Dominic y Claire viajaron a Roma a la mañana siguiente de haber visto la grabación de Ezequiel. Tal como había dicho Claire, si aquéllos iban a ser los últimos días que les quedaban, iban a pasarlos juntos. La tarde antes de partir la pasaron desnudos, haciendo el amor en la misma cama donde se habían confesado sus sentimientos por primera vez y los dos utilizaron los besos y las caricias para decirse que se amaban y que no iban a permitir que el uno se fuese de aquel mundo sin el otro.
Dominic estaba decidido a entrar en el infierno si así lograba salvar a Claire de una muerte segura. Y ella estaba decidida a impedírselo. Sus objetivos finales eran opuestos, pero ambos perseguían lo mismo: salvar al otro y encontrar el modo de estar juntos para siempre.
El único momento en que discutieron antes de iniciar el viaje fue cuando Claire le pidió que informase a Ewan y a los demás acerca de su destino y él se negó. Dominic sabía que si hablaba con alguno de sus amigos, con el que fuera, intentarían convencerlo de que lo que iba a hacer era una locura y querrían ayudarlo. Y no quería correr el riesgo de que algo saliese mal y uno de ellos tuviese que pagar las consecuencias de sus actos. Y, si era sincero consigo mismo, tenía que reconocer que una parte muy importante de él tenía miedo de ceder al mal y de caer en las redes de Ezequiel, y no quería que ninguno de aquellos hombres a los que tanto respetaba lo presenciase.
Claire le dejó claro que creía que esa actitud de héroe de novela del siglo XVIII no los iba a ayudar en nada en la situación en que se encontraban y que le parecía una estupidez no pedir ayuda a unos hombres y mujeres que estaban dispuestos a dársela.
Al final, llegaron a un acuerdo. Viajarían a Roma sin decirle nada a ningún guardián sobre su situación actual —veneno incluido— ni sobre sus planes, pero cuando llegasen allí, los avisarían de que sabían la dirección exacta de la casa de Ezequiel y de que iban a visitarlo.
Cada hora que pasaba, Dominic iba poniéndose más y más furioso y el lado oscuro del guardián asomaba con más frecuencia de la deseada. Intentaba controlarse, porque sabía que Claire se preocupaba si lo veía así y porque él mismo tenía miedo de perder el control si dejaba que la rabia lo dominase. Pero no podía evitarlo. Cada vez que besaba a Claire, pensaba en la cantidad de besos que no podría darle si Ezequiel se salía con la suya. Y cada vez que le hacía el amor, temía que fuese la última. Ella intentaba tranquilizarlo durante sus conversaciones y en la cama le dejaba que expresara toda la ira y el dolor que sentía.
En aquel preciso instante, Dominic estaba dormido. Se había quedado exhausto después de hacerle el amor a Claire y descansaba abrazado a ella. Él había insistido en reservar uno de los hoteles más lujosos de la ciudad y la había llevado a cenar como si fuesen una pareja de enamorados que estaban allí de fin de semana. Durante la cena, la había cortejado y cuando volvieron al hotel empezó a besarla junto a la puerta y no se detuvo ni un instante. La besó en medio de la alfombra blanca que decoraba el pequeño salón de la habitación y la besó frente a la ventana que daba a la plaza. La cogió en brazos, algo que hacía siempre que ella se despistaba, y la desnudó lentamente encima de la cama. Le dijo que la amaba entre cada beso y le juró que encontraría el modo de que estuvieran juntos para siempre. Y Claire le creyó y respondió que ella también lo amaba. Y en cuanto esas palabras salieron de sus labios, Dominic dejó de contenerse y se convirtió en el amante apasionado que había conquistado su corazón.
Aquélla era la última noche que pasaban juntos en ese mundo fantástico que se habían inventado para no enfrentarse a la realidad. Cuando saliese el sol, se despertarían, probablemente volverían a hacer el amor y luego se ducharían y se vestirían para ir a enfrentarse a Ezequiel. El muy bastardo había tenido la desfachatez de dejarles una tarjeta con la dirección de su casa junto al ordenador en el que habían visto la grabación.
Claire cerró los ojos e intentó dormir y rezó para tener una oportunidad, aunque fuese sólo una, de pasarse el resto de la vida entre los brazos de Dominic. Su madre siempre decía que nunca había podido cambiar el resultado de una de sus visiones, pero en su caso había visto dos, la una excluyente de la otra, lo que significaba que sí podía alterarse el futuro. Y si alguien podía conseguirlo ésos eran Dominic, la llave del infierno, y ella, la odisea que lo amaba.
Se despertaron y sus cuerpos volvieron a encontrarse. Dominic le pidió por enésima vez que no lo acompañase y Claire le dijo, también por enésima vez, que iban a estar juntos hasta el final. Si tenían suerte, eso sería mucho tiempo y, si no, apenas unas horas.
La mansión de lord Ezequiel era sin duda ostentosa y opulenta, pero por su aspecto exterior nadie diría que en su interior habitaba el mal en estado puro. Parecía la casa de una estrella de la televisión o de un político y, sin embargo, detrás de aquellas paredes se encontraba una criatura que había robado las almas de incontables hombres y mujeres a lo largo de la historia.
Llamaron al timbre y un mayordomo les abrió la puerta. Los miró y se hizo atrás sin preguntarles quiénes eran.
—El señor los está esperando, señor Prescott, señorita London.
Dominic y Claire se cogieron de la mano y siguieron al sirviente por unos pasillos saturados de impresionantes obras de arte que se desmerecían las unas a las otras por estar tan cerca. El hombre se detuvo frente a una puerta de nogal que había al fondo y llamó respetuosamente.
—Señor, las visitas que estaba esperando —anunció, asomando la cabeza por la puerta.
—Adelante, hágalos pasar.
El mayordomo se apartó y Dominic y Claire entraron. Ezequiel iba vestido con un traje negro, parecía un adinerado hombre de negocios, y estaba sentado tras un magnífico escritorio.
—Me alegro de que hayáis venido —les dijo al verlos.
—¿Dónde está el antídoto? —le preguntó Dominic sin entrar en aquel falso juego de los buenos modales—. Dámelo ahora mismo.
—¿A qué vienen tantas prisas? —preguntó el otro, sarcástico—. Ah, sí, me olvidaba, a la señorita London se le acaba el tiempo. Una lástima, ¿no crees? Se ha pasado todos estos años sola, esquivándote, y ahora va a morir por haberte encontrado. Siempre me ha gustado esa expresión que dice que hay amores que matan, aunque no estoy seguro de que sea aplicable a vuestro caso.
—El antídoto —exigió Dominic.
—Oh, vamos, no esperarás que te lo dé así, sin más, ¿no? —Ezequiel se puso en pie y dio un paso hacia ellos. Dominic creyó que las molduras y los cuadros del despacho se transformaban con sus pasos—. ¿Sabes qué? Tú eres la persona a la que más veces he intentado torturar y aniquilar sin éxito. Pero ahora que has hallado a tu alma gemela, todo será distinto. De todos modos, por si acaso, al final he decidido cambiar de táctica: dejaré que te mates tú solo, a ver si así funciona.
—El antídoto —repitió Dominic y notó que Claire le apretaba los dedos.
—Intenté matar a tu madre cuando era pequeña, mucho antes de que te concibiera. Un oráculo me dijo quién iba a ser la madre de la llave, así que intenté adelantarme. Evidentemente, fallé, así que opté por casarme yo con ella y violarla. —Vio que a Dominic le crecían los colmillos y las garras y siguió con la macabra historia—. Oh, sí, tu madre, Isadora se llamaba, resultó ser más valiente de lo que creía y se escapó de mi castillo cuando estaba embarazada. Mandé a mis hombres detrás de ella, pero no la encontraron; días más tarde, hubo un incendio en el bosque y luego aparecieron sus restos. A ti te di por muerto, ni siquiera habías nacido cuando Isadora se fue, así que no se me ocurrió pensar que te hubiese dado a luz. Craso error, lo reconozco, pero ahora estoy dispuesto a remediarlo.
—Dame el antídoto o nos vamos de aquí —lo amenazó Dominic.
—Vaya, ya veo que cada vez te cuesta más controlar la rabia. Seguro que ahora mismo me arrancarías la médula con tus propias manos. Quizá todavía haya esperanza contigo, Dominic.
Claire volvió a apretarle los dedos.
—Iba a proponerte un trato, pero creo que voy a darte dos opciones para que veas que ser mi hijo te sirve de algo.
—Tú no eres mi padre.
—Bueno, no en el sentido en que utilizan el término los humanos, pero sí en el de los animales, el que de verdad importa.
A Dominic le hirvió la sangre y se maldijo por haber picado el anzuelo. Ezequiel quería provocarlo y lo estaba consiguiendo.
—¿Qué trato?
El otro abrió un cajón y dejó un vial encima de la mesa.
—Te daré el vial si accedes a quitarte la vida aquí mismo. —Le ofreció una pistola—. Pero también te lo daré si accedes a convertirte en mi heredero.
—Eso jamás —contestó Dominic entre dientes.
—Piénsalo, estarías vivo y podrías seguir acostándote con la señorita London. Reconozco que yo no entiendo qué le ves, pero sobre gustos…
—No.
—Pues entonces, pégate un tiro y listo —dijo Ezequiel sin más.
—No lo hagas, Dominic —le pidió Claire—. Me matará de todos modos.
—No, no lo haré señorita London. ¿Y sabe por qué? Porque así el alma de Dominic se retorcerá en el infierno. Usted estará aquí sola, sin él. Otra vez. Y él estará muerto. Otra vez. Ven conmigo, Dominic, y podrás hacer lo que quieras. Podrás acostarte con Claire o con mil más y podrás sentirte bien por ello. Podrás olvidarte de proteger a los humanos y pensar sólo en ti. Podrás hacer lo que te apetezca. Te has pasado mil años sacrificándote por la humanidad, ¿y acaso has recibido algo a cambio? Nada. Ven conmigo y lo tendrás todo.
—Lo único que quiero de ti es el antídoto.
—¿Qué estás dispuesto a darme a cambio?
—Mi vida.
—¡No, Dominic!
—Pero con dos condiciones —añadió el guardián.
—¿Cuáles?
—La primera; dale el vial del antídoto a Claire delante de mí.
—¿Y la segunda?
—Una vez se lo haya tomado, quiero que el mayordomo que nos ha abierto la puerta se la lleve de aquí. No quiero que vea lo que haré yo después. Y quiero que me jures también que, pase lo que pase, jamás volverás a ir detrás de ella.
—¿Qué harás si no acepto tus condiciones? —quiso saber Ezequiel.
—Me iré de aquí sin más —respondió Dominic.
—Pero Claire morirá sin el antídoto —le recordó.
—Entonces, yo dedicaré los días que me queden a vengarme y, siendo como soy la llave del infierno, seguro que se me ocurre alguna cosa con la que entretenerme —añadió, mirándolo a los ojos.
Ezequiel se quedó pensándolo unos segundos antes de acceder.
—De acuerdo. —Lanzó el vial del antídoto al vuelo y Dominic lo atrapó en el aire y se lo entregó a Claire, que lo vació de un trago—. Ahora te toca a ti.
—Antes quiero que Claire se vaya.
—¡No, Dominic! —gritó ella.
—Claire, no podré hacer lo que tengo que hacer si tú estás aquí —le dijo, mirándola a los ojos—. Tienes que entenderlo.
—No lo entiendo —admitió ella, con lágrimas en los ojos. Debería haber sabido que no iban a poder escapar de Ezequiel.
—Te amo, Claire —le confesó, al ver que en la puerta aparecía el mayordomo.
—¡No! —gritó Claire cuando el hombre la levantó del suelo para llevársela de allí—. ¡No! No me hagas esto, Dominic. Te amo —gritó, con lágrimas en los ojos.
Él se volvió y esperó a que la puerta se cerrase.
Por fin estaba solo con Ezequiel.