3

En un hotel de San Petersburgo

Deberías dejar que te mirase esa herida —le pidió Mitch a Simona por enésima vez, señalando el corte que tenía en una ceja—. Esa cosa a la que has decapitado te ha salpicado. Podría infectarse —insistió.

Ella lo ignoró y se encerró en el baño.

—Ah, sí, genial, una actitud muy madura, Simona —dijo Mitch, pegado a la puerta—. Déjame entrar.

—No —le contestó ella al fin. «No voy a llorar»—. Quiero estar sola —dijo, conteniendo las lágrimas.

Durante un instante no oyó nada y creyó que Mitch le había hecho caso y había decidido dejarla en paz.

—Simona, cariño, ¿estás llorando?

—Vete, Michael —le pidió, abriendo el grifo de la ducha y quitándose, furiosa, la ropa.

Dejó los pantalones encima de un taburete que había en una esquina y también la cazadora. La camiseta la echó a la basura. La ropa interior siguió el mismo camino y después se soltó el pelo. La melena rojiza le cayó por la espalda y cubrió aquella horrible marca que le habían hecho de pequeña con un hierro candente. Se metió en la ducha y apoyó las manos en la pared. Cerró los ojos y dejó que el agua le resbalase por la cabeza y la espalda. Las lágrimas no tardaron en abrirse paso por los muros que había tardado una vida entera en levantar. Estaba tan desconcertada por todas aquellas emociones que estaba sintiendo, por descubrir que tenía corazón, que no oyó que la puerta se abría. No se percató de que Michael había entrado en el cuarto de baño hasta que él se metió vestido en la ducha con ella.

—¿Qué estás haciendo? —balbuceó, tras escupir el agua que se había tragado.

—Estabas llorando —dijo él a modo de explicación.

Ella desvió la vista hacia abajo y vio que al menos se había quitado los zapatos.

—¿Qué te pasa? —Mitch levantó una mano y le apartó un mechón de pelo que el agua le había pegado a la frente—. ¿Te encuentras mal?

Dejó la mano en la mejilla de ella y notó que Simona tragaba saliva. Era la primera vez que la veía desnuda y la verdad era que, aunque se había esforzado en no mirarla, a su cuerpo le estaba costando controlar su reacción. A una parte de él no le había gustado irrumpir así en la intimidad de Simona, pero otra sabía que si le daba tiempo para recomponerse, volvería a mantener la distancia entre los dos. Además, estaba enamorado de ella y Michael creía a pies juntillas eso de que en el amor y en la guerra todo vale.

—Podrías haber muerto, Michael —dijo Simona sin levantar la cabeza.

Tenía la barbilla pegada al esternón y sus ojos se posaban en todas partes menos en el hombre que tenía delante y que poco a poco se estaba quedando empapado.

—Y tú —le recordó él.

—Tú eres humano —le recordó ella casi insultándolo—. Yo no —añadió, mordiéndose el labio inferior.

—¿Es eso lo que de verdad te preocupa? —le preguntó él, interpretando correctamente su gesto—. Porque si es así, olvídalo.

—Tú eres policía —dijo Simona entre dientes—. Y a mí me entrenaron para matar desde pequeña.

—No soy policía, trabajo de policía —la corrigió, levantando la otra mano para acariciarle el pelo—. Y lo que te hicieron a ti de pequeña no tiene nombre —dijo, apretando los dientes. Si pudiera, mataría a aquellos tipos con sus propias manos. Y los haría sufrir.

—Toda mi vida he servido a lord Ezequiel. Los soldados del ejército de las sombras me temían y obedecían mis órdenes porque no querían provocar mi ira —explicó, furiosa consigo misma y con Mitch por haberle devuelto su corazón y su conciencia.

—Ya no. Te has ido, Simona. Nos ayudaste a mí y a Ewan a salvar a Dominic y luego nos quitaste de encima a los soldados que nos perseguían. Viniste a buscarme a la comisaría para decirme cuándo podíamos entrar en los laboratorios y rescatar a Dominic. Y la noche que nos conocimos en el club, podrías haberme matado y no lo hiciste.

—Soy una traidora.

A pesar de que había actuado por voluntad propia, todavía no se había reconciliado con la idea de que había abandonado a Ezequiel. Y sí, una parte de ella se sentía culpable y se arrepentía de haberlo hecho. Lord Ezequiel y su ejército de las sombras eran el único hogar que había conocido. Ahora no tenía nada ni a nadie. Había traicionado a lo más parecido que tenía a una familia por Mitch. Si no le hubiese conocido. Si él no la hubiese mirado de aquel modo. Si él no le hubiese pedido que lo llamase Michael… «Si no me hubiese besado».

—No, eres una mujer muy valiente a la que le han hecho mucho daño —le dijo él, agachándose para darle un cariñoso beso en los labios—. Y si quieres llorar, llora. Pero deja que te abrace.

—Esas cosas que había en la escuela —balbuceó Simona—, esos monstruos, los mandó Ezequiel para matarme. Iban a matarme.

—Lo sé —dijo Mitch, acariciándole el pelo.

—Sabían que iba a estar allí —prosiguió ella—. Ezequiel lo sabe todo de mí. Es como si estuviese en mi cabeza. —Se apartó del torso de Michael. Cualquier hombre parecería ridículo allí de pie, bajo el chorro de agua caliente, completamente vestido. Cualquiera excepto él y por eso tenía que alejarlo—. Tienes que irte de aquí, Michael. Tienes que volver a Londres cuanto antes.

—¿Qué? No, ni hablar. No pienso irme a ninguna parte sin ti —sentenció él, adivinando que ella no tenía intención de acompañarlo.

—Tienes que irte.

—No.

Simona se apartó un poco y levantó la cabeza. El grifo de la ducha seguía abierto y el agua le resbalaba por la cabeza y la espalda. Él nunca la había visto con el pelo suelto, una melena pelirroja que le cubría los pechos y parecía lava. Simona tenía el cuerpo lleno de cicatrices y de morados y, aunque era una mujer alta y fuerte, en aquel instante le pareció la criatura más delicada que había visto nunca.

—Mírame, Michael. —Esperó a que él obedeciese antes de seguir—. Soy un monstruo. —Levantó las manos y le enseñó las diminutas garras de acero que habían empezado a nacerle entre los dedos. Colocó una mano encima del torso de él y notó los latidos de su corazón por debajo de la camisa.

—No eres ningún monstruo —le dijo Michael con fervor.

—Oigo voces en mi cabeza —le confesó—. Hasta hace unos meses, no recordaba nada de mi infancia. Nada. Era como si mi vida hubiese empezado a los ocho años. Ezequiel no permitirá que le abandone sin más. Mandará a sus soldados tras de mí y también mandará a sus nuevas creaciones. No descansará hasta verme muerta.

Simona le dijo todos los motivos por los que tenía que irse, pero omitió el más importante. Ella no podría soportar que a él le pasase algo. Michael simbolizaba lo único bueno que le había sucedido en la vida, la única luz que brillaba en su oscura existencia. Y si él se apagaba, ella dejaría de existir y probablemente volvería a ser la asesina despiadada de antes.

—Tienes que irte.

Michael la miró a los ojos sin decir nada y poco a poco apartó las manos, dejando de acariciarle el rostro. «Va a hacerme caso —pensó aliviada, y al mismo tiempo, decepcionada—. No, es mejor que se vaya. Yo sola puedo encargarme de todo y si no…, al menos él seguirá con vida». Pero Michael no salió de la ducha, sino que se llevó las manos a los botones de la camisa y se los desabrochó uno a uno sin dejar de mirar a Simona. Se la quitó y después, la camiseta que llevaba debajo. Desnudo de cintura para arriba, volvió a abrazarla y la apretó contra el pecho con fuerza, pero con absoluta delicadeza. Hasta que la mejilla de ella quedó apoyada encima del corazón de él.

—No pienso irme a ninguna parte, Simona. Me quedaré contigo y te ayudaré a averiguar tu pasado y luego volveremos juntos a Londres y le darás una oportunidad a nuestro futuro. ¿De acuerdo?

Ella se limitó a asentir. Se veía incapaz de hablar. ¿Por qué se sentía así siempre que Michael la tocaba? ¿Por qué le importaba tanto que él estuviese de su lado? Simona nunca había necesitado a nadie, sin embargo, tenía la sensación de que sin Michael… Ni siquiera podía imaginarse qué sería de ella sin Michael. Pero a él no podía decírselo porque no sería justo. Simona estaba dispuesta a descubrir quién era y sabía que Ezequiel no iba a ponérselo fácil. Ella sabía demasiadas cosas acerca de los planes del señor del ejército de las sombras y éste no iba a permitir que siguiese con vida. Si moría, no quería que Michael se sintiese culpable. Y tampoco quería que la echase de menos. Él se merecía ser feliz y con ella no lo sería nunca. Notó sus labios en la frente. Michael le dio un beso y le apartó el pelo.

—No pienses tanto. Vamos, date la vuelta, voy a lavarte el pelo.

Simona estaba cansada, muy cansada. Desde la noche en que se encontró con Michael por primera vez, no había podido dormir. Sus sueños se habían intensificado. Las incesantes preguntas sobre su infancia se amontonaban en su mente. Y los remordimientos por todo el daño que había causado en nombre de Ezequiel y de su ejército le oprimían el pecho. Así que hizo lo que Michael le pedía y se dio la vuelta. Él le enjabonó el pelo y luego le masajeó ligeramente los hombros, mientras con los dedos le recorría suavemente la horrible cicatriz que Simona tenía en la espalda. No dijo nada y las manos de él no pasaron en ningún momento de su cintura y nunca buscaron nada más aparte de ofrecerle consuelo y ternura. Después, Michael descolgó el teléfono de la ducha y le quitó el jabón del pelo y, cuando se sintió satisfecho con el resultado, le dio un único beso en la clavícula.

—Ya puedes salir —le dijo en voz baja—. Ponte algo cómodo y acuéstate un rato. Yo saldré en seguida.

Simona lo miró con sus ojos color miel algo desenfocados, pero menos asustados que cuando él había entrado en la ducha. Salió de ésta y se puso un albornoz antes de abandonar el cuarto de baño.

En cuanto se quedó solo, Michael apretó los puños y soltó una maldición. Incapaz de contener la rabia por más tiempo, dio un puñetazo a la pared y confió en que el ruido del agua hubiese amortiguado el sonido. Con los nudillos rojos y doloridos, se desabrochó el cinturón y se quitó los pantalones. Había visto suficientes casos de violaciones como para identificar algunas de las cicatrices que tenía Simona. Y, a juzgar por el color y la textura de la piel, se las habían hecho hacía mucho tiempo. Ella lo veía todo blanco y negro, en cambio él, gracias a su trabajo como policía, sabía que en la vida había muchos matices de grises. Simona se empeñaba en mostrarse como un monstruo y no por las garras o por su naturaleza fuera de lo normal, sino porque durante años había sido una asesina a sueldo; la más letal del ejército de las sombras. Mitch sabía que eso era verdad, pero también lo era que a Simona, aunque ella —por suerte— no lo recordaba, la habían violado y maltratado de pequeña. Y que probablemente había sido lord Ezequiel, el mismo hombre que después le había hecho de padre y la había convertido en una asesina. Era una situación enfermiza y un milagro que Simona hubiese sido capaz de romper con ella e irse de allí.

Mitch jamás había sentido por nadie lo que sentía cada vez que la veía. No era una mera atracción física, aunque sin duda ésta era muy potente, sino algo más complejo y aterrador al mismo tiempo. Mitch tenía la sensación, no, no era una sensación, tenía la certeza de que su alma estaba entrelazada con la de Simona y de que si a ella le sucediera algo malo, él no podría seguir viviendo.

Se duchó y se quitó de encima los restos de la pelea con aquellos monstruos. Había llegado justo a tiempo de ayudar a Simona. Si no le hubiese hecho caso a su instinto y se hubiese quedado en Londres… No, no quería ni pensarlo. Se quedó bajo el agua hasta que ésta empezó a enfriarse y entonces se secó y se envolvió la cintura con una toalla. Dejó la ropa empapada dentro de la bañera y volvió al dormitorio.

Simona estaba dormida, acurrucada en un extremo de la cama de matrimonio, como si intentase ocupar el menor espacio posible. Se había puesto una camiseta de él y tenía la melena desparramada por la almohada. Michael se sentó a su lado y la tapó con la sábana. Después se levantó, se puso otra camiseta y unos calzoncillos y se tumbó junto a ella. Lo mejor sería que él también durmiese un rato. No había podido descansar desde que Simona se coló en su apartamento de Londres para despedirse. «Menos mal que la seguí». Ahora que estaba con ella no iba a dejarla sola, pasara lo que pasase.

Al día siguiente llamaría a Ewan y le contaría lo que había sucedido en esa escuela y también le hablaría de las voces que Simona decía oír en su cabeza. Si Ewan era el guardián más poderoso de su clan, entonces probablemente podría ayudarlos. Y tanto los Jura como los Whelan estaban en deuda con ella por haber salvado a Dominic. Y Ewan era su mejor amigo y Michael sabía que podía contar con él.

Vio que Simona temblaba y farfullaba algo en sueños. Parecía ruso o algún idioma escandinavo. Pero aunque Mitch no entendió el significado, sí vio la lágrima que le resbalaba por la mejilla. Se le acercó despacio y le acarició la espalda.

—Tranquila, cariño. Estoy aquí.

Ella no se despertó, pero estiró un brazo para cogerle la mano y tiró de él para que quedase tumbado a su espalda.

—Estoy aquí —repitió Michael antes de darle un beso en la nuca.

Mataría con sus propias manos al responsable de haberle robado la vida a Simona.

Mitch se despertó horas más tarde y vio que la habitación estaba completamente a oscuras. Algo iba mal. Muy mal. Alargó el brazo para buscar a Simona y no la encontró. Se incorporó de un salto y cogió el arma que había escondido debajo de la almohada antes de acostarse. Seguía allí. La empuñó y la amartilló con una mano mientras con la otra encendía la luz. La lámpara de araña que colgaba del techo bañó el ostentoso dormitorio de luz y evidenció lo que Mitch ya había presentido: Simona no estaba. Escudriñó la habitación con la mirada y vio que ni su bolsa ni su abrigo seguían en la silla en la que los había colgado. Se encaminó hasta el baño y abrió la puerta con el pie, apuntando con la pistola hacia el interior. Lo único que encontró fue la ropa empapada que había dejado secándose en la bañera. Bajó el arma y volvió al dormitorio.

—No me hagas esto, Simona —rogó entre dientes.

Se puso unos vaqueros y un jersey gris encima de la camiseta y cuando fue a buscar los zapatos vio la nota. Ella había escrito algo en uno de los blocs de aquel lujoso hotel, el único donde les habían dado habitación sin preguntar. La cogió y, durante un segundo, mantuvo la esperanza de que Simona le hubiese escrito para decirle que iba a comprar algo para comer. Leyó las primeras letras y tuvo que dejar de fingir.

«No me sigas, Michael. Vuelve a Londres, a tu vida. Gracias por demostrarme que soy capaz de amar».

—Ah, no, Simona. No puedes decirme que me amas y desaparecer —dijo furioso, en voz alta.

Se calzó las botas, cogió el abrigo, el móvil y la cartera y bajó corriendo a la recepción. Quizá ella fuera una criatura mitológica, medio humana medio diosa, pero él era el mejor detective de Londres y no iba a permitir que se le escurriese entre los dedos.

—Buenos días, señor. ¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó el chico uniformado que había detrás del ostentoso mostrador.

—¿Ha visto salir a una mujer pelirroja? —le preguntó Mitch sin dilación—. Llegamos juntos anoche —añadió.

—Sí, señor —dijo el recepcionista, mirándolo desconfiado.

—¿Adónde ha ido?

—No sabría decirle, señor.

Mitch no tenía tiempo para andarse con tonterías, así que dejó su placa de policía encima del mostrador junto con dos atractivos billetes.

—¿Adónde ha ido?

—No lo sé, señor —insistió el joven cogiendo los billetes—, pero he oído que le preguntaba a uno de los botones si el teatro Mariinsky estaba muy lejos.

—Muéstremelo en un mapa —le indicó Mitch, guardando de nuevo la placa.

El recepcionista lo hizo, y al terminar, él dobló el mapa y salió corriendo del hotel. Ya en la calle, sacó el móvil y llamó a Ewan a Escocia.

—¿Se puede saber dónde estás? —fue lo primero que le preguntó su mejor amigo.

—En Rusia.

—¡¿Te has vuelto loco?! Ayer me llamó el comisario, tu jefe, lo digo por si no te acuerdas de quién es, y me preguntó si sabía dónde estabas. Joder, Mitch, nos has dado un susto de muerte a todos —añadió Ewan tras suspirar.

—Lo siento. No tuve tiempo de llamarte y tampoco pude llamar al capitán. Dile que he tenido que atender un asunto personal y que volveré en cuanto pueda.

—¿Y ese asunto personal tiene que ver con Simona Babrica? ¿Con la asesina más letal del ejército de las sombras?

—Ella nos salvó la vida.

—Interpretaré eso como un sí.

—Necesito que me ayudes —le pidió Mitch—. Y que confíes en mí.

Ewan tardó unos segundos en contestar. Los dos eran amigos desde la universidad y Mitch era además uno de los poquísimos humanos que conocían la existencia de los guardianes y que sabían que Ewan era uno de ellos. Éste siempre había podido contar con él y Mitch se había jugado su reputación como policía para ayudarlo más veces de las que Ewan podía recordar.

—Por supuesto que confío en ti. ¿Qué quieres que haga? —Fue la única respuesta que se le ocurrió.

—Simona tiene unas garras parecidas a las tuyas.

—Joder —exclamó Ewan entre dientes—. En el Diario de los guardianes no dice nada acerca de una mujer guardián.

—No creo que sea como tú —se apresuró a añadir Mitch—. Creo que Simona es algo más. Tiene una marca en la espalda, unas alas que le marcaron con un hierro candente.

—Dios.

—Y tiene el cuerpo lleno de cicatrices. —Mientras se lo contaba a Ewan, Mitch apretó el móvil con fuerza—. Y dice que oye voces y que no puede recordar nada antes de los ocho años.

—¿Qué clase de voces?

—De mujeres, creo —le explicó Mitch al recordar lo que Simona le había contado—. ¿Por qué? ¿Sabes qué es lo que le sucede?

—Me gustaría hablar con ella, quizá así podría ayudarla. ¿Qué más?

—Ayer, cuando la encontré, la estaban atacando unas criaturas horribles. Parecían soldados del ejército de las sombras, pero mucho peores. No sé…

—¿Cómo si estuviesen poseídos, mucho más sanguinarios y con unos colmillos que rezumaban veneno?

—¿Cómo lo sabes?

—A Simon y a Maria los atacó uno igual. En Canadá.

—Mierda —soltó Mitch—. ¿Qué demonios está pasando, Ewan?

—Todavía no lo sé. Lo mejor será que tú y Simona volváis cuanto antes, a ver si juntos conseguimos encontrarle sentido a esto.

—Antes de volver, Simona necesita averiguar su pasado. Por eso te he llamado.

—¿Estás seguro de que podemos confiar en ella, Michael?

Cuando oyó que Ewan lo llamaba por su nombre supo que su amigo estaba preocupado de verdad.

—Lo sé con la misma certeza con que tú sabías que Julia era tu alma gemela. Ya sé que no soy un guardián, pero quizá algo se me ha pegado, después de pasarme tanto tiempo contigo y tu familia —sugirió Mitch.

A decir verdad, a Ewan siempre le había sorprendido que un humano congeniase tan bien con los guardianes, pero siempre lo había justificado diciendo que Michael Buchanan poseía un valor y un código del honor incluso más estricto que el de muchos guardianes.

—Estoy seguro —afirmó Mitch sin un ápice de duda.

—De acuerdo. ¿Qué quieres que haga?

—Necesito que averigües todo lo que puedas acerca de Ivan Babrica, Catalina Ilich y Nadia Kalinin. Llámame en cuanto tengas algo.

—Lo haré. ¿Quiénes son?

—Todavía no lo sé. Simona tenía sus nombres apuntados en un trozo de papel y se esforzó mucho en ocultármelo. —A pesar del agotamiento por la pelea y de la emoción por haberla encontrado a ella, a Mitch no se le pasó por alto que ella intentaba guardarse un diminuto cuaderno en el bolsillo interior de la cazadora. Así que cuando se encerró en el baño, aprovechó para echar un vistazo. Apenas había nada apuntado, pero esos nombres sobresalían, porque los había repasado varias veces con el mismo rotulador. Tenían que significar algo—. Y de paso mira si alguno está relacionado con la ópera de Mariinsky.

—Está bien. Te llamaré lo antes posible. Y tú procura que no te maten. No quiero tener que buscarme a otro padrino de boda.

—Felicidades —dijo Mitch, alegrándose de verdad por su amigo. Ewan había estado a punto de perder a la mujer que amaba y su propia cordura y se merecía toda la felicidad que pudiese encontrar—. Y gracias, Ewan.

—Dile a Simona que tiene mucha suerte de contar contigo. Sabes que cuentas con mi apoyo, Mitch, pero si al final ella te está utilizando, no tendré más remedio que…

—No me está utilizando —le aseguró él—. Tengo que ayudarla, Ewan.

—Supongo que eso puedo entenderlo. —Ewan Jura carraspeó y cambió ligeramente de tema—. Esas criaturas que os atacaron son la última creación de lord Ezequiel. Estoy convencido de que tiene que ver con las drogas que encontramos en Vivicum Lab y con el secuestro de Dominic. Todavía no sabemos de qué son capaces exactamente, así que ve con cuidado y no dejes que te muerdan. Su sangre podría ser contagiosa. Llamaré a Dominic y lo pondré al tanto.

Mitch iba a despedirse cuando recordó algo que le había oído farfullar a Simona mientras estaba dormida. La noche anterior no le había dado importancia, en realidad, ni siquiera había reconocido el nombre, pero ahora, hablando con Ewan todo había adquirido sentido.

—Creo que Simona sabe dónde está Claire.

—¿Qué has dicho? —Ewan sabía perfectamente que Dominic estaba buscando a esa misteriosa mujer por todo el mundo. Igual que sabía que, si no la encontraba, la cordura del guardián corría peligro.

—Ayer por la noche, cuando se quedó dormida, farfulló algo. Al principio no la entendí y creí que había hablado en ruso, pero ahora me he dado cuenta de mi error.

—¿Qué dijo Simona?

—Ignaluk. Repitió el nombre de la isla varias veces y luego añadió el nombre de Claire. Ayer creí que había sido un suspiro, pero no, fue su nombre. Simona parecía muy angustiada.

—Llamaré a Dominic de inmediato. Michael…

—¿Sí? —Si había vuelto a llamarlo por su nombre, entonces la frase siguiente iba a ser importante.

—Si Simona puede comunicarse mentalmente con Claire, entonces lo más probable es que sea una ilíada.

—¿Una ilíada?

—Hija de un guardián de Alejandría.

—¿Estás seguro? —preguntó Mitch con un nudo en la garganta.

Si Ewan tenía razón, entonces Simona había estado años luchando contra su propia especie y no sabía cómo podía afectarla ese descubrimiento.

—La única otra explicación sería que fuese una odisea, una descendiente directa de las diosas, pero no tenemos constancia de ninguna de ellas desde hace siglos. Mi abuelo cree que permanecen ocultas por algún motivo.

—Si Simona es una ilíada, ¿hay algo que pueda hacer yo para ayudarla? —Mitch sabía que los guardianes como Ewan se recuperaban más rápido de cualquier herida si bebían sangre de su alma gemela.

—Según el libro de los guardianes, si una ilíada le entrega su corazón a un hombre y éste no le corresponde, muere. Pero quizá sea sólo una leyenda.

—Claro, como lo de tu tatuaje —dijo Mitch, en un intento de aligerar la tensión—. Tanto si es cierto como si no, eso no me preocupa. —«Simona no me ha entregado su corazón, pero cuando lo haga, yo le daré el mío a cambio»—. ¿Algo más?

—No estoy seguro. Cuando llame a Dominic hablaré también con Veronica Whelan, la prima de Simon, que es una ilíada. Además está en Canadá y probablemente pueda sernos de ayuda.

—Gracias, Ewan. Por todo.

—Ayuda a Simona y volved los dos cuanto antes, éstas son las únicas gracias que te pido.

Mitch colgó y se dirigió más decidido que nunca al teatro Mariinsky. Fuera lo que fuese lo que Simona había ido a buscar allí, no iba a enfrentarse a ello sola. A partir de ahora, él siempre estaría a su lado, aunque ella insistiese en darle esquinazo.