17

Dominic y Claire se despertaron unas horas más tarde y volvieron a besarse y a hacer el amor bajo las sábanas rosadas de aquella habitación de hotel. Cuando terminaron, se quedaron abrazados y ella le contó todas las veces que lo había espiado a lo largo de los años y le dijo que le gustaba creer que era su ángel de la guarda. Dominic le contó lo solo que se había sentido hasta que conoció a los Jura y a los Whelan y que con ellos se había sentido parte de una familia. Después se ducharon y se vistieron y bajaron a comer algo y a hacer planes. A Claire no terminaba de gustarle la idea de volver a Ignaluk, pero como no quería que Dominic fuese solo, lo acompañó.

Llegaron a la isla sin demasiados problemas y lo primero que los sorprendió a ambos fue que no había el menor rastro ni de Ezequiel ni de sus hombres. De hecho, lo único que le faltaba a la que había sido la cárcel de Claire era un cartel en el que pusiese «Entrada libre, pasen y vean». No había alarmas por ninguna parte, ni tampoco trampas, ni medidas de seguridad. Ni siquiera había un perro.

—Esto no me gusta nada —dijo Dominic.

—Ni a mí. Quizá sería mejor que nos fuéramos —sugirió, esperanzada.

—No, pero si quieres, puedes esperarme en el helicóptero.

—No. Voy contigo —afirmó, entrelazando sus dedos con los suyos.

A Dominic le dio un vuelco el corazón y juntos fueron avanzando por el pasillo principal del edificio de lord Ezequiel. Todas las puertas estaban abiertas y todos los despachos por los que pasaban estaban vacíos. Todos excepto uno, en el que había un ordenador. Entraron y, cuando él tocó una tecla, el monitor se encendió y apareció Ezequiel en pantalla.

—Veo que por fin habéis encontrado mi pequeño regalo —dijo la grabación—. Espero que no hayáis tardado demasiado. Querido Dominic —sonrió con maldad—, no te imaginas la sorpresa que me llevé cuando, en Londres, los estúpidos de mis científicos me dijeron que tu sangre no funcionaba. Verás, necesitaba la sangre de un guardián y, bueno, me parece que tanto tú como yo sabemos que tú no eres exactamente guardián al cien por cien, ¿no? Al principio no me di cuenta y cuando te escapaste no me preocupé demasiado. En realidad, no me preocupé lo más mínimo. Pero luego, cuando me di cuenta de que había un guardián descuartizando a mis soldados empecé a sospechar. ¿A que es maravilloso arrancarle la vida a alguien, hijo? Si un guardián estaba cometiendo actos bárbaros… —Puso cara de escándalo—… significaba que uno de esos santurrones se había vuelto un poco malo. Y eso, aunque me alegra, pone en peligro mi propia existencia, ¿no crees? Al fin y al cabo, la llave del infierno, o sea, tú, puede hacerme desaparecer para siempre. Como comprenderás, no podía correr ese riesgo y por eso mismo retuve a la señorita London hasta asegurarme de que tú eras su alma gemela.

Dominic sujetó la mano de Claire y se la estrechó con fuerza.

—Antes de que tú y tus amigos vinieseis a rescatarla tan heroicamente, le administré a la señorita London un veneno de mi propia creación. Si mis cálculos son acertados, y siempre lo son, le quedan seis días de vida a contar desde que os la llevasteis de aquí.

—Dios mío —musitó Claire.

—La buena noticia es que existe un antídoto. —Ezequiel levantó en el vídeo una mano y enseñó un vial—. Si lo quieres, ven a buscarlo. Estaré encantado de dártelo a cambio de tu vida. Te estaré esperando en la casa de Roma, justo al lado del Vaticano; uno siempre tiene que estar cerca de la familia.

Dominic abrazó a Claire y la estrechó contra su pecho.

—No te pasará nada, no lo permitiré —juró entre dientes.

—Mi madre tenía razón, su don era una maldición; nunca podía hacer nada para cambiar el resultado de sus visiones. —Notó que empezaba a llorar y se secó las lágrimas con la mano—. Me he pasado mil años evitándote y ahora, cuando estoy a punto de creer que podemos ser felices juntos, sucede esto.

—No sucederá nada. Seremos felices juntos, Claire.

—No, ¿acaso no lo entiendes? Si vas a Roma, Ezequiel te matará.

—Y si no voy, tú morirás.

—No voy a permitir que vayas —aseveró ella—. Podemos ir a Londres y pedirles a los Jura y a los Whelan que nos ayuden a encontrar el antídoto. Daniel ha dicho que su cuñada era científica y tú eres médico.

—No tenemos tiempo de correr ese riesgo.

—Ir a ver a Ezequiel es un suicidio.

—¡No puedo perderte, Claire!

—¡Y yo a ti tampoco!

Dominic la besó allí mismo con toda la pasión y la rabia que estaba sintiendo. Furioso con él por haberse permitido soñar y con ella por ser su sueño. Incluso entonces, con Claire en sus brazos y devolviéndole el beso, podía notar cómo toda aquella oscuridad que había creído derrotar la noche anterior mientras hacían el amor volvía multiplicada por tres. Desesperado por recuperar la paz que sólo había sentido con ella, aumentó la intensidad del beso y no se apartó hasta que volvió a creer que lograría salvarlos a ambos.

—Te amo, Claire. No voy a permitir que ese monstruo nos arrebate el futuro. Volveremos a Siberia y tú te irás a Londres para que Julia y todos los médicos de Inglaterra si hace falta empiecen a buscar el antídoto.

—¿Y tú?

—Yo iré a Roma a encargarme de ese bastardo.

—No.

—Sí.

—Sea lo que sea, Dominic, hagámoslo juntos —le dijo ella, mirándolo a los ojos—. Si sólo nos quedan cuatro días, no quiero que los pasemos separados.

Él comprendió perfectamente lo que Claire le estaba diciendo y aceptó tras aflojar el nudo que se le había hecho en la garganta.

—De acuerdo, iremos los dos a Roma.

Piazza di Siena, Roma

Sebastian iba a morir encadenado en aquella celda e iba a hacerlo sin despedirse de Veronica y sin decirle que la amaba. Pero lo que más le dolía era pensar en el daño que probablemente le había hecho ya a la única persona que había amado en este mundo. «Quizá ella te olvide en seguida. Al fin y al cabo, estuvisteis poco tiempo juntos y sólo la besaste». Sebastian no sabía si ese pensamiento lo aliviaba o lo torturaba más, pero era el único que tenía.

Después de beber la sangre de Ezequiel en su maldito despacho, la mente se le quedó en blanco. Ahora creía que había sido el modo que había tenido su cuerpo de protegerse y de vencer al veneno de Ezequiel, el único problema era que la conexión mental con Veronica se había roto durante el proceso. Sebastian recuperó la conciencia en el avión, rumbo a Italia, y consiguió seguirle el juego a Ezequiel hasta llegar a aquella lujosa mansión que sin duda era la antesala del infierno. Pero cuando el señor de las sombras los mandó a él y a los que iban a ser sus inferiores a una misión, perdió el control. Dicha misión consistía en matar a la familia de un párroco local que había osado rechazar el «generoso» ofrecimiento de Ezequiel: poder y lujo a cambio de su alma.

Sebastian guió a los soldados hasta su objetivo y una vez allí, les dio una paliza y ayudó a huir a aquella pobre familia. Debería haber imaginado que Ezequiel no se fiaba completamente de él, pero cuando vio a aquellos otros dos soldados que salían de entre las sombras no tuvo tiempo de reaccionar. Estaba herido de la pelea anterior y llevaba días fingiendo que no tenía hambre porque no se fiaba de la comida que servían en la mansión. Los dos soldados le dejaron clara la opinión que les merecía un traidor como él y, tras dejarlo inconsciente a base de golpes, lo encerraron en aquel sótano. Sebastian comprendía perfectamente la reacción de esos soldados, igual que comprendía la desconfianza de Ezequiel, lo que no lograba comprender era por qué seguía vivo.

«Probablemente quiere matarme él en persona, eso si la infección de esta herida o la falta de sangre no me matan antes».

Oyó que se abría la puerta del calabozo y se preparó para recibir otra paliza. Desde que le habían encadenado a aquella pared, no había ido a verlo nadie y supuso que ahora algún soldado debía de estar aburrido y había decidido ir allí en busca de entretenimiento.

Efectivamente, apareció un soldado, pero mucho más joven de lo que había supuesto Sebastian y mucho menos sediento de sangre. El chico se quedó de pie, mirándolo sin hacer nada.

—Si quieres darme un puñetazo, hazlo ya, antes de que me quede dormido —lo conminó Sebastian.

—¿Te resultó muy duro superarlo? —le preguntó el joven, apartando la mirada.

—¿El qué? —La pregunta lo sorprendió tanto que no logró contener una propia.

—La adicción a la sangre.

Sebastian miró al joven soldado con interés renovado. ¿Aquel chico se estaba planteando abandonar el ejército de las sombras?

—Mucho —respondió sincero—, pero vale la pena.

—¿Por qué?

«¿Por qué?» Él se lo había preguntado varias veces y siempre llegaba a conclusiones filosóficas, tipo que así había recuperado su alma o que así podía vivir consigo mismo. Y, aunque esas afirmaciones eran ciertas, la verdad era que, en su caso, sólo había un motivo que hacía que hubiese valido la pena.

—Porque me he enamorado. —El soldado lo miró como si se hubiese vuelto loco. Probablemente, aquel chico había ido allí en busca de respuestas más complejas o quizá para reírse de él, pero Sebastian sólo podía ser sincero—. Se llama Veronica. —A ella jamás le diría que la amaba, pero decírselo en voz alta a otra persona lo hacía sentir un poco mejor.

El soldado abrió los ojos, esperanzado.

—Yo conocí a una chica dos días antes de que… —Levantó una mano y se señaló la marca del cuello—. Creía que ya no podía tener esa clase de emociones —añadió con cautela.

—Podrás tener las emociones que quieras —dijo Sebastian—, pero antes tendrás que volver a ser tu dueño. El vínculo con Ezequiel es muy fuerte, pero si de verdad así lo quieres, podrás romperlo.

—Ahora no puedo irme, mi hermano también está aquí y él —suspiró abatido—, él quiere quedarse.

—Es decisión tuya —afirmó Sebastian, consciente de que en realidad así era.

El joven asintió y se dio media vuelta y él supuso que iba a irse para no volver, pero el soldado sencillamente abrió un compartimento oculto en la pared y sacó una llave.

—Me llamo Claudio —le informó, mientras le quitaba las esposas—. Te ayudaré a salir de aquí, pero cuando llegues a la calle estarás solo, yo no puedo arriesgarme tanto.

—Gracias, Claudio.

Éste lo sujetó por la cintura para que no se cayese al suelo y lo apoyó contra la pared. Después, subieron juntos la escalera y lo acompañó hasta una puerta trasera sin que nadie los viese.

—Buena suerte, Sebastian —le deseó el joven soldado.

—Cuando salgas de aquí —le dijo él, convencido de que algún día Claudio abandonaría el ejército de las sombras—, ven a buscarme.

Se ocultó en un callejón, esperó un tiempo prudencial para asegurarse de que no lo seguía nadie y luego se abrió paso por las laberínticas calles romanas hacia uno de los pisos que en esa ciudad tenían los gladiadores. Cruzó los dedos para que Elliot no hubiese decidido dejarlo durante su ausencia.

Por fortuna, el piso seguía existiendo.

Por desgracia, no había provisiones de sangre.

Sebastian estaba muy malherido y tenía que alimentarse, pero si había sobrevivido a aquella pesadilla sin beber de un ser humano, no iba a rendirse ahora. Se llevó una mano a la frente y notó que estaba ardiendo. En el piso no había nada de comer, pero era imposible que no hubiese un teléfono en ninguna parte. Lo buscó frenético, negándose a rendirse ahora que estaba tan cerca de conseguirlo. Lo encontró; un móvil minúsculo pegado a un cajón. Elliot podía ser un neurótico a veces. Marcó el número de su amigo y mentor y esperó. Si no le contestaba… Contestó.

—¿Sí?

—¿Elliot?

—¿Sebastian? —La voz del otro gladiador desprendía felicidad y confusión al escuchar la suya.

—Sí. —Suspiró aliviado—. Estoy en el piso de Roma.

—¿Estás bien?

—No —farfulló él, notando que le fallaban las fuerzas—. Necesito ayuda.

—Aguanta —le ordenó Elliot con su tono más marcial.

—Dile a Veronica que la quiero…

—¡Sebastian! ¡Sebastian! Maldita sea. —Elliot colgó el teléfono y se volvió hacia las personas que estaban reunidas con él. Una en concreto lo miraba con lágrimas en los ojos.

—¿Era Sebastian? —le preguntó Veronica Whelan con el corazón en un puño.

—Sí, era él.

—¿Está bien? ¿Dónde está? —le preguntó, secándose una lágrima.

—No sé cómo está. Vivo, lo cual ya es un milagro después de lo que me habéis contado. Está en Roma, en uno de los pisos que tenemos allí. Tal como os he explicado, Ezequiel pasa mucho tiempo en esa ciudad. Me temo que tendremos que dejar el resto de la reunión para más adelante, tengo que volver a Roma cuanto antes.

—Te estamos muy agradecidos por tu colaboración, Elliot —admitió Ewan, tendiéndole la mano— y espero que sepas que puedes contar con nosotros para lo que necesites. A partir de ahora, los guardianes y los gladiadores ya no están solos.

—Yo voy contigo —anunció Veronica.

—Contaba con ello —reconoció Elliot con una sonrisa—. Sea lo que sea lo que le haya sucedido a Sebastian, tú eres el motivo por el que sigue vivo y entre nosotros.

—Gracias, Elliot —respondió ella, sincera.

—Volveré dentro de unos días, Ewan. Gracias de nuevo por todo.

Elliot y Veronica cogieron un vuelo en Heathrow y, unas horas más tarde, aterrizaron en el aeropuerto de Leonardo da Vinci. Veronica no podía contener las ganas que tenía de ver a Sebastian, pero a medida que iban acercándose al piso de los gladiadores notaba un dolor más y más intenso en el estómago y en el pecho. La única persona que la había afectado de ese modo era Sebastian y si estando todavía lejos de él ya podía sentir su dolor, entonces Sebastian estaba sufriendo mucho. Y ella tenía que ayudarlo como fuese.

—Elliot, ¿puedo pedirte un favor? —le preguntó al hombre que había salvado a Sebastian del ejército de las sombras.

—Dime —dijo él sin comprometerse.

—Cuando lleguemos al piso, ¿puedo subir yo sola?

Elliot la estudió antes de responder.

—No sé si es seguro —señaló—. Sebastian puede haber… recaído, o estar a punto, y podría estar violento —se obligó a añadir.

—Él nunca me haría daño —afirmó convencida—. Y yo puedo ayudarlo.

—Veronica, no sé si…

—Por favor —le suplicó ella, cogiéndole las manos—. Por favor.

El conductor detuvo el coche y Elliot la miró de nuevo.

—Está bien, pero si dentro de media hora no tengo noticias subiré a buscarte.

—¡Gracias! —Le dio un beso en la mejilla.

—Y si sucede algo, lo que sea, quiero que salgas de allí corriendo. Nosotros estaremos aquí esperándote.

—De acuerdo —le prometió.

—Y llévate esto. —Le entregó una pistola con dardos tranquilizantes—. Por si acaso.

Veronica no quería cogerla, pero supo que si no lo hacía, Elliot no la dejaría subir.

—Está bien, pero seguro que no hará falta.

—Eso espero, Veronica, eso espero. Vamos, es esa puerta blanca de allí. —Se la señaló a través de la ventana del coche—. Buena suerte.

Ella le dio otro beso en la mejilla y salió del vehículo.