8

Mitch todavía seguía enfadado con Simona después de que ella hubiese intentado darle plantón en San Petersburgo. De hecho, cuando la encontró en la ópera de Mariinsky le habría gritado hasta quedarse afónico, pero la vio tan triste y abatida que sencillamente la abrazó.

Simona había ido a esa ópera porque, en sus sueños, había visto a una mujer de mirada tierna tocando el violín; la misma mujer que en otros sueños aparecía abrazando y acunando a un bebé al que le cantaba las nanas más dulces del mundo. Unas nanas que Simona se sabía de memoria. Esa mujer tenía que ser su madre o, al menos, ella deseaba que lo fuese.

De pequeña, en las contadas ocasiones en que se había atrevido a preguntarle a Ezequiel por su madre, el señor de las sombras se había limitado a decirle que había sido «una mujer cualquiera» y si Simona cometía la osadía de insistir en el tema, él siempre le decía: «Te abandonó, ¿no? ¿Qué más necesitas saber de ella?».

Durante años, le había bastado con esa explicación. Pero Michael lo había cambiado todo. Michael y su sonrisa ladeada.

Llegó a la ópera y entró como una turista más; el teatro podía visitarse tras pagar la entrada de rigor. Como era de esperar, el recorrido apto para todos los públicos no le aportó nada, pero Simona se coló por uno de los pasillos que conducía a las salas de ensayos de la orquesta. Por fortuna no se encontró con nadie, aunque estuvo a punto de perderse. Y eso le habría sucedido si no hubiese seguido las notas de aquel violín que flotaban en el aire. Se detuvo frente a una puerta de cristal translúcido y la abrió despacio. En el interior había un anciano sentado en una vieja silla de madera, tocando una melodía con los ojos cerrados. Simona no lo interrumpió y se quedó esperando sin hacer ruido. Era una música maravillosa. El hombre tocó la última nota y se bajó el instrumento del hombro. Suspiró con tristeza y abrió los ojos para guardarlo en la caja, pero cuando su mirada se topó con la presencia de Simona, estuvo a punto de lanzar el valioso Stradivarius al suelo.

—¿Catalina? —balbuceó el hombre—. No puede ser. No puede ser.

—No, me llamo Simona —dijo ella, acercándose despacio para ayudarlo.

—Simona —repitió él, asombrado—. Simona. —Dejó el violín encima de la silla y se puso en pie.

—Simona Ba…

—Simona Babrica —terminó el músico—. No puede ser, eres igual que tu madre.

—¿Usted conoció a mi madre? —le preguntó.

—Sí —respondió con suma tristeza—, aunque sólo la vi una vez. Yo era apenas un niño cuando ella vino a mi casa. Catalina era la mejor violinista que ha existido nunca y mi abuelo el mejor profesor.

—¿No volvió a verla más?

El hombre la miró confuso.

—Tu madre está muerta, Simona. Murió hace muchos años, contigo. La ópera en pleno lloró su pérdida y mi abuelo se fue a la tumba afirmando que jamás existiría otra violinista como ella.

—¿Cómo murió?

—La atacaron unos lobos de noche. Al parecer, las dos vivíais en una pequeña casa algo apartada y la policía supuso que habíais salido y que los lobos os habían sorprendido. A todos nos extrañó, pues Catalina conocía la zona y era muy precavida.

—Si yo no estoy muerta, quizá mi madre tampoco lo esté —sugirió Simona, aferrándose a un clavo ardiendo.

—Lo está, niña, créeme. La noticia de la muerte de tu madre apareció en todos los periódicos y, por desgracia, también lo hicieron varias fotografías de su cadáver. Esos animales se ensañaron con ella, debían de tener la rabia, pero no tengo ninguna duda de que era Catalina. A ti no te encontraron, eso lo reconozco, pero en esa época no había los medios que hay ahora y supongo que, al ver la cantidad de sangre que había alrededor de tu pobre madre, la policía dedujo que los lobos te habían devorado.

Perros del infierno. Ezequiel había ordenado el asesinato de su madre y luego se había pasado años haciéndole creer que ella la había abandonado. «Mataré a ese bastardo con mis propias manos. El muy engreído, ni siquiera se molestó en cambiarme el apellido, seguro que creía que jamás intentaría averiguar la verdad».

—¿Quién es usted?

—Oh, claro. —El anciano dio un paso hacia ella—. Permíteme que me presente. Me llamo Vassili Merislow, pero puedes llamarme Vassa. Soy profesor de música, aunque no tan bueno como mi abuelo. —Le tendió la mano llena de arrugas.

Simona se la estrechó como si estuviese sujetando a un pájaro herido y notó lo suave que tenía la piel.

—Es un placer, Vassili. Vassa —se corrigió, al ver que el hombre arqueaba una ceja para reñirla. Ese gesto debía de resultarle muy útil con sus alumnos, si seguía ejerciendo a esa edad.

—Siempre creí que tú también habías muerto —le dijo él—. Catalina te quería con locura, más que a la música. Deberías haber venido antes —la reprendió, aunque en seguida añadió—: Perdón, no me hagas caso, sólo soy un viejo malhumorado.

—No, tienes razón. Debería haber venido antes, pero no me acordaba —le explicó, sintiéndose culpable—. El hombre que me crió siempre me dijo que mi madre me había abandonado.

—¡Catalina no te habría abandonado por nada del mundo! —El anciano defendió a la madre de Simona con absoluta devoción y ésta sintió envidia de que Vassa tuviese tantos recuerdos de una mujer a la que ella no conocía.

—Vassa, ¿no te sorprende que naciera antes que tú y que, sin embargo, yo tenga el aspecto de una mujer de treinta años y tú el de un hombre de setenta? —le preguntó, intrigada y agradecida al mismo tiempo.

—Mi abuelo solía contarme historias sobre tu madre. —Sonrió con ternura al recordar al hombre—. Y también solía mostrarme fotos suyas, por eso te he reconocido. Ella llegó sola a San Petersburgo con un violín y muchos sueños, y mi abuelo se quedó tan fascinado con su talento que la acogió bajo su ala. Él y mi abuela habían tenido a mi padre de jóvenes y siempre habían querido tener una hija, así que supongo que se adoptaron mutuamente. Cuando Catalina conoció a Ivan, mi abuelo se preocupó mucho, como habría hecho cualquier padre y, aunque él nunca llegó a gustarle, no se opuso al matrimonio. Poco tiempo después de la boda, tu madre le contó a mi abuelo la verdad sobre tu padre. Le contó que Ivan Babrica era un guardián, un ser casi mitológico y, cuando tú naciste, le confió sus sospechas; a pesar de que Ivan estaba convencido de que una niña jamás heredaría sus características, según Catalina, tú tenías parte de los poderes de él. Y, al parecer, tu madre tenía razón. Así que, respondiendo a tu pregunta: no, no me sorprende.

—¿Mis padres fueron felices? —Ahora que por fin había encontrado a alguien que conocía la verdad sobre su pasado, estaba impaciente por saber todos los detalles.

Vassili se acercó a una butaca que había frente a un montón de libros colocados de tal modo que formaban una improvisada mesa camilla y le indicó a Simona que se sentase en la otra. Ella apartó las partituras que había encima y aceptó la invitación.

—Mi abuelo decía que siempre había creído que Catalina estaba enamorada de la música hasta el día en que conoció a Ivan Babrica y descubrió el amor de verdad.

«Ivan».

—Ivan era un joven muy apasionado —prosiguió Vassa—, para él no existían los matices. Y supongo que eso fue lo que atrajo a tu madre, esa pasión exuberante. Se casaron y, durante un tiempo, fueron muy felices. Lo sé porque cuando vi a Catalina, estaba radiante. Tú llegaste poco tiempo después y puedo asegurarte que los dos te querían mucho. Mis abuelos se fueron de Rusia para tocar en Londres y, por desgracia, no volvieron hasta semanas antes de la muerte de tu madre. —Vio que Simona abría y cerraba nerviosa una mano y le preguntó—: ¿Estás segura de que quieres que te lo cuente?

—Estoy segura —afirmó, decidida.

—Tu madre le dijo a mi abuelo que tu padre y ella habían discutido y que se había ido por un tiempo. No quiso entrar en detalles, pero me insinuó que la causante de sus problemas era Natalia, una antigua prometida de tu padre.

—Esa mujer, Natalia, ¿tiene familia? —«Iré a hacerles una visita y a decirles lo que pienso de su bisabuela».

—No, murió más o menos en la misma época que tu padre.

—¿Cómo murió mi padre?

Vassa suspiró con tristeza.

—Si de verdad quieres saberlo, te lo contaré. Pero antes, deja que te cuente más cosas acerca de tu madre. Mi abuelo nunca se creyó que hubieses muerto, siempre decía que era imposible que Catalina no hubiese encontrado el modo de salvarte. Mi abuela y yo le seguimos la corriente a escondidas de mi padre, a él no le gustaba oír vuestras historias, supongo que siempre tuvo celos de tu madre. En fin, mi abuelo decía que algún día volverías y que tenías que saber lo mucho que te había querido Catalina. No sé por qué has vuelto precisamente ahora, pero le debo a mi abuelo contarte las historias que me pidió. Y voy a hacerlo, si no te importa.

—De acuerdo.

Michael la encontró tres horas más tarde. Simona estaba sentada en uno de los escalones de entrada a la ópera. Nevaba, pero ella no parecía sentir el frío ni la nieve, ni nada de lo que sucedía a su alrededor. La gente, probablemente turistas y algunos empleados de la ópera, pasaba por su lado esquivándola, como si fuese un estorbo, una bolsa tirada en medio de la calle. A Michael le dio un vuelco el corazón cuando la vio en ese estado y todos los reproches que había pensado hacerle murieron en su garganta. Se acercó y se sentó a su lado. Esperó a que Simona se percatase de su presencia y entonces levantó un brazo y la rodeó por los hombros.

—Mi padre se suicidó aquí —dijo ella, con la mirada fija en el último escalón—. Se llamaba Ivan y era un guardián de Alejandría. Aquí fue también donde conoció a mi madre. Ella era violinista de la ópera, se llamaba Catalina y Vassa me ha dicho que me parezco mucho a ella.

—Lo siento, cariño —se limitó a decir Mitch sin hacerle ninguna pregunta. Lo único que hizo fue acercarla más a él y pegarla contra su cuerpo. No le dijo que se levantara, ni que sería mejor que volvieran a la habitación del hotel. Sencillamente, se quedó allí y dejó que ella le contase lo que quisiera a la velocidad que quisiese.

—Vassa es el nieto del profesor de música de mi madre. —Simona levantó una mano y se secó, furiosa, una lágrima que le resbalaba por la mejilla—. Creo que puedo oírla tocar el violín. ¿Crees que es posible? No, probablemente me estoy volviendo loca, eso explicaría mi comportamiento de los últimos meses.

—Claro que puedes oírla —afirmó Mitch, basándose únicamente en su instinto—. Seguro que te tocaba nanas cuando eras pequeña.

—Mi padre la echó de su lado porque creía que le había sido infiel —retomó el relato en un tono frío y distante—. ¿Sabes por qué? —le preguntó, sarcástica.

—No —respondió él, mirándola a los ojos y temiendo la respuesta.

—Por mi culpa. Porque yo no era como él esperaba.

—Entonces, el culpable fue él y no tú —concluyó Mitch, rotundo.

Ella pareció ignorarlo.

—En cuanto empezó a hacerse evidente que yo era como soy —se encogió de hombros, abatida—, mi padre llegó a la conclusión de que mi madre le había sido infiel y nos echó de casa a las dos. Ella murió meses después, por lo visto la atacaron unos perros del infierno.

—Dios, Simona, eso tampoco fue culpa tuya —dijo Mitch, adivinando lo que ella creía.

—Mi padre enloqueció y perdió el control del guardián. Se convirtió en un asesino y, cuando se dio cuenta de todo lo que había hecho, se suicidó justo aquí, en el mismo lugar donde había conocido a la mujer a la que decía amar, pero a la que le dio la espalda.

—Es una historia horrible, Simona, y ojalá pudiera dar marcha atrás en el tiempo y hacer entrar en razón a tu padre, o ayudaros a ti y a tu madre. Pero no puedo. Nadie puede. Y, lo que es más importante, nada de lo que sucedió, absolutamente nada, fue culpa tuya.

Ella clavó la vista en la acera de San Petersburgo como si con la fuerza de sus iris pudiese derretir la nieve y encontrar rastro de la sangre que se había derramado en ella.

—Todos estos años he estado viviendo con el hombre que mató a mi madre. Lo respetaba como si fuese mi padre y él sabía que había enviado a sus perros a degollarla. —Apretó los nudillos con fuerza y Mitch vio que, por entre los dedos, se abrían paso las garras de Simona. Ella también lo vio y suspiró asqueada—. Habría podido matarlo infinidad de veces, pero no, todo lo contrario. Siempre lo he protegido.

—Ezequiel se aprovechó de ti, Simona. Tampoco puedes sentirte culpable por eso, cariño. Te utilizó, te manipuló. Tú eras sólo una niña. —Le acarició el pelo unos segundos, pero ella pronto se apartó.

—Después de hablar con Vassa he recordado más cosas —le dijo, seria y con la mirada de nuevo perdida.

—Si quieres, puedes contármelas.

—Recuerdo una celda.

Mitch no la tocó y tuvo que cerrar los puños para resistir la tentación de golpear algo o a alguien.

—Recuerdo que me encadenaron a una pared —prosiguió Simona—, como si fuese un animal, con una cadena alrededor del cuello y una en un tobillo. Y recuerdo que me hacían cosas para ponerme furiosa, para ver si así me transformaba. Probablemente querían ver si era o no un guardián —los justificó con una frialdad que a Mitch le revolvió el estómago—. Supongo que al final se cansaron y decidieron sacarme provecho. Lo único que puedo hacer es extender las garras —se burló de sí misma.

—No eres un guardián —dijo él en voz baja, sin mostrarle ni lástima ni afecto; ella no quería ninguna de esas dos cosas en ese momento—. Eres una ilíada.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó, mirándolo con suspicacia.

—Esta mañana, cuando te has ido del hotel —no mencionó la nota de despedida que le había escrito— he llamado a Ewan. Ayer por la noche, cuando te quedaste dormida, hablaste en sueños. Primero pensé que era ruso, pero esta mañana me he dado cuenta de que repetías dos nombres: Ignaluk y Claire.

—¿Y? —Simona no recordaba haber dicho nada.

—Ewan me ha dicho que sólo una ilíada muy poderosa podría ponerse en contacto con Claire y averiguar su paradero.

—Quizá sea casualidad o no me entendiste bien. O tal vez lo dije porque se lo oí decir a Ezequiel y todo esto sea una trampa.

—Ewan también me ha dicho que el hecho de que fueses una ilíada explicaría muchas cosas. Al parecer, es muy poco frecuente que un guardián tenga hijas y todas tienen cualidades distintas entre sí. Y sé que no es una trampa.

—¿Cómo puedes confiar en mí? ¿Cómo? —le preguntó, intrigada y enfadada al mismo tiempo. Simona sabía cómo enfrentarse a la rabia, al miedo, al dolor, a la humillación, pero no tenía ni idea de cómo reaccionar ante la ternura, ni ante la fe ciega.

—Lo sé —dijo él sin más.

—¡Nada es tan sencillo, Michael! —Se puso en pie y bajó hasta la calle.

—No, no lo es —afirmó él, siguiéndola.

—Quizá me estás diciendo todo esto porque en realidad crees que sigo siéndole leal a Ezequiel y quieres que te lleve hasta él —aventuró ella, acelerando el paso.

—¿Se puede saber qué estás diciendo?

—¡Eso es! Seguro que tú y tus amigos creéis que sigo trabajando para ese bastardo y me estáis lavando el cerebro.

—¡Dios santo, Simona! ¿Quieres parar? —La sujetó por el antebrazo y ella se volvió y lo fulminó con la mirada—. Fuiste tú la que vino a Rusia y has sido tú la que ha encontrado a Vassa y ha averiguado lo que les sucedió a tus padres. ¿Cómo diablos íbamos Ewan o yo, o ninguno de nosotros, a programar tal cosa? Es imposible.

—Los guardianes llevan siglos detrás de Ezequiel, han tenido tiempo de sobra para orquestar esto y mucho más —insistió ella.

—Sí, pero lo que tú insinúas es imposible. Piensa, Simona. Piensa. El día que nos conocimos en ese club, habrías podido matarme.

—Debería haberlo hecho —farfulló sin creerlo.

—¿Por qué no lo hiciste? —Al ver que ella se negaba a contestarle, insistió—: ¿Por qué?

—¡Porque no pude! —gritó, soltándose—. Dios, Michael —suspiró abatida—, ¿qué he hecho? Me he pasado toda la vida ayudando a ese monstruo. He matado…

—Chist —intentó tocarla, pero Simona volvió a apartarse y le dijo con la mirada que no se acercase.

—He matado a mucha gente —se obligó a decir—, probablemente tú tengas un par de expedientes por resolver encima de tu mesa de Londres de los que yo soy culpable. Es imposible que los guardianes me den una oportunidad; les he hecho mucho daño. —Tragó saliva y se frotó, nerviosa, una mejilla en la que había aparecido una lágrima—: Y tú tampoco deberías confiar en mí.

Simona le dio la espalda, se subió el cuello de la cazadora de cuero y echó a andar sin saber adónde iba. Michael le dio dos segundos de ventaja y luego fue tras ella. No la llamó por su nombre ni tampoco la tocó con la delicadeza con que solía tocarla. La sujetó por la nuca y la besó como nunca la había besado hasta entonces. Con los labios, le demostró que estaba dispuesto a enfrentarse a todos sus demonios y con la lengua la sedujo hasta que ella se rindió y respondió del mismo modo. La besó en medio de la calle nevada de San Petersburgo y esperó poder seguir besándola así hasta el día de su muerte, porque Simona era para él la única mujer por la que merecía la pena vivir. La besó y notó que a ella le temblaba el labio inferior al abrir la boca y que se estremecía al dejar paso a la lengua de él. Poco a poco, Michael fue aflojando los dedos con que la sujetaba, pero no para soltarla, sino para poder acariciar aquellos pómulos con los que ya no podía dejar de soñar. A medida que le recorría el rostro con los dedos, sentía cómo ella se ruborizaba bajo sus yemas y, cuando con el índice se topó con una lágrima, impregnó el beso de ternura para que Simona comprendiese que con él podía hacer lo que quisiera.

—Por esto confío en ti —le confesó, interrumpiendo el beso y apoyando la frente en la de ella—. Nunca me había enamorado de nadie y sé que ahora no estás preparada para escucharlo, pero te quiero. No, no digas nada. Te quiero.

Inclinó la cabeza y casi sonrió al notar que Simona levantaba levemente la suya para que él pudiese volver a besarla. Michael lo hizo, le dio otro beso y otro. Deslizó la lengua por el interior de su boca y gimió cuando ella hizo lo mismo en la de él.

—Te quiero y esto es lo que vamos a hacer ahora —le dijo, con la respiración acelerada cuando dejó de besarla por segunda vez—: Vamos a ir a Siberia y allí nos reuniremos con Dominic, Veronica y Kepler. A Dominic ya lo conoces, Veronica es una prima de Simon y una ilíada, como tú; seguro que podrá explicarte muchas cosas. Y Kepler es un soldado del ejército de las sombras que al parecer ha conseguido escapar y ahora está ayudando a los guardianes.

—¿Un gladiador? Creía que eran sólo habladurías —lo interrumpió Simona, impactada y excitada al ver que Michael tomaba el mando de ese modo.

—No sé cómo se llaman, eso de los nombres raros os lo dejo a vosotros. Yo soy mucho más práctico. Tú y yo iremos a Siberia, ayudaremos a Dominic a rescatar a Claire y luego volveremos a Londres y me acompañarás a la boda de Ewan. Será nuestra primera cita. ¿De acuerdo?

Simona pensó en todo lo que acababa de averiguar. Su madre había muerto asesinada por los perros del infierno porque su padre, un guardián de Alejandría, la había echado de su lado al creerla infiel. Y la prueba de esa infidelidad era que su hija tenía garras de acero y una fuerza inusual, como él. Su padre enloqueció tras la muerte de su madre y, aunque a ella la buscó, terminó quitándose la vida antes de encontrarla. Y Simona se había criado con un monstruo que la había convertido en una asesina. Ahora, probablemente el que era el hombre más maravilloso del mundo le había dicho que la amaba y sí, quizá fuese una trampa, pero su recién recuperado corazón insistía en que no. Además, según le había dicho el propio Michael, Dominic, uno de los guardianes más temidos y respetados que existían, viajaba rumbo a Siberia con otra ilíada y con un gladiador. Si un guardián como Dominic había decidido confiar en un soldado del ejército de las sombras, quizá también estaría dispuesto a darle una oportunidad a ella.

—De acuerdo.