Castillo de Dunnottar, noreste de Escocia, hace más de diez siglos
Isadora se acercó al acantilado y deseó ser capaz de saltar. Sólo tenía que dar un paso más y su cuerpo golpearía las rocas hasta caer en el mar del Norte. Probablemente primero se rompería el cuello, o quizá la espalda, y también los brazos y las piernas, y si por desgracia llegaba viva al agua, las heladas olas le darían un abrazo mortal. Debía saltar, era la única manera de compensar a su familia por lo que había hecho. Cómo podía haber sido tan estúpida, tan ingenua. «Le creíste porque querías creerle. ¡No! Él me utilizó, me engañó». De nada servía lamentarse, había tomado una decisión y no le quedaba más remedio que vivir con ella. Sopló el viento y unas nubes negras desnudaron la luna, que parecía burlarse de ella. El día que abandonó su hogar también había luna llena. Levantó la vista y maldijo al astro por no haberla advertido de lo que iba a sucederle. «Aunque hubiese bajado un ángel del cielo y te lo hubiese dicho, te habrías ido con él». Isadora bajó los ojos y suspiró resignada; su conciencia tenía razón, aunque Dios se hubiese materializado ante ella, habría hecho lo mismo. Estaba enamorada. Estúpida.
Lo había conocido una mañana de primavera en que había salido a pasear con sus hermanas mayores, a pesar de que ellas habían tratado, como siempre, de quitársela de encima. Tenía diecisiete años y su aspecto era el de un niño y no el de una mujer. Sus hermanas tenían pretendientes entre los que elegir y su padre las adoraba, mientras que a ella la trataba con la misma cortesía que a uno de sus perros de caza. Quizá si su madre hubiese seguido con vida, las cosas habrían sido distintas; quizá, entonces, Isadora habría sabido que él sólo la estaba utilizando. «Quizá entonces no habría estado tan desesperada por encontrar a alguien que me amase».
Fueron al pueblo y mientras que sus hermanas se detenían a cada paso para hablar con alguien, a Isadora no la detuvo nadie, así que caminó hasta el lago, donde se sentó para remojarse los pies. Él apareció de la nada —ahora sabía que la había estado esperando— y se acercó a ella. Y le habló. Y le sonrió. Y le dijo que era preciosa. Y antes de irse le dio una margarita y le preguntó si podía verla al día siguiente. Ella aceptó y, al instante, él añadió otra petición; que no se lo dijese a nadie. Lo suyo era un secreto. Por las diosas, se sintió tan especial que ni siquiera los comentarios maliciosos de sus hermanas, de regreso a casa, la molestaron.
Al día siguiente, Isadora acudió a la cita y él le dio un beso en los nudillos. Ella se sintió la criatura más bella del universo. Dos días más tarde, él la abrazó y le acarició el pelo y le dijo que no podía contener las ganas de estar con ella. Isadora pensó que su vida era maravillosa. Al cabo de un mes, él le pidió que huyeran juntos. La petición fue acompañada de unos besos con labios temblorosos, de ojos al borde de las lágrimas, y cuando ella le dijo que antes quería decírselo a su padre, él le suplicó que esperase a que su unión fuese irrevocable. Quizá ése fue el único instante en que Isadora dudó de su decisión, pero cualquier inquietud que hubiese podido tener cedió ante los labios de él. Él le dijo que la quería, que la necesitaba, que su vida no sería la misma sin ella.
«Y es verdad».
Isadora volvió a su casa para coger algo de ropa y se fue en plena noche, como si se tratara de un ladrón, con la luna llena como único testigo del error que estaba cometiendo. Dejó una nota para su padre diciéndole que no se preocupase por ella —le gustaba creer que lo haría— y que volvería al cabo de unos días para contarle la verdad.
—Mi señora —dijo un hombre a su espalda.
Isadora se dio media vuelta con el rostro impasible. Ella no era señora de nada ni de nadie y aquel hombre lo sabía. Había ido allí para llevarla de regreso a aquel infierno e Isadora no tenía más remedio que seguirlo. Caminaron en silencio hasta la muralla, pero ella sabía perfectamente que su acompañante observaba todos y cada uno de sus movimientos. El porqué no lo sabía. ¿Qué amenaza podía representar una mujer como ella para un hombre como él? Iba armado, la punta de la afilada espada le sobresalía por debajo de la capa, y pesaría unos sesenta kilos más que ella. Sin embargo, en los meses que llevaba allí encerrada, Isadora se había dado cuenta de que los habitantes del castillo la miraban con recelo, incluso con miedo.
El guarda la escoltó hasta su dormitorio, celda en realidad, y volvió a encerrarla. Cada noche la dejaban salir un rato a pasear. Cuando volvía, siempre había una bandeja con un poco de comida esperándola y un par de horas más tarde aparecía él. Isadora ya no lloraba, las lágrimas sólo servían para que él se excitase más. Y tampoco oponía resistencia, pues él se reía. Y la risa se le metía dentro de la cabeza y la perseguía durante horas. Mantenerse impasible no ayudaba, él le pegaba más fuerte y tardaba más en terminar. Isadora tenía que estar dispuesta, fingir que accedía a sus deseos y esperar…, ¿esperar a qué? Todas las noches lo mismo, excepto aquélla.
El alivio que sintió al principio poco a poco fue convirtiéndose en aprensión y cuando empezó a amanecer sin que él hubiese ido a verla, tenía ya tanto miedo que incluso la asustaban los latidos de su propio corazón. Quizá iba a dejarla ir, quizá pudiese volver con su familia.
Se abrió la puerta del dormitorio y apareció una anciana. Tras ella estaba él. Furioso como siempre. El hombre más atractivo que había visto Isadora en toda la vida; sin embargo, esa belleza ya no la tenía hipnotizada, sino aterrorizada.
—Proceda —le ordenó a la mujer.
Isadora no se atrevió a abrir la boca y, con la mirada, siguió a la anciana hasta que ésta se detuvo junto a la cama en la que ella todavía estaba acostada.
—Está embarazada —afirmó rotunda, tras tocarle los pechos y el ombligo.
—¿De un varón? —preguntó él sin inmutarse por la noticia.
—Todavía es pronto —contestó la vieja, acercándose a ella.
Al incorporarse, se tropezó un poco e Isadora le tendió la mano para ayudarla. La mujer tenía los huesos mucho más fuertes de lo que su aspecto quebradizo dejaba entrever.
—Vete. Volveré a buscarte dentro de unas semanas —decretó él.
La anciana agachó la cabeza y salió por la puerta sin hacer ningún ruido.
—Ya empezaba a creer que había cometido un error —le dijo él—. Me alegra ver que no ha sido así. Estás embarazada; procura seguir estándolo.
—¿Te alegras? —Isadora fue incapaz de contener la pregunta. Viéndole la cara, nadie diría que se alegraba de la noticia.
—¿Alegrarme? —Sonrió, y a ella se le pusieron los pelos de punta—. Es lo que esperaba. Todo está saliendo según mis planes.
—¿Qué planes?
Él la miró e Isadora vio que le temblaba el músculo de la mandíbula. El tic siempre precedía a una bofetada.
—Tú sí que tienes que alegrarte de estar embarazada —señaló—, ya estaba a punto de darme por vencido. Y la verdad es que no sé qué habría hecho contigo.
—Puedo volver con mi familia.
—Jamás.
Y sin mediar palabra, se acercó a ella y la sujetó por el cuello.
—Escúchame bien, Isadora —dijo entre dientes—. Tu familia no puede salvarte. Nadie puede salvarte. Este hijo es la única garantía que tienes de seguir con vida, así que no se te ocurra volver a acercarte a los acantilados. —La soltó y ella se desplomó en la cama, intentando recuperar la respiración—. Ni muriéndote escaparás de mí, sólo conseguirás que cuando vuelva a encontrarte no sea tan… considerado como lo estoy siendo ahora. —Le dio un húmedo beso en la frente y se fue, dejándola más asustada que antes.
—Estoy embarazada —balbuceó Isadora cuando se quedó a solas. Tenía los ojos llenos de lágrimas y se llevó una mano al vientre.
Siempre había soñado con formar un hogar, con tener una familia. Sus hermanas se habían reído de esos sueños por mundanos, pero a ella le habían bastado y ahora le parecían completamente inalcanzables. Lloró desconsolada. Derramó todas las lágrimas que le quedaban para el resto de su vida y, cuando terminó, se juró a sí misma, y a su hijo, que lograría escapar. Sí, había cometido un grave error, pero no era una cobarde y llevaba meses comportándose como tal. Había caído en una trampa y no se había preguntado ni una vez por qué se la habían tendido precisamente a ella. ¿Por qué de entre todas las mujeres del mundo, Ezequiel la había elegido?
Con la confirmación de su embarazo, Isadora recuperó las ganas de luchar y de sobrevivir. Frente a Ezequiel y sus hombres siguió comportándose como la pueblerina asustadiza de siempre, pero con la diferencia de que ahora prestaba atención a todo lo que sucedía a su alrededor. Escuchaba cualquier conversación que tuviese lugar cerca y se fijaba en quién entraba y salía del castillo e intentaba averiguar los motivos de dichas visitas.
Ezequiel no volvió a visitarla de noche e Isadora dio las gracias por ello. Sabía que él no sentía ningún afecto por ella y tampoco por el pequeño que estaba creciendo en su vientre; en cambio, cada vez que sus miradas se cruzaban, la de Ezequiel se entornaba un poco y su rostro palidecía. Le había dicho que aquel embarazo le había salvado la vida, pero era innegable que él le tenía miedo a ese niño todavía no nacido. ¿Por qué? Tenía que descubrir la verdad, y se le estaba acabando el tiempo. Algo dentro de Isadora le decía que, en cuanto diese a luz, su vida dejaría de tener ningún valor. Hacía cinco meses que no sangraba y ya podía notar las patadas del niño.
Esa noche había luna llena, y lo vio al mirar por la ventana. Las noches de luna llena, Ezequiel siempre se encerraba en el salón principal del castillo. Lo sabía porque lo había averiguado escuchando a escondidas a dos de sus hombres de confianza. En ocasiones se encerraba solo y a veces en compañía de otros que jamás volvían a ver la luz del sol. La única excepción era aquella anciana, la misma que había certificado el embarazo de Isadora y que afirmaba que daría a luz a un varón. Los hombres de Ezequiel la llamaban bruja, esperpento, pero a él lo había oído llamarla oráculo. No tenía nombre, o no quería que nadie lo supiese, así que la mayoría sencillamente la llamaba Vieja. Y ella siempre respondía.
Esa noche, decidió Isadora, iría al salón y se escondería en algún lugar para observarlos. Ya no había soldados apostados ante su puerta; ella había dejado de pasear por los acantilados y su esposo —le daba náuseas recordar que se había casado con él— ya no consideraba necesario tener que vigilarla. Qué equivocado estaba.
Oyó ruido en la entrada del castillo; si iba a esconderse en el salón, tenía que hacerlo ya. Sin darse tiempo para pensarlo, salió de su dormitorio y caminó como si nada por el pasillo; por fortuna, no la vio nadie y, tras entrar en el salón, se ocultó detrás de un par de escudos enormes que descansaban junto a una pared. Ezequiel apareció unos minutos más tarde, seguido de la anciana.
—¿Cuándo podré matarlos? —preguntó él, tras cerrar la puerta de un golpe seco.
—No conviene tentar a la profecía —dijo la anciana—. Los dioses son muy astutos y no perdonarán tal atrevimiento.
—La profecía no dice nada acerca de la odisea —se defendió Ezequiel.
Isadora no entendía nada de lo que estaban hablando, aunque era innegable que Ezequiel estaba furioso, y muy nervioso; incluso su voz era distinta. Se atrevió a mirar por entre los dos escudos y se llevó una mano a los labios para no gritar. ¿Qué diablos era aquello? De las manos de Ezequiel salían unas garras afiladas cual espadas y su aspecto era más imponente de lo habitual. Se lo veía alto y mucho más corpulento, y tenía ¿colmillos? El diablo. Tenía que ser el diablo. Isadora tuvo arcadas, pero se obligó a contenerlas.
—«Las descendientes de Gea y de Tetis sólo darán a luz a odiseas hasta el invierno de las dos lunas y el verano de los dos soles, en que una, la única hija de la última guerrera, dará a luz a un varón. Él se convertirá en el guardián y poseerá la llave para abrir el infierno y encerrar el mal para siempre. O dejarlo en libertad».
—Sé lo que dice el Libro negro de los guardianes —le recordó Ezequiel tras beber de una jarra, cuyo contenido era excesivamente parecido a la sangre—. Lo que quiero saber es si estás segura de que Isadora es la odisea de la profecía.
«¿Que ella era qué?»
—Sí, lo es. Es hija de la última guerrera, desciende directamente de las diosas.
Ezequiel sonrió y se lamió una gota que le resbalaba por la barbilla.
—Pues ella no tiene ni idea.
—Da gracias a los dioses por ello —dijo Vieja—. Si Isadora supiera cuál es su naturaleza, entraría en contacto con sus poderes y no podrías retenerla.
—Lo dudo —afirmó Ezequiel—. Aunque quizá entonces sería más divertido intentarlo.
«Se está excitando sólo de pensar en lo que disfrutaría sometiéndome».
—No puedes matarla, recuerda lo que pasó cuando mataste a su madre. Creíste que así te asegurarías de que ella no llegara a nacer, pero te equivocaste. Mataste a Helena para nada y los dioses jamás te lo perdonarán.
—Los dioses no pueden hacerme nada —se burló él—. Llevan siglos sin despertarse, sin hacer acto de presencia en este mundo que consideran indigno de ellos. Reconozco que matar a Helena fue una lástima, podría haberme resultado útil.
¿Quién era esa Helena? Su madre se llamaba Teresa y murió de unas fiebres cuando ella tenía cinco años. Apenas la recordaba, pero era una mujer normal y corriente.
—Los dioses nunca se han dormido. Si no han intervenido, será porque los estamos divirtiendo. Helena ocultó a su hija y te ganó la partida.
—Por un tiempo. No te olvides de que ahora Isadora está embarazada de mi hijo. Y, cuando nazca, la llave será mía. Y podré matar a la madre.
Isadora tragó saliva e intentó controlar los latidos de su corazón.
—No deberías matarla. ¿Qué harás con el niño?
—Todavía no lo sé. Imagino que podría matarlo, pero supongo que tienes razón. La profecía podría encontrar el modo de volver a engañarme. No, lo mantendré con vida.
«Jamás dejaré a mi hijo contigo, monstruo», juró Isadora.
—La profecía no está completa, los acertijos de los dioses son traicioneros. Necesitaría leer el Diario de los guardianes para saber con certeza cómo aconsejarte, mi señor. No deberías matar a Isadora —repitió.
—Me estoy hartando de tus palabras, Vieja. —Ezequiel tenía la voz cada vez más gutural—. ¿Cómo osas decir que vas a aconsejarme? En cuanto le hayan sacado al niño del vientre, hundiré los colmillos en el cuello de Isadora y la dejaré seca.
—¡No! La sangre de una odisea es sagrada.
—Para mí nada es sagrado. ¿Todavía no lo has entendido? Mis hombres están cada vez más y más sedientos. Y pronto tendré en mi poder la llave del infierno.
—No…
—Oh, sí, Vieja. Sí, abriré el infierno y obligaré al mismísimo Satanás a que dirija mi ejército.
—El niño, la llave… no funcionará, la profecía no está completa.
—Cierto, pero tú ya no me sirves de nada. —Y tras esas palabras, Ezequiel hundió los colmillos en el cuello de la anciana y se lo rompió como si fuera un animal.
Isadora siguió oculta detrás de los escudos, oyendo cómo él succionaba la sangre del cuerpo sin vida de aquella pobre mujer. Estaba tan cerca que la sorprendió que Ezequiel no la viese, o la oliese, pero por fortuna no lo hizo. Él siguió bebiendo hasta que, de repente, levantó la cabeza y soltó el cuerpo inerte de la vieja. Tenía los labios y el mentón cubiertos de sangre y los ojos completamente negros. Se pasó la lengua por los labios y saboreó las últimas gotas. Abrió los brazos y sus garras se extendieron. Gritó de satisfacción y empezó a reírse como un loco.
«Tengo que irme de aquí cuanto antes».
Después de esa noche, Isadora no pudo quitarse de la cabeza nada de lo que había visto u oído, pero intentó que su comportamiento no delatase la angustia que sentía. A diario, buscaba el modo de huir del castillo, aunque cada plan que se le ocurría se encontraba con dificultades insuperables. Y, para empeorar las cosas, cuando se ponía el sol la visitaban los sueños más extraños. Isadora no quería darles importancia, ella era una mujer temerosa de Dios, pero al despertarse recordaba todo lo sucedido con absoluto detalle y nunca olvidaba nada, por más que lo intentase. Una parte de ella le susurraba al oído que los sueños tenían que ver con las blasfemias que había dicho Ezequiel antes de matar a aquella pobre mujer, pero otra se negaba a creerlo y los interpretaba únicamente como una muestra más de lo importante que era para su supervivencia huir de aquel castillo cuanto antes. Por fortuna, la oportunidad se le presentó antes de lo que esperaba.
Una mañana lluviosa, Ezequiel y sus hombres tuvieron que partir rumbo a las tierras del sur para enfrentarse a un pueblo entero que se negaba a rendirse ante ellos. A Isadora le habría gustado conocer a esos valientes. El castillo quedó desierto, excepto por las doncellas que había en la cocina y por un par de soldados, pero podía evitarlos con facilidad. El destino no iba a ser tan generoso una segunda vez, de eso estaba segura, así que cogió un fardo con algo de ropa y unas mantas y huyó.
Caminó bajo la lluvia durante horas, consciente de que si Ezequiel regresaba, mandaría a todo el ejército a buscarla. Oh, ella le daba completamente igual, pero no iba a permitir que su hijo, su llave, como lo había llamado, escapase de su control. La lluvia hacía que el camino le resultase mucho más fatigoso, pero en compensación, borraba sus huellas. Sin duda, los perros de Ezequiel encontrarían el rastro, Isadora jamás había visto unos perros como aquéllos, pero quizá para entonces ella ya estaría a salvo. Caminó y caminó, deteniéndose únicamente lo imprescindible para descansar y reponerse un poco.
—Todo saldrá bien —repetía una y otra vez en voz baja—. Mamá cuidará de ti.
La tormenta empeoró y los truenos y los rayos llenaron el cielo. Tras un estruendo, un relámpago iluminó una cueva. Isadora lo interpretó como una señal y se escondió en ella. Ni siquiera se había sentado cuando una punzada de dolor le atravesó la columna y se cayó al suelo. Apretó los dientes en un vano intento de contener el dolor. Allí tumbada, en medio del polvo y rodeada de rocas, supo que iba a morir y que probablemente su pequeño se iría con ella.
—¡No! —gritó desesperada—. ¡No! —Cerró los ojos y se sujetó con fuerza a la raíz de un árbol que había penetrado la pared de la cueva—. No voy a morir —se dijo a sí misma—. No voy a morir.
Tenía los muslos cubiertos de sangre y de un líquido viscoso y podía notar cómo su hijo se abría paso dentro de ella. Él era lo más importante. Lo único que importaba. Si ella moría en aquella cueva, el pequeño no tardaría en seguirla.
—¡No! —Isadora sacó fuerzas de flaqueza y resistió—. ¡Venid a ayudarme! —gritó desesperada—. Si de verdad soy descendiente de unas diosas, ¡venid a ayudarme! —le gritó al cielo con rabia—. ¡Gea, Tetis! ¡Malditas diosas! ¡Malditas seáis!
Un par de rayos azules iluminaron el cielo y, al caer en la tierra, prendieron fuego al bosque que rodeaba la cueva de Isadora. Iba a ponerse a llorar cuando, de repente, una mujer apareció frente a ella.
—Isadora. —La mujer pronunció su nombre con adoración y remordimiento—. Soy Gea, por fin te encontramos.
—¿Encontrarme? —preguntó atónita. Ella nunca se había escondido de nadie ni de nada. ¿Y no se suponía que eran diosas? Si no la habían encontrado era porque nunca la habían buscado, o porque no habían puesto demasiado empeño en ello.
—Te hemos buscado día y noche —dijo la diosa, leyéndole el pensamiento—. Tu madre hizo un conjuro para ocultarte. Tú eras la única que podías romperlo, ninguna otra odisea, ni ninguna diosa —añadió furiosa— podía encontrarte hasta que tú nos llamaras.
—¿Cómo? —balbuceó. Estaba ardiendo en fiebre, pero las contracciones habían retrocedido un poco. Probablemente ya estaba muerta, o delirando, y nada de aquello era verdad.
—Es verdad, criatura. —Gea se arrodilló a su lado y le tocó la frente con la mano. La diosa era muy alta e iba vestida de blanco, aunque su túnica no se manchó al tocar el suelo. Tenía los ojos azul claro, casi blancos, y los iris plateados. La melena que flotaba a su alrededor era larguísima y parecía tejida con telas de araña e hilos de plata—. Tu madre, Helena, sabía lo de la profecía e intentó protegerte. Dos lunas, dos soles. A ti voy a salvarte, eres mi hija, pero el niño debe morir.
—¡No! —Isadora se llevó las manos al vientre para protegerlo—. ¡No! Él no ha hecho nada.
—No podemos tentar a la profecía, el mal es muy poderoso —afirmó la diosa con una frialdad sólo propia de una criatura que no sabía lo que era llevar una vida en su interior.
Isadora apretó los ojos y luchó por recordar las palabras exactas que había dicho Ezequiel esa noche.
—La profecía dice que él podrá encerrar el mal para siempre —dijo, frenética.
—O dejarlo en libertad —añadió Gea, levantando una ceja al ver que Isadora se atrevía a retarla—. No podemos correr ese riesgo.
—Tiene que haber alguna manera —suplicó ella, al sentir otra contracción—. Nunca os he pedido nada. Me habéis dejado abandonada toda la vida. Si sabíais lo de la profecía, habrías podido salvarme de Ezequiel. ¡Malditas seáis! —Vio que Gea retrocedía al oír el último comentario. Todavía no sabía de dónde había sacado las fuerzas y el valor para discutir con una diosa, pero al parecer había dado en el clavo. Por algún motivo, Gea y Tetis habían permitido que Ezequiel la secuestrase y la dejase embarazada. Isadora ya no tenía nada que perder, si el único modo de salvar la vida de su hijo era provocando la ira de la diosa, o haciéndola sentir culpable, iba a hacerlo—. ¡Me lo debéis!
—¡Cómo te atreves!
—¡Me lo debéis! Salvad a mi hijo, haced lo que sea necesario para engañar a la profecía. ¡Lo que sea necesario! La bruja, la vieja dijo algo de un libro, dijo que la profecía no estaba completa… —Se lamió el labio. Tenía la garganta seca y el rostro empapado de sudor. El corazón le latía descontrolado mientras su mente buscaba enloquecida entre sus recuerdos—. ¿Qué dice ese libro? ¿Qué dice? —exigió saber, al ver que la diosa abría los ojos.
—Habrías sido una odisea magnífica —afirmó Gea con admiración y lástima—. El Diario de los guardianes dice que la llave del infierno —le señaló el vientre— sólo funcionará cuando encuentre a su alma gemela. Entonces, él tendrá que decidir si sirve al mal o al bien.
—¿Su alma gemela? —Isadora tragó saliva y luchó por no perder la conciencia. No iba a poder aguantar más.
—La llave —Gea le señaló de nuevo el vientre— será un guardián, pero no un guardián cualquiera. El día que conozca a su alma gemela, la mujer destinada a amarlo incondicionalmente, adquirirá un poder desconocido hasta ahora, tanto por los mortales como por los dioses. Nadie sabe de qué será capaz. La profecía tiene vida propia, no pertenece a ninguno de los dos mundos y puede destruirlos a ambos, el de los humanos y el nuestro. No debemos tentarla.
Isadora cerró los ojos y se sintió a punto de rendirse. El corazón había ido apagándosele y apenas podía respirar.
—Ven conmigo, Isadora —le susurró Gea—. Te llevaré a un lugar maravilloso. Allí te recuperarás y, cuando te encuentres bien, podrás regresar. Los humanos son una buena distracción y los guardianes necesitan la ayuda de las odiseas. Tú serás una de las más grandes.
—¿Y el niño?
—El niño no existirá jamás. Pronto te olvidarás de él.
«Igual que mi familia se olvidó de mí».
—¡No! —gritó de repente. Aquel niño era lo único que le había dado fuerzas para luchar, para huir de Ezequiel. Ella no iba a traicionarlo—. Mi madre… —tragó saliva—, Helena, ¿hizo un conjuro?
—Helena conocía mejor que ninguna otra odisea los hechizos de ambos mundos y sabía cómo utilizarlos. Sin embargo, para ocultarte de Ezequiel tuvo que sacrificar parte de su poder, por eso él la encontró. Y la mató. Todo conjuro tiene un precio, Isadora, y si de verdad quieres salvar a tu hijo, tendrás que pagar uno muy alto.
—¡Eres una diosa, maldita sea! —escupió cada palabra.
—Ni siquiera yo estoy por encima de lo más sagrado —contestó Gea, molesta además por ese hecho.
—Salva a mi hijo. —Las fuerzas empezaban a fallarle de nuevo—. Por favor. Haz que no encuentre jamás a su alma gemela; así estará a salvo.
—Para un guardián es muy doloroso no encontrar a su alma gemela. ¿Estás segura de que eso es lo que quieres?
—Estará vivo, eso es lo único que importa —afirmó Isadora.
—Tú morirás. Él no sabrá jamás que has existido. Crecerá creyendo que otra es su madre, vivirá eternamente sin saber que te sacrificaste por él —añadió la diosa, dejando claro que ella lo consideraba absurdo.
—Lo sé. No importa. Sálvalo.
Gea suspiró con resignación y le colocó una mano encima del vientre.
—Dominic —dijo el nombre que Isadora iba a ponerle a su pequeño a pesar de que ella jamás se lo había dicho—, llave del infierno, el único guardián sin alma gemela. Solo por toda la eternidad, oculto dentro de ti mismo, ella jamás podrá encontrarte. Ni la luz más pura iluminará nunca tus sueños. Escóndete, Dominic —añadió en voz muy baja, sólo para los oídos del niño todavía no nacido—, guarda tu corazón y protégete con recelo, pues si ella te encuentra, él también lo hará. El día que conozcas a tu alma gemela, el mal sabrá dónde estás.
Isadora levantó una mano y sujetó la muñeca de la diosa. La manchó de sangre y Gea clavó su helada mirada en sus ojos.
—Prométeme que vivirá —le pidió, notando cómo la vida se le escapaba definitivamente.
—Vivirá —afirmó la diosa. «Aunque un guardián sin alma gemela no vive realmente».
—Prométeme que Ezequiel jamás lo encontrará.
—El conjuro lo ocultará.
Las manos de Gea empezaron a desprender una luz blanca e Isadora cerró los ojos.
—¿Por qué has aceptado? —le preguntó ésta antes de rendirse a la oscuridad.
—Piensa en tu hijo, es la única vez que estaréis juntos —dijo la diosa. «He aceptado porque yo estaba allí el día en que Ezequiel te vio por primera vez. Porque fui yo la que, sin que tú lo supieras, te convenció para que te fueses con él».
Isadora sonrió al oír el llanto de su pequeño. Dominic. Gea lo colocó un instante en su pecho y ella le dio un beso. Y el fuego la envolvió.
—¡Encontradla, malditos! ¡No puede haberse esfumado de la capa de la Tierra! Por los dioses, si es sólo una mujer —les gritó Ezequiel a sus hombres—. ¡Encontradla!
Llevaban días buscándola y no habían hallado ni rastro de Isadora. Ninguna pisada, ningún retal de ropa atrapado entre las zarzas, ni siquiera un mechón de pelo o gotas de sangre. Era, tal como había dicho el propio Ezequiel, como si se hubiese esfumado.
—Mi señor —Whitlock, su hombre de confianza, entró en la sala sin anunciarse y lo interrumpió—, traigo noticias.
—¿Favorables?
—Hace dos noches hubo un incendio en el bosque del otro lado de la colina. Hemos encontrado esto. —Dejó en el suelo los restos de una falda completamente teñida de sangre—. Estaba dentro de una cueva que fue devorada por las llamas. Es imposible que saliera de allí con vida.
Ezequiel cogió la prenda y se la acercó a la nariz. La sangre pertenecía a Isadora. Estaba muerta. Por fin. Y el niño también. Y los dioses no podían culparlo de ello.