Dominic estaba repasando la única bolsa que iba a llevarse de viaje cuando alguien llamó a su puerta. Si era ese maldito soldado del ejército de las sombras, no podría contenerse.
—Adelante —dijo, doblando una camiseta térmica negra.
La puerta se abrió y apareció Maria. Probablemente, la única persona que a Dominic no se le había pasado por la cabeza que quisiese verlo.
—¿Puedo pasar? —le preguntó ella, quieta en el umbral.
—Por supuesto, pasa, pasa —le indicó él, poniéndose en pie—. ¿Sucede algo? ¿Simon se encuentra bien?
—Perfectamente, aunque sigue enfadado conmigo porque no lo dejo acompañarte a Alaska —explicó ella, con una sonrisa—. Ese hombre está convencido de que es invencible.
—Es un buen amigo —dijo Dominic para justificar a Simon—, pero coincido contigo en que es mejor que se quede. Aunque él intente disimularlo, sé que todavía no se ha recuperado del ataque. Y ahora que por fin os habéis encontrado, tenéis que estar juntos —añadió solemne.
—Gracias por entenderlo, Dominic.
—No me las des, la verdad es que os envidio.
—¿Crees que Claire es tu alma gemela? —le preguntó Maria sin rodeos.
—No lo sé —respondió él sincero—. No lo sé —repitió—. Pero sí sé que necesito encontrarla. Ni siquiera le he visto la cara. Sólo le he oído la voz y le he visto el pelo, pero hay algo dentro de mí que estallará si no estoy con ella. ¡Dios! No sé por qué te estoy contando esto. Perdóname.
—No, no te disculpes. —Maria parecía nerviosa y se acercó a la ventana del dormitorio—. ¿Te acuerdas de mi madre?
A Dominic la pregunta lo sorprendió tanto que dejó de hacer lo que estaba haciendo para responderle:
—Por supuesto que me acuerdo de Nina; tus padres eran dos de mis mejores amigos, Maria. No se merecían morir de aquel modo.
—Yo antes no me acordaba de ellos —confesó ella sin mirarlo—, pero desde que estoy con Simon he empezado a recordar. Y a mamá la veo en sueños —agregó en voz más baja.
—Eso es normal, es muy frecuente recurrir a los sueños para superar la pérdida de un ser querido —contestó Dominic, comportándose como el médico que era.
—No, no son esa clase de sueños —lo corrigió Maria con una sonrisa—. Mamá era una odisea.
—¿Estás segura? Ella nunca me lo dijo.
—Mi padre y ella decidieron guardarlo en secreto —le explicó la joven—, pero lo era y yo también lo soy. Y Claire.
—Voy a sentarme.
—Fue mi madre la que me dijo qué tenía que hacer para quitar aquel monstruo de encima de Simon —le dijo Maria para demostrarle la verdad de sus palabras—. Y, desde entonces, estoy aprendiendo a utilizar mis poderes.
—¿Simon está al corriente de esto? —le preguntó él, enarcando una ceja.
—Por supuesto y aunque le salvé la vida, no le parece bien que su prometida no sea tan humana como él creía.
—Probablemente está celoso. Las odiseas sois criaturas muy especiales, mucho más que los guardianes.
—Entonces, ¿me crees?
—Yo no he dicho eso —replicó Dominic.
—Mamá dice que te recuerde lo de aquella vez en Boston —le dijo Maria tras escuchar a Nina en su mente.
—Te creo —aceptó él, atónito—. Una odisea… Supongo que tiene sentido —añadió para sí mismo.
—He venido a verte porque mamá me ha dicho que te des prisa. Claire está en peligro y, si ella muere, el resto de nosotras perderemos nuestros poderes y dejaremos de estar conectadas.
—A ver si lo he entendido, ¿me estás diciendo que Claire no sólo es una odisea sino que, además, es vuestra reina? Joder —farfulló.
—Un guardián milenario como tú no iba a tener una alma gemela cualquiera —señaló Maria.
—Si lo que dices es cierto, entonces es imposible que sea mi alma gemela.
—¿Por qué? —preguntó la chica, realmente confusa.
—Si ella es la reina de las odiseas, entonces, probablemente es tan antigua como yo. ¿Por qué no nos hemos encontrado hasta ahora? —Dominic no podía creer que Claire no fuese alguien especial para él, sin embargo, lo que Maria le había contado también parecía tener sentido. Que Claire fuese la reina de las odiseas explicaría el interés de Ezequiel por ella.
—No lo sé, quizá no estabais preparados —sugirió Maria.
¿Preparado para qué? Dominic llevaba solo prácticamente una eternidad.
—¿Estás segura de que Claire es una odisea?
—Segura, y se le está acabando el tiempo. Un momento. —Maria lo miró horrorizada—. Aun en el improbable caso de que Claire no sea tu alma gemela, irás a buscarla, ¿no?
—Por supuesto que sí —afirmó él, ofendido por la duda—. Le prometí que la sacaría de allí con vida y eso es exactamente lo que voy a hacer.
—Gracias. —Maria le rodeó el cuello con los brazos.
A Dominic se le hizo un nudo en la garganta, pero tragó varias veces para disolverlo.
—De nada. —La joven lo soltó y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Él la detuvo con una pregunta—: Maria, ¿qué más te ha dicho Nina?
—Nada más, sólo que te des prisa. Claire te necesita.
Isla de Ignaluk
Tenía que salir de allí antes de que Dominic hiciese algo estúpido, como por ejemplo ir a buscarla. «Vendrá porque tú se lo pediste, idiota», le dijo la voz de su conciencia; pero eso lo había hecho en un momento de debilidad, cuando creía que estaba a punto de morir.
No podía recriminárselo. Al fin y al cabo, llevaba siglos deseando poder estar con él. Y Claire no había sacrificado la vida entera como para echarlo a perder todo ahora. Tenía que salir de allí antes de que él llegase. Porque si de algo estaba segura era de que Dominic iba a ir a buscarla.
Dominic Prescott. ¿Cuántas veces había repetido su nombre en su mente? ¿Cuántas veces lo había escrito en la arena, en hojas de papel o en el viento? Infinitas. ¿Y cuántas veces lo había dicho en voz alta? Ninguna, hasta que lo vio en aquel maldito laboratorio. Entonces no pudo evitarlo. Decir su nombre siempre había sido como una obsesión para Claire y cuando lo pronunció por primera vez tuvo la sensación de que estaba mordiendo la fruta prohibida del paraíso. Por fin podía decirlo, deslizar cada letra por su boca, impregnar cada sílaba con su voz. Y lo más importante: por fin él podía oírlo.
Claire nació mucho tiempo atrás, en una recóndita aldea inglesa, a escasos kilómetros del pueblo donde vivía Dominic. En esa época, él tenía seis años y ya era el chico más valiente y más honrado de la comarca. Nada le habría gustado más a Claire que crecer cerca de él y escuchar todas sus historias, pero a su madre le bastó con verlos juntos una vez para decidir que tenían que mudarse a Francia, a casa de unos tíos a los que en realidad odiaba.
Claire volvía del campo, de recoger flores o de jugar con los animales, cualquiera de las dos cosas las hacía con frecuencia, y Dominic volvía de nadar en el río. Él tenía doce años, ella seis y se cruzaron en un sendero. Dominic se quedó paralizado, completamente absorto en la niña que tenía delante, y a ella le dio un vuelco el corazón al verlo tan cerca. Ramona, la madre de Claire, llegó en aquel preciso instante al camino y lo que vio la dejó sin respiración.
Ramona era una odisea con un don excepcional, podía ver el futuro durante unos segundos, y lo que vio al presenciar el encuentro entre aquel niño y su hija Claire le paró el corazón. Uno de los dos iba a morir. Si su hija y aquel niño se conocían, cuando se hicieran mayores uno de los dos iba a morir irremediablemente. Porque si algo había aprendido Ramona a lo largo de los años era que su don era en realidad una maldición, porque, por mucho que lo intentara, nunca conseguía evitar lo que sus visiones anunciaban. Ya había perdido a Jacques, el padre de Claire, y no iba a permitir que le sucediese lo mismo con su hija. Quizá no pudiese cambiar sus visiones, pero sí podía intentar engañarlas.
Meses después del nacimiento de Claire, Ramona vio que su marido Jacques moriría ahogado. Le prohibió que se acercase al río y al mar y él obedeció, a pesar de que estaba convencido de que ella exageraba por culpa de su reciente maternidad. Con el paso de los días, Ramona se tranquilizó un poco y pensó que, por primera vez en la vida, había conseguido cambiar una visión, pero entonces, una gran tormenta sacudió la aldea y Jacques quedó atrapado bajo las vigas de un molino tras salvar a un niño. Se ahogó.
Murió porque ella no había prestado atención. En su visión, vio claramente a Jacques ahogado, pero no vio ningún río, ni tampoco el mar. No se había fijado bien y, por su culpa, su maravilloso esposo había muerto. No le sucedería lo mismo con su hija.
En la visión, tanto Claire como el chico eran mayores y era obvio que se amaban; bastaba con mirar a los ojos de la versión adulta de su hija y de aquel chico para saberlo. Era un amor intenso, único. Un amor que acabaría por destruirlos, porque Ramona veía claramente que Claire ardía en llamas y moría. Si cerraba los ojos e intentaba cambiar el horrible desenlace, el que moría consumido por el fuego era él y Claire se quedaba con el corazón destrozado. Fuera cual fuese el resultado, su hija terminaba muerta o deseando estarlo y Ramona no iba a permitir tal cosa.
Claire era una odisea, igual que ella, y, como tal, inmortal hasta el día en que encontrase a su alma gemela. Si aquel chico lo era, algo más que probable, a juzgar por el modo en que había reaccionado al cruzarse con Claire, Ramona tenía que evitar a toda costa que se conociesen.
«¿Y vas a dejar que tu hija viva eternamente sin saber lo que es el amor? ¿Sin sentir la plenitud de estar con la persona amada? —se preguntó a sí misma—. Si así sigue con vida, sí».
Ramona se llevó a Claire de Inglaterra y ambas se instalaron en Caen, el pueblo del norte de Francia de donde Jacques era originario. Llevaban allí cinco años cuando el chico de la aldea inglesa apareció. Se llamaba Dominic, Dominic Prescott, averiguó Ramona, y había llegado allí a bordo de un barco. El mismo día en que el barco atracó en el puerto, Claire corrió fuera de las murallas del burgo para ver la puesta de sol.
Ramona comprendió entonces que si quería que su hija se mantuviese alejada de aquel chico que parecía atraerla como las moscas a la miel, tenía que tomar medidas mucho más drásticas. Y las tomó. Llevó a Claire cerca del barco de Dominic y esperó a que él apareciese. Era un chico robusto, de aspecto sencillo y honesto, y mirada triste. Tendría unos diecisiete o dieciocho años y su porte anunciaba que se convertiría en un hombre admirable. Ramona obligó a Claire a permanecer escondida tras unos barriles y juntas lo observaron. Él se paseó nervioso cerca del agua, quizá notaba la presencia de unos ojos mirándolo, pero luego se sentó en la arena y lanzó piedras al mar.
—Se llama Dominic —le dijo Ramona a su hija—. Fíjate bien en él.
Claire sólo tenía doce años, pero sabía que no le hacía falta fijarse bien en Dominic; tenía el presentimiento de que siempre lo reconocería.
—Parece triste —comentó la niña.
—Mamá ya te ha contado que tú no eres como las demás, eres especial —le recordó Ramona.
—Lo sé, mamá. Sé que no debo decirle a nadie que puedo oír lo que piensan, ni que puedo hablar con los animales.
Ramona todavía no sabía en qué consistían exactamente los poderes de su hija, pero con doce años, Claire era ya la odisea más poderosa que había visto nunca. Por eso no podía permitir que corriese ningún peligro.
—Muy bien, princesa. Y supongo que no querrás que a Dominic le pase nada malo, ¿no es así?
Claire abrió los ojos, asustada, y se le llenaron de lágrimas.
—¡No! No quiero que le pase nada malo —afirmó con una vehemencia nada propia de una niña de su edad—. A él no puede pasarle nada malo.
—Entonces tendrás que hacerle caso a mamá, ¿entendido?
—Entendido. ¿Qué tengo que hacer? —preguntó, preocupada.
—Prométeme que nunca te acercarás a él, que pase lo que pase jamás hablarás con él ni irás a verle.
—¿Por qué? —quiso saber, confusa. Claire era una niña obediente, pero lo que le estaba pidiendo su madre no tenía sentido.
—Porque si lo haces, Dominic morirá.
A la pequeña Claire le dio un vuelco el corazón al escuchar esas palabras.
—Lo prometo —juró solemnemente.
Y a lo largo de casi mil años, cumplió su promesa. Más o menos. Claire nunca se lo había dicho a su madre, pero ella siempre había observado a Dominic desde lejos. Le gustaba creer que era como su ángel de la guarda.
Ramona murió cuando Claire tenía veinte años. La odisea superó la pérdida de Jacques, su alma gemela, porque sabía que, antes de irse del mundo de los humanos, tenía que asegurarse de que su única hija estaba a salvo. Así que cuando creyó que ésta había comprendido la importancia de evitar a Dominic, se fue apagando hasta desvanecerse por completo.
Claire se despidió de su madre y en su corazón se alegró de que por fin sus padres volviesen a estar juntos. Se fue de Francia y adoptó el apellido London como homenaje a la tierra en la que había nacido. Claire London recorrió el mundo entero con dos únicos objetivos; evitar que Dominic Prescott y ella se encontrasen e intentar olvidar a ese hombre con el que nunca había hablado pero al que conocía mejor que a sí misma.
A pesar de la promesa que le había hecho a su madre, y a pesar incluso de sí misma, Claire nunca había podido controlar la necesidad de saber cosas de Dominic. Lo había seguido cuando él participó en el final de las cruzadas e incluso se ocupó personalmente del cátaro que intentó cortarle la cabeza. Acudió a la inauguración del Museo Británico, porque sabía que él también iba a estar, y visitó el primer hospital en el que trabajó Dominic para verlo en acción. También había sabido siempre dónde vivía. Y quiénes eran sus amigos. Y si estaba solo. Siempre estaba solo. No importaba que hubiesen pasado días, meses o siglos, los ojos repletos de soledad de Dominic siempre le habían desgarrado el corazón. Pero nunca se había acercado a él porque, en el fondo, sabía que, aunque ella era la culpable de esa soledad, también sería la culpable de su muerte. Y Claire prefería vivir eternamente observando al hombre que amaba desde lejos, que tocarlo una sola vez y causar su muerte.
—Tengo que salir de aquí —farfulló, furiosa, acercándose a la puerta de cristal blindado que la retenía en aquella celda.
—No malgastes tus fuerzas —se burló Grös, el soldado del ejército de las sombras que había sido su carcelero desde que se la habían llevado de Nueva York—. No servirá de nada.
Claire se dirigió al tipo:
—Dime una cosa, Grös, ¿siempre has sido tan idiota o es culpa de la sangre de Ezequiel, que te ha diluido las pocas neuronas que tenías?
El hombre, que debía de medir dos metros de alto y dos de ancho, la fulminó con la mirada.
—Cállate y apártate de la puerta —le ordenó entre dientes.
—¿O si no qué me harás? ¿Pegarme, torturarme, utilizarme de conejillo de Indias? Me temo que tus colegas se te han adelantado. Tendrás que ser más original, Grös.
—Cállate.
El soldado se puso furioso. «Bien —pensó ella—, así podré entrar en tu mente». Claire podía leer la mente de cualquiera, pero no todas las mentes se dejaban leer con la misma facilidad. Había gente que era, como dice la frase, un libro abierto, y a ella le bastaba con mirarlos a los ojos para oír sus pensamientos con absoluta claridad. Otros eran más reservados, a falta de mejor palabra para describirlos, y sus pensamientos sólo resultaban accesibles para Claire cuando estaban dormidos o, por ejemplo, borrachos. Y luego estaban los soldados del infierno. Esas criaturas estaban tan guiadas por su ira que, para poder leerles la mente, tenían que estar furiosos. Y luego estaba Dominic Prescott. A él nunca había podido leerle la mente. Jamás. Y no sería por no haberlo intentado.
—Oh, vamos, Grös, con la de cosas que hemos pasado juntos —le hizo un mohín—, podrías ser un poco más amable conmigo.
—Cállate y siéntate en la cama.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que una mujer como yo pueda echar la puerta abajo? Yo no entiendo demasiado de estas cosas —pasó una mano por el cristal blindado—, pero me temo que ni un hombre tan fuerte como tú podría derribarla.
«Quizá funcione lo de inflar su ego».
Grös hinchó el pecho para marcar músculo.
«Oh, vaya, vaya, así que crees que tú sí que podrías derribarla. Interesante».
—Estoy aburrida, Grös —le dijo con voz más sensual. Estaba dispuesta a recurrir a todas sus armas con tal de salir de allí—. ¿Por qué no entras y me haces compañía un rato? —le dijo mientras se metía en la mente del soldado e intentaba convencerle desde dentro de su cabeza.
Él se acercó al teclado que había junto a la puerta de cristal. Levantó una mano y tocó las teclas de la combinación secreta. El pesado cristal empezó a esconderse por el lateral.
«Bien hecho, Grös».
Pero la puerta se cerró de golpe y, además, del cristal surgieron unos rayos rojos que emitieron fuertes descargas.
—¡Teniente Grös! —gritó Ezequiel, entrando en el pasillo de las celdas—. Ya debería saber que no puede hablar con la prisionera. Aunque no lo parezca, es una criatura vil y escurridiza.
—Vaya, Ezequiel, ¿estás intentando seducirme? —le preguntó Claire, sarcástica.
—Déjenos solos, Grös. La señorita London y yo vamos a charlar un rato. No es así, ¿querida?
Ezequiel abrió la puerta de la celda y le ofreció el brazo. Ella lo aceptó, consciente de que si lo rechazaba, él encontraría un modo muy imaginativo de castigarla. Una cosa era provocar a Grös, quien a pesar de su envergadura resultaba relativamente inofensivo, y otra provocar al señor de las sombras. Al mismísimo diablo.
Ezequiel la guió por el pasillo y la condujo hasta el despacho que hacía de antesala de su laboratorio privado. Ella tembló al presentir la frialdad y el odio que impregnaban aquellas pa redes.
—Siéntate, Claire —dijo Ezequiel, dejando claro que no se lo estaba pidiendo—. No deberías atormentar a Grös.
—No puedes culparme por intentar escapar, este hotel deja mucho que desear —replicó, sarcástica—. Creo que ha llegado el momento de que me vaya a otra parte.
—Pero si acabas de llegar y todavía no he empezado a jugar contigo —observó él con una sonrisa que a ella le heló la sangre—. Hacía muchos años que no tenía a una odisea en mis manos —añadió con una mueca espeluznante—, me había olvidado de lo tercas que sois.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó sin rodeos. A pesar de su actitud, Claire estaba harta de estar prisionera y tenía miedo de lo que pudiera sucederle si seguía allí.
Ezequiel enarcó una ceja y levantó un bisturí que había encima de la mesa.
—Tu sangre ha cambiado —le comunicó—. Ahora posee una luminiscencia que antes no tenía. Y su sabor —se pasó la lengua por los labios— es indescriptible. ¿Por qué?
«¿Mi sangre ha cambiado?»
—No lo sé, dímelo tú —respondió, fingiendo una seguridad que no sentía.
—Creo, mi querida Claire, que por fin has encontrado a tu alma gemela —comentó, burlón—. Y creo que él no descansará hasta encontrarte —añadió, sujetándole la barbilla—. Me pregunto qué pasaría si te mordiese. —Le lamió el cuello y ella tuvo arcadas—. Tu sangre es la más poderosa que he probado nunca.
Los colmillos de Ezequiel se extendieron y penetraron en el cuello de Claire. Ésta se quedó inmóvil, aterrorizada y asqueada al mismo tiempo; quería gritar, quería apartarse de aquella bestia inmunda que la estaba mordiendo. Pero no podía hacer nada sin correr el riesgo de que los colmillos y las garras de Ezequiel, que la sujetaban por los antebrazos, la partiesen en dos.
—¡Qué diablos! —Él la soltó y escupió la sangre que acababa de absorber del cuerpo de ella. Le estaba ardiendo la garganta y podía notar cómo el líquido empezaba a quemarle las entrañas—. No sé qué has hecho —le dijo, tras escupir otra vez—, pero no creas que te librarás de mí tan fácilmente.
Claire asintió y se tocó la herida que le había hecho en el cuello. Notó cómo la piel se cerraba bajo sus dedos. Ezequiel llamó a Grös por el interfono.
—Teniente Grös, venga a buscar a nuestra invitada. La señorita London va a regresar a su celda.
—De inmediato, señor.
Ezequiel se sirvió un whisky y la miró de nuevo.
—La última odisea que osó desafiarme terminó muerta, desangrada en medio de un incendio.
Claire tragó saliva. Ella tenía pesadillas en las que moría devorada por las llamas. Grös llamó a la puerta y evitó que siguiese haciendo conjeturas.
—Llévesela, Grös —le ordenó Ezequiel al soldado—. Y asegúrese de que mañana por la mañana esté lista para más pruebas.
«Más pruebas no».