La manera más rápida de llegar a la isla de Ignaluk desde Vancouver era cogiendo un avión hasta Siberia y luego yendo en barco hasta Diomede, la ciudad situada en la costa de la diminuta isla. También podían volar a Alaska e ir luego a la isla, pero después de hablar con Sebastian, quien le contó que las empresas de Ezequiel tenían una fuerte presencia en la Península, Dominic decidió que sería preferible volar a Siberia. Además, así podrían reunirse con Mitch Buchanan y Simona. Dominic no se fiaba del todo de Sebastian, pero tenía que reconocer que hasta el momento su ayuda había resultado de lo más valiosa. Y Veronica no le quitaba el ojo de encima, así que aun en el improbable caso de que el exsoldado del ejército de las sombras intentase traicionarlos, no lo conseguiría.
Dominic, Veronica y Sebastian iban a abandonar la casa de los Whelan al día siguiente. Simon y Maria se despidieron de ellos y les desearon suerte y el guardián insistió en que lo llamasen a diario para mantenerlo al tanto de todo. Mientras Maria se quedaba hablando con Veronica y con Dominic acerca de la última visita que le había hecho en sueños Nina, su madre, para hablarle de Claire, Simon cogió a Sebastian del brazo y le pidió que fuese un momento con él a la biblioteca.
—Quiero hablar contigo un segundo —le dijo.
—Por supuesto —aceptó Sebastian, que supuso que Simon iba a prohibirle que acompañase a su prima, o a exigirle que se fuese de su casa y desapareciese de su vida para siempre. Aunque le dolía, estaba perfectamente preparado para aceptar tal rechazo, pero no para asumir lo que en verdad sucedió.
Simon lo abrazó nada más cerrar la puerta de la biblioteca y él se quedó tan confuso que tardó varios segundos en reaccionar.
—Me alegro tanto de que estés bien… —reconoció su amigo, tras soltarlo.
—Yo… —Estaba tan atónito que no sabía qué decir.
—Lamento mucho no haber estado a tu lado cuando me necesitabas —le aseguró Simon, arrepentido—. Si me hubieras llamado, te habría ayudado sin dudarlo.
—No… —carraspeó Sebastian y volvió a intentarlo—, no te preocupes. Al principio no me habrías sido de mucha ayuda.
—Aun así, me habría gustado que hubieras contado conmigo.
—Elliot me ayudó —se justificó Sebastian—. Aunque no lo creas, hay cosas en las que tú no puedes hacer nada, Simon.
—Lo sé. —Se metió las manos en los bolsillos—. Créeme, lo sé.
—Me alegré mucho cuando me llamaste —reveló Sebastian de repente—, aunque fuera para pedirme que me deshiciera de unos cadáveres —añadió, burlón.
—No sabía a quién pedírselo —se justificó su amigo, algo avergonzado—. Y llevaba años esperando encontrar una excusa para llamarte.
—Vaya excusa.
Los dos se rieron como cuando eran unos chicos que salían juntos a ligar sin ninguna otra preocupación en el mundo.
—Me alegro de que seas feliz, Simon —le aseguró solemnemente Sebastian—. Te lo mereces.
—Tú también —dijo el otro, completamente en serio.
Él se encogió de hombros y no dijo nada.
—Sebastian, quiero pedirte un favor —dijo Simon tras unos segundos de silencio.
—¿A quién te has cargado ahora? —le preguntó con una media sonrisa.
—Dominic no está bien —le explicó Simon sin devolverle la sonrisa—. Ya sé que tú no lo conoces de antes, así que no tienes por qué creerme, pero te aseguro que el Dominic que yo conozco jamás habría estado a punto de estrangularte.
—Es comprensible.
—No, no lo es. Dominic no es así —insistió—, le está pasando algo. Está distinto, más agresivo, completamente a la defensiva. Tiene el guardián a flor de piel. No sé cuántos años tiene, pero se rumorea que nunca ha permitido que el guardián tome completamente el control de su persona. Y si ahora lo hace, no sé qué podría pasar. Necesito que lo vigiles, que cuides de él.
Sebastian se frotó el rostro.
—¿En serio me estás pidiendo que vigile a un guardián milenario que es evidente que me odia? —Al ver asentir a su amigo, soltó una maldición—. Joder, Simon, tendré suerte si no me arranca la cabeza.
—Veronica cuidará de ti.
Sebastian se sonrojó al oír el nombre de la ilíada.
—Tu prima debería quedarse aquí; este viaje no es para una chica como ella.
Simon enarcó una ceja al oír el comentario.
—A Veronica nadie puede prohibirle nada. Ella siempre va a donde quiere ir y he aprendido a no llevarle la contraria. Tú deberías hacer lo mismo.
—Está bien —suspiró, resignado—, cuidaré de Dominic y de tu prima. Pero cuando hayamos encontrado a Claire, seguiré mi camino solo. ¿Entendido?
—Entendido. —Simon le tendió la mano. Si conocía a su prima como creía que la conocía, Sebastian no se iría a ninguna parte sin ella, pero por el momento estaba dispuesto a seguirle el juego a su amigo.
Después de hablar con Maria y de repasar por enésima vez el equipaje, Dominic se aposentó en los asientos traseros del todoterreno e intentó descansar —habían decidido que irían en coche hasta el aeropuerto, donde los esperaría un avión privado de Industrias Whelan, y que Veronica sería la que conduciría hasta allí—. No lo consiguió. Cada vez que cerraba los ojos, oía en su mente la voz de Claire y recordaba la noche que pasaron hablando el uno con el otro cuando los dos estaban presos en las celdas de los sótanos de Vivicum Lab.
Dominic no se lo había contado a nadie, en parte porque sabía que lo de esa noche no tenía nada que ver con Ezequiel ni con el resto de los guardianes y en parte porque no quería compartir con nadie aquel momento que en poco tiempo había llegado a ser uno de los instantes más preciados de su vida.
—Dominic, ¿estás bien? —le preguntó en cuanto los esbirros de Ezequiel se fueron, tras lanzarlo casi inconsciente al suelo de su celda.
Él intentó incorporarse, pero le temblaban demasiado los brazos para soportar su peso. Esperó unos segundos y respiró hondo. Iba a levantarse del suelo de aquella inmunda celda aunque fuese lo último que hiciese.
—Tranquilo, Dominic —dijo ella—. Tranquilo.
Oír su voz lo apaciguó y poco a poco notó cómo el guardián recuperaba sus fuerzas. Los hombres de Ezequiel se habían divertido con él durante horas, pero no habían conseguido destruirlo. Primero lo ataron a una camilla e hicieron prácticas de medicina con él y luego, con las heridas recién cosidas —con excesiva torpeza, por supuesto—, lo soltaron para darle una paliza. Los soldados del ejército sabían que Dominic era inmortal, igual que sabían que necesitaba un tiempo más que considerable para recuperarse de las heridas que le habían infligido en la mesa del quirófano. Cuando saliera de allí, les arrancaría la piel a tiras.
—Estoy bien —farfulló, poniéndose de rodillas en el suelo. Unos minutos más y podría levantarse, o al menos sentarse en la cama que había al fondo de la celda—. ¿Y tú?
—A mí no me han hecho nada. —«Hoy», omitió Claire.
Dominic suspiró aliviado. Estaba dispuesto a soportar que le abriesen en canal mil veces si con ello evitaba que se lo hiciesen a ella. No sabía su nombre y ella se negaba a decírselo cuando él se lo preguntaba, pero no le importaba. Su voz era lo único que evitaba que enloqueciese en aquella celda. ¿Qué pretendían hacer con él? «¿Y con ella?»
—Cuéntame algo, por favor —dijo ella.
—¿Qué quieres que te cuente? —le preguntó, intentando todavía recuperar el aliento.
—Cuéntame cuál es tu lugar preferido del mundo —le pidió.
—Mi lugar preferido del mundo. —Dominic bufó y se puso en pie. Caminó inseguro hasta la cama y se derrumbó encima. Se miró las heridas y vio que unas cuantas todavía le sangraban, las otras habían empezado a cicatrizar—. Creo que no tengo ninguno —dijo, tras maldecirse por haber bajado la guardia y haber permitido que aquellos soldados lo capturasen, días atrás. Quizá no saldría vivo de allí. «Pero si no estuvieras aquí, no la habrías conocido a ella».
—Pues claro que tienes —insistió la mujer—. Cierra los ojos e imagínate dónde querrías estar. Si pudieses estar en cualquier lugar del mundo, ¿dónde estarías ahora mismo?
Dominic obedeció y cerró los ojos. Intentó acompasar la respiración y los latidos de su corazón y dejó la mente en blanco. «Cualquier lugar del mundo».
—Hace años, estuve en el sur de Francia —empezó a decir, sorprendiéndose a sí mismo—. Recuerdo un campo de lavanda, estaba cerca de la abadía de Sénanque. Me detuve allí un segundo. —Suspiró—. No sé cómo diablos me acuerdo —dijo en voz baja—, ha pasado mucho tiempo, pero recuerdo que pensé que algún día volvería allí. —«Con mi alma gemela», se mordió la lengua para no decirlo. La paliza que le habían dado los soldados le había afectado al cerebro.
Claire sabía perfectamente a qué campo de lavanda se refería, ella también lo había visto y también había tenido el presentimiento de que algún día volvería allí. Con él.
—Suena precioso —dijo, incapaz de confesarle la verdad—. Descansa un poco.
Dominic cerró los ojos y, cuando se durmió, soñó que estaba en medio del campo de lavanda. No estaba solo: junto a él había una mujer. No podía verle el rostro porque estaba dándole la espalda, mirando a unos niños jugar entre la hierba. Esa noche, a pesar de que le dolía todo el cuerpo y de que seguía prisionero de Ezequiel, fue feliz.
A la mañana siguiente, aparecieron dos soldados del ejército de las sombras y se llevaron a Claire. Dominic dejó salir al guardián, pero estaba demasiado débil y no consiguió detenerlos. Ella no volvió hasta dos semanas más tarde, dos semanas en las que Dominic comprendió que aquella mujer, se llamara como se llamase, era su alma gemela. Nada más podía explicar el desgarrador vacío que sentía en su alma, ni sus ansias de matar a cualquiera que osara tocarla. Durante esas dos semanas, Dominic oyó cómo los hombres de Ezequiel la torturaban, la oyó gritar y suplicar, y la oyó llorar.
La noche antes de que se la llevasen de Vivicum Lab, la devolvieron a su celda de siempre:
—¿Eres tú, Dominic? —preguntó ella al oír un ruido.
—Sí —respondió él.
—Mañana ya no estaré aquí —dijo a media voz.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes? ¿Dónde estarás? —preguntó, nervioso. No sabía el aspecto que tenía. Estaban encerrados en distintas celdas y, aunque las dos tenían barrotes y el uno podía oír lo que decía el otro, no había forma de que se vieran—. ¿Cómo te llamas?
—Claire —contestó, antes de tener un ataque de tos—. Sé que mañana estaré en otra parte, pero no sé dónde. Cerca del mar.
—¿Claire? —Dominic sacudió los barrotes—. ¿Qué estás diciendo?
—Siento haberte conocido así —prosiguió ella, y él oyó que lloraba.
—Yo no —respondió al instante, y fue entonces cuando se dio cuenta de que el guardián estaba completamente alerta y de que Claire lo había despertado del letargo.
—Prométeme una cosa —dijo entonces ella.
—No pienso dejar que se te lleven de aquí.
—Tendrás que hacerlo. Es así como suceden las cosas.
—¿Cómo sabías quién era? —Dominic se paseó nervioso por la celda, buscando algo que hubiera podido pasársele por alto—. Siempre me has llamado por mi nombre.
—Prométeme una cosa —repitió Claire.
—Lo que quieras.
—Prométeme que te mantendrás con vida, y que vendrás a buscarme. —Otro ataque de tos.
—Te lo prometo —le aseguró él, solemne, más asustado de lo que se veía capaz de reconocer.
—Ya hemos llegado —anunció Veronica, deteniendo el todoterreno en una de las pistas privadas del aeropuerto.
A Dominic nunca le había gustado hacer cola en los aeropuertos y siempre lo había incomodado un poco tener que utilizar documentación falsa. Evidentemente, la suya era impecable, pero seguía sin ser auténtica al cien por cien. No podía tener un pasaporte donde constase que había nacido hacía más de mil años. Por suerte, tener amigos con aviones propios solucionaba esa clase de problema.
Veronica se encargó de aparcar el vehículo y de entregarle las llaves a uno de los empleados de Industrias Whelan para que se las devolviese a Simon. Sebastian se ocupó del equipaje y, en cuanto lo hubo dejado en el interior del avión, se dirigió a la cabina de mando. Otra de las cosas que también habían decidido antes era que sería él quien pilotaría hasta Siberia. Sebastian no sólo era mejor piloto que cualquiera que pudiese tener Industrias Whelan en nómina, sino que así no tenían que involucrar a nadie más en su misión.
Dominic aprovechó esos instantes para mandarle un mensaje a Mitch con las coordenadas del vuelo y su hora aproximada de aterrizaje y para llamar a Ewan e informarle de lo mismo. Por su parte, el joven líder del clan Jura le aseguró que la información que tenían sobre Simona era cierta y que, por lo que había podido averiguar, la ilíada no tenía ni idea de que la habían secuestrado de pequeña. Si lo que decía Ewan era verdad, Simona Babrica había sido arrebatada de los brazos de su madre cuando apenas tenía tres años y Natalia, la mujer despechada, se la había vendido, o regalado, a Ezequiel para vengarse de Ivan.
Ezequiel, por supuesto, había aceptado encantado y se había pasado años torturando a la niña, convencido de que ésta pronto moriría; pero al ver que no era así, la pequeña despertó su curiosidad y empezó a tratarla como una mascota. Y después como a una hija. O lo más parecido a eso, según la mentalidad de Ezequiel. Éste la había moldeado a su gusto, la había convencido de que si se portaba como él le enseñaba, quizá llegaría a sentir cariño por ella. La había utilizado. Manipulado. Y ahora no iba a dejarla escapar sin más.