whelan.

Le dijo a Demetrius que se llevara a unos cuantos hombres y a un par de perros. Y también le dijo que si no conseguían atrapar vivo a Whelan no hacía falta que se molestaran en regresar.

Demetrius tenía muchos músculos hiperdesarrollados, pero el cerebro no era uno de ellos. Él y el resto de los esbirros, tres soldados rasos del ejército de las sombras, estaban escondidos detrás de los palés que inundaban el muelle. Lo tenían todo listo, lo único que les faltaba era que el maldito guardián saliera de allí, y como él no parecía tener intención de hacerlo, se les ocurrió que el mejor modo de sacarlo sería disparando contra el local. Brillante.

—Podrías haberles dicho a tus amigos que esperaran a que tú salieras —dijo Simon entre dientes, mientras seguía cubriendo a Mara con su cuerpo.

—No son amigos míos. Y quítate de encima. —Trató de empujarlo, pero fue inútil. Habría sido como intentar mover un muro de acero.

—Tenemos que salir de aquí. —Simon levantó un poco la cabeza y analizó la situación. Todos los disparos provenían de la parte delantera; seguramente, los tiradores estaban entre los palés del muelle. Y a juzgar por el número de ráfagas que habían sido ya disparadas, Simon llegó a la conclusión de que como mínimo eran cuatro. Aunque estaba ansioso por pelearse con alguien, todavía le dolía la herida del hombro derecho, y no quería poner en peligro a Mara, a pesar de que ella bien podía ser cómplice, o incluso jefa, de quienes los estaban atacando.

Cesaron los disparos y oyó el inconfundible sonido de unas botas militares pisando charcos. Iban a entrar. Simon se puso en pie de un salto y levantó a Mara con él. La colocó tras su espalda y extendió las garras.

—¡Dios mío! —exclamó ella—. ¿Qué…?

No pudo terminar la pregunta, en realidad, ni siquiera pudo completarla en su mente. La puerta saltó por los aires y cuatro hombres, tres con el mismo uniforme, entraron en el local. Eran soldados del ejército de las sombras, y Mara se preguntó si su tío los habría mandado allí. Imposible; no le había dicho que iba a estar con Simon, y ni ella ni su tío sabían de la existencia de aquel local en el muelle hasta entonces.

Los tres soldados se abalanzaron como un único hombre sobre Simon, pero éste se los quitó de encima. Volvieron a atacarlo, y mientras uno se peleaba a puñetazos con él, los otros dos trataron de lanzarle encima una especie de red magnetizada. La herida que tenía en el hombro entorpecía sus movimientos, pero aquellas horribles garras de acero que habían aparecido en sus manos estaban resultando ser letales. Se las clavó en el estómago al soldado con el que estaba peleando y luego se dedicó a los otros dos. Uno consiguió herirlo en un costado con un puñal, y el otro en un muslo, pero al final ambos terminaron inconscientes en el suelo. El cuarto todavía no se había movido, y seguía de pie junto a la puerta, observando la escena.

Conocía a aquella chica, pensó Demetrius, la había visto en casa de lord Ezequiel. ¿Qué estaba haciendo allí? Él llevaba años a las órdenes de Claybourne, pero en alguna ocasión había realizado algún trabajo para el señor de las sombras y sabía que no le gustaba que nadie se inmiscuyera en sus asuntos. Si la chica estaba allí por lord Ezequiel, seguro que no le gustaría que resultara herida. Además, Whelan la estaba protegiendo con uñas y dientes, así que probablemente significara algo para él. Si conseguía capturarlos a los dos, probablemente sería generosamente recompensado, tanto por Claybourne como por lord Ezequiel. Tiró del látigo que llevaba colgando detrás de la espalda —su arma preferida— y caminó hacia Whelan. El guardián estaba herido y tenía la respiración entrecortada, pero Demetrius conocía a los de su clase y sabía que no se dejaría atrapar sin luchar.

Simon echó los hombros hacia atrás y giró el cuello a ambos lados, preparándose para su próximo contrincante. Ése no iba a ser tan fácil como los otros tres, así que tendría que recurrir a todas las fuerzas que le quedaban. El soldado se le acercó con paso firme, arrastrando un látigo por el suelo, un látigo que seguro que estaba envenenado. El ejército de las sombras no era famoso precisamente por jugar limpio. No le pasó por alto la mirada que su enemigo lanzó a Mara. La conocía, y eso demostraba que ella estaba claramente de su bando. Su María nunca se habría aliado con el ejército de las sombras, pensó Simon, y el guardián agonizó en su interior. María había muerto, quizá su cuerpo no, quizá Mara fuera ella, pero en su interior ya no habitaba la misma persona. Gritó furioso y extendió los colmillos al máximo, entregándose por completo a la rabia y el dolor que sentía. Alguien tenía que pagar por ello, y el primer candidato se le estaba acercando con ganas de pelea. Fantástico, así podría desahogarse.

Mara nunca había visto nada igual. Desde donde estaba, presenció cómo Simon pasaba de ser un atractivo hombre de negocios a una criatura salvaje con garras de acero y afilados colmillos. Tenía la espalda más ancha, y las facciones de la cara algo alteradas, más angulosas. Y se movía como si fuera un animal. Una pantera, pensó. Y también luchaba como un felino. De no ser porque lo estaba viendo, no se lo habría creído. La primera vez que su tío le habló del ejército de las sombras, a ella le extrañó mucho el nombre, pero Ronan le dijo que era sólo eso, un nombre. A lo largo de los años, había coincidido muy poco con otros miembros de dicho ejército, y éstos, al igual que su tío, eran personas normales, así que pronto dejó de extrañarle la curiosa denominación. Pero ahora que veía a Simon enfrentándose, como si fuera lo más normal del mundo, a un soldado que blandía un látigo, esas viejas dudas volvieron a asaltarla de nuevo. Y la peor de todas era: ¿qué tipo de relación tenía su tío con aquella gente?

Un gran estruendo la sacó de su ensimismamiento y vio que Simon había lanzado al soldado contra un muro de carga y el hombre había caído inconsciente al suelo.

—Vámonos. —Simon apareció a su lado y la cogió de la mano.

Ella trató en vano de soltarse, y levantó la otra mano, en la que todavía tenía la pistola. Él se la quitó sin parpadear.

—Ahora vas a escucharme, Mara. —Pronunció su nombre como si le ofendiera y ella bajó la vista hacia la mano con que le retenía la muñeca. Las garras de acero habían desaparecido, pero tenía los nudillos salpicados de sangre—. Tú te vienes conmigo, y juntos… —Mara fue a abrir la boca, pero él se lo impidió—. No he acabado. Juntos resolveremos todo esto, así que más te vale que tus amiguitos no nos sigan, porque no pienso perderte de vista.

Tiró de ella y, con la mano que tenía libre, abrió uno de los armarios que había en la pequeña cocina. De él sacó un petate en el que guardó la pistola y la caja con los viales que le había mandado Ewan. Después, se encaminó hasta un pequeño dormitorio que había en la parte trasera y cogió algo de ropa, y un pequeño neceser del baño. No sabía si aquel grupo de soldados era el único que habían mandado tras él, pero no iba a quedarse para averiguarlo. Mara no había vuelto a tratar de soltarse, aunque podía sentir la tensión y el resentimiento que emanaba de su cuerpo.

Simon se colgó el petate en el hombro herido y se dirigió hacia el garaje que había en la parte trasera. Hacía años que no pasaba por el local de Kieran, pero si no le fallaba la memoria, su padre le había explicado que en el bajo de una falsa columna guardaba un kit para emergencias. Buscó la columna y de un puñetazo rompió el yeso, fingiendo que no oía el grito de Mara. Sí, gracias a los dioses, dentro había un pequeño paquete envuelto en plástico protector. Conociendo a su padre, seguro que contenía dinero, tarjetas, pasaportes, medicinas y quizá incluso alguna arma.

Metió el paquete en el petate y llevó a Mara hasta el coche. La sentó en el asiento del acompañante y le colocó el cinturón de seguridad. Cada vez que pasaba una mano por encima del cuerpo tenía ganas de tocarla, pero le bastaba con mirarla a los ojos para no hacerlo. Lo despreciaba. En sus ojos vio también que no podía confiar en ella, así que escudriñó la mesa de herramientas que había junto al coche en busca de unas bridas.

—No te atrevas —dijo Mara entre dientes.

Simon no se detuvo ni medio segundo y la esposó al coche.

—Has dicho que no confías en mí. Pues bien —la miró a los ojos antes de terminar la frase—, yo tampoco confío en ti.

Cerró la puerta de un golpe seco y se dirigió al asiento del conductor. Junto al kit de emergencia había encontrado una copia de las llaves, aunque también habría podido hacer un puente y poner el coche en marcha.

—Esto es un secuestro —señaló ella furiosa cuando Simon giró la llave—. Claro que, con la lista de delitos que ya has cometido, uno más no importa.

Él abrió la puerta del garaje y condujo fuera de los muelles, ignorando por completo a Mara y sus comentarios sarcásticos. Tenía que pensar.

—Cuando la policía descubra que…

—Cállate. —Giró la cabeza y la contempló con los ojos negros—. Por favor.

Ella le sostuvo la mirada y aprovechó para hacer recuento de las múltiples heridas que tenía Simon. Finalmente, decidió hacerle caso y no volvió a abrir la boca. No serviría de nada seguir provocándolo, y podía aprovechar para intentar encontrarle algo de sentido a lo que acababa de suceder.

Simon tenía que reconocer que Mara no se equivocaba en una cosa: los Whelan le habían fallado. Deberían haber seguido buscándola, y más teniendo en cuenta su presentimiento de que seguía viva. ¿Cómo diablos habría sobrevivido al ataque de aquel soldado del ejército de las sombras? ¿Dónde había estado todos esos años? ¿Por qué no se acordaba de nada? Debía haber algún modo de que recuperara esos recuerdos, unas vivencias que habían compartido y que para él significaban la diferencia entre estar vivo o muerto. Un coche pasó por su lado y tocó el claxon, y Simon se concentró en la conducción sin dejar de mirar atrás por si alguien los seguía. Esa misma tarde, y justo antes de ir al local de Kieran, había decidido ir a pasar unos días a Canadá, a la mansión que su familia tenía en ese país. Era un viejo caserón que había heredado de su madre, y casi nadie conocía su existencia. Allí estarían a salvo. Su padre siempre decía que aquella casa era una fortaleza, y Simon tenía el presentimiento de que si Royce hubiera querido esconder algo, lo habría hecho en ella. Seguro que allí encontraba los documentos del proyecto en el que éste había estado trabajando junto con el padre de María. Y quizá, si tenía suerte, daría con algo para que ella recuperara la memoria. Sí, Canadá era la mejor elección, pero antes tenía que hacer una llamada.

Hacía mucho tiempo que no hablaba con su viejo amigo Sebastian Kepler, y nunca se habría imaginado que el día en que volvería a hacerlo sería para pedirle que se deshiciera de unos cadáveres.

Sebastian y Simon se conocieron cuando ambos tenían dieciséis años y demasiada testosterona. Coincidieron en un local, si es que podía llamarse así a aquel antro en el que ambos habían entrado sin tener todavía la edad mínima para hacerlo, y luego en la comisaría a la que fueron a parar por intentar evitar una pelea. Todavía recordaba el sermón que le soltó su padre cuando fue a sacarlo de allí, y que éste, a petición de Simon, sacó también a Sebastian.

Se hicieron amigos en seguida, y confiaban tanto el uno en el otro que Molly, la madre de Simon, bromeaba diciendo que quizá había tenido gemelos y los habían separado de pequeños. La amistad entre Simon y Sebastian se puso a prueba cuando el segundo se alistó en el ejército. Pronto lo seleccionaron para que formara parte de un cuerpo de élite, y con cada misión su carácter fue volviéndose más y más taciturno. En una ocasión, seguramente la peor de todas, estuvo fuera casi un año y, cuando regresó, Simon dedujo que había visto los ojos de la muerte. Lo único bueno de aquella época, recordó, fue que Bastian tuvo que quedarse en Nueva York durante un tiempo para su recuperación, y su amistad volvió a ser como antes. Simon llegó incluso a plantearse la posibilidad de contarle la verdad acerca de los guardianes, pero su amigo todavía no era el mismo y decidió esperar.

Bastian volvió a irse y, cuando regresó, él ya estaba prometido con Naomi y tuvieron una gran pelea. Simon todavía no entendía muy bien cómo su amigo había sido capaz de prever con tanta claridad el futuro y él no, pero una noche, después de que le presentara a Naomi y le dijera que iba a casarse con ella al cabo de pocas semanas, Sebastian le dijo que era una estupidez, que estaba cometiendo un gravísimo error y que seguro que terminaría pagándolo muy caro. Simon, que en esa época no lo veía así, se puso a la defensiva y los dos empezaron a discutir y a insultarse, y a decirse unas barbaridades tremendas. Él le dijo a Bastian que sólo se había alistado en el ejército para satisfacer su complejo de superhéroe y que le importaba una mierda ayudar a nadie. Tras esa frase, Sebastian le dio un puñetazo que lo tumbó en el suelo y ambos se enzarzaron en una pelea que habría terminado muy mal si no llega a aparecer Royce. Cuando el padre de Simon los separó, Sebastian miró a su amigo y le dijo:

—Tengo que irme y no sé cuando volveré, pero quiero que sepas que eres mi mejor amigo y que seguirás siéndolo. Tú y tu familia sois el único buen recuerdo que tengo.

Y antes de salir de la casa de los Whelan, también se dirigió a Royce:

—Gracias por todo.

Días después, cuando a Simon se le pasó un poco el enfado, recordó ese par de frases e hizo algo que había estado tentado de hacer varias veces, pero que nunca había llevado a cabo por respeto a su amigo: investigar su pasado. Lo que averiguó lo dejó estupefacto: Sebastian se había criado básicamente en hogares de acogida. Su madre, una alcohólica, estaba en la cárcel por haber matado a la cajera de un supermercado, y su padre, que lo había maltratado siempre, había fallecido en una reyerta.

Por desgracia, en los hogares de acogida tampoco había tenido suerte; en dos de ellos también lo habían maltratado, y en el último básicamente le habían ignorado. Al cumplir los dieciséis, justo unos meses antes de conocerse los dos, Sebastian abandonó el hogar de acogida, alquiló una habitación con los ahorros que había conseguido reunir a base de durísimos esfuerzos y buscó un trabajo. Por eso se había alistado en el ejército, pensó Simon, para tratar de tener un futuro mejor.

Simon se maldijo mil veces por no haberse dado cuenta de que su mejor amigo lo estaba pasando tan mal, y lo maldijo a él mil veces más por no habérselo dicho. Sebastian tenía que saber que ellos lo habrían ayudado. Él y su maldito orgullo, seguro que no se lo había contado por eso.

Trató de encontrarlo para disculparse, pero a pesar de los contactos de los Whelan no consiguió dar con nadie del ejército que supiera decirle dónde estaba. Y habría seguido sin saber nada de él de no ser porque, un año atrás, su servicio de seguridad le informó de que Sebastian Kepler había regresado a Nueva York. Simon sabía que Bastian no lo llamaría, y él tampoco lo hizo. Pero ahora necesitaba ayuda, y sus instintos de guardián le decían que podía confiar en su amigo.

Sujetó el volante con la mano izquierda mientras con la derecha cogía el móvil y marcaba el número que le habían proporcionado los de seguridad.

—Kepler —respondió Sebastian al segundo.

—Bastian, soy yo, Simon.

Unos segundos de silencio.

—¿Simon? ¿De dónde demonios has sacado este número?

—Yo también me alegro de hablar contigo, Bastian —dijo él, sorprendido de que su primera pregunta hubiera sido aquélla—. Necesito tu ayuda.

—¿Qué ha pasado?

Simon suspiró aliviado; al parecer, Sebastian seguía considerándolo su amigo.

—Ahora no tengo tiempo de explicártelo todo. ¿Te acuerdas del local de Kieran?

—Claro, fuimos allí unas cuantas veces con tu padre. Está en el muelle, ¿no?

—Sí. ¿Sigues en Nueva York?

—Sí —respondió escueto.

—Necesito que vayas al local de Kieran y te asegures de que allí no queda nada que pueda llamar la atención.

—¿Qué has hecho, Simon?

—Ha habido una pelea. Eran cuatro, a uno lo he dejado inconsciente, y a los otros tres…

—¡Joder, Simon! Llama a la policía.

—No puedo hacerlo.

Simon había llegado a la conclusión de que alguien de la policía trabajaba para el ejército de las sombras; cómo si no había llegado el informe del asesinato de los Gebler a manos de Mara. Durante un instante, se planteó llamar al detective Cardoso, que parecía de fiar, pero al final había descartado la idea.

—Está bien. Iré al local de Kieran, pero más te vale contarme qué diablos está pasando.

—Lo haré.

—Pronto.

Volvió a hacerse un silencio, pero esta vez no fue tan incómodo como el primero.

—Me alegro de que estés bien —dijo Simon tras carraspear.

—Y yo —respondió el otro algo avergonzado, y colgó.