—¿Quieres que pilote yo un rato? —le ofreció Veronica a Sebastian por tercera vez.
Él no se había apartado del cuadro de mando desde que el avión había despegado, y de eso hacía ya varias horas.
—No. Ve a sentarte —le indicó Sebastian, repitiendo las mismas palabras que le había dicho en las dos ocasiones anteriores.
—Yo también sé pilotar un avión, papá insistió en enseñarnos de pequeñas —le dijo—. Puedo mantener el rumbo perfectamente y así tú puedes tumbarte un rato.
—No necesito tumbarme —respondió él y entonces, levantó una mano y se bajó el cuello del jersey—. ¿Acaso te has olvidado de esto? —Le enseñó la marca del ejército de las sombras.
—No, no me he olvidado, pero no por los motivos que tú crees. Y no hace falta que sigas recordándomelo —añadió, enfadada—. Cualquiera diría que te sientes orgulloso de llevar esa marca. —Lo provocó y vio que él sujetaba el timón del avión con más fuerza. Mejor—. ¿Tienes hambre?
—No.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
—¿Y tú?
—Eres imposible —dijo Veronica entre dientes.
—Lo mismo digo.
—Pues si no quieres ir a descansar un poco y tampoco quieres ir a comer algo, me quedaré aquí contigo —le comunicó, sentándose en el asiento del copiloto.
—Vuelve a la cabina de pasajeros.
—No.
—Como quieras.
—¿Te has dado cuenta de que te comportas como un niño pequeño?
—No es verdad.
—Sí lo es —afirmó ella con una sonrisa.
Sebastian se limitó a fijar la vista en el ordenador de a bordo y siguió ignorándola. Veronica le dio unos segundos de paz, pero no se fue a ninguna parte y siguió donde estaba. Habría podido volver a su asiento en la cabina de pasajeros, pero Dominic es taba descansando y la verdad era que quería hablar a solas con el exsoldado desde que éste les había confesado la verdad. Veronica sintió el dolor y la vergüenza que embargó a Sebastian cuando le contó a su mejor amigo, y probablemente uno de los pocos hombres a los que respetaba de verdad, que se había convertido en esclavo de su mayor enemigo. Y después, cuando terminó de contarles lo sucedido, también sintió la resignación que lo embargó y, aunque nada le habría gustado más que entrar en su mente y quitarle parte de esa pena, no lo hizo porque sabía que Sebastian no iba a permitírselo y también porque sabía que él todavía necesitaba su orgullo para seguir adelante.
—Ese hombre del que nos hablaste, Elliot Montgomery, ¿de verdad cree que podéis dejar de ser soldados del ejército de las sombras?
Sebastian tardó unos segundos en contestar.
—No sé si lo cree de verdad, pero necesita creerlo —dijo al fin—. Elliot es muy reservado y desconozco su historia. No creo que ninguno de los demás la sepa, ni siquiera sé cuándo se convirtió en soldado ni cuándo escapó, pero fuera lo que fuese lo que hizo cuando Ezequiel le dio su sangre, lo ha marcado para siempre.
—¿Y a ti no?
—Yo ya había cometido atrocidades antes de convertirme en soldado del ejército de las sombras; que estuviesen amparadas por una orden que había dado algún tipo sentado en algún despacho no cambia las cosas.
Veronica asintió y le hizo otra pregunta:
—¿Crees que volverás a ser humano?
—No.
—Entonces, ¿por qué nos ayudas? Y no me digas que sólo quieres vengarte. Lo que sientes no es sólo deseo de venganza.
—¿Y tú cómo lo sabes?
Ella se mordió la lengua para no contarle la verdad sobre su don.
—¿Cuándo averiguaste que Simon no era del todo humano?
—Cuando me lo contó Elliot.
—¿Y antes no sospechabas nada?
—¿Siempre hablas tanto?
—Siempre. Contéstame.
—Ahora que lo veo en perspectiva, supongo que siempre me pareció un poco extraño que tu tío Royce estuviese en tan buena forma. Y que Simon fuera tan ágil y que nunca se resfriase, o cosas por el estilo, pero la verdad es que no, no sospeché nada. Supongo que sencillamente les tenía envidia.
Veronica había leído el informe que elaboraron los detectives de la empresa cuando Simon intentó localizar a Sebastian y, gracias a ello, estaba al corriente de su pasado. Sin embargo, no dijo nada y esperó a ver si él se lo contaba.
—¿Qué más sabes sobre nosotros?
—Sé que los primeros guardianes de Alejandría fueron creados directamente por los dioses y que, a partir de entonces, han tenido descendientes. Y también sé que cada guardián tiene una alma gemela y que ella es la que lo hace envejecer, aunque también es la única capaz de llevar al guardián a su máxima potencia. Lo que no sabía hasta hace poco era que también existíais vosotras —añadió, mirando a Veronica casi por primera vez—: las ilíadas. —Ella le sostuvo la mirada—. Dime una cosa, ¿vosotras también tenéis una alma gemela? —le preguntó con aire incrédulo y ligeramente insultante.
—No —contestó Veronica en el mismo tono—, aunque, según el Diario de los guardianes, si una ilíada le entrega su amor a un hombre y ese amor no es correspondido, muere lentamente. ¿Te hace gracia? —le preguntó, al verlo sonreír. Y de repente se alegró de que el taciturno Sebastian Kepler no sonriese a menudo, pues aquella sonrisa podría matarla.
—No, pero digamos que me alegro de no ser tú.
—Y que lo digas. Mis hermanas y yo solíamos tener pesadillas al respecto. Mi padre se ofreció a encerrarnos en un convento de clausura, pero mi madre lo convenció de que no lo hiciera —le explicó en broma, sólo para ver si así lograba que la sonrisa se alargase un poco más. Aunque la historia del convento por desgracia era completamente cierta.
Sebastian la miró de reojo y Veronica vio el preciso instante en que a él le cambiaba la expresión. ¿Por qué? ¿Qué había hecho?
—¿Ya estás contenta? ¿Vas a volver a tu asiento? —preguntó, recuperando la animosidad del principio.
—¿Por qué siempre haces lo mismo? —le preguntó, furiosa y algo dolida.
—¿El qué?
—Echarme de tu lado cuando crees que has sido demasiado amable conmigo.
Sebastian abrió y cerró los dedos con los que sujetaba los mandos del avión y revisó un par de controles, giró unas palancas y apretó unos botones. Ella vio que le temblaba un músculo de la mandíbula y que se le tensaba la espalda, así que optó por quedarse en silencio y esperar. Esperar a que él volviese a exigirle que se fuera.
—Tu olor me vuelve loco —dijo entre dientes, sorprendiéndolos a ambos.
—¿Qué has dicho? —Veronica no sabía si estaba hablando en serio o si le estaba tomando el pelo. Lo miró y comprobó que hablaba en serio. Muy en serio. Una gota de sudor le resbalaba por la sien del esfuerzo que estaba haciendo para dominarse.
—Ya me has oído —farfulló—. Tienes que irte de aquí ahora mismo. —Tragó saliva—. Por favor.
Ella se puso en pie.
—Vete. Ahora.
Veronica se detuvo junto a la puerta y vio que a Sebastian le temblaba el pulso al mismo ritmo que la vena que le cruzaba el cuello.
—Sebastian, yo…
—¡Fuera de aquí!
Se fue y cerró la puerta de la cabina. Se apoyó en ella y sintió tal punzada de dolor que cayó de rodillas al suelo. Era el dolor de Sebastian. El soldado sentía tal angustia que ésta le llegó incluso a Veronica y la derribó. Se concentró e intentó detener el dolor. Cerró los ojos y pensó en los de Sebastian, en lo tristes que se los había visto el día que lo conoció.
Entrar en el dolor de una persona no era sencillo; era mucho más fácil con los animales. Los seres humanos tenían una barrera que a ella siempre le resultaba muy difícil franquear: el orgullo. Los humanos preferían sufrir a quedar en ridículo delante de uno de sus semejantes. Sin embargo, Veronica había aprendido varios trucos para saltarse esos obstáculos e iba a utilizarlos todos para ayudar a Sebastian.
El primero era pensar en los ojos de la persona que estaba sufriendo. La expresión «los ojos son el espejo del alma» era más cierta de lo que creía la gente. Los de Sebastian eran los más tristes que ella había visto en mucho tiempo y quizá por eso la dejaron entrar dentro de su dueño sin ofrecer demasiada resistencia. Veronica se llevó una mano al estómago para contener la punzada que sentía en él, era como si tuviese una daga revolviéndole las entrañas, y siguió adelante. Con su mente, buscó el foco de dolor de Sebastian y no tardó en encontrarlo. Él luchaba por contener la sed de sangre propia de un soldado del ejército de las sombras. Era una sed poderosa que intentaba invadir su cuerpo como la más intensa de las fiebres. El soldado necesitaba beber, necesitaba pelear y absorber la sangre de su víctima, pero Sebastian no iba a permitírselo y eso lo estaba matando. Veronica sintió cómo él se resistía al influjo del demonio que había entrado en su alma y cómo, al mismo tiempo, se concentraba en mantener el avión en el rumbo adecuado.
Sebastian levantó un brazo, se lo mordió y bebió un poco de su propia sangre, un recurso que le había enseñado Elliot para contener la llamada de las sombras en los momentos más peligrosos. Todavía no sabían qué consecuencias podía tener ingerir la propia sangre, pero seguro que no eran buenas. Veronica notó que él se relajaba un poco, y acto seguido sintió el asco que sentía hacia sí mismo. Y la tristeza.
Y entonces, como surgido de la nada, el instinto sangriento del soldado regresó e intentó de nuevo hacerlo sucumbir. Sebastian volvió a morderse, pero fue en vano. No obstante, le plantó cara y no soltó los mandos del avión. El corazón le latía a una velocidad sobrehumana; a ese ritmo, no tardaría en sufrir un infarto. «Quizá sería mejor para todos», pensó Sebastian. Y ese pensamiento sirvió para que Veronica sacase fuerzas de flaqueza y entrase de lleno en el núcleo de los instintos del soldado del ejército de las sombras. Se metió allí y se peleó con uñas y dientes contra los demonios que querían carcomer el alma de Sebastian. Absorbió en su cuerpo el dolor que causaban en el de él y, poco a poco, notó cómo dichos instintos asesinos se rendían ante ella. Sebastian volvía a respirar con normalidad. Su corazón iba recuperando su ritmo habitual. Iba a ponerse bien, sólo tenía que beber un poco de sangre y dormir un rato.
—¡Qué diablos está pasando aquí! —exclamó Dominic, asustado—. ¡Veronica! Joder. ¡Veronica!
Estaba tumbada en el suelo, frente a la cabina del piloto, y estaba inconsciente. Le sangraba la nariz y estaba empapada en sudor frío.
Sebastian abrió los ojos al oír los gritos provenientes de detrás de la puerta. Vio que se había mordido la muñeca y, avergonzado, se bajó la manga de la chaqueta. ¿Qué diablos había sucedido?
—¡Veronica! —Era la voz de Dominic—. Vamos, pequeña, no me hagas esto.
Sebastian fijó las coordenadas en el ordenador y se puso en pie en cuestión de segundos. Ella había estado en su cabeza, en su mente; había derrotado a sus demonios. La chica a la que él se negaba a llamar por su nombre probablemente le había salvado la vida, o la poca alma que le quedaba.
—¿Qué ha pasado? —preguntó al abrir la puerta de la cabina.
—No lo sé —dijo Dominic—. La he encontrado aquí, en el suelo —explicó mientras abría el maletín de emergencias que había encontrado junto a la primera fila de asientos—. No tiene pulso —afirmó serio, tras auscultarla—. Apártate. —En cuestión de segundos, puso en marcha el desfibrilador—. Vamos, Veronica, demuéstrame que eres una Whelan —le pidió tras la primera descarga.
El cuerpo de ella tembló en el aire igual que un pez cuando lo sacan del agua, pero no reaccionó.
—Vamos, Veronica —insistió Dominic, después de darle una segunda.
Seguía sin reaccionar y Sebastian creyó revivir el horror y la desesperación de aquel día en la azotea, cuando pensó en quitarse la vida. No, ella no iba a morir. Y menos por su culpa.
—¿No se supone que es inmortal? —preguntó, sin ocultar lo preocupado que estaba.
—No exactamente —contestó Dominic, mientras esperaba para darle la tercera descarga.
—No tenemos tiempo para acertijos, Prescott. ¿Es o no inmortal?
—Veronica tiene el don de sentir el dolor de otras personas, de cualquier criatura en realidad, y de absorberlo dentro de su cuerpo y así alejarlo de ese ser.
—Joder —farfulló Sebastian—, ¿no podía tener el don de levitar o de mover objetos con la mente?
—Según me dijo Simon, ha aprendido a controlarse, sabe cuándo tiene que parar y cuánta cantidad de dolor puede asimilar. Pero si comete un error de cálculo, si se queda con más dolor del que su cuerpo puede soportar, entonces puede morir.
—Mierda —masculló—. Mierda. No puede morir. No voy a permitirlo. Ella no.
—Entonces, apártate —dijo Dominic, acercando las palas del desfibrilador por tercera vez—, y reza para que funcione.
La descarga no sirvió de nada.
—¿Qué diablos estabas sintiendo, Sebastian? —le preguntó, furioso. El guardián sabía que la ilíada no se había quedado con parte de su dolor, porque él se había esforzado mucho en ocultárselo, pero probablemente el soldado del ejército de las sombras no lo había hecho. Y Veronica no había sido capaz de negarle su ayuda.
—La he echado de la cabina porque su olor me volvía loco —se defendió Sebastian.
Desde el día en que la conoció, supo que Veronica lo afectaba de un modo distinto al resto. Y desde aquel preciso instante empezó a rehuirla, a tratarla con indiferencia, con mala educación incluso, con la esperanza de que, si no la tenía cerca, su presencia no lo afectaría tanto.
—Más te vale que aprendas a controlar tus instintos, soldado —le advirtió Dominic—. No permitiré que pongas en peligro a Veronica o a alguno de los míos.
Él asintió y comprendió que Dominic no quisiera incluirlo en el grupo.
—Dame una paliza más tarde, si con eso vas a sentirte mejor, pero ahora sálvala.
Dominic buscó en el maletín de primeros auxilios hasta encontrar lo que estaba buscando. Sacudió el vial y comprobó que el líquido tuviese la textura precisa. Cogió una aguja y preparó la inyección.
—Sujétale la cabeza y los brazos —le dijo a Sebastian.
Éste obedeció y colocó la cabeza de Veronica en su regazo mientras le sujetaba las manos con una de las suyas; con la otra, le acarició el pelo.
—A la de tres; una, dos, tres.
Dominic hundió la aguja en medio del esternón de la joven y empujó el émbolo para inyectarle todo el líquido. Ella se sentó de golpe, con los ojos abiertos como platos e intentando recuperar el aliento.
—Gracias a Dios —farfulló Dominic.
—Gracias —dijo sencillamente Sebastian.
Veronica tenía el rostro pálido y las ojeras muy marcadas. Iba en sujetador, porque Dominic le había roto la camiseta para intentar reanimarla, y tenía manchas de sangre en el rostro y el cuello.
—No vuelvas a darme un susto de éstos, Veronica —le advirtió Dominic, tras quitarle la jeringa—. Tu familia entera me arrancaría la piel a tiras si te sucediera algo —bromeó, acariciándole el pelo como lo haría un hermano mayor—. ¿Cómo te encuentras?
—Muy cansada —contestó, sincera.
—¡¿Por qué diablos has hecho tal estupidez?! —La voz de Sebastian, que todavía estaba sentado en el suelo, detrás de ella, retumbó por todo el avión—. ¿Eh? ¡Maldita seas! —Se puso en pie y se apartó de ellos a grandes zancadas—. No vuelvas a poner en peligro tu vida por mí —añadió, al llegar a la puerta de la cabina—. ¿Me oyes? —le preguntó, dándose media vuelta para mirarla—. No vale la pena —añadió en voz más baja, justo antes de encerrarse con un portazo.
—Un simple gracias me habría bastado —comentó ella en un intento de aligerar un poco el ambiente.
—Mucho me temo, Veronica, que si estás tan interesada como creo en ese hombre, vas a tener que acostumbrarte a que nada sea simple.
—No estoy interesada en Sebastian —balbuceó ella mientras Dominic la ayudaba a ponerse en pie—. Bueno, es decir, me preocupa que esté bien y todas esas cosas, pero en realidad…
—Veronica —la interrumpió él.
—¿Sí?
—Cállate, estás balbuceando.
—Tú también balbucearías si hubieses estado casi muerto, durante unos minutos.
Dominic enarcó una ceja y le dejó claro que no se tragaba la excusa.
—Vamos, será mejor que te vistas y descanses un rato —le dijo, acompañándola a la fila de asientos que ella se había adjudicado—. Pero para que conste, quizá yo no termine de confiar en Sebastian, pero ese hombre se ha asustado de verdad cuando te ha visto tumbada en el suelo. Más vale que estés segura de lo que pretendes. Duerme un poco, yo iré a verlo a él.
Veronica se puso una camiseta de la universidad a la que fue de intercambio y una sudadera encima y luego se sentó hecha un ovillo en uno de los asientos. Estaba tan cansada que no tardó en dormirse, pero antes recordó el frío que había sentido al abandonar el cuerpo de Sebastian y se estremeció.
Dominic esperó varios minutos antes de llamar a la puerta de la cabina del piloto. Después de lo que había sucedido, supuso que Sebastian necesitaría algo de tiempo para recomponer aquella fachada de indiferencia que parecía acompañarlo siempre. Cuando creyó que había pasado un rato prudencial, entró tras dar un ligero golpe con los nudillos, sin esperar a que le diesen permiso.
—¿Cómo está Veronica? —le preguntó el exsoldado sin apartar la vista del ordenador.
—Se pondrá bien —le aseguró Dominic, sentándose en la silla vacía del copiloto, la misma que había ocupado antes Veronica—. ¿Y tú?
—¿Yo? —Sebastian se rió por lo bajo—. Jodidamente bien —le aseguró furioso y dando una palmada al inocente tablero de mandos—. ¿Por qué lo ha hecho, eh? ¿Por qué?
—No lo sé —contestó Dominic, sincero—. Habrá creído que era lo que tenía que hacer.
—Mierda —farfulló Sebastian.
—Antes has dicho que su olor te volvía loco —le recordó Dominic—. ¿Te sucede con alguien más?
Sebastian tomó aire antes de contestar.
—No, con nadie. La mayoría de los humanos me resultan indiferentes. Su olor me parece agradable, pero no me provoca ninguna reacción especial. En cambio, el de Veronica… Cuando ella se me acerca, me siento como un náufrago frente a un vaso de agua cristalina.
—¿Y con los guardianes? ¿Qué reacción te causamos?
Sebastian sabía que aquellas preguntas no sólo estaban justificadas, sino que además eran de lo más lógicas, así que se obligó a contestarlas.
—Los guardianes en general hacen que se me encoja el estómago. Antes de que Elliot me encontrase, ataqué a un guardián —se sinceró—. Recuerdo que, cuando logré herirlo, me embriagó una fuerte sensación de poder. Desde que me liberé del ejército de las sombras, los guardianes me ponen nervioso. Siguiendo con las comparaciones, es como obligar a un exalcohólico a entrar en una licorería. Excepto tú.
—¿Qué quieres decir?
—Tú eres el único guardián que no me hace tener ganas de arrancarme la piel.
—¿Por qué?
—Dímelo tú. —Sebastián se encogió de hombros.
—No tengo ni idea, quizá sea porque soy el guardián más antiguo con el que has estado.
—Quizá, aunque no lo creo —contestó el otro, dando voz a lo que pensaba Dominic—. Mira, puesto que sé que no confías en mí, voy a serte sincero.
Dominic sonrió; si no fuese porque Kepler era un soldado del ejército de las sombras, probablemente se habrían hecho amigos.
—Ahora que estoy «rehabilitado» —hizo el gesto de las comillas con los dedos—, a los guardianes no los muerdo, porque sé que sería malo para mí, que me haría recaer, y porque sé que no es lo correcto. A Veronica no la muerdo porque no soporto la idea de hacerle daño, pero si creyese que iba a permitírmelo, nada ni nadie podría impedirme que lo hiciera. Por ella lo mandaría todo a paseo, incluida mi alma.
—¿Lo sabe Veronica? —le preguntó Dominic, serio.
—No y tú no se lo dirás, ¿de acuerdo?
—¿Y por qué no?
—Porque si lo haces, yo le contaré el motivo por el cual a ti no tengo ganas de morderte ni de arrancarte la yugular.
—¿Y cuál es ese motivo?
—Porque hueles igual que Ezequiel.